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Estar parada ante Lord Voldemort no me generaba miedo alguno.

Se supone que todos quienes se unían debían de tener algún motivo para hacerlo y no sentirse obligados. Pero la mayoría de aquí eran unos cobardes que se sentían con el deber de seguirle sus tonterías, de lo contrario morirían.

Para ser mortífago no podías tenerle miedo a la muerte.

Pues esta te buscaba al cruzar cada esquina.

Eso a mí me sentaba muy bien.

No había nada que me atara a la vida en este momento.

—Bien, querida Perséfone— Los ojos de serpiente del mago me vieron con atención y algo de intriga —Tengo muchas fichas puestas en tí— siseó como la serpiente que era en realidad— Quiero que por favor demuestres de qué es lo que estás hecha y no me decepciones como suelen hacerlo mis súbditos— les miró con desprecio— ¿De qué me ha servido entrenarles si no son capaces de obtener nada de lo que quiero? La muerte de Dumbledore debió haber facilitado las cosas y aún no son capaces de traerme a Harry Potter. 

—Tengo todo claro, mi señor— respondí mientras asentí con fingido respeto —Haré lo que me pida que debo hacer.

¿Eso era todo lo que me quedaba?

anFingir respeto y alianza ante Lord Voldemort para poder cobrarme una venganza lenta como la que quería. Pues si era así era bastante deprimente.

—Puedes retirarte querida, si todo sale bien; serás recompensada. 

No me interesaba una recompensa de él, quería tener la mía propia. Una que yo creara y que fuera bajo mis términos y que me hiciera conseguir lo que yo quería en realidad. Ya me faltaban demasiadas cosas y personas que me importaban, lo mínimo que necesitaba y quería era generar una consecuencia en quienes me habían quitado todo. 

—Mi señor.  .  .

—Oh, Avery— soltó de mala manera— Ya no es necesaria tu presencia aquí, ya le he encomendado tu misión a tu esposa— dijo con molestia— Y estoy seguro de que ella la realizará de mejor manera que tú. 

El mal deseo que había comprado para Gaspar había funcionado y le estaba causando mal dormir, enfermedades digestivas y una paranoia creciente. Algo que lo incapacitaba y que lo mantenía en un estado de estrés constante. Sin mencionar que la convivencia conmigo era sumamente desgastante, pues me esmeraba en hacersela miserable.

Desaparecí antes de que comenzara el drama innecesario, eso era algo que tenía que asumir Gaspar y que después disfrutaría cuando me lo contaran. 

Estar lejos del círculo de los súbditos de Voldemort me lograba relajar un poco; puesto que me estresaba tanto el hecho de que le temieran que me entregaban toda su carga de miedo encima. Mi primera misión era infiltrarme en el ministerio para poder recabar mucha información para entregarsela al señor tenebroso. Había hablado conmigo en privado y había pedido encarecidamente que lo lograra si quería conseguir todo lo que sabía que deseaba. 

Tener conciencia de que sabía todo lo que yo pensaba era lo único que me provocaba recelo. Él era un psicópata que podía hacer cualquier cosa para conseguir sus cometidos, y si sacaba a la luz mis más oscuros secretos me podría destruir como a una miserable mosca.

Debido a eso comencé a practicar y estudiar el arte de la oclumancia. Más útil que ser legeremante a mi parecer.

Llegué al Callejón Diagon y como siempre que aparecía un mortífago en las calles; las personas se alarmaban y comenzaban a apurar el paso como si no existiera el día de mañana.

Ingenuos.

¿Qué les hacía pensar que me involucraría con un montón de impuros sólo porque sí?

Al ir caminando ellos se apartaban como si supieran que podía destruirlos con sólo usar la varita. Los seres humanos eran tan predecibles en algunas ocasiones que me llegaban a estresar con sólo ver sus caras, eran un libro abierto; no escondían el miedo que sentían, las ganas de hacerse invisibles al pasar por mi lado.

No me permití mirar a ninguno, mi objetivo era en ese momento hayar a Mafalda Hopkinks que estaría afuera de las inmediaciones de Gringotts. Era admirable la manera en que los magos y brujas se unían al lado de Voldemort por tener más poder, por ambición y por tener más  galeones en sus bóvedas.

Dinero, que predecible; como si eso fuera lo más importante.

Habían cosas más interesantes que un puñado de monedas de oro.

La bruja con la que me reuní era tan insípida y tenía una constante expresión de parecer estar sufriendo en el rostro. No tenía mayores motivos por estar de este bando; asumía que sólo lo hacía por impresionar a su terrible jefa, Umbridge.

No fue lento el trámite, sólo la convencí de que podría darle un poco más si me permitía obtener las claves de otros departamentos y ella no tuvo mayor resistencia al respecto. A veces era tan fácil y sencillo esto que no le veía el sentido a taparse el rostro con la máscara que usaban.

Suspiré, meditando si realizar un asalto al ministerio en plena luz del día o dejarlo para una instancia más tranquila. Estaba segura de que lo lograría en ambas instancias, habían muchas cosas a mi favor.

Una era mi habilidad y la otra era el miedo.

El miedo que la comunidad mágica tenía en este momento.

La incertidumbre que tenían por saber cuando estallaría la guerra en su punto más álgido.

Decidí que probablemente sería más prudente esperar y estaba a punto de desaparecer entre los efectos de la bruma negra cuando unas voces que solía conocer a la perfección resaltaron a mis espaldas sobre el parloteo escurridizo de los demás magos.

—Pero qué es lo que ven mis ojos, George ¿Acaso no es la reina del hielo?

Al escuchar la voz de Fred Weasley creí que algo se remecería en mi interior. Oírle hablar y decir lo que mencionó debió causarme conmoción o sorpresa, tal vez algo de nostalgia porque evidentemente George Weasley también estaba allí.

Sin embargo no fue así.

Me volví hacia ellos sin si quiera inmutarme y les observé de pies a cabeza.

Los ojos azules e intensos de George me observaron con una expresión irascible que no dejaron lugar a dudas sobre los pensamientos que tenía sobre mí.

Desprecio, odio y rencor.

—Vaya, vaya —siseó —En efecto Fred, es la reina del hielo que ahora está donde siempre debió y de donde nunca debió salir, entre los malditos desalmados.

Siempre supe que cuando volviera a ver a George se generaría algo como esto. Odio de su parte y una especie de arrepentimiento de parte mía.

No fue así.

No sentí nada.

Y eso no me daba prueba de nada más que la vida me había convertido en lo que ellos me apodaron cuando era una niña.

En un ser frío como el hielo.

—Oh, traidores— señalé de manera irónica— Creí que con los años podrían haber mejorado un poco sus ofensas, veo que siguen siendo mediocres en todo; inclusive en esto— dije con tono burlesco.

—Hay miembros de la Orden del Fénix ocultos por todas partes de este sitio— mencionó Fred como si eso fuese a asustarme —Creo que será bueno que vaya por ellos, debes encargarte de ella, George.

Su mirada era tan distinta a como la recordaba. Fue como si no quedase nada del chico bromista, travieso y risueño que conocí en la escuela.

—No pensé que volvería tenerte en frente —escupió —Me da náuseas sólo verte.

—Bien, Weasley —respondí —Echa fuera todo el resentimiento que tienes conmigo, sabes que tarde o temprano guardarlo te hará terminar como alguien que no quieres, como alguien como yo— le dije con una sonrisa irónica.

—Exacto, nadie querría ser como tú —recalcó —No es posible que exista un ser humano capaz de jugar con las personas a su antojo, que hagan lo que le plazca con ellas y no recibir ninguna consecuencia por ello.

—¿Jugar con las personas a mi antojo?— hice hincapié en ello—Mira que interesante pensamiento tienes, no sabía que pensabas eso; después de todo creo que jamás he obligado a nadie a hacer algo que no quiere.

Su rostro se convirtió en una mueca de molestia y hastío, sacó su varita en forma de amenaza.

—Cuidado Weasley, creí que te habían enseñado a ser un caballerito.

—Sí, hacia las personas decentes.

—Tus insultos no me incomodan, sólo me demuestran que hay demasiado odio dentro de tí, un odio que va a llevarte por oscuros pasajes, de esos que supuestamente quieres escapar.

—¿Por qué no te vas, Perséfone? —dijo con violencia y me cogió del brazo, apretándolo— No tienes nada que hacer en este lugar.

Guardé la calma, no dejaría que el contacto con él me descolocara como el quería conseguir.

—Pues eres tú quien quiso propiciar esta conversación, de lo contrario te hubieras ido con tu gemelo —recalqué— Aquí estamos esperando a que lleguen los patéticos miembros de tu clan de seres de luz.

—Sabes, mereces todo lo que ha sucedido.

—Sabes, deberías soltarme de una vez — farfullé mirándole directo a los ojos.— Comienzas a delatarte, tu mismo cuerpo te juega en contra.

Sabía a lo que me refería. Estaba nervioso, no contaba con volver a cruzarse conmigo nunca más y su mismo cuerpo lo estaba delatando.

—No sé en qué estaba cuando te ofrecí huir conmigo, cuando llegué a sentir algo por tí, cuando eras diferente— susurró cayendo en la debilidad.

La debilidad de las personas cuando nos enamoramos.

El amor te nubla, te ciega y después te arroja a un abismo del que es casi imposible salir.

—La Perséfone de la que llegaste a sentir cosas jamás existió, y si lo hizo no volverá jamás —le respondí —Esa es una persona que creaste en tu imaginación, ella jamás fue real.

Sus ojos y su expresión se encolerizaron y me soltó con fuerza.

—Te mereces el mal que habita en tí y por tu culpa las personas sufren y viven vidas miserables—escupió con rabia —Ya ves lo que pasó con tu hermano, era igual de insoportable que tú pero estoy seguro que tuviste que ver con su muerte.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza.

¿Enserio se atrevió a nombrar a Félix?

—Calla— le amenacé apuntándole con la varita. El levantó la de él y las personas que pasaban por nuestro lado profirieron un gritito y el clásico ruido de la conmoción. —No te atrevas a mencionar el nombre de mi hermano.

—¿Y qué si lo hago? Sabes, pensándolo bien— dijo después de una pausa sentida —Creo que él también merecía lo que le pasó, después de todo, los Rosier son como un halo de maldad que siempre persiguen lo que son, tu hermano lamentablemente obtuvo lo que mereció.

No podía creer que de sus labios hubiera salido aquello.

Y finalmente dió el golpe final.

—A no ser que me equivoque y hayas sido tú quien le entregó al señor tenebroso y por causa tuya tuviera aquel fin. Después de todo, no me extraña, de tí puedo esperar cualquier cosa y sabemos que nada de lo que se dice es cierto.

Sí creía que me conocía, pues no lo hacía.

No sabía de lo que era capaz.

—¡Crucio! —conjuré la maldición imperdonable de la misma forma que saludaba. Salió de mis labios sin esfuerzo, como si hubiera nacido para decirla y sin tener remordimiento acerca de lo que él sentiría.

Deseaba causarle daño, dolor y sufrimiento.

—¡Crucio! —Mi varita volvió a blandirse y me regocijé al notar su cuerpo en el suelo, su dolor latente, la quemazón que sabía que estaba sintiendo. —Espero que esto lo recuerdes siempre, espero que sufras tanto como yo sufrí al perder a Félix y no lo digo de rabia, lo deseo con fervor. Deseo que sufras y que sea tal tu sentir que recuerdes estas palabras.

Nunca pensé que podría llegar a hacerle esto a George Weasley. Siempre pensé que tarde o temprano esquivaría cualquier contacto para evitar el enfrentamiento. No obstante allí estaba, sintiendo mi sufrimiento y traspasándolo a él.

Ese era mi deseo, quería que se retorciera de dolor al igual que mi agonizante alma en ese instante.

—¡Estás loca, perra! —Oí la voz de Fred correr hacia mí con tal de salvar de mí rayo a su gemelo.

—¡Expulso! —dije apuntandolo, logrando que saliera volando por los aires lo más lejos que pude.

No me percaté que alguien vino por detrás de mí y me tomó con el fin de que dejara de lado a Weasley. Era Remus Lupin y trataba con todas sus fuerzas de controlarme, pues tenía que admitir que estaba fuera de mí en ese instante.

—¡Sueltame! —le grité y como no lo hizo no me quedó de otra que morderle en la mano con la que me aprisionaba desde atrás.

Conseguí que me soltara y me convertí en bruma negra para salir de allí. No sé cuánto tiempo estuve sobrevolando Londres de esa manera. El dolor me perseguía, ardía en mi corazón y quemaba mis pensamientos. Quería llorar y gritarle al mundo que era una mierda y esperaba que en el instante que muriera, fuera rápido.

Que al menos me concedieran una muerte rápida.

Después de varias horas decidí volver al Callejón Knockturn. Entré en una taberna oscura y olía mal; eso era lo de menos en ese momento. Pude ver a Brian Fawcette; el sitio era de su familia y asumí que al terminar la escuela fue demasiado perezoso como para buscar otro empleo al que dedicarse. 

—Rosier.

—Traeme whisky de fuego y date prisa —ordené.

Muchos dejaron su mirada sobre mí, probablemente mi estado era deplorable y les llamaba la atención ver a la heredera de tan respetable familia en esas condiciones. Pero me importaba una mierda lo que ellos pudieran pensar sobre mí en esos momentos.

Había intentado que la muerte de Félix no me afectara tanto. Y dolió como nunca algo había dolido antes. Quise ser fuerte y tenerlo a raya y hundirme en la miseria sólo cuando estaba sola o en las noches para que nadie me viera. George Weasley había punzado en la fibra que ahora no dejaba de sentir, que no dejaba de arder.

El alcohol cruzó por mi garganta como algo que después de todo me alivió. Sentía ese ardor y no tanto el que estaba dentro de mí.

No sé cuánto tiempo pasó.

Fawcette se acercó después que me llevó la copa número doce. Mi visión no era la mejor pero mi mal humor se incrementó a niveles extraordinarios.

—Rosier, creo que es suficiente. . .

—¿Qué carajos crees que haces? ¿Te crees mi padre para decirme cómo beber? ¡Déjame sola y tráeme la botella! —le grité y le lancé el vaso que se estrelló contra el muro.

Las lágrimas no se hicieron esperar y coloqué mi frente en la barra de madera roída por las termitas y las polillas. Las ganas de llorar eran más terribles que como de costumbre y no las pude evitar.

Así se debía sentir estar en el infierno.

En un infierno personal del que no podías librarte.

Suspiré y pensé que había comenzado a alucinar debido a la cantidad de alcohol que había dentro de mí.

Perséfone.

Sí, definitivamente debía de estar alucinando.

Veía un hombre con capucha, con un rostro que jamás me sería indiferente. Al volverme pude distinguir sus facciones.

Me estaba ofreciendo su mano.

—Vámonos, es hora de ir a casa.

Sin lugar a dudas la cogí, sin saber si era verdad o una alucinación.

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