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-𝐬𝐢𝐱𝐭𝐞𝐞𝐧.

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Era el vigésimo noveno día de la décima luna del año 100 d.C., un día que marcaba el inicio a las celebraciones nupciales entre el nieto más joven del rey, el príncipe Daemon, y la joven hija del viudo lord Hobert Hightower. King's Landing había sido transformado para la ocasión, con las calles decoradas con estandartes que mostraban el dragón tricéfalo de los Targaryen y la torre en llamas de los Hightower. La ciudad rebosaba de visitantes que habían llegado desde todos los rincones del reino para presenciar la unión de la casa real con una de las casas más influyentes en Westeros.

El itinerario para la celebración estaba lleno de pompa y rituales. Aquella tarde, los invitados más cercanos serían recibidos en el Bosque Real, un lugar apartado y sereno dentro de las Tierras de la Corona, donde los Targaryen y los Hightower compartirían una pequeña recepción íntima. Las mesas de madera maciza estarían cubiertas con manjares exquisitos: frutas frescas, carnes asadas y vinos traídos desde las tierras del Dominio. Los músicos tocarían melodías suaves mientras las damas charlaban bajo la sombra de los árboles y los lores, desde los más ancianos hasta los más jóvenes, cazaban durante el día.

Al día siguiente, el segundo de los festejos, tendría lugar un torneo en honor al matrimonio. Los mejores caballeros del reino se enfrentarían en justas, compitiendo por el favor de las damas, en especial, por el de lady Leyla, que aún con anillo en mano, habían hombres interesados en segundos de su atención. Finalmente, el tercer día sería el clímax de las celebraciones: la ceremonia en el imponente Septo de King's Landing, donde el Gran Septon bendeciría la unión bajo los ojos de los Siete. Tras los votos, habría un gran banquete en el salón del trono, con danzas, música y discursos que se alargarían hasta bien entrada la noche.

Sin embargo, mientras los preparativos avanzaban con precisión, los protagonistas de la boda parecían menos entusiasmados.

Daemon estaba en sus aposentos, ajustándose el broche de su capa negra cuando su hermano mayor, Viserys, entró sin anunciarse. Llevaba una sonrisa tranquila en el rostro y una copa de vino en la mano, pero sus ojos observaban a Daemon con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—Te ves como si estuvieras a punto de entrar en una batalla, hermano.. —comentó Viserys, acercándose a la ventana para mirar el bullicio en el patio del castillo.

Daemon resopló y apartó la mirada de su reflejo en el espejo.

—No estoy seguro de que haya mucha diferencia. Una batalla al menos es más honesta.

Viserys dejó escapar una carcajada suave y se sentó en un sillón cercano, cruzando las piernas con la facilidad de alguien que estaba acostumbrado a las tensiones de la corte.

—¿Ahora qué te sucede? —preguntó, claramente atento al malestar que su hermano menor había presentado las últimas semanas. —. La abuela te consiguió una bella esposa, padre y el abuelo la aprobaron. Ella, a lo que demuestra, te ama, y tú no haces más que quejarte como un niño chiquito.

—¿Y a ti cómo te consta? ¿Acaso le has preguntado? ¿Acaso lees la mente? —Viserys giró los ojos ante las preguntas de Daemon lo que hizo que se sintiera menos seguro. —. Así que deja de regañarme y preocúpate por tus asuntos...

—Mmm.. —Viserys bebió un sorbo de vino, reflexionando antes de continuar. —A ti algo más te pasa, y yo no me trago que sea solo por la muerte de papá.

Tú qué sabes... —murmuró para sí mismo, dirigiéndose a servirse una copa al otro extremo de su habitación.

Viserys lo observó con el ceño ligeramente fruncido, apoyando los codos sobre sus rodillas mientras giraba la copa en sus manos.

—Sé más de lo que crees, Daemon. —respondió con tono firme, pero no agresivo. —Llevas semanas deambulando como un alma en pena, pero esto no tiene solo que ver con la boda porque ni siquiera te involucraste. Hay algo más, algo que llevas cargando, y no soy tan ciego como para no darme cuenta.

Daemon llenó su copa con un gesto brusco, el vino derramándose ligeramente sobre el borde antes de que lo alzara para beber un largo trago.

—¿Y si lo hay? —replicó finalmente, sin volverse hacia su hermano mayor. —. ¿Qué ganarías con saberlo? ¿Cambiarías las cosas? ¿Acaso podrías?

Viserys suspiró y se puso de pie, caminando lentamente hacia su hermano.

—No soy brujo, Daemon, pero soy tu hermano. Si hay algo que te atormenta, al menos intenta compartirlo conmigo antes de que lo entierres tan profundo que termine por devorarte.

Por un momento, el silencio se instaló en la habitación. Daemon no respondió de inmediato; sus dedos tamborileaban contra el cristal de la copa mientras su mirada permanecía fija en el oscuro líquido. Los recuerdos en su mente volvieron como un balde de agua fría. Su padre, agonizante, y el hermano menor de lord Hobert hablando antes de que él bebiese algo y terminara por morir en su propia cama era una de las imágenes que nunca podría borrar de su memoria. Cada minuto y cada segundo estaba grabado en su mente, y por mucho que intentara olvidarlo y dejarlo de un lado, no podía olvidar a su padre, el gran Baelon el valeroso, ahogándose con su propia sangre.

¿Y si ellos lo mataron...? —dijo entre dientes, esperando que su hermano no le entendiera y dejara la conversación.

Viserys se quedó inmóvil por un momento, sus ojos clavados en la espalda de Daemon. Su expresión pasó de la confusión al desconcierto, y luego a una creciente seriedad. Dio un paso adelante, aunque mantuvo su tono controlado.

—¿Ellos? —preguntó en voz baja, como si estuviera probando la palabra, intentando entender su significado. —. ¿De quiénes estás hablando, Daemon?

El menor no respondió de inmediato, girando la copa entre sus manos. Finalmente, dio un pequeño suspiro antes de volverse lentamente hacia su hermano mayor, sus ojos oscuros y cargados con una mezcla de rabia y dolor.

—Los Hightower. —pronunció con un veneno apenas contenido. —El hermano de lord Hobert estuvo presente esa noche. Fue él quien le llevó la medicina a padre... y luego se quedó allí como un buitre mientras agonizaba.

Viserys pareció tambalearse por un instante, como si las palabras de Daemon lo hubieran golpeado físicamente. Abrió la boca para hablar, pero la cerró de nuevo, intentando encontrar una respuesta adecuada.

—Eso es... —comenzó, pero su voz se apagó, y volvió a intentarlo. —Daemon, eso es una acusación grave. ¿Tienes pruebas? ¿Algo más que... sospechas?

Daemon apretó los dientes, sus manos tensándose alrededor de la copa.

—Pruebas.. —repitió con amargura. —¿Qué pruebas necesitas cuando ves a tu padre, un hombre al que apodaron el más valeroso, derrumbarse ante tus ojos? Esa medicina fue lo último que bebió. Y ese maldito Hightower estaba allí, asegurándose de que todo pareciera un accidente.

Viserys respiró hondo, dejando la copa en una mesa cercana mientras trataba de mantener la calma.

—Entiendo tu dolor, hermano. Pero estas palabras, si llegan a oídos equivocados, podrían desatar un conflicto que ni tú ni yo podríamos controlar. Los Hightower son aliados poderosos... y ahora serán tu familia.

Daemon soltó una carcajada amarga.

—Familia. —escupió la palabra como si le quemara la lengua. —¿Crees que me importan ellos o lo que puedan ofrecer? Si esto es cierto, Viserys, si ellos tuvieron algo que ver con la muerte de nuestro padre, no hay promesa que valga. Y estoy seguro que estoy en lo cierto.

Viserys cerró los ojos por un momento, masajeándose las sienes, antes de mirarlo con firmeza.

—O sea que estás descargando tu odio a tu prometida por culpa de su.. tío.. ¿es en serio, Daemon?

Daemon se giró abruptamente hacia Viserys, sus ojos ardiendo con furia contenida.

—¡No lo entiendes! —espetó, señalando a su hermano con la copa medio vacía. —. Esto no se trata solo de Otto, ni de Leyla. ¡Es su maldita familia entera! Todo en ellos es cálculo, manipulación y ambición. Creen que pueden manejarlo todo, incluso a nosotros.

Viserys levantó una ceja, cruzando los brazos con una calma que contrastaba con la tormenta de emociones de su hermano menor.

—Y aun así, están a punto de convertirse en tus aliados más cercanos. —respondió, midiendo sus palabras. —La chica no tiene la culpa de lo que tú crees que ocurrió. ¿Acaso la has siquiera escuchado, Daemon? Es chica no es ni su hermano, ni su padre ni nadie parecido a ellos.

—¿Cómo lo sabes? —Daemon se acercó con pasos firmes, acortando la distancia entre ellos. —. Dime, ¿cuánto sabes tú de ella? Porque hasta ahora no ha echo más que cuestionarme y ponerse a la defensiva.

Viserys suspiró y apoyó una mano en el hombro de Daemon, buscando apaciguarlo.

—Porque Gael la aceptó. Porque padre y la abuela la quisieron. Porque mi hija y mi esposa la adoran. Porque se ha ganado su lugar en esta familiar a gotas de sangre.. Tú eres el único que la trata como si ya estuviera empuñando un cuchillo contra nosotros.

Daemon lo apartó con un gesto brusco, volviendo a su copa de vino.

—No esperaba menos de ti.. hermano. —gruñó, su voz baja pero cargada de tensión. —Siempre apoyando a todos menos a tu propia sangre...

Viserys negó con la cabeza, exhalando con frustración. No quiso seguir discutiendo y prefirió dejar las cosas como estaban. Tomó su copa y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se giró y dijo:

—Cree lo que quieras, Daemon. Al cabo tú eres el único que se perjudica.



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El Bosque Real era un lugar digno de los cuentos que los bardos entonaban en la corte. Su frondosidad creaba una atmósfera mística, con árboles de copas altas que dejaban filtrar la luz del sol en haces dorados, iluminando el verde musgo y las flores silvestres que adornaban el suelo. Las aves cantaban desde las alturas, y el murmullo de un arroyo cercano añadía un toque de serenidad al ambiente. Las mesas habían sido dispuestas bajo los árboles más antiguos, decoradas con manteles de lino y arreglos florales que mezclaban los colores de las casas Targaryen y Hightower: el rojo y el negro junto al blanco y el verde —en honor a la casa materna de la novia—.

La nobleza comenzaba a llegar, vestidos con sus mejores galas para la ocasión, mientras los criados se movían con diligencia, sirviendo copas de vino fresco y bandejas repletas de frutas y panes especiados. Leyla estaba parada junto a Daemon delante de una mesa con comida, y aunque la escena parecía idílica, había una tensión palpable entre ellos.

Leyla, con su vestido de un suave dorado que realzaba el tono cálido de su piel, mantenía la espalda recta y las manos delicadamente colocadas en su regazo. Sonreía educadamente a quienes se acercaban a saludarlos, pero evitaba mirar demasiado a Daemon. El príncipe, por su parte, estaba vestido con un jubón negro bordado con hilos de plata, un atuendo sencillo pero imponente. Su postura era relajada, pero sus ojos revelaban un hastío apenas contenido.

—El bosque es un lugar hermoso, ¿no cree? —comentó Leyla después de un largo silencio, intentando iniciar una conversación mientras miraba hacia las hojas que se mecían suavemente con el viento.

Daemon, que había estado bebiendo de su copa, apenas desvió la mirada hacia ella antes de responder.

—Supongo que es agradable. —murmuró con desinterés, sus dedos tamborileando contra el borde de la mesa en la que se apoyaba.

Leyla apretó los labios, pero su sonrisa no flaqueó. Había esperado una respuesta poco entusiasta, pero aun así le dolía la indiferencia del hombre con el que estaba a punto de casarse.

—Solía ir a bosques similares cuando era niña. En Oldtown, hay un pequeño bosque cerca de la ciudad. Mi madre me llevaba a recoger flores en primavera. —continuó, intentando mantener la conversación viva.

Daemon soltó un suave resoplido, no precisamente de burla, pero tampoco de interés.

—Seguro que lady Lynesse estaría encantada de verte aquí ahora. Apunto de casarte. —replicó, su tono más afilado de lo que había planeado.

Leyla bajó la mirada hacia sus manos, su sonrisa vacilando por un instante antes de recuperarse.

—Mi madre habría estado feliz de verme feliz. —respondió con calma, aunque su voz tenía un matiz de melancolía.

Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Leyla volvió su atención a la escena que los rodeaba, observando cómo las damas conversaban bajo los árboles y los hombres se preparaban para la caza. Daemon, por su parte, parecía más interesado en el vino que en su prometida o el entorno.

Finalmente, sir Ormund Hightower, que estaba a unos pasos de ellos conversando con Viserys, levantó una mano para llamar a Daemon.

—¡Príncipe! —exclamó con entusiasmo. —. Estamos listos para partir. La cacería no estaría completa sin el invitado de honor.

Daemon se giró de inmediato, su expresión mostrando un alivio mal disimulado.

—No querría retrasar el espectáculo. —dijo con una sonrisa sarcástica, inclinándose ligeramente hacia Leyla antes de alejarse. —Discúlpame, Lea.

Leyla inclinó la cabeza con gracia, observando cómo el príncipe se unía al grupo de hombres que ya estaban montando sus caballos. Aunque trataba de mantener una expresión serena, no pudo evitar sentir un nudo en el estómago. A pesar de sus esfuerzos por acercarse a él, Daemon parecía decidido a seguir construyendo una barrera entre ellos.

Desde la distancia, lady Aemma, que había estado observando la interacción, se acercó a Leyla con una sonrisa amable.

—No te preocupes demasiado, Lea. —le dijo con suavidad mientras se quedaba junto a ella y frotaba su viente. —Solo ha estado teniendo unos días malos.. Luego volverá a como era antes.

Leyla giró el rostro hacia la esposa del hermano de Daemon, agradecida por su intento de consolarla, aunque sus palabras no lograron disipar del todo sus preocupaciones.

—Eso es lo que más deseo, Emma.. —respondió con una pequeña sonrisa, mirando cómo el grupo de hombres se perdía entre los árboles.

—Volvamos a la tienda mientras vuelven, ¿te parece? —preguntó la Arryn, cogiendo del brazo desprevenidamente a la menor.

Leyla asintió, dejando escapar un suspiro leve mientras dejaba que Aemma la guiara. La calidez del gesto, aunque sencillo, alivió ligeramente la incomodidad que llevaba acumulada desde que llegaron al bosque. Mientras ambas caminaban hacia la tienda, los murmullos de las damas y los ecos de risas lejanas se mezclaban con el sonido del viento entre las hojas.

No es fácil estar al lado de un hombre como ellos, créeme. —comentó Aemma con tono suave, como si le estuviera confiando un secreto. Su mano seguía descansando en su vientre redondeado, un recordatorio tangible de los sacrificios y deberes que conllevaba ser parte de la familia real.

Leyla miró a la mujer de reojo, notando la mezcla de cansancio y afecto en su rostro. No respondió de inmediato, pero su mente giraba en torno a esas palabras. ¿Era este su destino? Una vida de silencios incómodos, de caminar junto a un hombre cuya alma parecía distante incluso cuando estaba al alcance de la mano.

—El no me la puso fácil desde un inicio.. —respondió finalmente, con una serenidad que escondía la incertidumbre en su interior. —Pero pensé que con el tiempo pasaría.. Ahora parece más frío...

Aemma detuvo su paso y giró hacia ella, colocando una mano reconfortante en su brazo.

—Daemon siempre a sido... complicado. A veces parece que lleva fuego en las venas, y otras... bueno, otras parece que ese fuego le consume. Pero ahora con todo lo de mi tío y mi abuela... Es la forma en la que tiene para que no lo vean afectado.

Leyla sostuvo la mirada de Aemma, algo comprendida ante la situación por la que estaban pasando. Pero seguía sin entender como de la noche a la mañana, ella se había vuelto la villana de la historia. Como habían retrocedido por completo en tan solo unos meses lo que habían avanzando en algunos años, y había vuelto a ser la culpable de la miseria de Daemon.

Sin percatarse del todo, llegaron a la tienda principal, un espacioso pabellón de lona roja con ribetes dorados y blancos que combinaban a la perfección con el entorno. El aire dentro estaba impregnado del aroma de flores frescas y especias suaves, con alfombras tejidas cubriendo el suelo de tierra. Algunas damas nobles ya estaban reunidas allí, charlando en pequeños grupos mientras bordaban, degustaban dulces o simplemente compartían risas discretas.

Cuando las vieron entrar, varias levantaron la mirada, y entre ellas se encontraba lady Maris Velaryon, hermana menor de lord Corlys Velaryon. Con su cabello platinado recogido en un elaborado peinado y un vestido azul profundo adornado con bordados plateados, Maris irradiaba una elegancia innata. Fue la primera en acercarse.

—Lady Leyla, Lady Aemma, qué honor verlas aquí. —dijo con una sonrisa cálida, haciendo una ligera reverencia. —La luz del bosque les sienta de maravilla.

Leyla respondió con una inclinación de cabeza, forzando una sonrisa cortés. Aemma, en cambio, pareció relajarse en presencia de su pariente lejana.

—Lady Maris, no exageres tanto. —respondió la mayor con una risa suave, mientras buscaba un asiento cómodo. —Aunque debo admitir que este lugar tiene su encanto.

Maris asintió, aunque sus ojos se posaron en Leyla, con un interés apenas disimulado.

—Leyla, querida, ¿cómo te sienta el nuevo aire? Dicen que Oldtown carece de mucha movilidad, en cambio, su serenidad es envidiada. —preguntó con una dulzura que no llegaba a enmascarar del todo su curiosidad.

Leyla se sentó junto a Aemma, alisando la falda de su vestido dorado antes de responder.

—Es diferente, ciertamente. Pero la belleza de la capital no deja de ser impresionante. —dijo con serenidad, manteniendo un tono neutral. Ya ni siquiera recordaba mucho de su hogar.

Antes de que Maris pudiera continuar, otra voz se unió a la conversación. Era lady Jeyne Westerling, una joven de cabello castaño oscuro y ojos amables que pertenecía a una casa de las Tierras del Oeste.

—Me sorprende que aún tengan ánimos para eventos como este, considerando las tensiones en la corte últimamente. —comentó Jeyne, mientras colocaba con cuidado un trozo de pastel en un plato. —Aunque debo admitir que un día al aire libre siempre es bienvenido.

—Justamente por eso se hacen estas cosas, Jeyne. —intervino Maris con una sonrisa calculada. —Para recordarnos que, incluso en medio del caos, hay momentos para celebrar... y para observar.

Aemma soltó una risita discreta, comprendiendo perfectamente la intención de Maris, y decidió suavizar el ambiente.

—Bueno, observar es algo que a las damas se nos da muy bien. —dijo con ligereza, antes de dirigirle una mirada a Leyla. —Y también encontrar formas de sobrellevar las cosas, ¿verdad, Lea?

Leyla captó la indirecta de Aemma y, aunque le costaba relajarse, decidió aceptar la invitación implícita de las mujeres para integrarse a la conversación. Miró a Jeyne y sonrió con amabilidad.

—Supongo que a veces necesitamos esos momentos de calma... aunque sean breves. —admitió con sinceridad.

Jeyne asintió, pero fue Maris quien tomó la palabra una vez más, inclinándose ligeramente hacia Leyla.

—Es cierto. Pero también me imagino que tus días estarán lejos de ser calmados, Leyla. Estás a punto de convertirte en esposa de un príncipe. Y un hombre como Daemon... bueno, debe ser toda una experiencia. —dijo con un dejo de picardía.

El comentario hizo que varias de las damas cercanas se giraran discretamente hacia Leyla, fingiendo no prestar demasiada atención, pero claramente interesadas en su respuesta. La Hightower sintió cómo la atención recaía sobre ella como una pesada capa, pero mantuvo la compostura.

—Si.. se aprende con el tiempo, lady Maris. Porque como cualquier relación tiene sus altibajos. —respondió con delicadeza, dejando en claro que no planeaba dejarse intimidar por las insinuaciones.

Aemma sonrió con aprobación, interviniendo antes de que Maris pudiera continuar.

—Leyla ha demostrado ser una mujer con más gracia de la que muchas podrían manejar. ¿No crees, Maris?

La Velaryon levantó las manos con una risa suave.

—Oh, no lo dudo en absoluto. Es más, creo que Daemon necesitará algo de esa gracia para mantener sus impulsos bajo control. —añadió con un brillo travieso en los ojos.

Las risas se extendieron por el grupo, pero Leyla, lejos de sentirse ofendida, decidió tomar el comentario con humor.

—Quizá sea ese el verdadero desafío. —respondió con una leve sonrisa, ganándose algunas miradas de aprobación entre las damas.

Mientras la conversación continuaba, Aemma le dio un leve apretón en el brazo, como para recordarle que no estaba sola. Aunque la presión de ser el centro de atención no desaparecía, Leyla empezó a sentirse un poco más cómoda, encontrando un respiro en la camaradería inesperada de aquellas mujeres.



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El bosque parecía envolverse en una penumbra verde a medida que los hombres se adentraban más en su interior. El sonido de las hojas crujientes bajo los cascos de los caballos y el suave murmullo del viento llenaba el aire, mezclándose con las voces bajas de los lores. Daemon cabalgaba al frente del grupo, con su capa negra ondeando ligeramente tras él. Sus ojos recorrían los alrededores, atentos pero ligeramente distantes, como si buscara algo más allá del venado que pretendían cazar.

Lord Hobert Hightower, un hombre robusto de cabello entrecano, montaba a su lado. Aunque su postura era erguida y su voz firme al dar instrucciones a los escuderos que los acompañaban, había una cautela en su mirada cada vez que dirigía una palabra al príncipe.

—Este bosque es uno de los tesoros de las tierras reales, príncipe Daemon. —comentó Hobert mientras señalaba un sendero en medio de los árboles. —Su densidad asegura una buena caza, aunque también requiere que uno sea precavido. No sería la primera vez que un hombre se pierde aquí.

Daemon soltó un leve resoplido, más por cortesía que por genuino interés.

—¿Preocupado por que alguno de sus hombres se pierda, lord Hobert? —replicó con un tono burlón, haciendo que el lord de Oldtown frunciera el ceño apenas perceptiblemente.

Antes de que Hobert pudiera responder, sir Ormund, el hijo mayor del lord, que cabalgaba justo detrás de ellos, se inclinó hacia adelante.

—Tal vez lo que quiere decir mi padre es que incluso los mejores cazadores pueden ser superados por la astucia de una buena presa. —intervino Ormund, intentando aligerar el ambiente. —Aunque dudo en que sea su caso, mi príncipe.

Daemon giró la cabeza hacia el mayor, evaluándolo con la misma mirada condescendiente que solía usar con ciertos hombres.

—La astucia de una presa nunca supera a la determinación del cazador. —respondió con una media sonrisa que no alcanzó sus ojos.

Más atrás, Alyn Blackwood, uno de los amigos más cercanos de Daemon, observaba la interacción con una sonrisa irónica. Su cabello oscuro y ondulado caía sobre su frente mientras cabalgaba con una postura relajada, como si estuviera más interesado en disfrutar del día que en la caza. Alyn era conocido por su lengua afilada y su falta de reverencia por las formalidades, algo que a menudo incomodaba a los nobles más estrictos.

—¿Qué pasa, mi príncipe? —preguntó él Blackwood, acercándose a un costado de Daemon, esperando no ser escuchado. —. ¿Te molesta la convivencia familiar? —continuó con un tono sarcástico que le era natural. —. ¿No era lo mismo que pelear con un pirata de las ciudades libres?

Daemon no pudo evitar una ligera sonrisa al escuchar el comentario. Era un alivio, aunque breve, ante la tensión que Hobert parecía cultivar con cada frase medida y mirada calculada. Y no le disgustaba desaprovechar el momento de burlase en las narices de otros.

—Si ese hombre tuviera el filo de un pirata, quizás estaría más entretenido. —respondió Daemon, ganándose una carcajada de Alyn.

Arnold Arryn, que cabalgaba al lado de Alyn, dejó escapar una risa discreta mientras ajustaba el guante de cuero en su mano.

—Cuidado, Alyn. —dijo Arnold con una sonrisa apenas contenida. —Lord Hightower podría no apreciar la comparación. Aunque dudo que alguna vez haya sostenido una espada con la intención de algo más que una práctica ceremonial.

La tensión se cortó por un momento con el comentario, y hasta Daemon soltó un bufido divertido. Lord Hobert, sin embargo, no pareció compartir el humor. Su rostro se endureció mientras apretaba las riendas de su caballo, pero no respondió, consciente de que cualquier intento de dignificar la burla solo la haría más evidente.

Sir Ormund Hightower, por su parte, no se quedó callado a diferencia del mayor.

—Mi padre ha dirigido más campañas de las que muchos aquí podrían recordar. —dijo con firmeza, aunque su tono carecía del filo necesario para imponer respeto. —Y si bien Oldtown no es conocida por su guerra, tampoco somos ajenos a la estrategia, ya sea en el campo de batalla o en el salón de los banquetes.

Daemon giró la cabeza hacia él, con una expresión que oscilaba entre la curiosidad y el desafío.

—Estrategia... —repitió lentamente, como si saboreara la palabra. —Un noble arte, sin duda. Aunque a veces pienso que las estrategias más efectivas se deciden con el filo de una espada, no con una copa de vino en la mano.

La innegable furia en el rostro de Ormund fue palpable, pero antes de que pudiera responder, Alyn decidió intervenir de nuevo, incapaz de resistirse.

—No todos tienen la fortuna de resolver sus problemas con un dragón, mi príncipe. —comentó Alyn, con una sonrisa ladeada. —Aunque debo admitir que sería una vista impresionante en Oldtown. ¿Podrías imaginar a Caraxes volando sobre el Faro?

Arnold, que siempre encontraba la manera de encajar un comentario irónico, añadió:

—Sería un espectáculo, pero dudo que la Torre Alta resistiera tanto fuego. Aunque, claro, algunos dirían que un incendio purificador nunca está de más.

Daemon rió, un sonido bajo y gutural que retumbó entre los árboles, mientras Hobert Hightower mantenía el rostro impasible, aunque el leve tic en su mandíbula delataba su irritación.

Los hombres continuaron su marcha en silencio por un tiempo, siguiendo las huellas que los rastreadores habían señalado. El bosque parecía cada vez más cerrado, y la penumbra verde que los rodeaba se tornaba casi sofocante.

Finalmente, uno de los rastreadores se detuvo y levantó una mano en señal de advertencia. Bajó de su caballo y se agachó para examinar las marcas en el suelo.

Está cerca. —anunció en voz baja.

Daemon desmontó con un movimiento fluido, entregando las riendas de su caballo a un escudero. Alyn y Arnold hicieron lo mismo, mientras lord Hobert y sir Ormund se mantenían en sus monturas, observando con atención.

—¿Prefiere esperar en la seguridad de su caballo, milord? —preguntó Daemon con una sonrisa socarrona.

Hobert lo miró fijamente, pero antes de que pudiera responder, Ormund desmontó, intentando mostrar iniciativa.

—La caza es un esfuerzo conjunto, príncipe Daemon. —dijo Ormund, su voz cargada de una falsa confianza.

Daemon no respondió de inmediato. En cambio, aferró el mango de su espada y caminó unos pasos hacia el frente, mirando hacia las sombras del bosque.

—Entonces sigamos adelante. —dijo finalmente, sin volverse, su tono cargado de una autoridad que nadie se atrevió a cuestionar.

Los hombres comenzaron a avanzar, el silencio del bosque roto solo por el crujido de las hojas bajo sus botas y el suave murmullo del viento, que parecía arrastrar consigo promesas de peligro y revelaciones aún ocultas.



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La brisa fresca de la tarde mecía suavemente los cabellos de Leyla mientras esperaba en el plano más alejado del bosque, afueras de las tiendas, rodeada de damas y escuderos que murmuraban en anticipación. Desde su lugar junto a las mujeres que lady Aemma le había presentado, Leyla podía distinguir las figuras que emergían lentamente del bosque. Los caballos avanzaban al trote, sus jinetes cargando los trofeos de la cacería con orgullo.

Cuando los hombres llegaron al claro, los criados corrieron a atenderlos, y las risas y conversaciones se elevaron en el aire. Leyla mantuvo una expresión serena, aunque en su interior una sensación de intranquilidad crecía. Su mirada buscó a su padre y hermano entre los caballeros, hasta que se calmó al verlos caminar hacia ella, pero con alguien siguiéndolos por detrás.

—Hija. —llamo lord Hobert, y al instante, Leyla se levantó y corrió a abrazarlo. —Mi luz...

—¿Les fue bien? ¿Encontraron algo? —preguntó ella, separándose de su padre al mirar a Ormund, su hermano mayor, que parecía no tener buena cara. —. ¿Todo bien?

—Si, Lea.. —respondió Ormund, mientras se quitaba los guantes y el sudor de la frente. —No recordaba el fastidio que era tú prometido..

—Ormund. —murmuró lord Hobert, mirando a su hijo con el ceño fruncido ante el comentario.

Leyla sonrió levemente y decidió hacer oídos sordos. Conocía bien los temperamentos de Daemon y Ormund, y como solían chocar en cuanto ideas desde que tiene memoria. Sin embargo, su mirada vagó inevitablemente hacia el hombre que caminaba detrás de ellos, a paso lento y con la cabeza erguida, como si todo a su alrededor estuviera bajo su control.

Daemon Targaryen.

Con su capa negra ondeando ligeramente y una expresión de aparente desinterés, Daemon avanzaba hacia el grupo. Sus ojos escanearon el claro hasta posarse en Leyla. Aunque su rostro no revelaba emoción alguna, ella sintió un estremecimiento al notar el peso de su mirada.

Antes de que pudiera articular palabra, una figura conocida emergió al costado del grupo. Sir Rickard Redwyne desmontó con agilidad, cargando con orgullo un venado de buen tamaño que llevaba sobre sus hombros. Con una sonrisa encantadora, se acercó directamente a Leyla, ignorando por completo la presencia de su prometido.

—Lady Leyla. —dijo Rickard, inclinándose ligeramente en un gesto respetuoso, aunque su tono era inconfundiblemente cálido. —Este venado es para usted, como un modesto tributo a su belleza y a la inspiración que ofrece a los hombres en la caza. En especial a mi..

Leyla abrió los ojos con sorpresa, mientras las damas a su alrededor contenían risitas y susurros. Rickard era conocido por su gallardía y palabras bien medidas, algo que Leyla recordaba muy bien y no le agradaba del todo.

—Gran gesto, Rickard. —añadió Ormund, sin dejar hablar a su hermana. —Estoy seguro que Lea lo apreciará con gusto, ¿cierto, hermana?

Leyla observó el venado en hombros de sir Rickard, sin poder ignorar la sangre cayendo del cuerpo del animal. Trato de dejarlo pasar y mirar al caballero, pero con el olor le parecía imposible.

—Se..se lo agradezco, sir Rickard. —comenzó, bajando la cabeza un momento y de forma respetuosa. —Pero todo lo cazado servirá para el banquete..

—No seas modesta, hermana. —interrumpió Ormund, acercándose al caballero con demasiada confianza. —Conocemos a Rickard desde niños. Puedes hacer la excepción y aceparlo.

—Si, Lea. —confirmó el Redwyne, siguiéndole la corriente al mayor y dejando a un lado la formalidad. —Puedes hacer la excepción por un amigo, ¿no? —de forma rápida, le guiñó un ojo cómplice.

Leyla se quedó con los labios medio abiertos, sin saber qué decir o responder. Su hermano sabía cuánto odiaba que le hicieran ese tipo de atenciones y más de sus amigos, pero cada que hablaban parecía que estuviera hablando con la pared.

Antes de que pudiera responder, una risa baja y seca cortó el aire como un filo de acero.

—¿Un amigo? —Daemon avanzó con pasos lentos, pero deliberados, hacia el pequeño grupo. Su expresión era indescifrable, aunque sus ojos violetas estaban fijos en Rickard con una intensidad casi palpable. —. Es curioso cómo algunos confunden la cortesía con la arrogancia.

El claro se quedó en silencio, las risas de las damas cesaron y los criados intercambiaron miradas nerviosas. Rickard, sin embargo, mantuvo su sonrisa, aunque ahora parecía algo tensa.

—Mi príncipe, no fue mi intención ofender. —Rickard inclinó ligeramente la cabeza, aunque su tono no perdía su confianza. —Solo quise rendirle un humilde homenaje a Leyla.

Daemon inclinó la cabeza ligeramente, evaluándolo como un halcón a su presa.

—¿Un homenaje? —repitió, con una mueca que podía ser tanto una sonrisa como una amenaza. —. Pensé que las cacerías eran para probar la habilidad de un hombre, no para buscar favores que no le corresponden.

Leyla sintió cómo su rostro se encendía, tanto por el evidente desagrado en las palabras de Daemon como por la humillación que comenzaba a crecer en el rostro de Rickard.

Su alteza... —comenzó Leyla en un tono suave, tratando de calmar la situación.

Pero él no la miró. En cambio, dio un paso más cerca de Rickard, su altura y porte imponiendo su presencia sobre el caballero.

—El venado será para el banquete, como dijo mi prometida. —continuó Daemon, sin desviar la mirada. —Y si tienes algo más que ofrecerle, Redwyne, será mejor que lo hables conmigo y no te tomes atrevimientos porque seas un amigo.

Rickard apretó los labios, y por un momento, Leyla pensó que respondería. Sin embargo, lord Hobert intervino con un tono firme y autoritario.

—Basta, ambos. —dijo el lord Hightower, su voz cortando la tensión como un látigo. —Mi príncipe, Rickard es un amigo de nuestra familia. Y Rickard... —hizo una pausa, mirando al joven caballero con una severidad que no admitía réplica. —Sería prudente recordar que mi hija ya está comprometida.

Rickard finalmente inclinó la cabeza, retrocediendo con una sonrisa que ya no alcanzaba sus ojos.

—Por supuesto, milord. Mis disculpas si he causado algún malentendido.

Daemon no respondió, pero el brillo en sus ojos hablaba de una victoria silenciosa.

Cuando Rickard se retiró hacia los demás caballeros, Leyla notó cómo Daemon se relajaba apenas perceptiblemente, aunque la tensión en su mandíbula aún permanecía.

¿Era necesario? —susurró Leyla, aprovechando que su padre y su hermano se habían girado para atender a otros asuntos.

Daemon la miró, y por un instante, algo vulnerable asomó en su rostro antes de ser reemplazado por su habitual máscara de altanería.

Solo protejo lo que es mío. —respondió en voz baja, sus palabras cargadas de una intensidad que hizo que Leyla apartara la mirada, incapaz de sostener la suya.

No era la primera vez que veía a Daemon comportarse de manera territorial, pero esta vez... había algo diferente. Algo más profundo que la simple arrogancia que lo caracterizaba.

Leyla, algo incómoda por las miradas, se giró y caminó hacia la mesa con movimientos gráciles, aunque tensos, intentando disimular el nudo que sentía en la garganta. Las damas se habían reagrupado a cierta distancia, susurrando entre risitas contenidas, y los caballeros se habían dispersado en conversaciones ajenas. La sensación de ser el centro de atención la incomodaba más de lo habitual, especialmente con Daemon siguiéndola como una sombra.

—¿Huirás de mí todo el día, Lea? —la voz de Daemon rompió el silencio entre ellos, un tono bajo que parecía más un desafío que una pregunta.

Ella se detuvo al llegar a la mesa, sus dedos jugueteando con el borde de una copa de vino sin llegar a tomarla. Sin mirarlo, respondió en voz baja:

—No estoy huyendo, mi príncipe. Solo estoy cansada de las disputas innecesarias.

Daemon dejó escapar una risa suave y seca, acercándose lo suficiente como para que sus palabras fueran solo para ella.

—¿Innecesarias? —repitió, con un deje de burla. —. ¿Te parece innecesario dejarle claro a un tipo como Rickard cuál es su lugar?

Leyla levantó la mirada hacia él, sus ojos verdes chispeando con una mezcla de frustración y algo más que no podía nombrar. La cercanía de Daemon era sofocante, no por su actitud, sino por el magnetismo que siempre parecía envolverlo.

—Él es solo un amigo de mi familia, Daemon. —dijo, enfatizando las palabras con paciencia contenida. —No había necesidad de humillarlo de esa forma.

Daemon ladeó la cabeza ligeramente, su expresión suavizándose apenas, aunque sus ojos seguían estudiándola con atención.

—No confío en los hombres que miran a mi prometida como si fuera un premio por ganar. —murmuró, su tono tan bajo que casi era un susurro. Luego, y de manera nada brusca, la tomó por la muñeca, alzando su mano entre ellos. —Llevas mi anillo en tu dedo y aún así viene a ofrecerse como si nada.

Leyla sintió cómo su corazón se aceleraba, atrapada entre la intensidad de su prometido y la incomodidad que le provocaba la situación. El anillo en su dedo, una delicada banda de oro con un pequeño rubí incrustado, brillaba a la luz del atardecer, y por un instante, pareció pesar más de lo habitual.

—Daemon, no puedes esperar que el mundo entero se arrodille ante ti cada vez que algo no te agrada. —respondió con firmeza, su voz baja pero segura, aunque evitaba mirar directamente a sus ojos.

Él soltó su muñeca, pero no se apartó, quedando lo suficientemente cerca como para que Leyla sintiera el calor que emanaba de él.

—No espero que se arrodillen. —replicó, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. —Solo espero que sepan a quién perteneces.

La palabra "perteneces" resonó en la mente de Leyla como un eco inquietante. Aunque había estado acostumbrada a la manera posesiva de Daemon, después de semanas de no siquiera verse a la cara, le parecía tan extraño que le hablara con tal confianza. Sus labios se apretaron en una línea delgada, y respiró hondo antes de contestar.

—Pertenecer no es lo mismo que estar al lado de alguien. —dijo, su tono cargado de significado. —Y si quieres que sea tu esposa, Daemon, tendrás que aprender que no soy un trofeo que puedas exhibir o proteger como si no tuviera voz.

Daemon pareció sorprendido por un instante, aunque rápidamente recuperó su habitual aire de confianza. Su mirada descendió hacia el anillo una vez más antes de volver a los ojos de Leyla.

—Eres más que un trofeo. —dijo, su tono más suave pero igualmente intenso. —Eres fuego, Leyla. Lo sabes, y por eso todos te miran.

Leyla sintió cómo sus palabras calaban en ella, encendiendo algo en su interior que no supo identificar. Pero en lugar de dejarse llevar por esa emoción, decidió mantenerse firme.

—E..entonces empieza a tratarme como tal. —respondió, con una ligera inclinación de la cabeza, casi desafiante.

Daemon entrecerró los ojos, evaluándola por unos segundos que parecieron eternos. Luego, sin previo aviso, su expresión cambió. Una sonrisa, esta vez más genuina, apareció en su rostro.

—Esa es mi prometida. —dijo, con un dejo de orgullo en su voz.

Antes de que Leyla pudiera responder, Daemon se inclinó hacia ella, pero en lugar de un gesto afectuoso, susurró con un tono bajo y cargado de intención:

—Tendrás que acostumbrarte, Lea. Porque el fuego no se comparte, se reclama.

Leyla lo observó retirarse y unirse a su padre y hermano al otro lado del claro, donde las risas y el bullicio continuaban. Y mientras se quedaba junto a la mesa, todavía con el anillo en su dedo pesando más que nunca, no pudo evitar pensar en el extraño comportamiento que Daemon estaba teniendo. Habían estado durante semanas como dos completos desconocidos, y ahora, parecía que había vuelto el Daemon que había asegurado amarla alguna vez. Un escalofrío le recorrido el cuerpo, pensando en que hubiera pasado en el bosque como para que estuviera así. ¿Acaso algo lo atacó? ¿Había vuelto a beber de más? O su última opción, quería sexo fácil y rápido.

Intentó hacer sus ideas de un lado, decidió ignorar todo este hecho y se retiró con las demás mujeres. Lo último que necesitaba era arruinar el momento con sus inseguridades.



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Tras el bullicio del día y la expectación en torno a los invitados que habían llegado a la Fortaleza Roja, la calma comenzó a instalarse en el castillo. Daemon, quien había pasado buena parte de la tarde en compañía de su prometida, no podía evitar que su mente divagara hacia las intrigas y tensiones que amenazaban con desbordar el ambiente. Leyla, siempre atenta y perspicaz, notó el aire pensativo que envolvía al príncipe.

Cuando finalmente todos se retiraron, Daemon acompañó a Leyla hasta su habitación. Allí, la joven Hightower se detuvo frente a la puerta, observándolo con una mezcla de curiosidad y cautela.

—¿A dónde irás después de esto? —preguntó Leyla con suavidad, aunque no pudo disimular del todo la nota de inquietud en su voz.

Daemon arqueó una ceja, con una sonrisa que no alcanzó a iluminar sus ojos.

—Nada importante. Solo asuntos que debo resolver. Nada de lo que debas preocuparte.

Leyla asintió, aunque su expresión dejaba claro que no estaba del todo convencida. Sin embargo, no insistió; sabía que Daemon guardaba sus secretos con la misma facilidad con la que desenvainaba su espada.

Una vez que se aseguró de que Leyla entrara en sus aposentos, Daemon se dirigió hacia el ala oeste del castillo, sus pasos ligeros y sigilosos. Vestía una capa oscura que lo ayudaba a mimetizarse con las sombras. En cuestión de minutos, logró sortear la vigilancia de los guardias y salió del castillo, adentrándose en las callejuelas de Desembarco del Rey.

Tras algunos minutos, llegó a una de las casas de la Calle de la Seda, donde la figura de Mysaria lo esperaba. Envuelta en telas ligeras y con su porte habitual, ella lo recibió con una mezcla de burla y complicidad.

—No esperaba verlo esta noche, mi príncipe. —dijo con un dejo de ironía. —Aunque, siempre a encontrando refugio en los lugares menos esperados.

Daemon dejó escapar una risa corta antes de asentir.

—Quizás son los únicos lugares donde uno puede respirar sin sentir el peso de un trono que no posee.

Mysaria lo observó con atención, cruzando los brazos.

—¿Qué sucede, dragón? Hay algo diferente en usted esta noche.

Daemon, tras un momento de silencio, dejó caer parte de su máscara.

—No estoy seguro de todo lo que está sucediendo. Los juegos, las lealtades cambiantes, las intrigas... todo parece un callejón sin salida.

Mysaria dio un paso hacia él, con una expresión más seria de lo habitual.

—Entonces, ¿por qué no escapar?

Daemon la miró, confundido.

—¿Escapar?

—Sí. No necesariamente conmigo.. —dijo con una media sonrisa. —Pero usted puede tomar a su dragón, volar lejos de aquí, lejos de las murmuraciones de la corte y los precios a pagar. A veces, la única manera de ganar es no jugar..

Daemon la contempló en silencio por un largo momento. La idea le resultaba extraña, casi imposible, pero no podía negar que algo en ella le tentaba. Sin embargo, en el fondo sabía que era un hombre demasiado orgulloso, demasiado arraigado a su linaje, como para dar la espalda a todo.

—¿Y dejar todo lo que soy atrás? —preguntó, aunque su tono dejaba entrever que hablaba tanto consigo mismo como con ella. Y por un segundo, la pregunta no solo abarcó a todo lo que lleva ser un príncipe, sino dejarla a ella.

Mysaria inclinó la cabeza, con una sonrisa enigmática.

—Eso depende de usted, mi príncipe.

Daemon no respondió, pero la conversación dejó una marca en su mente. Mientras regresaba al castillo antes de que amaneciera, la idea de volar hacia la libertad se convirtió en un murmullo persistente en su interior.




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El sol se alzaba con fuerza sobre Desembarco del Rey, brillando intensamente sobre la colina donde se había dispuesto la arena del torneo. La plaza, adornada con estandartes y banderas de todos los colores, en honor a las casas más importantes en los Siete Reinos, se llenaba rápidamente de gente ansiosa por ver el segundo de los grandes festejos en honor al matrimonio del príncipe Daemon y lady Leyla. En las gradas, nobles de diferentes estatus, deseosos de presenciar la competencia más esperada de la jornada: las justas.

Los mejores caballeros del reino, hombres con gran reputación por su destreza en el combate, se alineaban en la arena, sus armaduras brillando bajo el sol. Algunos se estiraban, otros ajustaban sus lanzas con mirada feroz, mientras la multitud rugía en anticipación. Entre los caballeros, los más valientes y hábiles se destacaban, aunque todos sabían que, al final del día, no era solo la victoria lo que importaba: era la atención de las mujeres, y especialmente la de lady Leyla, la prometida de Daemon Targaryen.

Aunque ya estaba comprometida, el anillo en su dedo lo recordaba a todos, no pocos caballeros seguían luchando por su favor, dispuestos a ganarse una mirada o un elogio, aunque fuera por un instante. La joven dama se encontraba en el palco real junto a su familia y la familia de su prometido, contado con algunos invitados como los Velaryon, los Tyrell, los Baratheon y Arryn, observando con interés a los competidores que se presentaban ante ella para saludarla.

Algunas horas después, y todo terminado de organizar, el Rey Jaehaerys se levantó de su asiento, con ayuda de su bastón, y se dirigió a todos los presentes:

—¡Bienvenidos a todas y todos los que nos acompañan en este grandioso día de celebraciones! —exclamó su majestad, su voz resonando en el lugar mientras los ojos de los nobles se dirigían hacia él. —. Hoy celebramos no solo la unión de dos casas nobles, sino el espíritu de camaradería y honor que une a todos los hombres y mujeres de los Siete Reinos. Que este torneo sea un espectáculo digno de la grandeza de nuestra casa, y que el mejor caballero se lleve el reconocimiento y el favor de la dama más bella.

Con una sonrisa, el rey alzó su copa en señal de brindis, y la multitud respondió con aplausos y vítores. Tras sus palabras, el sonido de las trompetas resonó de nuevo, señalando el inicio oficial de la justa. Los caballeros se prepararon para el primer enfrentamiento, las lanzas fueron levantadas y los corceles comenzaron a galopar hacia la arena con furia.

Leyla, desde su asiento en el palco junto a Daemon, sonreía ligeramente mientras intercambiaba palabras con el príncipe Viserys y lady Aemma, que se mostraban entusiasmados por el espectáculo.

—Es un día perfecto para la competencia, ¿no creen? —comentó Viserys, observando cómo los primeros caballeros chocaban sus lanzas, provocando vítores y aplausos en la multitud.

—Sin duda. —respondió Leyla, inclinándose un poco hacia adelante, interesada en las maniobras de los combatientes. Hacía mucho que no disfrutaba de ese tipo de eventos, ya que prefería guardarse sus pensamientos mientras oía lo que Gael tenía que decir durante el torneo.

Daemon, a su lado, permanecía callado, observando con atención cada duelo, aunque su mente parecía estar en otro lugar.

De repente, el sonido de las trompetas anunció la entrada de un nuevo competidor: Sir Ormund Hightower, futuro señor del faro. Su armadura, reluciente bajo la luz del potente sol, llevaba el estandarte de la torre encendida de su casa, y su porte seguro arrancó aplausos y murmullos de admiración, además de los susurros entre las damas por su gran atractivo.

—Es Ormund. —dijo Leyla con evidente entusiasmo, girándose hacia Daemon. —Mi hermano siempre ha sido un gran jinete.

—Lo veremos en acción, entonces. —respondió Daemon con una ligera sonrisa, aunque su tono denotaba poco interés.

La justa comenzó, y sir Ormund demostró por qué era considerado uno de los mejores caballeros del reino. Con un movimiento preciso, derribó a su oponente en el primer choque, lo que provocó que Leyla iniciara una ola de ruidos aplausos, los cuales fueron seguidos por la multitud. Ormund al percatarse de la emoción de su hermana, le lanzó una sonrisa y una reverencia antes de retirarse. Leyla, sin levantarse para no estorbar la vista, dijo en voz:

—Sabía que lo lograría. —con sus ojos brillando de orgullo.

Daemon observó la reacción de Leyla y permaneció en silencio, su expresión neutral mientras sus dedos tamborileaban suavemente contra el brazo de su silla.

Tras la victoria de Ormund, varios caballeros más pasaron por la arena, algunos triunfando, otros cayendo rápidamente. Entonces llegó el turno de otro caballero del Dominio: Sir Rickard Redwyne.

Este será interesante.. —murmuró Daemon para sí mismo, sus ojos afilándose mientras se enderezaba para poder observaba cómo Ser Rickard tomaba posición.

El caballero, con su armadura plateada y rojiza, lucía confiado mientras saludaba al palco con su lanza en alto. Antes de comenzar, sin embargo, hizo algo inesperado: giró su caballo hacia el palco y, con una reverencia exagerada, alzó la voz.

—Lady Leyla Hightower, me haría el hombre más feliz en el reino permitiéndome su favor.

Todas las gradas se alzaron en gritos y aplausos para el caballero, emocionados y expectantes ante la respuesta la dama. Y como si no fuera poco, inclinó su lanza expectante, sin antes terminar diciendo:

—Bueno, sería el segundo hombre más feliz. El primer puesto se lo lleva el príncipe al permitirle su mano en matrimonio.

Con lo último dicho, el silencio cayó sobre el palco por un instante, y Leyla parpadeó sorprendida. Sabía que, según la tradición, no podía rechazar la petición sin causar una escena, pero sin aún voltear a verlo, estaba segura de que Daemon estaba furioso, aún más, escuchando lo último que él Redwyne había gritado.

Pero sin tener más opción, y sin querer dejar en ridículo a alguien que consideraba amigo suyo, tomó una pequeña corona de flores que un sirviente le había acercado y la lanzó hacia la punta de la lanza de sir Rickard.

—Le deseo suerte, sir. —dijo, su voz educada pero algo tensa.

Las personas gritaron ante la acción, como si fuera una obra de teatro de esas que hacían en la capital. Aunque, no todos vibraban de felicidad. Daemon observó todo con ojos entrecerrados, una sensación de irritación creciendo en su pecho mientras se mordía la lengua.

Sin mucha perdía de tiempo, sir Rickard ganó la justa fácilmente, levantando su lanza con la corona aún prendida en ella, y los aplausos resonaron en la arena. Leyla sonrió por educación mientras seguía la ola de aplausos, pero no pudo evitar notar el gesto de Daemon, quien se levantó de su asiento y salió del palco sin decir una sola palabra.

Leyla logró seguirlo con la mirada, inquieta. ¿Acaso se había vuelto a enojar? ¿Sería con ella? ¿Debería levantarse y seguirlo? ¿Debía quedarse callada? No tenía la más mínima idea de lo que debía hacer, y algunos minutos después, ya le había perdido por completo la atención al evento.

No fue hasta que sintió una mano recorrer su brazo derecho, y al girarse pudo ver a Aemma sonriéndole de lado.

—¿Todo bien, Lea? —le preguntó al no poder ignorar la mala sensación que Leyla irradiaba.

La Hightower negó con la cabeza, tratando de molestar a Aemma con sus conflictos internos. Debería estar acostumbrada, ¿no? Daemon hacía semanas que ya no la veía como su igual, sino que había vuelto a ser la niña fastidiosa de Oldtown. Había vuelto a sus mañas y ella solo debía callar y mirar hacia otro lado. Ya no podía esperar más de su prometido a menos que él le dirá alguna otra razón para creer lo contrario, lo cual no era el caso. Y algo que tenía muy claro, el orgullo de Daemon era tan frágil como una vajilla de cristal recién hecho, y no tenía remedio alguno.

El torneo continuó con victorias y derrotas entre los caballeros, pero la joven Hightower apenas podía concentrarse en los enfrentamientos. La inquietud que sentía desde la repentina partida del príncipe se había instalado en su pecho, sofocándola. Aemma intentó distraerla con comentarios sobre los caballeros que desfilaban ante ellas, pero Leyla solo respondía con sonrisas débiles y monosílabos.

Sin embargo, su atención fue capturada de golpe cuando un nuevo competidor entró a la arena. Montado en un imponente corcel negro, su armadura cobriza y sin emblemas no revelaba su identidad. Un yelmo con un visor cerrado ocultaba completamente su rostro, lo que arrancó murmullos intrigados entre los espectadores. La falta de estandarte o presentación formal era inusual, y eso solo aumentó la curiosidad de todos.

—¿Quién será? —preguntó Viserys en voz baja, inclinándose hacia adelante para observar mejor.

—Un caballero errante, quizá. —aventuró Aemma, aunque incluso ella parecía interesada por la figura enigmática.

Leyla, por su parte, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Había algo en la postura de aquel hombre, en la manera en que sujetaba las riendas y la lanza, que le resultaba vagamente familiar. Sacudió la cabeza, tratando de apartar la idea absurda que comenzaba a formarse en su mente.

El caballero misterioso tomó posición en la arena frente a su primer contrincante, un joven prometedor de la Casa Tyrell. Al sonido de las trompetas, ambos caballos cargaron con fuerza, y la multitud contuvo el aliento. En un instante, la lanza del desconocido impactó con precisión en el escudo de su oponente, desarmándolo y derribándolo del caballo. El estruendo del choque fue seguido por gritos y vítores.

—Es habilidoso. —comentó Ormund, inclinado hacia Leyla desde su asiento cercano. Sin avisarle a nadie, se había retirado de la justa para seguir observando.

—Ah... si. —murmuró ella, tras el susto, sintiéndose incapaz de apartar los ojos del caballero mientras regresaba a su posición, preparándose para el siguiente enfrentamiento.

Una tras otra, las justas continuaron, y el caballero sin nombre salió victorioso en cada una. Su destreza era innegable, y su estilo de combate, aunque refinado, tenía una agresividad que hacía que cada choque pareciera personal. Para el tercer enfrentamiento, ya no solo las gradas murmuraban especulaciones sobre su identidad; incluso en el palco real, los invitados debatían quién podría ser.

Finalmente, tras varias rondas, llegó el enfrentamiento más esperado: el caballero misterioso contra sir Rickard Redwyne, el favorito de la multitud. Cuando ambos tomaron posición, los espectadores se levantaron de sus asientos, ansiosos por presenciar el duelo.

Leyla sintió que su corazón latía con fuerza. Había algo en el aire, una tensión que no podía explicar. Observó cómo el caballero sin nombre levantaba su lanza, apuntando directamente hacia Rickard con una determinación casi palpable.

El choque fue brutal. Ambos caballeros cargaron con una fuerza descomunal, pero mientras la lanza de Rickard apenas rozó el escudo del desconocido, la de este impactó con tal fuerza que el caballero del Dominio salió volando de su montura, cayendo al suelo con un estruendo que hizo que la multitud estallara en gritos.

El caballero dorado desmontó de su corcel y se acercó al palco real con pasos firmes, portando una nueva lanza con una corona de flores en su punta. Sin una palabra, alzó la lanza hacia Leyla, señalándola como su Reina del Amor y la Belleza. Un silencio absoluto cayó sobre la arena mientras todos esperaban su reacción.

Leyla se quedó inmóvil, sorprendida. Los ojos de todos estaban sobre ella, pero los suyos estaban fijos en el caballero. Lentamente, se levantó de su asiento, sintiendo que sus piernas temblaban ligeramente. Su mente estaba dividida entre la confusión y la certeza. Tomó la corona de flores de la lanza y, con una sonrisa tenue pero sincera, dijo:

—Se lo agradezco, sir.

La multitud rugió de emoción, pero Leyla apenas los escuchó. Sus ojos se encontraron con los del caballero a través del visor del yelmo, y en ese instante lo supo. Antes de que pudiera decir algo más, el hombre inclinó la cabeza y se dio la vuelta, regresando a su caballo.

—¿Quién es? —preguntó Ormund, claramente impresionado.

Leyla no respondió. Sabía que pronto lo descubrirían todos, pero en ese momento, su corazón ya lo sabía. Era su errático e imprudente príncipe.

El sol comenzaba a ocultarse tras las murallas de Desembarco del Rey, tiñendo el cielo de tonos dorados y carmesí. Los festejos continuaban, pero los más distinguidos invitados habían abandonado la arena para reunirse en un jardín privado del castillo. Este espacio, apartado del bullicio y decorado con flores delicadas, conectaba con el castillo y estaba presidido por un imponente arciano cuyas ramas parecían alcanzar el cielo.

Los nobles conversaban animadamente, sus voces mezclándose con el susurro del viento. La conversación predominante era el misterioso caballero que había triunfado en las justas finales y cuya identidad seguía siendo desconocida. Algunos afirmaban haber visto un escudo familiar, otros especulaban que podría haber sido un caballero errante deseoso de ganar renombre. Pero todos coincidían en que su habilidad era extraordinaria y que el gesto de coronar a la prometida de otro había sido audaz, aunque controversial.

El príncipe Viserys, con una copa de vino en mano, se giró hacia Daemon, quien estaba apoyado contra un pilar de mármol, aparentemente indiferente a las conversaciones que lo rodeaban.

—Hermano, ¿dónde estuviste durante todo este tiempo? —preguntó Viserys, acercándose. —No volviste al palco después de que Sir Rickard ganara.

Daemon alzó la vista hacia él, su expresión relajada, aunque sus ojos mostraban un leve brillo de irritación.

—Necesitaba aire, hermano. —respondió encogiéndose de hombros. —El vino estaba comenzando a afectarme, y pensé que sería mejor despejarme antes de causar una escena.

Viserys alzó una ceja, desconfiado, pero no insistió. Conocía a Daemon lo suficiente para saber que no conseguiría más respuestas si él no quería darlas.

Leyla, que había estado conversando con la princesa Rhaenys y lady Aemma, observó la interacción desde la distancia. Sus ojos se clavaron en Daemon, quien ahora parecía concentrado en girar la copa de vino en su mano. Con un leve suspiro, dejó a las damas y se acercó a él, colocándole una mano en el brazo.

—¿Podemos hablar? —preguntó en voz baja, intentando sonar tranquila, aunque la mezcla de emociones en su interior hacía que su tono temblara ligeramente.

Daemon la miró con algo de sorpresa, pero asintió sin oponerse. Leyla lo tomó de la mano y lo guió hacia una de las entradas que conducían al interior del castillo. Atravesaron pasillos iluminados por antorchas y decorados con tapices, hasta que finalmente llegaron a una pequeña sala privada, lejos de cualquier oído indiscreto.

—Bien, aquí estamos. ¿Qué quieres decirme? —preguntó Daemon, cruzando los brazos mientras la observaba con aparente calma.

Leyla cerró la puerta tras ellos y se giró hacia él, sus ojos buscando los suyos con determinación.

—Quiero que me digas por qué lo hiciste. —dijo con firmeza, aunque su voz no ocultaba del todo su confusión.

Daemon ladeó la cabeza, fingiendo no entender.

—No sé de qué hablas.

Leyla frunció el ceño, avanzando un paso hacia él.

—Sabes perfectamente a qué me refiero, Daemon. El caballero que ganó el torneo... eras tú, ¿no es así?

Daemon la miró en silencio por unos segundos, su mandíbula apretándose antes de soltar un suspiro y dar un paso hacia ella.

—¿Y si lo fuera? —respondió, su tono desafiante.

Leyla entrecerró los ojos, buscando respuestas en su expresión.

—¿Por qué te tomaste tantas molestias? ¿Por qué no simplemente... me lo dijiste?

Daemon dejó escapar una risa seca y amarga, pasando una mano por su cabello.

—¿Y dejar que ese tipo se siguiera pasando de la raya? Alguien tenía que ponerle un alto. —dijo, sus palabras llenas de una mezcla de frustración y algo más profundo que no quería admitir. —¿O qué esperabas? ¿Qué dejar que otro tomará tu favor?

Leyla lo miró, sorprendida por su tono.

—E..eso.. No es la gran cosa.. —respondió con suavidad. —Es una tradición, y no iba a rechazarlo frente a todos..

Daemon se acercó un paso más, sus ojos encendidos con una mezcla de desafío y algo que Leyla no pudo identificar del todo.

—¿No es la gran cosa? —repitió, con una sonrisa que no llegó a sus ojos. —. Tal vez para ti sea una trivialidad, pero para mí... —hizo una pausa, exhalando con frustración mientras pasaba una mano por su cabello nuevamente. —Para mí fue suficiente ver cómo otro hombre reclamaba algo que, por derecho, no debería atreverse a tocar.

Leyla entreabrió los labios, sorprendida por la intensidad de sus palabras. No esperaba una confesión tan directa ni tan arrogante. Y sin darse cuenta, una sonrisa se formaba en sus labios mientras se reía, sintiéndose algo apenada.

Daemon la observó por un instante, sin entender que le causaba tanta gracia. Frustrado, fue a apoyarse sobre una mesa, frotándose la cien y arrugaba la frente.

—¿De qué te ríes? —preguntó finalmente Daemon, su tono seco pero con un deje de desconcierto. La observó con el ceño fruncido, claramente irritado por su reacción.

Leyla negó con la cabeza, intentando contener su risa mientras daba un paso hacia él. Sus ojos brillaban con una mezcla de diversión y algo más tierno que no podía disimular.

—Es solo que... eres increíblemente predecible. —dijo, cruzándose de brazos mientras lo miraba. —Actúas como si no te importara nada, pero en el fondo... siempre quieres ser el centro de todo. Incluso en algo tan simple como un torneo.

Daemon levantó la mirada, y por un momento pareció a punto de replicar, pero en lugar de eso, dejó escapar una carcajada baja, seca, y se pasó la mano por el rostro, como si admitiera su derrota.

—¿Y qué esperabas? —respondió con un leve encogimiento de hombros, su tono más relajado ahora. —. No soy un hombre que se quede al margen, Leyla. Nunca lo he sido.

Leyla lo observó en silencio por unos segundos, su sonrisa desvaneciéndose ligeramente. Dio otro paso hacia él, esta vez más cerca, y levantó una mano para tocar su brazo con suavidad.

—No necesitabas demostrar nada.. —dijo, su voz bajando de tono, casi como un susurro. —Sé quién eres. No importa lo que digan los demás, lo que intenten hacer. Yo te elegí.

Por un momento, Daemon pareció quedarse sin palabras. La intensidad en los ojos de Leyla lo desarmó de una manera que pocos lograban. Pero no podía evitar mantener ese aire de arrogancia que lo caracterizaba.

—Eso ya lo sabía. —respondió, con una media sonrisa que parecía ensayar para esconder cualquier vulnerabilidad. —Solo me aseguré de que el resto también lo supiera.

Leyla rodó los ojos con una mezcla de exasperación y afecto, pero no se apartó. En lugar de eso, dejó caer su mano de su brazo, y pasó sus manos por su espalda, como si diera por terminado el tema.

—Espero que valiera la pena. —dijo finalmente, con una leve sonrisa traviesa. —Porque ahora todos los nobles están hablando del caballero misterioso que coronó a la prometida de otro. Será difícil convencerlos de que no fue una ofensa planeada.

Daemon sonrió de lado, su confianza volviendo por completo.

—Que hablen todo lo que quieran. —respondió, alzando su mano hacia la cadera de Lea y bajando la voz con un tono más grave, casi seductor. —Al final del día, el caballero misterioso obtuvo lo que quería.

Leyla lo miró, con una mezcla de incredulidad y diversión en su rostro.

—¿Y qué es lo que quería exactamente? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

Daemon alzó la cabeza hacia ella, pasando con rapidez toda su mano por la espalda de Leyla, acercándola hasta él, sin dejar de sonreír. Se quedó un segundo, expectante de el rostro iluminado de Leyla. Por su mente pasó una pregunta la cual había estado debatiéndose todo el día: ¿Estaba dispuesto a dejarla? Irse, y probablemente ser exiliado, significaba dejar a Leyla atrás y todo lo que significaba. ¿De verdad estaba dispuesto a olvidarse de ella con tal de liberarse? Y la respuesta era: No, no estaba ni cerca de poder olvidarse de tal belleza y dulzura.

—A ti. —contestó simplemente, luego de un largo silencio.

El aire en la pequeña sala parecía haberse detenido. Leyla sintió que su corazón se aceleraba al escuchar las palabras de Daemon, dichas con tanta convicción y sin rastro de duda. Por un momento, olvidó todo: los rumores, las peleas, los problemas. Todo se reducía a este instante, a los ojos de Daemon fijos en los suyos, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de él.

Ella quiso responder, pero las palabras no llegaban a su boca. Había algo en la intensidad de su mirada, en la firmeza de su voz, que la dejaba sin aliento. No podía evitar preguntarse si aquello era una confesión genuina o parte de otro de sus despliegues de arrogancia.

Daemon, al ver su silencio, alzó una ceja y esbozó una sonrisa ladeada, esa que siempre parecía derrumbarla.

—¿Qué pasa? —preguntó, su tono ahora más suave, aunque aún con un toque de burla. —. ¿No vas a decirme que soy un idiota arrogante?

Leyla finalmente recobró el habla, aunque su voz salió en un susurro.

—Daemon... —comenzó, pero hizo una pausa. Respiró hondo, intentando encontrar las palabras adecuadas. —Siempre haces que todo parezca un juego. Como si nada te importara de verdad.

Daemon la observó en silencio, sus ojos estudiando cada detalle de su rostro, desde la tensión en su mandíbula hasta el leve temblor en sus manos. Finalmente, negó con la cabeza, dejando escapar un suspiro pesado.

—¿Crees que esto es un juego para mí? —preguntó, su tono serio ahora, dejando atrás cualquier rastro de burla. —. ¿Crees que me arriesgaría de esta forma si no significaras algo para mí?

Leyla parpadeó, sorprendida por su cambio de actitud. Por un momento, pensó en lo que implicaban sus palabras. Daemon, tan impulsivo y orgulloso, no era el tipo de hombre que admitía debilidades. Y sin embargo, aquí estaba, despojándose de sus máscaras, al menos ante ella.

—No lo sé. —respondió finalmente, con sinceridad. —Conoces tantas maneras de enredar a las personas, de manipularlas. A veces no sé si soy diferente para ti... o solo otra pieza en tu tablero.

Daemon apretó los labios y dio un paso hacia ella, acortando la distancia entre ambos. Con una mano, levantó suavemente el rostro de Leyla, obligándola a mirarlo a los ojos.

—No eres una pieza, Leyla. —dijo con firmeza, su voz baja pero cargada de emoción. —Eres el maldito tablero entero. Sin ti, no hay juego. No hay nada.

Leyla sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, aunque no estaba segura de si eran de emoción, alivio o la confusión que aún la invadía. Quiso replicar, decir algo que mantuviera su posición, pero en el fondo sabía que ya había perdido esa batalla.

En lugar de responder, se acercó un poco más a él, hasta que sus pechos casi se tocaron.

Daemon... —murmuró nuevamente, esta vez con un tono más suave, más vulnerable.

Él no esperó a que continuara. En un movimiento decidido, inclinó su rostro hacia el de ella, sus labios encontrándose en un beso que parecía contener todo lo que no podían expresar con palabras: la frustración, el deseo, el temor y la absoluta certeza de que, a pesar de todo, no podían alejarse el uno del otro.

Cuando finalmente se separaron, sus respiraciones eran irregulares, pero ninguno se apartó del otro.

—No permitiré que nadie te reclame, Leyla. —murmuró Daemon, su frente aún pegada a la de ella. —Ni en las batallas, ni en la corte, ni en ningún lugar. Eres mía, y haré lo que sea necesario para asegurarme de que todos lo sepan.

Leyla no pudo evitar sonreír ante su declaración, aunque sabía que aquello solo complicaría más las cosas. Pero en ese momento, bajo la tenue luz de las antorchas, decidió que el perdón podían esperar. Por ahora, solo quería quedarse en este instante, con Daemon y la verdad que finalmente había salido a la luz. Sin saber que esa sería la última vez.



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Yo perjuraba que este sería el último capítulo del acto, pero no, todavía le agregué otro. 11k palabras, mi mayor récord en este fic.

Ya, en el siguiente si hay boda. ¿Opiniones? ¿Preguntas? ¿Teorías? Por la descripción de la historia, me imagino que ya podrán darse la idea de cómo termina todo esto, ¿no?

Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3

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