
-𝐬𝐞𝐯𝐞𝐧𝐭𝐞𝐞𝐧.
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El amanecer en Desembarco del Rey llegó envuelto en una neblina suave, como si los dioses mismos velaran el inicio del tercer día de celebraciones. Era el día esperado, el que culminaría con la unión oficial del príncipe Daemon Targaryen y Leyla Hightower bajo los ojos de los Siete. La ciudad, desde los barrios más pobres hasta las grande corte real, respiraba anticipación. Los campanarios del Septo en la Colina de Visenya resonaron con fuerza, convocando a los fieles para presenciar la ceremonia.
En los aposentos del príncipe Daemon, el ambiente era inusualmente calmado. Contrario a su costumbre, no había salido a las calles ni la noche anterior ni aquella mañana, evitando las festividades que, según sus amigos, marcaban su último día como hombre libre. Ni las copas ofrecidas ni las sugerencias sobre visitar alguna taberna lograron convencerlo. Permaneció encerrado, reflexivo, paseando de un lado a otro en sus aposentos como un dragón atrapado en su cueva.
—¿Desde cuándo eres un hombre tan aburrido? —preguntó Viserys al entrar en la habitación, cargando una sonrisa burlona y una botella de vino. Junto a él estaba el Rey Jaehaerys, quien, a pesar de su avanzada edad, mantenía una postura erguida y una expresión impasible.
—Desde que las palabras de los demás dejaron de interesarme. —replicó Daemon, levantando la vista. Aunque su tono era casual, había algo en su mirada que indicaba que las palabras de Viserys habían tocado un nervio.
—Hijo, no es un día para amargarte. —intervino el Rey Jaehaerys con una voz que resonaba con autoridad. —Hoy es el comienzo de algo grande, no solo para ti, sino para nuestra casa. El reino entero te observará. Hazles ver al hombre que eres. El hombre que tu padre crió.
Daemon dejó escapar un suspiro, cruzándose de brazos mientras observaba la ropa ceremonial que colgaba en un rincón de la habitación.
—El hombre que él crío... —repitió en voz baja, antes de forzar una sonrisa hacia Viserys. —Deberíamos vestirnos antes de que mi prometida decida huir al Dominio.
Viserys rió y tomó una copa de vino, pero Jaehaerys simplemente observó a su nieto, su rostro pétreo. Había algo en la expresión de Daemon que no lograba descifrar, como si una lucha interna estuviera librándose tras sus ojos.
Mientras tanto, en los aposentos de Leyla, el ambiente era completamente distinto. A pesar de la calma externa, un torbellino de actividad había consumido la noche anterior. Leyla había insistido en ajustar personalmente los últimos detalles de su vestido, argumentando que ninguna costurera, por talentosa que fuera, entendía completamente cómo debía caer la seda sobre sus hombros. Su abuela, lady Melessa Tyrell, había permanecido a su lado, guiándola con paciencia y compartiendo historias de su propia juventud.
—El matrimonio, querida, es como cuidar un jardín. —había dicho Melessa, mientras ayudaba a Leyla a bordar una delicada enredadera en el velo. —Habrá tormentas y sequías, pero si eliges bien a tu compañero, siempre habrá flores.
Leyla había sonreído ante las palabras de su abuela, aunque no pudo evitar notar la ausencia de romanticismo en ellas. ¿Era eso lo que le esperaba? ¿Un jardín que requería esfuerzo constante para florecer?
Apenas había dormido unas horas cuando el amanecer la encontró sentada frente a un espejo, con algunas doncellas del castillo arreglando su cabello. Sino fuera porque era un requerimiento que él mismo rey ordenó, ella misma hubiera arreglado su cabello.
—Su cabello es verdaderamente hermoso, milady. —dijo una de las criadas, acariciando suavemente un mechón del cabello largo y rojizo de Leyla. —Sus doncellas en Oldtown debieron hacer maravillas con el.
Leyla, sintiendo apenada, solo medio la cabeza de abajo hacia arriba como respuesta.
—Dígame algo.. —comenzó otra doncella, un poco más joven. —¿Usted tiñe su cabello?
—¡Oye! Eso no se pregunta. —la más experta la reprendió, chocando sus hombros para callarla. Lo único que Leyla hizo fue reír, sin darle mucha importancia. —Discúlpela, milady.
—No te preocupes. Y no, no lo tiño. Cuando recién cumplí los quince empezó a cambiar de castaño a rojo. —las doncellas se miraron entre ellas, dudosas de que decir ante la confianza con la que Leyla les hablaba. —Sin querer molestarlas.. ¿Alguna sabe si lady Alana Beesbury todavía está en la corte? Llevo algunos meses tratando de contactarla..
—¿No se enteró, lady Leyla? —preguntó la más joven, pero por el tono, recibió otro golpe de su superior. —. Ay, perdón.. Lo que pasó fue que lady Alana volvió a su hogar luego del funeral de la princesa Gael. Como ya no estaba la princesa, la Reina Alysanne envió a todas las damas de compañía que le servían de regreso a sus castillos. Desde ahí, ninguna se ha vuelto a parar en la capital.
—Aaah.. entiendo.. —dijo la Hightower, con un tono más suave y su semblante más serio. Por un momento, se puso a pensar en esas mujeres que alguna vez llamó amigas. Tal vez, y con mucha suerte, hoy las vería y eso la animó. —Bueno, ¿qué van a hacerme?
Las doncellas volvieron a mirarse a los ojos, asintieron y entre ellas, comenzaron cepillando el pelo, capa por capa hasta dejarlo sin ningún nudo, y con cuidado, comenzaron a acomodar el cabello por la espalda. Leyla recordaba como su madre le hablaba de su boda, la gran ceremonia entre Hobert Hightower y la joven hija de los Tyrell, Lynesse, y de cómo su madre le había prohibido hacerse algo más que cepillarse el cabello y arreglarlo con flores. «Somos mujeres, damas bellas, no pavo reales a los que puedan exhibir», esas eran las palabras que su madre y abuela le decían, y que mejor consejo que el de una madre.
Al terminar, las doncellas la ayudaron a terminar de alistarse, poniéndole su vestido y el velo en su nuca. Se dio la vuelta y se miró en el espejo, observando cada costura y joya en el atuendo, desde la más pequeña a la más grande sobre el las lianas del encaje del velo. Sino fuera porque estaba temblando, juraría que estaba en un sueño.
En ese momento, un sirviente entró a la habitación sin tocar, interrumpiendo el pequeño momento.
—Milady, u..una disculpa. —dijo el joven, haciendo una torpe reverencia. —El.. lord Hobert dice que si puede pasar.
Leyla dio un largo suspiro y asintió, apretando sus dedos de los nervios.
Las doncellas junto al sirviente se retiraron en seguida que el hombre de mayor edad entró a la recámara. Leyla se dio la vuelta por completo para ver de frente a su padre. Sus labios temblaban al ritmo de su corazón y las palabras parecían atoradas en su garganta al ver a su padre mirándola con los labios abiertos.
—¿Te gusta? Le hice algunos cambios al diseño de mamá, pero era todo lo que...
—Te ves hermosa, mi luz. —la voz de Hobert, normalmente firme y solemne, sonaba ahora cargada de emoción. Dio un par de pasos hacia Leyla, deteniéndose para observarla por completo, como si quisiera memorizar ese momento para siempre. —Es difícil creer que la niña que jugaba entre los jardines de Oldtown ahora esté aquí, a punto de casarse...
Leyla desvió la mirada, intentando controlar el nudo que se formaba en su garganta. Siempre había sentido que su padre era un hombre de pocas palabras cuando se trataba de asuntos personales, y escuchar aquella ternura en su tono era casi abrumador.
—¿Es esto lo que realmente quieres, Leyla? —preguntó Hobert de repente, su voz regresando a la seriedad que lo caracterizaba. Dio un paso más cerca, poniendo una mano firme pero cálida sobre el hombro de su hija. —. Hoy, más que nunca, tienes derecho a decirlo. Si hay dudas, si sientes que esto no es para ti, no habrá vergüenza en detenerlo.
Leyla levantó la vista, encontrando los ojos de su padre llenos de preocupación. Por un momento, el peso de las expectativas, las alianzas y los susurros de la corte parecieron disiparse bajo la sinceridad de esa pregunta.
—No lo sé, padre. —admitió finalmente, su voz apenas un susurro. —He pensado en ello tantas veces, y aún no tengo una respuesta clara. Pero... —hizo una pausa, cerrando los ojos un instante antes de continuar. —Sé que debo hacerlo. Por nuestra casa, por el juramento que hice. Y porque... lo quiero. Y sé que él también..
Hobert frunció el ceño, pero no habló de inmediato. En cambio, llevó una mano al mentón de Leyla, obligándola a mirarlo directamente.
—Escucha bien, Leyla. —dijo con una gravedad que llenó la habitación. —No importa lo que digan los demás, ni siquiera lo que exija nuestra casa. Este es tu día, tu vida. Si alguna vez sientes que te has perdido, recuerda que siempre tendrás un hogar en Oldtown. Siempre.
Leyla asintió, sus ojos brillando con lágrimas que se negó a dejar caer. Por un instante, se permitió apoyarse en el pecho de su padre, buscando consuelo en el abrazo cálido y protector que él le ofreció.
—Gracias, padre. —murmuró con voz quebrada. —Eso significa más de lo que puedes imaginar.
Hobert le dio un leve apretón en los hombros antes de separarse y esbozar una sonrisa melancólica.
—Es hora, mi luz. —dijo finalmente, ofreciéndole su brazo. —El reino verá a la novia más hermosa que jamás hayan visto.
Leyla respiró profundamente, tomando el brazo de su padre con decisión. Los nervios seguían ahí, latiendo en el fondo de su pecho, pero ahora también sentía una extraña y nueva seguridad. Aunque el futuro era incierto, no estaba sola para enfrentarlo.
Cuando salieron juntos de la habitación, los pasillos del castillo se llenaron con el eco de sus pasos, mientras la novia y su padre se dirigían hacia el destino que la esperaba en el Septo.
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El Septo se alzaba majestuoso sobre la Colina de Visenya, su estructura de mármol grisáceo resplandeciendo bajo la luz del sol que había disipado finalmente la neblina de la mañana. Los vitrales, con sus intrincados colores, proyectaban sombras danzantes en el interior, iluminando los rostros de los asistentes que habían acudido a presenciar la unión de dos jóvenes que se amaban. Nobles de todos los rincones del reino llenaban los pasillos, sus murmullos reverberando bajo la gran cúpula.
En el centro del Septo, el Gran Septon esperaba de pie ante el altar, rodeado por las estatuas imponentes de los Siete. Su figura, cubierta con una túnica blanca adornada con bordados dorados, parecía irradiar un aire de solemnidad. A su lado, el príncipe Daemon ya estaba en su lugar, vestido con un atuendo ceremonial negro y rojo, los colores de su casa, con bordados en hilo de oro que representaban dragones en pleno vuelo. Su expresión era serena, pero sus dedos tamborileaban levemente contra su espalda, una señal de la inquietud que intentaba ocultar.
La música comenzó a sonar, un conjunto de laúdes, flautas y tambores que entonaban un himno solemne dedicado a los dioses. Todas las cabezas se volvieron hacia la entrada principal, donde las enormes puertas de madera tallada se abrieron lentamente, revelando la silueta de Leyla.
La novia avanzó con pasos firmes pero pausados, su vestido de seda blanca con detalles en plateado y dorado arrastrándose tras ella como una ola de luz. El velo cubría su rostro, pero no lo suficiente para ocultar el leve temblor de sus labios. Los murmullos se acallaron al instante, y la atención de todos quedó fija en ella. De su brazo la conducía su padre, lord Hobert Hightower, cuya expresión solemne era una mezcla de orgullo y tristeza.
Cada paso resonaba en el mármol, y aunque Leyla mantenía la mirada al frente, podía sentir las miradas que la atravesaban: algunas llenas de admiración, otras cargadas de juicio, pero todas igual de expectantes. Cuando llegó al altar, Hobert se detuvo, asintiendo levemente a Daemon antes de colocar con cuidado la mano de su hija en la del príncipe.
Daemon la tomó con firmeza, su mirada fija en la de ella incluso a través del velo. Por un instante, el bullicio de la corte, las intrigas y las expectativas desaparecieron. Solo eran dos personas de pie bajo la mirada de los dioses.
El Gran Septon con un fuerte grito, interrumpió cualquier murmullo.
—Ahora, puedes venir a la novia y ponerla bajo tu protección. —con un solo movimiento, un sirviente acarreó el manto con los símbolos de ambas casas bordados.
Daemon, con un movimiento rápido, pero delicado, dejó caer la tela suavemente por los hombros de su prometida, dejando un roce de sus dedos en su piel desnuda que muy pocos observaron. Y de igual forma, retiró el velo que cubría parte del rostro de Leyla, quedándose unos segundos sin pensar en nada más que en ella.
Alzando las manos, el Septon Supremo reclamó la atención de todos nuevamente.
—Majestad, mis lords, mi ladies. Estamos aquí, ante la vista de dioses y hombres, para presenciar la unión de un hombre y una mujer. —su voz, grave y poderosa, llenó el espacio. —Un carné, un corazón y una alma. Ahora y para siempre.
El Gran Septon continuó con la formalidad de la ceremonia, extendiendo sus brazos hacia las estatuas de los Siete que los rodeaban.
—Hoy invocamos la bendición de los dioses para este matrimonio. Que el Padre guíe con justicia el camino de este hombre; que la Madre conceda su misericordia y amor a esta mujer; que la Doncella proteja su pureza de espíritu y su inocencia; que el Guerrero les dé fuerza para enfrentar juntos las batallas de la vida; que el Herrero les ayude a construir un hogar firme; que la Vieja les brinde sabiduría en sus decisiones; y que el Desconocido los guarde del temor a lo inevitable.
Con el manto ceremonial ya colocado sobre los hombros de Leyla, Daemon se posicionó a su lado, manteniendo una expresión que oscilaba entre la seriedad y una extraña ternura. Leyla, por su parte, tomó un profundo aliento mientras el Septon daba unos pasos hacia ellos.
—En presencia de los Siete, selló estas dos almas, uniéndose como una sola para la eternidad. —con una pequeña cinta, comenzó a enredarla entre una de las manos de cada uno. —Ahora, mírense y digan las palabras..
Ambos, haciendo caso al viejo hombre, se giraron volviendo a estar uno frente al otro. Tan cerca, que podían escuchar las respiraciones del otro.
—Padre, Herrero, Guerrero, Madre, Doncella, Vieja, Extraño. Yo soy de ella y ella es mía. Desde este día, hasta el final de mis días.
—Padre, Herrero, Guerrero, Madre, Doncella, Vieja, Extraño. Yo soy de él y él es mío. Desde este día, hasta el final de mis días.
La voz de Daemon resonó con fuerza y convicción, mientras sus ojos permanecían fijos en los de Leyla. Por un momento, toda la formalidad y el peso de la ocasión parecieron desvanecerse, dejando únicamente la conexión entre ambos. Leyla repitió las palabras con suavidad, pero con una seguridad que no había mostrado antes, su mirada atrapada en la del hombre que amaba. Las promesas que acababan de hacerse parecían llenar el aire del Septo con un peso sagrado.
El Gran Septon levantó sus manos, desenvolviendo la cinta que simbolizaba la unión de sus vidas, y proclamó con fuerza:
—Lo que los dioses han unido, que ningún hombre ose a separar.
El silencio de la multitud fue reemplazado por aplausos y vítores contenidos, un eco que rebotaba en las altas bóvedas del Septo.
Daemon, con un movimiento deliberado, se inclinó hacia Leyla. Sus labios rozaron los de ella en un beso breve pero cargado de aquel amor que ambos decían tener por el otro, sellando así la unión ante la vista de los dioses y los hombres.
Cuando el beso terminó, Daemon le ofreció su brazo, y Leyla lo tomó con una mezcla de orgullo y nerviosismo. Juntos, comenzaron a caminar por el pasillo central, bajo la atenta mirada de los señores presentes. Los vitrales del Septo proyectaban destellos de luz en sus figuras, como si los dioses mismos los estuvieran bendiciendo.
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El gran salón del Trono de Hierro estaba decorada con la opulencia propia de los Targaryen y los Hightower, un despliegue de riqueza y poder que era imposible ignorar. Las mesas largas, cubiertas de manteles carmesí y dorado, rebosaban de manjares: asados de caza, frutas exóticas, pan recién horneado y fuentes de vino que parecían no tener fin. Candelabros elegantes colgaban del techo alto, iluminando la estancia con un resplandor cálido que hacía brillar las armaduras de los Caballero Reales y las joyas de las damas.
Los invitados ya estaban en sus lugares, compartiendo risas, brindis y conversaciones animadas mientras los músicos comenzaban a tocar una melodía ligera, perfecta para acompañar el festín. En el centro de la sala, delante del trono, la mesa principal se alzaba en una posición privilegiada. Allí se encontraban los recién casados, sentados uno al lado del otro. Daemon sostenía una copa de vino con la misma confianza despreocupada de siempre, mientras que Leyla, aún adaptándose a la atención que todos les dirigían, mantenía una sonrisa serena, aunque sus dedos jugueteaban con el borde de su copa con agua.
Cuando los comensales comenzaron a terminar sus platos principales el Rey Jaehaerys, el Viejo Rey, se puso de pie en la mesa principal. Su presencia, incluso a su avanzada edad, aún imponía respeto. Vestía una túnica bordada con hilos de oro y plata, reflejo de la majestuosidad de su linaje. Aunque sus cabellos eran ahora de un blanco puro y sus movimientos más pausados, sus ojos, de un violeta profundo, brillaban con la sabiduría y autoridad de décadas en el trono.
Daemon y Leyla se detuvieron en seco, inclinando la cabeza en señal de respeto hacia el patriarca de la familia. Los murmullos se desvanecieron, y todas las miradas se dirigieron al rey.
—Mis lores, mis ladies.. —comenzó Jaehaerys, su voz resonante a pesar de los años. —Hoy celebramos no solo la unión de dos familias y casas, sino también un recordatorio del legado que compartimos, el deber de preservar la paz y la prosperidad de este reino.
Los invitados escuchaban atentos, algunos con admiración, otros quizás con un atisbo de impaciencia, pues conocían bien la costumbre del rey de extenderse en sus discursos.
—Daemon, mi nieto. —continuó, posando una mirada firme sobre él. —Tú, que siempre has sido un espíritu indomable, hoy diste un gran paso, abrazando no solo tu lugar como príncipe del reino, sino también tu responsabilidad como esposo.
Daemon, con una leve sonrisa que no pudo ocultar del todo, asintió ligeramente en reconocimiento.
El rey, suspirando, miró entonces hacia Leyla, cuyo porte elegante y expresión serena reflejaban la educación que había recibido como hija de una gran familia, y el favor de su difunta reina.
—Lady Leyla, ahora, mi nueva nieta. —Jaehaerys la observó con un destello de calidez, mientras la joven sonreía apenada ante el reconocimiento. —Tú, que siempre fuiste una buena y amable compañera para mi familia, has aceptado compartir este destino. Que los dioses te guíen y te fortalezcan en los días venideros.
Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en la multitud. Luego alzó su copa, un cáliz adornado con rubíes que reflejaban la luz de los candelabros.
—Que esta unión sea un faro de fortaleza para los años siguientes. Brindemos por el príncipe Daemon y su esposa, lady Leyla, para que sus días estén llenos de gloria, y que los dioses, como los nuevos y los viejos, los protejan siempre.
—¡Por Daemon y Leyla! —exclamaron los invitados al unísono, alzando sus copas y bebiendo en su honor.
Daemon se quedó por un momento observando la gran sonrisa que Leyla tenía en su rostro, mientras él rodeaba su silla con su brazo, tratando de grabarse para siempre la dulce y bella sonrisa de su esposa. Pero, el rey lo interrumpió, golpeando su pierna con su bastón. El se giro, acostumbrando a los llamados informales de su abuelo.
—Termina con esto rápido. —dijo el rey, con el ceño fruncido.
—¿Tiene algo más importante que hacer, su majestad? —le preguntó con un tono burlón, uno que sabía que su abuelo odiaba que usara con él.
—No. Pero tú si. —Daemon se quedó confundido ante su respuesta, sin entender a qué se refería. Asintió y pasó a tomar de su copa, esperando que lo ignorara. —Quiero otro bisnieto antes de irme.
Daemon casi escupió el vino que acababa de beber al escuchar las palabras de su abuelo. Un murmullo de risas se extendió por toda la mesa familiar, incluyendo a los Hightowers. Leyla, con el rostro encendido por el desprevenido comentario, trató de mantener su compostura, aunque sus ojos parecían buscar alguna ruta de escape.
—Abuelo, no sabía que tenía tan altos estándares para mí. —respondió Daemon, recuperando su característico tono irónico mientras dejaba la copa en la mesa.
Jaehaerys arqueó una ceja, clavando su mirada violeta en su nieto, pero los bordes de su boca delataban una ligera sonrisa.
—No son estándares, Daemon. Son órdenes. —replicó, alzando el bastón para señalarlo brevemente, lo que provocó risas más abiertas en la mesa.
Leyla, aún sonrojada, se inclinó ligeramente hacia adelante, esperando que alguien cambiase la conversación. Aunque no pudo voltear a ver a su esposo, que tenía su mirada perdida en su bebida junto con una media sonrisa, algo melancólica para lo que Leyla estaba acostumbrada ver en Daemon.
—No te lo tomes tan... —susurró en su costado, suponiendo que había tomado a mal la "broma" del rey.
—Tú no te preocupes, esposa mía. —le ofreció su mano con un gesto elegante, y luego añadió en un susurro: —Hoy seré todo tuyo.
Leyla soltó una leve risa, aunque aún se sentía ligeramente abrumada por los comentarios del rey. Sin embargo, tomó la mano de Daemon con gracia, dejando que él la condujera al centro del salón.
Los músicos, atentos, cambiaron la melodía a una más animada, llena de flautas y cuerdas que invitaban al baile. Los invitados aplaudieron mientras Daemon y Leyla tomaban sus posiciones en el centro del salón, rodeados de expectación.
Daemon, siempre carismático, realizó una reverencia exagerada hacia Leyla, haciendo que algunos en la multitud rieran. Leyla, a pesar de la timidez que aún la embargaba, inclinó la cabeza con elegancia antes de comenzar a moverse al compás de la música.
Al principio, los movimientos eran medidos, formales, siguiendo las pautas de una danza tradicional. Sin embargo, a medida que avanzaban, Daemon comenzó a tomar pequeñas libertades: un giro más pronunciado, un paso más cercano. Leyla, con un ligero rubor en sus mejillas, se dejó guiar, adaptándose a su ritmo con sorprendente facilidad.
La audiencia observaba con atención, algunos impresionados por la gracia con la que Leyla se movía, otros comentando en voz baja la evidente química entre ambos. Incluso los músicos parecieron captar la conexión, acelerando ligeramente el compás de la melodía para reflejar la energía que emanaba de la pareja.
Cuando la música llegó a su clímax, Daemon la hizo girar una última vez, deteniéndose con una mano firme en su cintura y sus rostros a escasos centímetros de distancia. Por un momento, el salón quedó en silencio absoluto, roto solo por los aplausos y vítores que estallaron instantes después.
Daemon la miró con una intensidad que hizo que Leyla bajara la mirada, aunque no sin antes esbozar una leve risita, y aprovechó el ruido del salón para susurrar, en un tono tan bajo que solo su esposa pudiera escuchar:
—¿Ves? Esto no fue tan malo. Solo tenías que confiar en mí.
Leyla levantó la mirada y lo vio con una mezcla de diversión y algo más suave, casi vulnerable, que se reflejaba en sus ojos.
—¿Siempre tienes que ser tan... dramático? —respondió ella, con una sonrisa que Daemon encontró fascinante.
—No sería yo, de otra forma. —le tomó la mano con firmeza, y con un gesto elegante, la guio de regreso a su asiento.
Mientras los músicos retomaban otra melodía, esta vez para invitar a los demás invitados a unirse al baile, Leyla se acomodó en su asiento. Pero incluso rodeada del bullicio del festín y las carcajadas que resonaban en el salón, no pudo evitar sentir que todos los ojos seguían sobre ellos. Sobre ella como si fuera un animal tras un vitral.
Daemon, notando su incomodidad, se inclinó ligeramente hacia ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó, su tono más suave que de costumbre.
—Nada. —Leyla negó con la cabeza, jugueteando con sus dedos. —Es solo... que es extraño ser el centro de todo.
Daemon se quedó viéndola, sin responder aún, pero examinando cada mueca en su rostro. Por lo que sintió, Leyla había entrando a su posición, trayendo consigo la ansiedad de llevar una corona invisible. Suspiro en silencio y, con rapidez y sin que alguien lo notase, acercó con su brazo el asiento de Leyla, pegándolo junto al suyo, pasó su mano de nuevo por detrás y apretó con fuerza su agarre sobre su hombro.
Leyla, sorprendida por la acción, lo miró con una ligera ceja alzada.
Daemon, notando la mirada de sorpresa de Lea, se inclinó hacia ella con una suavidad inusual, rompiendo cualquier muro que su carácter orgulloso pudiera haber levantado en otro momento. Sus dedos, fuertes pero ahora con un toque de delicadeza, rozaron apenas su mejilla mientras sus labios se acercaban lentamente a su frente.
El beso fue breve, pero lleno de significado, un gesto que hablaba más de lo que las palabras podían expresar en un salón lleno de espectadores. Fue cálido, protector, y, por un instante, hizo que todo el bullicio alrededor de ellos desapareciera.
Cuando Daemon se apartó ligeramente, sus ojos violetas buscaron los de Leyla, que lo miraban con una mezcla de sorpresa y agradecimiento.
—Todo estará bien. —le susurró, su voz lo suficientemente baja como para que nadie más pudiera escucharlo. —Siempre que estés conmigo, no tendrás nada que temer.
Leyla, aún conmovida por el gesto inesperado, sintió cómo el peso que la había abrumado durante la velada se disipaba lentamente. Esbozó una pequeña sonrisa, sincera y llena de ternura, mientras sus dedos encontraban los de Daemon bajo la mesa, apretándolos suavemente.
—Lo sé. —respondió ella, en un tono apenas audible, pero cargado de confianza renovada.
Daemon mantuvo su mirada fija en la suya por un momento más, antes de girarse con su acostumbrada despreocupación hacia el salón, como si el breve instante de vulnerabilidad entre ellos nunca hubiera ocurrido. Pero para Leyla, aquel gesto lo decía todo: no estaba sola, y por primera vez desde el inicio del día, el centro de atención dejó de sentirse como una carga, y comenzó a parecer un lugar en el que, junto a Daemon, podría mantenerse en pie.
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El pasillo estaba iluminado por antorchas que arrojaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra, su resplandor tenue suavizando la grandiosidad opresiva de la Fortaleza Roja. Daemon caminaba con pasos firmes, llevando a Leyla de la mano, como si temiera que ella pudiera alejarse. Pero, en verdad, era él quien luchaba contra ese impulso.
Mientras avanzaban, Daemon se detuvo inesperadamente. Sin previo aviso, la giró hacia él, su mirada fija en los ojos de Leyla antes de inclinarse para besarla. Fue un beso intenso, casi desesperado, que la tomó por sorpresa. Leyla, por un instante, quedó paralizada, pero pronto respondió, perdiéndose en la urgencia del momento.
—Daemon... —murmuró entre besos, intentando recuperar la respiración.
Pero él no respondió. En lugar de eso, la sostuvo por la cintura, presionándola contra la fría pared del pasillo. Su mano se deslizó con gentileza por su mejilla antes de alejarse apenas lo suficiente para susurrarle:
—Espérame en la habitación.
Leyla frunció el ceño, confundida por su repentina retirada.
—¿A dónde vas? —preguntó, intentando retenerlo mientras su mano se aferraba a la de él.
Daemon apretó su mano por un breve momento, como si con ese gesto quisiera transmitirle algo que no podía decir en palabras.
—No tardaré. —su voz era suave, pero había una firmeza en ella que no admitía discusión.
Leyla lo observó, insegura, pero terminó asintiendo lentamente, soltando su mano. Daemon le dedicó una última mirada antes de girarse y alejarse por el pasillo. La túnica negra que llevaba ondeaba tras él con cada paso decidido.
—Te amo... —susurró Leyla, demasiado bajo para que él pudiera escucharlo.
Se quedó inmóvil por un momento, viendo cómo su figura se desvanecía entre las sombras del pasillo. Luego, con un suspiro, se giró y entró en la habitación que ahora compartirían.
El dormitorio era más grande y lujoso de lo que Leyla había imaginado. Las paredes estaban adornadas con tapices que representaban escenas de la conquista Targaryen, y las ventanas altas dejaban entrar la brisa nocturna. La cama, cubierta con sábanas de seda y cojines bordados, parecía invitarla a descansar.
Con movimientos lentos, Leyla se quitó el vestido, dejando que cayera al suelo con un susurro. Su reflejo en el espejo frente a ella le devolvió una imagen extraña: una joven vestida ahora con un camisón blanco, perdida en una habitación que se sentía demasiado grande y demasiado solitaria.
Tomó el cepillo de plata que estaba sobre la mesa y comenzó a peinar su cabello, tratando de calmar los pensamientos que se arremolinaban en su mente. Todo en la habitación estaba perfectamente ordenado, incluso sus cosas, colocadas como si siempre hubieran pertenecido allí.
«Él volverá pronto» —se dijo, intentando convencerse. Pero al cabo de unos minutos de espera, la ansiedad comenzó a crecer. Fue hacia la puerta y la entreabrió, esperando escuchar el eco de los pasos de su esposo en el pasillo. Sin embargo, no había nada.
Cerró la puerta y regresó a la cama. Al sentarse, sus ojos se posaron en un libro que estaba sobre la mesita junto a la lámpara. Con un suspiro, lo tomó y comenzó a leer, sus dedos pasando distraídamente las páginas mientras su mente volvía una y otra vez a Daemon.
Sin hacerle mucho caso a las palabras, comenzó a imaginarse que pasaría luego de ese día. Con unas sonrisa, pensó en los desayunos que compartirían juntos, los paseos por el jardín privado, los viajes que Daemon tanto deseaba hacer. ¿Tendrían hijos pronto? ¿Cómo serían? ¿Qué nombres llevarían? Estaba segura de que Daemon insistiría en tener su propio Aegon, aunque en su interior, sabía que se volvería loco teniendo una niña. Las imagines se sintieron tan reales hasta que el tiempo pasó y el cansancio finalmente la venció. Se quedó dormida sobre la cama, el libro aún abierto sobre su regazo.
El sol que entraba por las ventanas la despertó. Leyla parpadeó, confusa al principio, antes de darse cuenta de que se había quedado dormida esperando. Su primer pensamiento fue que Daemon estaría allí, quizás sentado en un rincón, esperando pacientemente a que ella despertara o se burlaría por dormirse en su noche de bodas.
Pero al abrir los ojos, se encontró sola.
El vacío de la habitación era ensordecedor.
Se levantó rápidamente, su corazón latiendo con fuerza. Se dirigió hacia la mesita donde había un vaso de agua y lo tomó para calmar la sequedad de su garganta. Fue entonces cuando lo vio: una carta abierta, con su nombre escrito con la inconfundible caligrafía de Daemon.
El vaso tembló ligeramente en su mano antes de que lo dejara de vuelta sobre la mesa. Con dedos inseguros, tomó la carta y comenzó a leer.
«Leyla,
No sé cómo empezar esto sin herirte, y quizás no haya manera de hacerlo. Pero si hay algo que siempre he sabido hacer, es enfrentar lo inevitable. Tú eres una luz que no merezco, y estar contigo sería un consuelo que no he ganado. Mis demonios te arrastrarían conmigo, y no puedo permitirlo.
Llevo tiempo pensando en que hacer con mi vida, hasta que todo se sintió tan real y tan asfixiante para mi, pero no quería arrastrarte conmigo.
Me voy porque te amo, aunque suene contradictorio. Me voy porque quiero que tengas la vida que mereces, y esa vida no está conmigo. Yo soy caos, Leyla, y tú eres paz. No puedo arrebatarte eso. Nunca podría alejarte de tu familia.
No me busques. No esperes por mí. Sé que encontrarás la fuerza para seguir adelante, porque siempre la has tenido.
Para siempre,
Daemon.»
Leyla sintió que sus piernas flaqueaban y se dejó caer en la cama, sosteniendo la carta contra su pecho mientras las lágrimas brotaban de sus ojos sin control. El aire se sentía pesado, como si la habitación misma la estuviera aplastando.
No entendía cómo alguien podía decir "te amo" y abandonarla al mismo tiempo. No entendía cómo podía haberse sentido tan segura con él, solo para que todo se desmoronara de un momento a otro. El aire comenzó a sentir escaso mientras las lágrimas le cubrían la cara, sin poder abrir los ojos.
Se quedó inmóvil durante lo que parecieron horas, el sonido de sus sollozos llenando el vacío de la habitación. El papel de la carta se arrugaba entre sus dedos, pero no podía soltarlo. Lo sostuvo como si al hacerlo pudiera retener una parte de Daemon, como si las palabras escritas pudieran devolvérselo.
Se obligó a levantarse, tambaleante, aún con la carta en la mano. Caminó hacia la ventana y la abrió de par en par. La brisa fría de la mañana golpeó su rostro, despeinando su cabello aún húmedo de las lágrimas. Miró hacia el horizonte, buscando alguna señal, cualquier cosa que pudiera decirle que esto no era real, que él aún estaba cerca. Pero lo único que vio fue el despertar de Desembarco del Rey: el bullicio de la ciudad, indiferente a su dolor.
—¿Por qué? —susurró al viento, su voz apenas audible. Su mirada se perdió entre las casas y las murallas. Había tantas preguntas en su mente, tantos momentos que ahora se sentían vacíos, tantas palabras que jamás podría decirle.
Se giró lentamente hacia la habitación y dejó caer la carta sobre la mesa. La observó, como si fuera un objeto extraño, algo que no pertenecía a su mundo. Entonces, algo dentro de ella se rompió. La rabia, que hasta ese momento había estado contenida por el dolor, comenzó a surgir.
—¡No tienes derecho! —gritó al aire, apretando los puños con fuerza. Sentía la sangre hervirle bajo la piel. ¿Cómo podía él decidir por ambos? ¿Cómo podía dejarla sola sin darle la oportunidad de luchar por lo que tenían?
Caminó hacia la cama y tomó el libro que había estado leyendo la noche anterior. Mirarlo le recordó cuán desprevenida estaba, cuán ingenua había sido al creer que la noche iba a ser el inicio de algo hermoso. Lo apretó contra su pecho antes de lanzarlo al suelo con furia. Luego, sin darse cuenta, empezó a recoger las cosas que estaban en la habitación y a moverlas, como si con ese caos pudiera igualar el desastre que sentía dentro de sí.
Cuando no quedó nada más por tirar o mover, Leyla se dejó caer sobre la cama nuevamente. Su respiración era pesada, y su cuerpo temblaba. Se llevó las manos al rostro, pero esta vez no lloró. Estaba demasiado agotada para hacerlo.
Las palabras de la carta resonaban en su cabeza como un eco interminable. «No me busques. No esperes por mí.» ¿Era lo que tenía que hacer? ¿Dejarlo mientras el dolor en su pecho se sentía como un cuchillo atravesándole cada parte de su ser?
Apenas unos minutos después de que Leyla se desplomara sobre la cama, se escucharon fuertes pasos en el pasillo. Tocaron a la puerta con firmeza, pero Leyla no respondió. Su respiración aún estaba entrecortada, y sus manos temblaban mientras intentaba recuperar algo de compostura.
—¡Leyla! —la voz de su hermano, Ormund, retumbó desde el otro lado de la puerta. Había un matiz de preocupación mezclado con irritación. —. ¡Abre esta puerta ahora mismo!
Unos segundos después, otra voz, más grave, se unió a la de Ormund.
—Hija, ¿qué sucede? —preguntó Hobert, su padre. Había una mezcla de autoridad y angustia en su tono, un intento evidente de no alarmarse, aunque claramente lo estaba.
Leyla cerró los ojos con fuerza, deseando desaparecer, pero los golpes en la puerta continuaron, ahora más insistentes.
Finalmente, se levantó con pasos vacilantes y fue hacia la puerta. Al abrirla, se encontró con las imponentes figuras de su padre y su hermano, ambos luciendo igual de tensos. Ormund tenía el ceño fruncido, y Hobert la miró con una mezcla de alivio y preocupación.
—¿Qué está pasando aquí? —demandó Ormund, entrando al cuarto sin esperar invitación. Su mirada recorrió rápidamente el desorden: la cama revuelta, los libros en el suelo, y la carta arrugada sobre la mesa.
Hobert, menos brusco, se acercó a Leyla y le tomó los hombros con delicadeza.
—Lea, te escucharon gritar. ¿Estás bien? —preguntó, inclinándose para buscar su mirada. Pero Leyla mantuvo los ojos bajos, incapaz de enfrentarlos.
—No llegó.. —susurró, su voz apenas un hilo. —Daemon... se fue.
Ormund, que había tomado la carta de la mesa sin pedir permiso, ya la estaba leyendo. A medida que avanzaba en las palabras de Daemon, su expresión se endurecía. Cuando terminó, apretó los labios y soltó un bufido de desprecio antes de lanzar la carta de vuelta sobre la mesa.
—Ese mal nacido. —sentenció con frialdad, sus ojos brillando con una furia contenida. —Te lo dije, Leyla. Te dije que ese desgraciado no valía nada.
—Hermano... —intentó protestar, pero su voz se quebró antes de que pudiera decir más. Hobert la sostuvo con más fuerza, envolviéndola en sus brazos, preocupado por lo débil que se veía.
—¿Qué harás ahora? —continuó Ormund, sin suavizar su tono. —. ¿Seguirás llorando por un hombre que no tiene el valor de enfrentarse a sus responsabilidades?
—¡Basta! —gritó el mayor, girándose hacia su hijo con una expresión severa. Ormund lo miró con sorpresa, pero no dijo nada. —. No es el momento para reproches, Ormund.
Ormund cruzó los brazos, su postura rígida, pero no insistió. En lugar de eso, Hobert guió a Leyla hacia la cama y la ayudó a sentarse.
—Hija.. —dijo con suavidad, arrodillándose frente a ella. —Sé que esto es doloroso, pero no estás sola. Estamos aquí para ti. Lo que sea que necesites, lo haremos.
Leyla finalmente levantó la mirada hacia su padre. Las lágrimas volvieron a brotar, pero esta vez, no intentó contenerlas.
—Papá... —susurró, intentando levantar la mirada pero el peso que sentía sobre ella la consumía. —Perdón, papi.. Perdón, hermano..
Hobert negó con la cabeza rápidamente, sus manos rodearon las de su hija con una calidez que intentaba compensar el frío que sentía en su pecho.
—No tienes nada que lamentar, mi luz.. —dijo con firmeza, pero su voz seguía cargada de ternura. Sus ojos, usualmente tan imponentes, reflejaban el dolor de un padre que no podía proteger a su hija de todo. —No es tu culpa.. Nada de esto es tu culpa..
Ormund, aunque seguía cruzado de brazos, miró a su hermana con algo más de suavidad. Quizás era el enojo, o el arrepentimiento de haber sido tan brusco momentos antes. Dio un paso al frente y suspiró, inclinándose, sin decir una palabra.
Hobert miró a sus dos hijos y se levantó con prisa. ¿Qué debía hacer? No lo sabía, pero necesitaba respuestas, y las tendría.
—Quédate con tu hermana. —dijo, dirigiéndose a Ormund. —Hablaré con el rey..
Ormund se quedó en silencio por un momento tras la salida de Hobert. Observó a Leyla, que seguía sentada en la cama, con la mirada perdida, como si no pudiera procesar todo lo que había sucedido. Él soltó un largo suspiro y se sentó a su lado, dejando que el peso de las emociones se asentara entre ambos.
Después de unos segundos, habló, su tono más bajo y calmado que antes, pero firme.
—Nos iremos de aquí en cuanto padre termine. —declaró, mirando fijamente al suelo. Su voz no dejaba espacio para dudas. —Desembarco no es lugar para nosotros ahora, y menos para ti.
Leyla levantó la cabeza lentamente, sus ojos llenos de lágrimas y una súplica muda. Negó suavemente, apenas un movimiento, antes de responder en un susurro quebrado.
—¿Y si vuelve? —su voz temblaba, como si cada palabra le costara más de lo que podía soportar. —. ¿Y si se arrepiente y no estoy aquí? ¿Cómo sabrá dónde encontrarme?
Ormund apretó los labios, sus manos cerrándose en puños a sus costados. Por un instante, pareció como si fuera a perder la paciencia, como si estuviera a punto de gritarle que dejara de pensar en un hombre que no merecía ni una sola de sus lágrimas. Pero en lugar de eso, dejó escapar un suspiro frustrado y se inclinó hacia ella.
—Lea... —murmuró, su voz cargada de emociones contenidas. Sin decir más, la envolvió en un abrazo fuerte, apretándola contra su pecho. Ella se tensó al principio, sorprendida, pero luego se dejó llevar, dejando que el peso de su dolor se derramara en lágrimas silenciosas mientras Ormund la sostenía.
Él no dijo nada más. No intentó convencerla, no intentó razonar con ella. Solo la sostuvo, dejando que su frustración, su impotencia y su amor de hermano se transmitieran en ese gesto.
—Te prometo que estarás bien, Lea. —murmuró después de un rato, con la barbilla apoyada sobre su cabello. —Te prometo que no importa dónde vayamos, no estarás sola. Y si ese bastardo tiene el descaro de volver, lo mataré yo mismo.
Leyla sollozó contra él, agarrándose a su túnica como si fuera el único ancla en un mar de incertidumbre. No sabía si podía creerle, si podía imaginar un futuro sin Daemon. Pero en ese momento, las palabras de su hermano y su abrazo eran lo único que tenía.
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Pero que dolor, hasta yo chillé.
Un acto acabado, y como no, termina con Leyla más traumada de nada. ¿Opiniones de este último capítulo? Se viene el acto tres, muy cortito que trataré de escribir en estos días pero no aseguro nada.
Gracias a todos los que llegaron hasta aquí, por sus lindos comentarios, por los comentarios funando a Daemon (se lo merece). Los veo hasta el siguiente acto: nothing. Los quiero mucho ❤️
Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3
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