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-𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐞𝐢𝐠𝐡𝐭.

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Las puertas de la Fortaleza Roja se abrieron con un estruendo.

El retumbar de cascos en el empedrado había hecho eco por todo el patio antes de que los guardias reconocieran la silueta empapada que se acercaba. Bala relinchó, agotado y cubierto de barro hasta el pecho. El jinete no respondió a los saludos ni a las exclamaciones. Solo descendió con una mano firme, la otra aún envolviendo el cuerpo inmóvil que llevaba contra su pecho.

—¡Alguien que llame a un maldito maestre! —rugió Daemon, con voz rasposa por la lluvia y la desesperación. —. ¡AHORA!

Corrieron. Sirvientes, soldados, incluso algún noble despistado que salía del ala este. Pero él no los vio. Solo veía a Leyla.

Sus labios estaban pálidos. El calor de su cuerpo se escapaba poco a poco, y su pulso —aunque aún latente— seguía débil, tembloroso, como un hilo a punto de romperse. Daemon no aflojó el paso. Cruzó los pasillos con pasos firmes, rápidos, empapando los suelos de mármol con cada pisada. Sus botas arrastraban barro, pero a nadie se le ocurrió decirle que se detuviera.

Unos minutos después, empujó la puerta de la recámara de Leyla. No habían velas, pero el viento corría por los residuos de la tormenta. La dejó caer sobre el suave colchón. Le quitó el cabello de la frente, sin soltar la mano a la que Leyla se había aferrado desde que se desvaneció.

Estarás bien... vas a estar bien. —murmuró, para si mismo que para ella.

De pronto y sin aviso, entró una multitud de hombres vestidos con batas grises. El más viejo era canoso, pero usaba una cadena que le colgaba de un lado a otro. No podía ser otro más que el Gran Maestre.

—¿Qué fue lo que...? —pronunció Runciter.

—¡Veneno! —espetó Daemon sin siquiera dirigirle la mirada. Temia perderla por un simple descuido. —. Fue en el bosque. No sé qué bicho la picó, pero la marca está aquí. —Le señaló el brazo con manos aún ensangrentadas. —Le abrí la piel y saqué lo que pude, pero...

—Traigan agua hirviendo y el libro del maestre Lyonce. ¡Rápido! —ordenó el anciano sin llegar a terminar de escucharlo.

Los aprendices se movieron a toda velocidad. Uno de ellos ya encendía un brasero, otro traía vendas limpias, y un tercero salió corriendo por lo ordenado.

Daemon se quedó al lado, sin decir una palabra más. Solo la miraba.

Tenía las manos manchadas de tierra y sangre. Las uñas desgarradas. La capa goteaba aún sobre las sábanas, pero no se movía. Solo escuchaba su respiración... o la falta de ella. Contaba segundos entre latidos. Esperaba que no fueran los últimos.

—¿Qué le dio? —preguntó el maestre, tras unos minutos.

—Nada. Solo saqué el veneno con la boca. No tenía otra cosa. —respondió Daemon, con los ojos clavados en la cama. —Y la mantuve caliente. Lo intenté.

Runciter asintió. Le colocaron una cataplasma en el brazo y vertieron un ungüento que soltó un humo verdoso.

—Hay rastros de veneno de orquídea negra. Una picadura letal si no se trata a tiempo... pero llegó antes de que se extendiera a los pulmones. Hizo bien.

Daemon apretó los dientes. No sentía alivio. No todavía.

—¿Se va a despertar?

—No lo sé aún. Su cuerpo está en lucha. Pero vive, príncipe. Vive. Y eso ya es mucho.

Daemon tragó saliva. Dio un paso atrás. Quiso decir algo, pero su voz no encontró salida.

—Tendrá fiebre. Tal vez delire. Va a necesitar descanso, y usted también. —dijo el maestre, con un poco de suavidad en el tono. —La cuidaremos.

Pero Daemon no se movió.

Se sentó en un rincón de la habitación, sin quitarle los ojos de encima. Alguien le ofreció una toalla. La ignoró. Otro intentó cambiarle la ropa mojada. No lo permitió.

Solo estaba allí, al borde del silencio, esperando que Leyla volviera.

Las sombras comenzaban a alargarse en la habitación cuando las puertas se abrieron de nuevo, esta vez sin estruendo. El sonido fue suave, casi respetuoso. A través del umbral cruzó una figura erguida, delgada, cubierta por una capa de terciopelo gris oscuro ribeteada en hilo plateado.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó, sin saludar, sin titubear.

Daemon se giró con lentitud. Podía reconocer la voz de esa anciana hasta en sus sueños. Melessa era muy difícil de olvidar.

—Algo la mordió mientras estábamos en el bosque. —gruñó Daemon, sin necesidad de adornos. Su voz era una mezcla de agotamiento y rabia contenida. —Sigue viva.

Melessa avanzó con pasos firmes, el bastón golpeando suavemente el mármol bajo sus pies. El Gran Maestre se inclinó apenas al verla, como si compartieran una historia larga y silenciosa de respeto y desencuentros.

—¿Cuál? —preguntó, sin apartar la vista de su nieta.

—Orquídea negra. —respondió Runciter con voz grave. —Una picadura superficial, pero en el bosque y sin tratamiento...

—¿Quién estaba con ella? —cortó Melessa, girando hacia Daemon. Sus ojos, aunque ancianos, ardían.

Daemon la sostuvo con la mirada. No respondió de inmediato.

—Yo.

—¿Y tú dejaste que algo así le pasara?

—Yo la traje en cuanto me di cuenta. —espetó, levantándose por fin del rincón. Había más hielo que fuego en su tono esta vez. —Ella no me lo dijo en el momento...

Melessa se le acercó un poco. Ambos se miraron, la tensión filtrándose por cada resquicio de la habitación. Durante un momento, nadie respiró.

—¿No te lo dijo? Esa es tu excusa. —dijo ella al fin, con un deje de amargura.

Sin notarlo, alguien más se había sumado a la habitación. Cabello rojos, ojos azules y piel ligeramente rosa: Jenna Tyrell.

—Abuela, por favor... no es el momento. —dijo la joven dama, tomando del brazo a su abuela.

Melessa no respondió de inmediato. Se quedó mirando a Daemon, como si tratara de leer algo detrás de sus ojos. Como si no confiara del todo en la versión que acababa de oír... pero tampoco tuviera energía para discutirla.

Finalmente, suspiró.

No lo es. —concedió. Su voz bajó, como si de pronto el peso de los años le recordara su lugar. —No lo es.

Volvió la mirada a Leyla, inmóvil sobre el lecho. El sudor ya perlaba su frente, y la cataplasma del brazo comenzaba a humear con fuerza.

—No quiero escándalos. No quiero rumores. Ni un solo susurro fuera de esta habitación. —ordenó Melessa, y su voz volvió a tener la fuerza de una matriarca. Miró al maestre, luego a los aprendices. —Si alguien habla de esto antes de que ella despierte, les juro por mis muertos que no vivirán para contarlo.

Runciter asintió en silencio, y los muchachos palidecieron de inmediato.

—Ve a buscarle ropa seca. —le dijo luego a Jenna, sin mirarla directamente. —Algo que le guste. Y un colgante de madreselva. Ese que le regalé cuando era niña.

Jenna salió de inmediato, sin objetar.

Daemon no dijo nada. Volvió a sentarse, esta vez un poco más cerca del lecho. Aún no tocaba a Leyla, pero sus ojos no se apartaban de ella. Seguía buscando señales de que estaba allí. De que no se le iba.

—¿Qué hacían en el bosque? —preguntó Melessa después de un largo silencio.

—No quiere saberlo...

—No te pregunté si quería saberlo o no. —replicó la mayor. —¿Qué hacían en maldito el bosque?

—Ella... huyó. Discutimos porque la vi con Rickard cabalgando y la perseguí hasta el bosque.

—¿La perseguiste? —repitió, alzando las cejas con asombro.

Daemon levantó la vista.

—Si. La perseguí.

Melessa lo observó por un instante más, sus labios temblando apenas, como si contuviera una risa amarga.

—Sabes que no eres un perro de caza, ¿verdad?

Daemon no contestó. Solo bajó la mirada, tragando la respuesta que quiso escupirle.

—La próxima vez que quieras hacer una escena de celos, elige otro método. Uno que no acabe con mi nieta inconsciente por veneno. —sentenció ella con dureza.

Daemon cerró los ojos un instante. No había defensa posible. No una que Melessa aceptara.

—Ella salió sola. Yo... —hizo una pausa, casi vacilante por primera vez en horas. —Yo solo quería hablar.

—¿Y cuándo en tu vida has hablado antes de gritar, Daemon? —soltó Melessa, esta vez sin furia, casi con lástima. Luego se sentó en una silla al otro lado del lecho. —. Siempre te lo dije. Nunca te has puesto en sus zapatos y la sigues juzgando por alejarse.

Daemon alzó la cabeza, lento.

—Yo no la juzgo...

—Entonces por qué cada vez que se te acerca terminas hiriéndola. —respondió Melessa sin mirarlo. —No con golpes, pero con cosas peores. Con palabras, con silencios, con la forma en que te niegas a hablar con la verdad.

Un silencio espeso llenó la habitación. Solo se oía el crujir leve del brasero y el soplido del viento a través de la ventana entornada.

Jenna regresó con un vestido claro y el colgante de madreselva entre los dedos. Sus ojos se deslizaban entre su abuela y Daemon con cautela, como si supiera que algo delicado estaba a punto de romperse.

—Déjalo ahí. —dijo Melessa, sin mirar. Jenna obedeció y retrocedió hacia la pared, como una sombra.

El maestre hizo una seña. Uno de los aprendices se acercó a cambiar la cataplasma, mientras el otro medía la temperatura con un toque cuidadoso.

Está subiendo. —murmuró el muchacho.

—Normal. Que suba si tiene que subir —gruñó Runciter. —Mientras no deje de respirar, su cuerpo está peleando. Pero si tiembla, o sangra por la nariz, vengan a buscarme.

Daemon no se movió.

Melessa se levantó y se acercó al lecho. Acarició el cabello húmedo de Leyla con una ternura que solo mostraba en sus queridas florecitas. Sus dedos temblaban ligeramente, pero su rostro era firme.

No vas a morir por esto. —le susurró. —No después de todo lo que has aguantado.

Luego se giró hacia Daemon.

—Toma esto como una prueba de los dioses. Si después de esto no te decides a ser sincero, puedes ir despidiéndote de un futuro a su lado.

Y con eso, Melessa se marchó. Su bastón golpeaba el suelo con fuerza, como si cada paso afirmara que aún era la señora de su voluntad... y de su nieta.

Jenna dudó por un momento, luego se acercó a Daemon. Le tendió una copa de agua caliente con algún tipo de raíz flotando en su interior.

Te va a doler el pecho si sigues aguantando así. —murmuró.

Daemon no respondió. Solo tomó la copa y se quedó mirando a Leyla.

Pasaron minutos, o tal vez horas.

Pero no sucedió nada.

Comenzó a dar vueltas por la recámara. Recogió algunas cosas y abrió aún más las ventanas, corriendo las cortinas de un lado a otro. Le quitó las botas enlodadas y las dejó caer a un lado. Con ayuda de Jenna, comenzaron a quitarle el vestido empapado por la lluvia. Aunque ella hacía la mayor parte del trabajo mientras Daemon recogía y guardaba la ropa para llevarla luego a lavar.

Al terminar y volver a arroparla, se sentó al borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Cada tanto, levantaba la vista para asegurarse de que Leyla seguía respirando. Que su pecho aún subía y bajaba, que el leve parpadeo bajo sus párpados no era una ilusión.

El brasero seguía ardiendo. El olor del ungüento llenaba la habitación: fuerte, amargo, casi asfixiante. Pero Daemon no se movía. A esas alturas, el hedor del miedo le resultaba más insoportable que cualquier hierba medicinal.

Tú me dijiste que odiabas la lluvia. —murmuró, apenas un susurro para sí mismo. —Y te lleve a la puta tormenta...

Una parte de él sabía que estaba hablando solo, que no tendría respuesta, pero no podía evitarlo. No sabía qué hacer con tanto silencio. Con tanta culpa.

No debí presionarte. —añadió, como si lo acabara de aceptar. Como si el pensamiento lo atravesara sin misericordia. —Si tan solo te hubiera dicho todo desde el inicio...

Pasó los dedos por su rostro, con desesperación muda. Sus manos temblaban. Lo odiaba. Odiaba no poder salvarla con una espada, odiaba que esto no fuera un enemigo al que pudiera degollar. Odiaba que su fuerza no sirviera para nada ahora.



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Daemon

Pasaron días y Leyla no despertaba.

Se suponía que tardaría una noche o dos en recuperarse del veneno, pero esas noches se volvieron en semanas y casi una luna completa.

A veces abría los ojos por un momento, pero no había nadie allí. Ni una palabra, ni un gesto, solo el parpadeo de una mirada perdida. Como si su alma se hubiera ido a otro sitio y su cuerpo solo estuviera esperándola, por lástima o por costumbre.

Y yo...

Yo me quedaba ahí. Sentado junto a la cama. Mirando ese rostro que conocía mejor que el mío y que ahora parecía hecho de mármol. Pálido. Silencioso. Frágil.

No soy un hombre paciente. Nunca lo fui. Pero hay algo que el miedo te enseña rápido: a esperar. Esperar que respire. Esperar que vuelva. Esperar que me perdone, aunque no haya dicho que me culpa.

Los recuerdos vinieron a mí en forma de pesadillas. Mi mayor miedo se había hecho realidad por mi obsesión al control.

Si tan solo no la hubiera molestado. Si tan solo la hubiera dejado en paz. Si tan solo no me hubiera aferrado. Si tan solo no hubiera escuchado. Si tan solo yo no estuviera vivo...

Todo hubiera sido tan diferente, sino fuera por mi.

Leyla estaría feliz. Viserys viviría sin preocupaciones. Papá se hubiera convertido en rey. Y mamá... mamá seguiría viva.

Su sonrisa era deslumbrante. Más bonita que la de la abuela, de eso estaba seguro.

Me acariciaba la cabeza mientras me cantaba al oído. No había mejor voz que la de mamá.

—¿Sabes por qué el cielo es rojo al amanecer, Daemon? —me susurraba, con los dedos enredados en mi cabello alborotado.

Yo asentía sin saber, esperando su versión. Porque mamá siempre tenía una historia. Una que solo era mía.

—Porque los dragones despiertan cuando los hombres todavía sueñan. —decía con los ojos cerrados, sonriendo como si viera a uno de ellos volar entre las nubes. —Y tú, hijo mío, naciste para despertarlos.

Pero ahora no había dragones. Ni canciones. Solo un silencio tan abismal que dolía en los huesos.

Abrí los ojos.

Leyla seguía inmóvil. Tan quieta que por un segundo creí que ya no respiraba. Me incliné para comprobarlo por enésima vez esa noche, sosteniendo el aire sin querer, temiendo encontrar el vacío.

Pero no. Ahí estaba.

Ese leve suspiro que me ataba a este mundo, a pesar de todo lo que me empujaba a dejarlo.

Me pasé las manos por el rostro. Estaba ardiendo por dentro, y congelado por fuera. Era una maldita contradicción, como siempre.

Me estás castigando, ¿verdad? —murmuré, sin esperar respuesta. —. A tu manera. Callada. Lenta. Como tú.

No se movió. Solo el parpadeo ocasional de sus párpados, cada ciertos días, como una burla del destino.

A veces le hablaba. A veces no. No sabía si era para no romperme o no romperla.

Le conté todo. Lo que nunca diría en voz alta. Ni a Viserys. Ni al mundo. Ni siquiera a mí mismo, cuando me miro al espejo.

Le hablé de papá. De cómo lo odié por rendirse. Por dejar que otros decidieran por él. Por no luchar. Por no pelear por mamá.

Le hablé de mamá. De cómo la vi toser sangre una mañana. De cómo su perfume se volvió más débil. De cómo nadie me decía la verdad, pero yo sabía. Sabía que se estaba apagando, igual que ella ahora.

Le hablé de mí. De cómo inventé versiones de mí mismo para poder vivir en esta maldita corte. El cabrón. El guerrero. El príncipe canalla. El que no necesita a nadie.

Mentiras. Todas.

La única verdad... era ella.

—No sé si puedes oírme. —dije, apoyando la frente contra la suya. —Pero si puedes... solo una cosa. No te vayas. No ahora. No sin gritarme. No sin escupirme en la cara que soy un imbécil. No sin al menos darme una última maldita mirada de esas que me hacen querer romper el mundo entero.

El corazón me latía tan fuerte que dolía. El silencio era espeso.

Esperaba lo que sea.

Un temblor. Un apretón. Una corriente de electricidad. Esa que siempre corría cuando estábamos juntos, que nunca perdimos.

Pero no vino.

Solo mi propia respiración, temblorosa, cortada, como si no me perteneciera, sino a un niño perdido en mitad de una tormenta.

Entonces escuché la puerta abrirse con suavidad. No giré la cabeza. No me importaba quién era. Nadie tenía derecho a interrumpirnos.

Pero los pasos eran familiares. Pesados, aunque suaves.

Culpables.

Daemon. —dijo una voz apenas más alta que un susurro.

Me quedé quieto. Mi frente seguía contra la de Leyla, como si con eso pudiera retenerla un poco más, como si ella estuviera al borde de soltarse.

—¿Qué quieres? —solté. No con furia. Con vacío.

Silencio.

—Han pasado casi treinta días. —continuó Viserys, desde algún rincón de la habitación. No lo veía, pero lo sentía, como se siente un peso en el pecho. —Los maestres dicen que si no despierta esta noche... puede que no despierte más.

—No necesito que me lo repitan. Ya lo sé.

—Daemon...

Alcé el rostro, finalmente. Me giré para mirarlo, y supe que él ya había estado llorando. Sus ojos estaban rojos, la barba descuidada, y las manos temblaban aunque intentara esconderlas tras su túnica.

—No vengas aquí a darme consuelo. —escupí. —No cuando tú también la alejaste.

—Yo no fui quien la eche.

—Todos lo hicimos. —Mi voz se quebró sin permiso. —Yo fui el primero.

Él bajó la mirada.

—Pensé en mamá... —dije, arrastrando las palabras como si me desgarraran la garganta. —En cómo la vi morir poco a poco... y cómo nadie la salvó. Cómo papá no hizo nada. Y ahora yo... hago lo mismo.

—Tú no tienes la culpa.

Me reí. Una risa seca, vacía, sin aire.

—Entonces dime quién la tiene. Dímelo, Viserys. Porque si no fui yo... ¿quién fue? ¿Quién dejó que se hundiera? ¿Quién me obligó a abandonar todo? ¡¿A quién culpo?!

Mi hermano no respondió.

Dio un par de pasos, acercándose lentamente. Se quedó al lado contrario de la cama. Miró a Leyla como si la estuviera viendo por primera vez en años. Con una mezcla de ternura y temor... justo como yo la miraba.

Creí que podríamos superarlo. —susurró. —Que te olvidarías de la culpa y de ella... pero me equivoqué.

—Si. Te equivocaste. Porque nunca me olvidaré de ella. —Salió con toda la sinceridad que guardaba. La verdad que me negué a decir en voz alta por miedo a debilitarme.

Viserys clavó sus ojos en mi. Esos que usaba para juzgar a todos desde la comodidad de su trono, hasta a mí.

—Si... me equivoqué. Leyla es... —La voz se le cortó mientras se dirigía a ella. —...es muy especial.



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Leyla

Caminaba sin ver algo familiar.

El aire era frío, pero, por alguna razón, llevaba una capa. No recordaba haberla tomado. Tampoco sabía por qué estaba allí.

A cada paso, la nieve crujía bajo mis botas, aunque no sentía mis pies. No sentía nada, en realidad. Ni el viento helado sobre la piel ni el peso del cuerpo. Solo... la soledad. Silenciosa. Blanca. Intacta.

El bosque parecía congelado en el tiempo. No había cantos de aves. Ni huellas en la nieve. Ni siquiera ramas que se movieran con el viento. Todo era quietud.

Vacío.

Caminaba, y caminaba... pero no llegaba a ningún lugar. Cada árbol era igual al anterior. Cada rincón parecía no haber sido tocado nunca por otro ser humano.

¿Dónde estoy?

¿Estoy muerta?

El pensamiento me golpeó sin aviso. Pero no me asustó. Solo... era lógico. Como si lo hubiera sabido desde el primer momento.

Entonces escuché algo.

Una risa.

Suave. Lejana. Pero tan conocida que me detuve en seco.

—No puedes perderte en un lugar que conoces, Leyla. —dijo una voz.

Me giré.

Y allí estaba.

Apoyada contra el tronco de un árbol, con las manos escondidas dentro de una túnica más grande que ella, y esa sonrisa pícara que siempre usaba antes de meterse en problemas.

Gael.

No... —susurré, sin saber si mis labios realmente se movieron.

Ella me miraba como si nada hubiera pasado. Como si no hubieran pasado los años. Como si la última vez que la vi no hubiera estado envuelta en cintas de las Hermanas Silenciosas.

Se veía tan joven. Justo como la última vez que la vi en el Septo. Su cabello era una tormenta de colores al azar y sus mejillas rosadas sobresalían de su piel pálida.

Era ella.

—No llores —dijo, avanzando hacia mí con pasos ligeros. —Sabes que no me gusta verte llorar.

La voz era igual. Suave. Musical.

Tan viva.

Y tan imposible.

Me cubrí la boca, ahogando un sollozo. No sabía si corría hacia ella o si me quedaba congelada, esperando que desapareciera. Como siempre hacía en mis sueños.

Pero no desapareció.

Llegó a mí y la abracé con todas mis fuerzas. Estaba tibia. No fría como la última vez que tomé su mano para despedirme.

Estaba viva.

—También me da gusto verte, Lea. —dijo ella, acariciando mi cabello.

Me aferré a ella como si pudiera retenerla en mis brazos para siempre. Como si abrazarla con suficiente fuerza pudiera torcer las leyes de los dioses y traerla de vuelta.

Gael no dijo nada más. No preguntó por qué lloraba, ni me pidió que me calmara. Solo me sostuvo. Como solía hacerlo cuando nos perdíamos durante las cazas. Como cuando nos protegíamos juntas de nuestras pesadillas. Como cuando no necesitábamos hablar, porque ya lo sabíamos todo.

Cuando finalmente me separé, noté que sus ojos también brillaban. Pero no por tristeza. Brillaban por amor. Por orgullo. Por mí.

—Estás tan distinta. —dijo, pasándome un mechón de cabello detrás de la oreja. —Pero todavía eres tú.

Tragué saliva, intentando ordenar las palabras que se amontonaban en mi pecho.

—Pe..pensé que nunca volvería a verte.

—Y yo pensé que tardarías más en llegar. —respondió con una sonrisa ladeada. —Pero siempre fuiste buena encontrando los lugares más extraños.

—¿Qué es este lugar? —miré a mi alrededor. El bosque seguía siendo blanco, silencioso, cubierto por una neblina leve. Irreal.

—Mi lugar. —respondió ella con suavidad. —¿Recuerdas cuando te dije que quería visitar el Norte? Pues, al parecer, todavía tengo cosas pendientes que resolver y mi consciencia se quedó aquí.

—¿Tú sola?

—Si, ¿no es grandioso? —rió con ligereza, aunque sus ojos se tornaron brevemente nostálgicos. —. Aunque me encantaría tener a Bitterwing aquí. Extraño su mal humor.

Reí entre dientes. Apenas un sonido. Apenas una vibración en el pecho. Pero fue real.

—Nunca entendí cómo te llevabas tan bien con esa bestia.

—Porque era mi bestia. —respondió con orgullo, cruzándose de brazos como si aún pudiera llamarlo con un silbido. —Y porque tú le caías peor que nadie.

—Me mordió el tobillo.

—Y tú le pateaste el hocico. —Gael soltó una carcajada. —. ¡Por los dioses, eso fue glorioso!

Su risa se apagó con lentitud, como el eco de una campana al alejarse. El bosque se volvió más nítido por un instante. Como si el recuerdo de Bitterwing le diera forma a la neblina.

—¿Entonces... estás atrapada aquí? —pregunté, bajando la voz.

Ella negó suavemente con la cabeza.

—No estoy atrapada. Solo... no he terminado. —Me miró, esta vez más seria. —A veces, los que partimos no lo hacemos por completo. No si alguien aún nos recuerda como tú me recuerdas.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Y si dejo de recordarte?

—No podrías. —susurró. —Pero cuando el dolor deje de doler tanto... cuando logres hablar de mí sin que tu voz tiemble... podré irme. Y estarás bien.

—No quiero olvidarte.

—No tienes que hacerlo. Solo aprender a no cargarme como una herida abierta.

Mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Gael me tomó las manos.

—Te juro que estoy bien, Lea. Me fui sabiendo que alguien como tú se quedaba en el mundo. Y aunque las cosas se torcieron... —inclinó la cabeza con una sonrisa ladeada. —...sigues siendo tú. Lo veo.

Ya no sé quién soy.

—Entonces déjame recordártelo. —susurró, tocando mi pecho con dos dedos. —Eres valiente. Eres justa. Eres leal hasta el final. Incluso cuando no deberías serlo.

—Fallé. Te fallé a ti, a nuestras casas, a Daemon, a Robb... a mi.

—Fallaste... —repitió ella. —Porque amas. Porque sientes. Porque te duele. Pero eso no es fallar, Leyla. Eso es vivir.

Una brisa repentina recorrió el bosque. El aire se volvió más ligero. Y algo, en algún rincón de mí, comenzó a moverse. Como si un cordel invisible tirara suavemente desde muy lejos.

Gael parpadeó con lentitud. Su figura titiló levemente, como una llama sacudida por el viento.

—Gael...

—Debes irte.

—Aún no.

—Sí. —Apretó mis manos una última vez. —Debes hacerlo. Debes descubrir la verdad.

El tirón se intensificó. El bosque se empezó a desdibujar. Ya no había nieve. Ni ramas. Ni frío.

—¿De qué verdad hablas?

—Lo sabrás cuando la encuentres. Pero no dejes que nadie influya en tu decisiones. Guíate con este... —me golpeó dos veces la sien. —Y no te dejes llevar por sus mentiras.

Gael sostuvo mi rostro entre sus manos con una ternura que partía el alma. Su piel seguía tibia. Su tacto, leve como el roce de un pétalo, me envolvía con un calor que no pertenecía a aquel lugar.

—Te amo, Lea. —dijo de pronto, sin dramatismos, sin peso. —Tal vez no fui clara ese último día, pero esta vez es la definitiva. Recuérdalo siempre, ¿si?

Mis labios se entreabrieron, pero no supe qué decir. Una parte de mí ya lo había sospechado. Otra se había negado a mirarlo de frente. Pero ahora que lo oía... dolía de una manera hermosa. Como si algo que siempre estuvo oculto finalmente se hubiese revelado a la luz.

—Gael...

Ella sonrió. Una sonrisa breve, melancólica, serena. Luego se inclinó.

Su frente rozó la mía primero, como si pidiera permiso.

Y entonces, suavemente, me besó.

No fue largo. Ni urgente. Fue apenas un roce, un susurro entre dos almas. Pero contenía todo lo que no habíamos dicho. Todo lo que habíamos sido. Todo lo que ya no seríamos.

Cuando se apartó, sus ojos estaban llenos de luz.

—Vive, Leyla. Vive por mí, si quieres... pero sobre todo, vive por ti.

El tirón se volvió imposible de resistir. Sentí cómo mi cuerpo —si es que seguía teniendo uno— era arrastrado hacia atrás, hacia un lugar donde la neblina ya no podía alcanzarme. El bosque se deshacía como un sueño, como humo.

La última imagen de Gael fue su silueta iluminada por una luz suave, como si el mismo sol —aquel que no existía en ese lugar— hubiese salido solo para ella.

Y entonces desperté.

Mi cuerpo se sacudió al respirar. El aire era real. Tibio. Lleno de sonidos: una chimenea, el murmullo de voces lejanas, el crujido de una madera bajo mi espalda.

Estaba viva.

Pero no viva...



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Uy, uy.

Bueno, después de meditarlo un tiempo, alargaré esta historia hasta los capítulos 40-45. Se supone que lo cortaría en el 35, pero para la idea que tengo no me da el tiempo. Eso significa que con esto terminamos un acto (siempre me contradigo)

¿Recuerdan la idea de Viserys y Leyla? Is coming.

¿Opiniones? ¿Teorías? ¿Qué les pareció? Espero se entienda cuando Daemon dice que Viserys ve a Leyla como él la ve (he knows)

Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3

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