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-𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐟𝐢𝐯𝐞.

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El incienso quemaba lento. Una bruma tenue se elevaba desde el altar, perfumando el aire con notas de lavanda, ceniza y algo que no terminaba de nombrarse.

Leyla se mantuvo de rodillas sobre el escalón de piedra, con las manos entrelazadas sobre el altar. Frente a ella, la estatua de la Madre parecía mirarla sin juicio... pero tampoco con consuelo.

¿A quién rezas hoy, prima? —preguntó Alicent, su voz suave, casi en un susurro piadoso.

La mayor ladeó un poco el rostro, despegándole la vista por un momento a la estatua. Los ojos de Alicent parecían más que expectantes, tratando de imitarla a la perfección.  

—A la Madre. —respondió Léela, levantando levemente la comisuras de sus labios y con total sinceridad.

¿Y... qué piensas pedirle? —volvió a preguntar la menor.

Leyla no notó malicia en su tono, pero aún así dudó antes de contestarle:

Le pediré que me de un hermoso sobrino al cual pueda cuidar. —Está vez, bajo un poco la voz ante la presencia de unas septas. —O al menos que no se parezca al odioso de su padre.

Alicent estuvo apunto de soltar una carcajada de aquellas que nadie podía contener. Pero, en cuanto vio los amenazantes ojos de la anciana frente a ella, se cubrió la boca con la palma de la mano. Agachó la cabeza y comenzó a fingir un nuevo rezo mientras la mujer se alejaba.

Leyla bajó la vista, pero no por remordimiento. Era extraño: incluso allí, en un lugar sagrado, la ligereza de un comentario podía hacerle olvidar, por un instante, el peso que cargaba en el pecho.

¿Y tú? —preguntó con suavidad, como si el murmullo pudiera disiparse entre el incienso. —. ¿Qué le pedirás?

Alicent se quedó quieta unos segundos.

Paz. —dijo al fin. —Para mi padre... y para mi. Aunque me temo que ninguna de las dos será concedida pronto.

Leyla asintió muy despacio. No necesitaba saber detalles. Sabía bien lo que era vivir entre deberes impuestos y decisiones ajenas.

Miro de reojo a la parte trasera del salón, donde la princesa Rhaenyra se mantenía callada y con su expresión de indiferencia. No habían hablado como corresponde desde el fallecimiento de la reina, aunque Leyla no tenía cara para si quiera mirarla sin decirle la verdad. Nadie se la había dicho. Ninguno se atrevió a decirle que su padre había puesto la vida de su esposa por debajo de su codicia.

—Princesa, ¿quiere acercarse? —dijo Alicent, volteando por completo en la dirección de la princesa. —. Yo puedo guiarla...

—Estoy bien aquí, Ali. —respondió Rhaenyra, sin dejar terminar a su contraria. —Prefiero ser espectadora..

Alicent frunció apenas los labios, pero no insistió. Luego de un rato, hizo una última oración e hizo ademán de levantarse, sin antes dirigirse a su prima:

—¿Esperamos en el carruaje?

Leyla negó con la cabeza, dirigiéndole una sonrisa a su prima. Alicent entendió al instante, no insistió y se dirigió a la salida, escoltando a la princesa por detrás.

Leyla cerró los ojos y siguió rezando. Dejó de lado todos los pensamientos que la atormentaban en esos días y se concentró en sentir a su corazón.

Por un instante, todo pareció detenerse. Todo a su alrededor se sintió menos pesado. Más agradable. Había estado de pésimo humor con la respuesta que recibió de Viserys sobre el asunto del matrimonio. Su excusa para posponerlo durante un año fue que no era bueno para la corona que Daemon se quedara sin una esposa luego de la lamentable muerte de la reina. No es como si ella fuese a darle hijos a Daemon, pero su simple presencia le daba esa fortaleza al reino.

Permaneció allí hasta que sintió que el peso que había creído superado, le volvía a revolver las entrañas. Algunos años tras, podría decir que su mayor sueño se había convertido en realidad y lo único que lo mejoraría sería teniendo a su propio bebé... Ahora aborrecía la sola idea de que algo que fuera ajeno a ella, creciera y se volviera una peor versión de sí misma.

Finalmente, se incorporó despacio, con los dedos aún entrelazados y la frente baja. Se giró hacia la salida y se cubrió la cabeza con el velo negro que colgaba desde sus hombros hasta barrer el piso. Sin embargo, algo, o menor dicho, alguien se cruzó en su vista antes de que pudiera alejarse del todo.

—¿Sir Criston? —Se acercó, alzando ligeramente una ceja. —. ¿Qué hace aquí?

Era tan alto como la mayoría de hombres que había conocido a lo largo de su vida, aunque imponía mucho más presencia y carácter que muchos otros.

—Esperándola. —respondió el cabello. Rápido, pero sin ser cortante o mostrar desdén.

Criston mantuvo la postura erguida, aunque al verla acercarse con esa expresión mezcla de curiosidad y cansancio, bajó apenas el mentón, en un gesto que era más reverencia que saludo.

—¿Esperándome? —repitió Leyla, algo divertida, cruzando los brazos bajo el velo mientras lo observaba de perfil. —. ¿Qué no debería estar escoltando a la princesa?

—La princesa Rhaenyra tiene suficientes caballeros siguiéndola a sol y a sombra. Uno menos no hará mucha diferencia. —respondió él, su tono era tan sereno como su postura.

Leyla asintió sin contestarle. Siempre había evitado las conversaciones largas cuando de hombres se trataba. De joven, porque sus hermanos ahuyentan a los pocos que se le acercaban. Cuando llegó a la capital estaba muy absorbida por las actividades que implicaba ser una dama de compañía, y conforme fue creciendo, peor se puso. Luego vino su compromiso y con el Daemon...

—¿Desea irse, milady?

La voz gruesa la devolvió a la realidad.

—Ah... si. Te..tengo algunas cosas que hacer. —Su voz tartamudeó por el sobresalto y la mentira que acababa de soltar.

Sir Criston no pareció notar el titubeo, o tal vez simplemente eligió no hacerlo. Asintió con un gesto breve y dio un paso hacia el pasillo que conectaba con la entrada principal del septo. Aun así, no se movió del todo, esperando que Leyla caminara primero.

Ella lo hizo, con pasos medidos y la espalda recta, sintiendo el eco de sus propios movimientos sobre las piedras del suelo. A pesar de todo, su mente no dejaba de repasar aquella conversación con Viserys, sus palabras aún le ardían en los oídos como un castigo disfrazado de cortesía. "Es por el bien del reino, Leyla." ¿Desde cuándo su vida, su cuerpo, sus promesas, se habían vuelto el ancla para mantener a la corona estable?

—¿Puedo preguntarle algo, sir Criston? —dijo de repente, su voz más firme que antes.

—Por supuesto, milady.

Ella lo miró de reojo, sin detenerse del todo.

—¿Qué tanto le agrada la capital?

Espero una respuesta, aunque no la obtuvo de inmediato. Desaceleró su paso, quedando a unos pocos centímetros de la armadura que portaba sir Criston.

En otros tiempos, la simple rozadura de pieles le traiga escalofríos y cosquilleos en el estómago. Ahora que conocía más al mundo, ese echo se había vuelto lo que de verdad era: un simple roce.

—Tiene... su encanto, si. Pero no he conocido lo suficiente del reino como para desmeritarla. —dijo al cabo de un momento. —. ¿Y a usted?

—Creo que tengo una opinión dividida, aunque no tiene nada que ver con sus alrededores.

Leyla se detuvo al llegar a los escalones, tomando la parte baja de su vestido para no ensuciarlo.

Sir Criston descendió un paso por detrás de ella, atento, aunque sin invadir su espacio. Su mano descansaba en el mango de su espada y su mirada iba de un lado a otro en busca de algún peligro.

El sol de la tarde cubría toda la superficie con un calor insoportable, y las siluetas de ambos se alargaban a los últimos escalones.

—¿Dividida por ciertas personas? —aventuró él, sin atreverse a mirarla directamente.

Ella se detuvo, soltando desprevenidamente la tela. Casi nadie se atrevía a tocar con ella su... delicada situación marital.

—Algo así... —formó una sonrisa cálida que no logró ocultar tras su velo. —Pero trato de no pensar mucho en ello. Más que nada por... ciertas personas que no parecen aceptar mis decisiones.

—Entonces esas personas están equivocadas.

La respuesta fue tan rápida que no supo cómo reaccionar.

La piel se le erizó y las palabras se le clavaron en la mente. Sin saber que debía responder o si no debería hacerlo. Estaba tan acostumbrada a que ella estuviera equivocada, que no hubiera otra culpable que ella misma.

La muerte de Gael fue por su culpa y no haberla seguido cuando se lo pidió. La muerte de sus padres, su hermano, la reina, el rey... todos habían muerto por sus descuidos. Daemon la había dejado y, aunque nunca le había dicho la razón, presentía que la verdad, es que el problema era ella.

Apretó, con una fuerza innecesaria, la tela bajo sus dedos. Intentó mantener esa sonrisa cordial que había ensayado frente al espejo, pero parecía que su cuerpo la estaba traición —sin ser novedad.

No encontró las palabras adecuadas para describir lo que sentía.

Se limitó a asentir y seguir su camino hasta el carruaje que aguardaba sin movimiento a los pies de la escalera. Un caballero abrió la puerta y agradeció en cuanto puso un pie dentro. Allí, Alicent y Rhaenyra estaban una frente a la otra, con sus ojos fijos en la mayor y su desconcierto. Sin embargo, se quedaron callas al igual que Leyla. Ni una sola palabra durante el corto viaje de regreso a la fortaleza. Aunque, Leyla no puede evitar no recibir miradas y escuchar los resoplidos por parte de la princesa.

Cuando se detuvieron, Rhaenyra se levantó de un salto y salió de primera del carruaje. Alicent, menos rápida, la siguió por detrás, llamándola una y otra vez. Leyla, en cambio, parecía absorbida por sus pensamiento, porque no se molestó en apurarse en bajar hasta que una voz le insistió en salir.

—Una disculpa... —murmuró cuando estuvo a punto de salir y su cabeza sobresalía.

—Milady.

No puso atención en el caballero que la ayudaba hasta que puso su último pie en el piso. Se descubrió la cara, arrojando su velo por detrás de su cabeza, y sus ojos se cruzaron con otros mucho más oscuros y profundos.

Sir Criston... —Su voz salió como un susurro.

Rápidamente bajo el rostro y retiró su mano del brazo del caballero. Una punzada de vergüenza salió en su tono ante su poca educación. Aunque no tuvo mucho tiempo de olvidarlo antes de que él volviera a dirigirse con cortesía:

—¿Le parece si la escoltó?

Leyla alzó una ceja, incrédula. Se había tomado con amabilidad su compañía en el Septo, ahora, no estaba tan confiada en darle una respuesta.

Años sin ser tomada en cuenta le habían sentado de maravilla. Pero, en ese momento, parecía como si no quisiera perderla de vista o algo así.

—¿No tiene que estar con la princesa, sir? —dijo, mostrando un tono hostil. Presentía que todo esa parafernalia, tenía el nombre de cierto Targaryen por todas partes.

—La princesa Rhaenyra no requiere de mí en este momento. —respondió sir Criston, pasando sus manos a su espalda.

Leyla se quedó en silencio, examinando la expresión de su contrario y analizando sus palabras. En cambio, sir Criston pareció notar su desconfianza y añadió:

—No me malinterprete, milady. —Su tono se volvió más suave. —No tengo ninguna mala intención ni una orden externa.

Ella se quedó viéndolo por unos segundos. Era buena para detectar las mentiras luego de... muchas situaciones. Al final, suspiro y se retiró por completo su velo, dejando caer su cabello rojizo a sus hombros. Luego, retiró su vista a todo el patio y, consciente de ciertos ojos violetas que la examinaban de pies cabeza, se dirigió al guardia real y sonrió:

—Esta bien. Usted gana.

El hombre no esbozó la misma expresión que ella, pero sus facciones se suavizaron ligeramente. Después estiró su brazo y le cedió el paso a la dama.

Leyla, siguiendo consciente de los ojos que la observaban, le agradeció a Criston, pero fue caminando más lento de lo normal. Parecía como si estuvieran caminando a la par. Sus brazos rozándose a cada paso. Sabía lo que hacía y lo que provocaba.



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Leyla

Los nervios me consumían cuanto más avanzaba por el viejo jardín privado. A mi lado, sir Criston caminaba casi en completo silencio, a excepción por las pláticas cortas que yo misma comenzaba y él terminaba.

Sabía que lo que hacía no era lo más correcto, no cuando estaba demostrando tanta confianza y atrevimiento con un hombre. Pero ver los ojos de Daemon el otro día, tornarse rojos de ira y —quién sabe— celos, fue lo más divertido que había hecho en mucho tiempo.

Daemon había provocada en mí una y mil emociones de las que no pude recuperarme del todo, lo mínimo que se merecía era eso. Si, había aceptado mi encomienda y me dejaría ir por la paz, pero, aún así, no esperaría irme sin antes cobrármelas un poco.

Claro que no iba a pasarme de la raya como él, pero sabía cuál era su punto débil: su maldito orgullo. Y verme sonriéndole a otros, mientras él mira tras las sombras, era el mejor ataque al que podía recurrir.

Tampoco era como si la compañía de sir Criston fuera solo para mí pequeñita travesura. Algo en él me recordaba a los hombres con los que había crecido: frío, directo y algo protector —aunque ese fuese su trabajo—. Había sucumbido ante esos tratos durante años, pero con él no me sentía incómoda. O al menos no después de que me contara un poco sobre su vida y yo le contara de la mía.

—Si tuviera que elegir entre ser el mejor guerrero, uno que ganara torneos y se llevase victoria tras victoria, aunque fuera infeliz; o ser un simple plebeyo el cual disfruta de su vida y se gana su oro en base de lo que le apasiona, ¿que preferiría?

Solté mi pregunta con total confianza. Aunque era muy obvia la respuesta que tomaría, quise escucharla de su propia boca.

—Yo ya gano torneos, Leyla. —contestó sir Criston con una pequeña sonrisa de lado. Tras mucha insistencia, logré que me llamara por mi nombre.

Era muy raro que yo confiara de esa manera en alguien como para dejarme de las formalidades, pero era una de las cosas que Daemon siempre creyó en ser el único en tener, y yo sé lo había permitido.

Un segundo golpe. Directo donde le lastimaba su orgullo. Aunque dudaba que pudiera escucharnos.

—Que modesto... —bufé y rodé los ojos en forma sarcástica. —De todas formas, eso no responde mi pregunta.

Nos detuvimos debajo de la sombra de un árbol y no pensaba moverme hasta oír una respuesta. Apoyé mi espalda contra la madera, dejando de lado la poca visibilidad que me daba el lugar.

—Usted tampoco respondió la mía de esta mañana.

Y tenía toda la razón.

Por fin me había dignado a contarle a alguien —además de mi doncella— las extrañas cosas que habían estado pasado estas últimas semanas.

Peonias junto a mi cama, fuera de mi puerta y dentro de la biblioteca; pastelitos de zanahoria con notitas con una letra ilegible y, como cereza del pastel, mi anillo de bodas había aparecido en mi joyero esta mañana, reluciente y con la joya arreglada.

Lu —mi doncella— deducido casi de inmediato que se trataba de un hombre, pero no cualquier hombre, sino del que pronto pasaría a ser mi antiguo esposo. Yo, claramente, negué la idea y le dejé claro que no era una opción. Daemon al fin había aceptado dejarme ir. Y Daemon Targaryen no era de los hombre que se retractaban o se tomaban sus promesas a la ligera.

—No tiene importancia. —dije, al fin. —Es solo un anillo. Tal vez el rey lo encontró y quiere que lo use para guardar las apariencias mientras siga aquí.

Aunque no lo viera, supe que sir Criston me estaba juzgando. Trataba de leer entre mis límites y no era la primera vez. Y aunque me molestara en admitirlo, aveces lo conseguía.

— Y las flores, ¿también son parte de las apariencias? —preguntó con su tono frío, aunque percibí el filo detrás de sus palabras.

—Quiero pensar que si... —dije, evitando su dura mirada. —Bueno, ya no lo sé. Tal vez es solo una cortesía de algún criado.

De forma involuntaria, metí mi mano en el pequeño bolsillo de mi falda, rodeando con mis dedos el rubí de la joya. Se suponía que iba a guardarla junto a mis otras pertenencias en un rincón, pero, por alguna razón, no pude evitar traerlo conmigo. No lo usaba. No lo llevaba en mi mano, pero si estaba ahí. Por si acaso.

—De todas formas, nada cambiará mi decisión. —dije, más brusca de lo que quise, incorporándome y desarrugando mi vestido. —Nada ni nadie.

Sir Criston asintió lentamente, sin presionarme más. Me alegré de que fuera así. Lo último que necesitaba era a otra persona tratando de mostrarme el camino correcto.

—Entonces, si me permite... —añadió tras un instante. —...debería tener más cuidado con lo que lleva en los bolsillos.

No hizo falta que especificara a lo que se refería. Sentí el rubí arder en mis dedos, como si el anillo supiera que hablaba de él. Apreté los labios.

¿Estaba peleando con un anillo? Tal vez, pero me había vuelto muy mala perdedora cuando de ello dependía.

Me alejé unos pasos del árbol, dejando que el sol se filtrara entre las hojas y me golpeara el rostro. El jardín estaba tranquilo, ajeno a mis pensamientos y a todo lo que en mi interior se desmoronaba poco a poco. Todo en ese lugar parecía diseñado para guardar secretos. Y yo suficiente de ellos.

—¿Qué pasará cuando se marche? —preguntó sir Criston, acercándose apenas un poco, con el tono más suave de lo habitual. —. ¿Volverá al Dominio? ¿Con su familia?

—No lo sé. —Suspiré, con la mirada perdida entre los arbustos. —¿Qué se supone que hace una mujer cuando se separa de su esposo?

—Bueno... no es como si ocurra muy seguido.

—Claro que no. Nadie es tan tonto como para darle la espalda a la corona, y yo... —Solté una risita mientras apoyaba mis manos sobre mis caderas. —...No importa. Empezaré de nuevo y seré libre de hacer lo que quiera.

—Y sin embargo... —dijo, apenas audible. —...aún guarda el anillo.

Lo fulminé con la mirada, pero él se mantenía imperturbable.

—No es por él. —susurré. —Es por mí. Quiero recordarme a diario qué fue lo que me llevó hasta aquí. Para no cometer los mismos errores.

—Eso es lo que hacemos los caballeros luego de las batallas. —dijo tras de mi. —Guardamos cicatrices, no para lamentarlas, sino para no repetirla en la siguiente.

—¿Entonces soy un caballero ahora?

—No. —Negó suavemente con la cabeza. —Es algo mucho más peligroso: una mujer con valor. Y eso da más miedo en la corte que una espada desenvainada.

Me quedé en silencio unos segundos, tratando de entender por completo sus palabras.

—No me interesa causar miedo. —respondí, más para mí misma que para él.

—Eso no lo decide usted.

Mi sonrisa se desvaneció. Qué fácil era con él entablar este tipo de diálogos que no terminaban en súplicas ni gritos. Tal vez por eso me sentía segura a su lado: porque no me pedía nada.

—Me gustaría que esto se sintiera como un cierre. —confesé al fin, dejando que mis dedos acariciaran el borde del bolsillo donde el rubí seguía escondido. —Pero no lo es. No todavía.

—¿Y qué espera que ocurra para que lo sea?

Lo miré de reojo. Esa era la verdadera pregunta, ¿no? ¿Qué estaba esperando? ¿Una disculpa? ¿Una súplica? ¿Una última mirada de esas que derrumbaban todo lo que yo construía con esfuerzo?

Ni si quiera yo lo sabía. O tal vez era algo que nunca admitiría.

No conteste. En cambio, seguí el camino hasta volver al castillo.

Quedaban muchas lunas antes de que por fin pudiera irme sin necesidad de tener que regresar. Antes de que viera por última vez las cenizas de lo que una vez fue.



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Daemon

Me contuve dos semanas.

DOS. SEMANAS.

Leyla no quería verme y se lo concedí. Sin embargo, no me estaba poniendo las cosas fáciles.

Si no nos encontrábamos en el pasillo, era en el patio de entrenamiento. Si no estaba en la biblioteca, se aparecía en el jardín. Siempre con esa misma actitud serena, como si todo estuviera en orden, como si ya todo se hubiera terminado.

Y para colmo, ahora Cole parecía no despegársele. Era como un bicho en su vestido. No había día que no estuviera con ella.

Pero no. No iba a perder el control.

Había prometido dejarla ir. Y ya había aprendido la lección luego de tantas promesas rotas.

Solo que... no había prometido hacerlo sin arder por dentro.

Los pastelitos fueron idea de Jenna. Las flores, de Alana —si, había recurrido a armas peligrosas—. El anillo... el anillo fue mío. No iba a dejarlo abandonado como si no significara nada. Arreglé la joya con mis propias manos, incluso si me costó admitir que me temblaban los dedos mientras lo hacía.

Por lo que oí tras las paredes, todo pareció encantarle. Todo excepto el anillo. Entendible. Pero lo sentí como una victoria.

O lo fue hasta que ALGUIEN apareció.

Rickard Redwyne parecía tener la realidad distorsionada.

Llegó como si el mundo lo esperara con los brazos abiertos, pavoneándose por el castillo como un gallo que acaba de encontrar su corral. Y por supuesto, el primer lugar al que fue a parar fue a los jardines. A donde estaba ella.

Vi desde la galería cómo la saludaba, como si fueran viejos amigos. Viejos, sí. Amigos, jamás. A Leyla nunca le gustó él. Ni su actitud ni el.

Y sin embargo ahí estaba, inclinándose con una sonrisa torcida, tomándole la mano con más lentitud de la necesaria. Y ella... ella no lo rechazó.

No lo apartó.

No lo miró con asco.

Solo sonrió.

Una maldita sonrisa tan educada como vacía.

¿Y qué hizo él? Lo de siempre. La elogió como si las palabras fueran monedas y él estuviera comprando su atención. Que si su vestido, que si su cabello, que si el Dominio nunca había producido flor tan rara. No lo oí, pero conocía el tipo. Conozco esa voz melosa. Ese aire de superioridad disfrazado de cortesía.

Quise matarlo.

Y eso no es una figura retórica.

Durante un momento, la idea fue tan clara, tan tentadora, que mis dedos buscaron por reflejo el mango de la daga que ya no llevo conmigo. Me la quité hace días, como símbolo de algo. Supongo que ahora no recuerdo de qué.

Volví a mirar. Rickard reía. Leyla no. Pero tampoco lo apartaba.

¿Qué demonios estaba haciendo?

Podía tolerar a Cole. Apenas. Porque sabía que él nunca se atrevería a dar un paso en falso. Era un caballero en todo el sentido de la palabra. Un hombre de deber. Pero Rickard... Rickard era un oportunista. Un adulador barato con demasiadas tierras y cero sentido del ridículo.

Y Leyla... Leyla sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Cada palabra, cada gesto, cada silencio. Me conocía demasiado bien.

¿Era esto parte de alguna venganza?

¿Ver hasta dónde podía torcerme antes de quebrarme? ¿Mostrarme que su mundo podía seguir girando sin mí? ¿Que podía seguir siendo deseada, admirada, incluso más, lejos de mi alcance?

Y lo peor era que tenía razón. Porque en ese momento, mientras lo veía inclinarse sobre su oído para decirle algo demasiado bajo como para que otros lo oyeran, sentí el ardor subir por mi pecho como fuego valyrio.

Esta fuera de mi alcance.

No a la mujer que fue mía, no a la que desposé. A ella. A esa maldita fuerza indomable que era su alma. Esa que me hablaba en la oscuridad, que me retaba con la mirada, que me dejaba sin armas aunque yo creyera tener el control.

Pero había una falla de un plan.

Yo nunca, jamás de la vida, me he quedado de brazos cruzados.

Y había una sola persona en el reino en la que Leyla confiaba y admiraba a partes iguales.

El problema estaba en convencerla.

Envié más de diez cartas alrededor de toda una semana. Ninguna con una respuesta clara. Solo insultos moderados y que preferían verme muerto antes de que yo fuera perdonado... justo lo que esperaba, pero no me detuve.

Mi padre decía que podía ser muy convincente si usaba las palabras correctas y era sincero, o al menos con aparentarlo.

En mi última carta, conté todo lo que había ocurrido: la decisión de Leyla y el límite que había puesto Viserys de un año, claro, sin mencionar el ultimátum. No había necesidad de que pensaran que hacía todo esto por el trono cuando no era así. Quería a Leyla. No a la estúpida corona.

Luego de días sin respuesta a mi petición, donde me dediqué a evitar los lugares que Leyla visitaba para no torturarme yo mismo, al fin tuve lo que esperaba frente a la entrada al castillo.

Los cascos de los caballos resonaron en el patio de grava, deteniéndose frente a mí en seco.

Supe de quien se trataba en cuanto mis hombres me dieron el aviso.

No por el escudo de la rosa dorada grabada en el carruaje, ni por los bordados en las cortinas, sino por la manera en que el aire pareció tensarse apenas descendió.

—¿A qué debo el honor de este recibimiento?

Mi carta más peligrosa: lady Melessa Tyrell, la adoraba abuela de mi Lea.

Temida y respetaba a partes iguales. Palabras venenosas que hasta los caballeros aprendían a temer. Ojos con los que juzgaba a quien tenía al frente, sin importar si era el mismo rey de los Siete Reinos.

Dioses... podía jurar que ni mi abuela me había dado tanto nervio como hablar con esta anciana.

—Lady Melessa. —me incliné con todo el respeto que mi orgullo me permitió, lo cual no era poco. Con ella, no me convenía ninguna muestra de arrogancia.

—Príncipe Daemon. —respondió, con la voz más afilada que una hoja valyria. No sonaba enojada. Lo cual era aún peor.

Esperé. Una palabra más, un gesto, algo que me dijera si iba a escupirme en la cara o a concederme cinco minutos de su tiempo. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Solo alzó ligeramente la barbilla y caminó hacia el castillo como si fuera suyo, seguida por su séquito.

Tuve que seguirla como un sirviente.

Dentro, se detuvo apenas entramos al salón y giró con lentitud. Sus ojos —dos cuchillas verdes llenas de juicio y memoria— me escanearon de pies a cabeza.

—Me sorprende que no estés encadenado en una celda, considerando lo que hiciste. —dijo finalmente, con esa voz suya que no gritaba pero se oía en todas las paredes.

—A mí me sorprende que hayas venido. —repliqué. Su mirada no cambió. Como una estatua tallada con desaprobación.

—No por ti, desde luego. Mi luz necesita de quien apoyarse en este nido de víboras. O puedo decir, de dragones.

Solté un risita baja, aunque no pareció agradarle. No es como si realmente me importara caerle bien. Solo necesitaba su ayuda, y para eso no teníamos que ser los grandes amigos.

—Puedo asegurar que no hay otro lugar en el reino donde Lea...

Y me soltó un golpe.

—Primera advertencia. No llames a mi lucecita así. Para ti, abandonador, es Leyla. No Lea.

Entrecerré los ojos mientras asimilaba lo que había hecho. No por el golpe —había recibido peores—, sino por el apodo. Abandonador. Lo había escuchado en boca de algunas personas, entre ellas Aemma y Rhaenys, pero nunca se había sentido tan brutal como de boca de esa mujer.

—Tiene razón. —dije al fin, conteniendo las ganas que tenía de irme y mandar al carajo todo, y me tragué mi orgullo. —Fui un tonto...

—Idiota.

—¡¿Disculpe?!

La anciana levantó una ceja. Sin querer había levantando la voz y lo tomó casi como una bofetada.

Ahora entendía de dónde venía el coraje de los Hightower...

—Esta bien. Si, fui un idiota. Pero estoy tratando de enmendar mi error.

—¿Con qué? ¿Con estúpidas flores? —Dio un paso hacia mi. —. Por favor, niñito, puedes ser más listo que eso. Mi luz merece más que unas tontas plantas...

—Créeme que lo tengo más que claro. —Esta vez, yo la interrumpí. —Y le daría cualquiera cosa que ella quisiera. Pero se que a Leyla le gustan esas cosas. Las que son sencillas y con mucho más significado que una baratija costosa.

Las cosas sencillas... —repitió Melessa, como si estuviera saboreando un vino de mala calidad.

Me sostuvo la mirada por unos segundos que se sintieron como minutos, y luego asintió apenas, con una lentitud que me hizo pensar que tal vez —tal vez— había cruzado la primera barrera.

—No eres completamente idiota, al parecer. Aunque aún no decido si es algo bueno.

Me crucé de brazos, conteniendo un suspiro. Por los dioses, esa mujer hablaba como si cada palabra pudiera ser una sentencia de muerte.

—Mire, no espero que me conceda nada. Ni usted  ni nadie. Le pedí que viniera para que Leyla tuviera en quien apoyarse. Yo seguiré con lo mío y usted solo hará lo que yo le pida.

—¿Y quién le dijo que yo estaría de su lado?

—¿Y por qué no lo estaría? —repliqué al segundo. —. Digo, soy un príncipe, más que atractivo y quiero a su nieta. No hay nada de malo en esa combinación.

Melessa me miró como si acabara de confesar un crimen en plena corte.

Ay, por todos los dioses... —dijo con un suspiro cargado de desprecio. —Eres igual a tu hermano cuando cree que puede solucionar un problema con una sonrisa y media promesa. Pero al menos tú tienes el descaro de admitirlo en voz alta.

Se acercó aún más. Ahora estábamos cara a cara. Su voz bajó, pero se hizo más peligrosa.

—Te diré por qué no estoy de tu lado, Daemon Targaryen. Porque tengo ojos. Porque vi a mi nieta llorar hasta quedarse sin voz. Porque la escuché decir tu nombre con un odio tan frío que me costó recordarla como la niña dulce que solía dormir en mi regazo. Y tú... —alzó el dedo, apuntando a mi pecho como si pudiera atravesarme con solo tocarme. —...tú tienes la maldita costumbre de arrastrar a todos contigo cuando decides arder.

No respondí.

Podía hacerlo, claro. Podía decir que también sufrí. Que cada día sin Leyla fue una condena. Que no dormía bien desde la noche en que me fui, y que si me mantenía entero era solo porque no sabía ser otra cosa que un guerrero en pie. Pero no lo hice.

Porque Melessa Tyrell no quería escuchar excusas. Quería verdades.

—Y aún así... —dijo, bajando el brazo. —...estoy aquí.

Alcé una ceja, sorprendido. Ella vio mi expresión y ladeó la cabeza con una mueca irónica.

—Que no se te suba a la cabeza. Preferiría lo que sea antes de que mi luz te perdonara. Pero no quiero que nuestras casas queden manchadas para el resto de nuestras vidas solo porque tú pensaste con la cosa que te cuelga entre las piernas y no con la cabeza.

Me guardé mis comentarios esta vez.

—Ahora, quiero ver a mi luz. —giró sobre sus talones y, sin darme tiempo, me agarró con fuerza del brazo.

Contuve las ganas de hacerla a un lado. Respire hondo y, tras ordenarle a los criados llevar la cosas de la vieja a su recámara, acepte la orden.

—Ni una palabra, niñito. —volvió a hablar, mientras salíamos al jardín. —Si mi luz me dice que quiere que te parta la cara, voy a hacerlo. Tengo un bastón que ha tumbado a hombres más grandes que tú. Y con mejor reputación.

¿Quién necesita enemigos teniendo abuelas así?

—¡Ja! Ya te gustaría a ti que yo fuera tu abuela, niñito engreído.

Me soltó otro golpe con la mano libre que tenía. No fue para tanto, pero de igual forma fingí dolor.

—Va a dejarme un moretón si sigue así, eh.

Y me soltó otro. Y luego otro. Y como si no estuviera satisfecha, me piso el pie cuando íbamos a bajar el escalón.

—¡Oiga! —espeté, sujetándome el pie como si me lo hubieran partido en dos. —. ¿Eso también fue por Leyla o ya lo hace por placer?

—Por ambas. —replicó sin inmutarse, y siguió caminando sin mirar atrás.

Maldita sea... ahora entiendo por qué dicen que las flores del Dominio tienen espinas.

Avanzamos por los pasillos hasta llegar a la galería que daba al viejo jardín, donde sabía que Leyla pasaba las tardes desde hacía días. No porque yo la estuviera vigilando —no oficialmente, al menos— sino porque cada criado con lengua floja había aprendido a reconocer su rutina, y yo era muy bueno escuchando entre líneas.

Y ahí estaba.

Sentada en el césped a pies de un árbol, con ese maldito libro en las manos, rodeada por flores recién plantadas. Los rayos del sol tocaban su cabello como si supieran que la escena no podía ser perfecta sin ese detalle. Maldita escena, maldita perfección... y maldita ella por seguir viéndose tan serena, tan distante.

Melessa se detuvo a mi lado, observándola en silencio. Luego giró levemente el rostro hacia mí.

—Ni una palabra, Daemon. Ni una.

—Ya escuché. Bastón, reputación, golpes, moretones. Todo anotado.

Ella asintió, satisfecha. Se ajustó el vestido y bajó los escalones con una dignidad que ni las reinas consiguen cuando ya tienen los huesos frágiles. La vi acercarse a Leyla, y por un segundo temí que la rompiera, no con palabras, sino con su mirada. Pero cuando ella levantó la vista y la vio, algo en ella se deshizo.

Abuela... —murmuró, poniéndose de pie con los ojos tan grandes que parecía que se le saldrían.

Melessa abrió los brazos y la rodeó en un abrazo que casi me rompe a mí.

No supe cuánto tiempo pasaron así. Tal vez segundos. Tal vez siglos.

Me quedé en la galería, de pie, como un condenado observando la única puerta que podría salvarlo del fuego.

Leyla le dijo algo al oído a Melessa, y la anciana respondió con un murmullo que no alcancé a escuchar, pero que hizo que su nieta soltara una carcajada breve, casi tímida.

Después, los ojos de Leyla se alzaron. Y me vieron.

No con odio. No con ternura. Solo con conciencia. Con ese tipo de mirada que dice que estás ahí sin invitarte a entrar.

Melessa giró también, me miró de reojo y dijo algo más antes de tomarle la mano y caminar con ella por el sendero. No hacia mí, por supuesto. Sino en la dirección opuesta.

La parte racional de mí dijo que eso era buena señal. Que Melessa no la había apartado. Que había hablado con ella. Que había venido por ella.

Pero la parte que aún ardía dijo otra cosa.

Dijo que había perdido el centro de su mundo. Que estaba a dos pasos de hacer una locura si veía a Rickard Redwyne aparecer de nuevo con esa sonrisa torcida y las manos demasiado sueltas.

Me giré sin decir nada y regresé al interior del castillo.

Leyla había puesto sus límites y yo los respetaba.

No al pie de la letra... pero eso ella no lo sabía.



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Daemon

Entre la bañera cuando me asegure que se estaba lo suficiente templada.

Hacía un calor infernal aún cuando el sol ya se había ocultado. Pero nunca fui admirador del agua completamente helada como para meterme en una tina con hielos solo porque si.

Hundí el cuerpo con calma. Había estado entrenando más de lo habitual con tal de tener la mente despejada y concentrada en cualquier otra cosa. Ni siquiera paseé en Caraxes esa tarde. Me conocía y no me bastaría con solo unos minutos de paseo, y con el tiempo, mi cuerpo me daría batalla.

Apoyé la nuca contra el borde de piedra y cerré los ojos.

Me gustaba la soledad y tranquilidad de ves en cuando.

Decliné la oferta de Alyn de ir a beber a una taberna en las afueras de las tierras y preferí dormir para lo que me esperaba en la mañana. No sabía lo que era, pero presentía algo bueno.

Cabecee un par de veces, casi por acabar dormido en la agua misma, hasta que escuché un golpe en la puerta.

Fue un toque, apenas audible. Luego otro, y tras ese, otro más.

Viserys tenía la mala manía de abrir sin siquiera tocar, así que no podía ser él. Rhaenyra estaba a muchas recámaras de distancias, y seguía sin hablarme desde el funeral de Aemma, así que tampoco era ella.

Algunos pasos se escucharon al otro lado de las paredes, como si estuvieran dando vueltas en círculos. La persona estaba nerviosa o ansiosa, y tras pensarlo poco, obtuve mi respuesta.

Salí de un salto de la tina, haciendo un charco a los costados y mojando la alfombra a mi paso. Tomé una sábana del respaldo de mi sillón y la até a mi cintura. Crucé la habitación, descalzo, y abrí la puerta.

Y ahí estaba ella. Parada como si hubiera olvidado por qué había tocado. Su cabello estaba revuelto y sin ataduras, la espalda rígida y los ojos bien abiertos.

—Ah... —solté, sin poder evitar una sonrisa al ver cómo apartaba la mirada de inmediato. —Justo pensaba en ti.

—Pe..perdón por... interrumpir. No sabía que estabas... —me miró de pies a cabeza. —...indispuesto.

Me recargué contra el marco de la puerta, cruzando los brazos con tranquilidad. No tenía nada importante que hacer, y ella parecía no tener prisa, aunque sus dedos no dejaban de jugar con la manga de su camisón.

—¿Indispuesto? —repetí, divertido. —. No sabía que estar en mi propia habitación contaba como indisposición.

—No, yo... solo quería preguntarte algo. —dijo rápido, bajando la mirada al suelo. Parecía estar eligiendo las palabras con sumo cuidado.

—¿Algo tan urgente como para venir tú misma en lugar de mandar a alguien más? —arqueé una ceja. No era común que Leyla saliera a estas horas de la noche, mucho menos para buscarme.

Se quedó en silencio, sin levantar la vista. Y así siguió durante unos segundos.

—No es como si no me hubieras visto ya así. —dije, esperando aflojar sus nervios. No la había visto así desde... desde hace años.

Tardo un poco, pero pareció captar la indirecta. Levantó el rostro y volví a ver sus ojos olivas con un pequeño destello.

—Tienes razón. —dijo con más seguridad. Luego, dio un paso, quedando a escasos centímetros de mi. —No es la gran cosa.

Me contuve de sonreír más de la cuenta, aunque el gesto se me escapó igual. No todos los días la señora "no quiero verte" tenía el descaro de acercarse así. Podía verla pelear con sus propios pensamientos mientras intentaba fingir serenidad, pero sus mejillas delataban el esfuerzo.

—Entonces, ¿me vas a decir por fin qué te trajo hasta aquí? —pregunté, inclinándome un poco, lo suficiente para que notara que no me estaba tomando nada en serio.

—Mi abuela y mi prima llegaron esta tarde, aunque creo que ya lo sabes... —dijo al fin, en voz baja, pero firme. Luego, entrecerró los ojos y añadió: —Un pajarito me dijo que tú tuviste algo que ver...

—¿Un pajarito? —repetí, divertido. —. ¿No eras tú la que decía que los chismes eran para damas sin pudor?

—Bueno, creo que cambié mucho mi percepción de la vida durante mi estadía aquí.

—No lo creo... ¿y sabes por qué?

—Ilumíname.

—Porque aún te sonrojas cuando me ves medio desnudo. —dije, con una sonrisa ladeada.

Leyla soltó una risa entre dientes, rápida y seca, pero no dio un paso atrás. Tampoco desvió la mirada esta vez. Me gustaba cuando bajaba la guardia, aunque fuera por unos segundos. Mostraba algo más allá de esa compostura perfecta que llevaba como escudo desde que volvió a la fortaleza.

—Quizás no es sonrojo. —replicó, alzando una ceja. —Tal vez solo es vergüenza ajena.

—¿Vergüenza por qué? —di un paso hacia ella, dejando que nuestras sombras se mezclaran con la luz tenue del pasillo. —. ¿Por verme así, o por lo que eso te hace recordar?

No respondió. Solo sostuvo la mirada, pero esta vez fue distinta. Había algo ahí, en sus ojos, que no era enojo ni burla. Era una batalla.

No estás aquí solo por Melessa. —dije, más bajo ahora. —Ni por Jenna. Estás aquí porque no pudiste quedarte en esa cama sin pensar en lo que pasaría si venías.

Tragó saliva. La noté. Y no hizo nada por ocultarlo.

Estás muy seguro de ti mismo, ¿no? —murmuró, pero su voz ya no tenía filo.

No. Estoy seguro de ti.

Ella abrió los labios para decir algo, pero no lo hizo. En lugar de eso, sus ojos bajaron lentamente hasta mi pecho, luego a la sábana que apenas me cubría. Y de nuevo a mi rostro.

No va a pasar na..nada. —dijo al fin, pero la voz le tembló, traicionándola.

No si tú no quieres. —respondí, y alcé una mano para tomar uno de sus mechones sueltos, con cuidado. —Pero estás aquí. Eso ya lo dice todo.

—Quizás solo necesitaba ver si... —se interrumpió. No supo cómo acabar la frase. Porque no tenía una excusa convincente. Ni para mí, ni para sí misma.

—¿Ver si qué?

—Si seguías siendo tú.

—Y, ¿cuál fue el veredicto?

Leyla entrecerró los ojos, como si evaluara la respuesta con cuidado. Luego, finalmente, y con la voz más baja que antes, dijo:

—Eso es lo que más me molesta... que sí lo eres.

Y entonces, sin aviso, se giró sobre sus talones.

No me moví. No la detuve.

—Leyla. —llamé, antes de que diera el primer paso lejos de mí.

Ella se detuvo, de espaldas.

—¿Qué?

—La próxima vez... no toques. Entra.

Se quedó quieta unos segundos más. Luego, sin mirarme, respondió:

—Buenas noche, su alteza.

Y desapareció en la oscuridad del pasillo.

Me quedé en el marco, sin cerrar la puerta.

Y sonriendo, como un idiota.



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No me juzguen, pero yo vivo por las escenas de Leyla y Daemon.

¿Qué opinan? Tenemos nuevo adversario para Daemon. Nada que ver el Cole al que suelo escribir en mis otros fics, pero me agradó. Sin embargo, como ya habrán visto en mi tiktok, el mayor competidor de Daemon es su mismo hermano, así que... anyway.

Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3

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