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Una parte de mí había vuelto a ser la misma.

La otra no dejaba de pensar en el daño que me hacía con cada decisión que tomaba.

Pero la parte maldita era más fuerte.

La parte que se volvió fría y dura como el hielo iba ganando y cada vez se esparcía más en mi interior. No tenía otra manera de sobrellevar la vida en la Mansión Avery.

Volví a casa a los días después de haber abortado. No estaba dispuesta a que alguien me viera en condiciones comprometedoras y me fuera a delatar y al parecer todo salió como esperaba.

Lo que me devolvía a la realidad y a pensar en cómo poder salir de aquí sin tener que ir a la cárcel. Tomé el mal deseo del cajón de mi tocador y lo toqué con añoranza.

Ustedes no juegan con Perséfone, es Perséfone quien juega con ustedes.

Recordé todo lo que había dicho la anciana sobre aquel objeto. Saqué pergamino, tinta y pluma de la mesita de noche y comencé a divertirme pensando en todas las cosas que le deseaba a Avery.

Si tenía que permanecer aquí pues al menos mi estadía sería entretenida al ver el sufrimiento y la serie de eventos desafortunados que mi querido esposo empezaría a vivenciar. Después de escribir me dirigí a la chimenea y lancé uno de los leños al fuego. Me sentía como en los años medievales, donde las brujas dominaban el mundo con su magia malvada y provocaban el caos con sus manos.

¿Dónde podría dejar el otro mal deseo sin que Gaspar lo hallase?

Para cualquier persona era una broma inofensiva. No obstante si el llegaba a verlo sabría que mis intenciones no eran nada sanas. Observé la casa con detención y después de muchas vueltas decidí que algo que estuviera en frente a sus narices sería mejor que un escondite bien elaborado.

El baúl que contenía sus cosas y su uniforme de Quidditch era algo de lo que no se desharía jamás; pero que a la vez no frecuentaba mucho por lo que se convertía en una buena opción. Me hinqué para abrirlo y estaba sellado con llave; no lo esperaba porque no creí que allí pudiera tener cosas secretas, a menos que hubiera pensado lo mismo que yo.

Alohomora —El cofre se abrió de inmediato y allí estaban un montón de chucherías de la época de la escuela. Mi curiosidad no daba para investigarlo así como así, pero que tuviera llave un montón de artículos aparentemente sin importancia me llevó a sacarlo todo.

Nada llamó mi atención, estaba todo lo que recordaba hasta que ví que el períodico de esta mañana estaba metido al fondo de las cosas de Gaspar. 

¿Qué demonios, por qué guardaba el periódico allí?

Lo tomé y comencé en hojearlo. Era de hoy, no entendí porqué lo había ocultado hasta que ví la portada de la sección de deportes, en toda la página, imponente, guapo y con un aspecto terriblemente bien parecido salía el mejor buscador del mundo –como le denominaba El Profeta– Viktor Krum. Instintivamente mis dedos acariciaron la fotografía donde aparecía él.

Mis ojos se quedaron observando embobados su rostro, tenía algo diferente, algo había cambiado en su aspecto que la cámara había logrado captar; no obstante no podía identificar qué era. Seguía tan apuesto como de costumbre, lograba hacerme sonreír con tal sólo verle.

Pero su mirada no era la misma.

Había algo en sus ojos que me mostraba que algo había variado, algo había provocado que su mirada se hiciera más sombría. No sonreía con aquella sonrisa tenue pero sincera como de costumbre, ahora sonreía por cortesía; por la apariencia, no llegaba hasta los ojos, su mirada no irradiaba las ganas de comerse al mundo que lo caracterizaban, tan sólo estaba allí.

¿Por qué, qué había originado aquello?

Jamás había sido egocéntrica en verdad, por lo general fingía serlo para fastidiar al resto. Sin embargo una voz dentro de mí me gritaba que era yo la causante de aquella sombría mirada que trataba de disimular ante el reflector.

Los latidos de mi corazón se incrementaron al notar que estaba tiritando, estaba tiritando al ver su fotografía observarme desde el periódico. Viktor estaría en un partido amistoso con el fin de ayudar al sanatorio para niños con cáncer en Bélgica, jugaría Quidditch con la selección de Bulgaria y todo lo que se reuniera en entradas sería donado para Denmash.

Así era él, entregado, leal y de buen corazón.

Yo no había sido más que una gigante piedra en su camino. La piedra que había quebrado sus ventanales transparentes y había dejado resquebrajándose los cristales, cortando a quien pasase por allí y pisara de los vidrios. Las personas como Viktor no merecían toparse con alguien como yo en sus vidas, eso lo tenía claro.

Y aún así yo seguía siendo una egoísta. Porque me fue imposible no memorizar el nombre del estadio, no mirar cuántos galeones costaría entrar a verle volar como un águila en su escoba.

Hace meses que habíamos cortado toda comunicación, hace meses le había roto el corazón. No tenía que decírmelo para saberlo, era evidente. Sin embargo una parte de mí seguía con ansias de saber de él, de verle bien y de estar cerca aunque fuera guardando las distancias.

Mi faceta egoísta estaba demasiado desarrollada como para reprimirme.

Tiré el mal deseo debajo de la cama, un lugar demasiado estúpido como para que fuera a funcionar lo que tenía en mente antes de ver el diario. Mis pensamientos eran demasiado fugaces en ese lapsus y mi atención había dejado de tener en el foco otro tema que no fuera este.

Quería verlo aunque fuera desde la lejanía, entre el resto de personas que asistieran a verlo –no me engañaría, todos iban a verle a él– Sí, mi yo egoísta había ganado. Me dirigí al cuarto de baño y ahí comencé a sacar frascos y cosas que nunca alguien se había preocupado en ordenar, corrí escaleras abajo para meterme en el despacho de pociones que tenía la casa y allí mezcle los ingredientes necesarios como para hacer un tinte de cabello, iba a hacer todo a conciencia; él no podía verme por ningún motivo y me aseguraría de eso pues no quería causarle más dolor.

El tiempo estaba en mi contra, pero si me daba prisa estaría en Bélgica a las cuatro de la tarde si tomaba el barco a más tardar a la una. Jamás me había teñido el cabello y me preocupé de que este pudiera quitarse con el lavado en unos cuantos días, pues claramente sería sospechoso el porqué había cambiado mi apariencia. Lo apliqué con cuidado sobre mis rizos pelirrojos, nadie pensaría que se trataba de mí si veían unos rizos negros en vez de rojos.

El aspecto me hacía ver mucho más mayor de lo que era. Me gustó el resultado obtenido pero no tenía el tiempo suficiente como para vanagloriarme de mi aspecto en ese preciso instante. Corrí a mi habitación para vestirme y calzarme alguna ropa cómoda y que me hiciera pasar desapercibida.

En ningún momento me detuve a pensar que era una pésima idea y que no era para nada sano. La impulsividad y mis deseos poco juiciosos fueron más importantes y poderosos. Una vez que estuve lista me coloqué unas gafas de sol y una boina roja en el cabello.

No me preocupé en avisarle a Nimby, pues cuando todos llegaran recurrirían a ella. Ya me sentía demasiado culpable por hacerla mentir los días anteriores por lo que no quería hacerla pasar por la misma experiencia; además se intranquilizaría y me diría que tenía que descansar.

No podía seguir aquí un segundo más.

Desaparecí y aparecí de inmediato en el puerto. Inglaterra estaba rodeada de mar por todos lados, así que tenía que ir al lado muggle para los viajes internacionales que no eran autorizados por el ministerio de magia, nada que fuera de carácter urgente tenía autorización, sin mencionar que ahora todos los mortífagos estaban infiltrados en el ministerio.

—Un boleto para el Nautilius —le pedí a la mujer en la caja.

—¿Destino?

—Bélgica, el más próximo posible.

La lentitud de la chica me sacó de quicio.

—Es barco está a punto de zarpar, en cinco minutos—señalé —El siguiente es a las tres de la tarde.

—Que se jodan— susurré y le quité uno de los billetes a la mujer y le tiré las monedas en el mostrador. Me eché a correr lo más rápido que pude.

Malditos muggles, por culpa de ellos y su frágil mente cerrada no podía usar magia en estos momentos necesarios.

El aliento me faltaba pero mis zancadas eran rápidas y decididas. Apenas si llegué y los guardias me revisaron que no llevara ningún arma, ni si quiera se percataron de la varita que llevaba en la manga de la chaqueta. De modo que abordé y fueron los minutos más agitados de toda mi vida hasta entonces.

Suspiré y me ubiqué alejada de todo el público que iba en cubierta. Detestaba que me hablaran desconocidos, no era buena socializando en este tipo de situaciones –bueno, en ninguna– ; por lo que no me quité en ningún momento los lentes de sol a pesar de que no había ningún rayo molesto. 

El viaje fue molesto, detestaba los barcos con toda mi existencia. Lamentablemente había nacido en el Reino Unido que estaba rodeado de océanos por todas partes y viajar por mar era una de las maneras más simples de llegar al resto del continente. Los aviones eran totalmente ajenos y no me daban la confianza total como para abordar uno, lo único bueno fue que demoré menos de lo previsto y llegué al puerto de Ostende con algunos minutos a mi favor.

Nunca había estado allí por lo quee acerqué a hablar con un guardia para pedirle indicaciones de cómo tomar un tren hacia Bruselas. Bélgica era un país pequeño y se llegaba a todos los pueblos en tren. Por desgracia los trenes salían con demasiada lejanía horaria y tendría que desaparecer. Me armé de valor y pude hacerlo bien, sin sufrir de desaparición, pero apenas puse los pies en la tierra tuve que vomitar todo el desayuno que había ingerido en la mañana.

Mierda, puta aparición ¡Cómo la odiaba!

Al menos había llegado a un lugar en el mundo mágico y no me fue difícil ubicar a donde estaba el estadio, pues miles de transeúntes iban con banderas del país en dirección al que debía de estar ubicado. El jolgorio colectivo me hizo sentir un poco mejor, sin embargo tuve que abstenerme de comprar algún articulo alusivo a Bulgaria, no quería que alguien fuera a fijarse demasiado en mí.

Al llegar al estadio sentí los nervios a flor de piel, compré mi boleto en un lugar para tener buena vista, pero también resguardado de algún ojo demasiado inquisitivo. Sentí mis pies moverse por inercia y me senté en medio del bullicio que implicaba estar en un estadio lleno de brujas y magos que esperaban por el partido de Quidditch.

Las ansias estaban comiéndome cuando el presentador inició a parlotear sobre la finalidad del partido. Se me hizo un nudo en el estómago cuando resonaron los tambores de la barra de los belgas. Supe que después venían los búlgaros cuando salieron las veelas que eran sus mascotas.

Mi corazón fue como si se detuviera al momento en que le ví volando por el cielo ante los vítores y aplausos del público. Me congelé en mi sitio y sentí como si todo estuviera sucediendo en cámara lenta. Mis pulsaciones disminuyeron y no podía apartar mi vista de él y su manera de moverse.

Su aspecto era imponente, salvaje y algo hostil. Era una persona competente diferente en el campo, le había visto en la final del mundial hace unos años, no obstante no era lo mismo. Aquí tenía un aspecto letal, como si fuera a lanzar de la escoba a quien se pudiera por delante de él. Ahora recién podía entender la fascinación que la mayoría de las adolescentes sentían por él, era divino en su máxima expresión.

Durante todo lo que se extendió el partido me quedé hipnotizada observando cada detalle de los pasos que daba, de su forma de desplazarse, en lo bien que le quedaba el uniforme, en la mirada táctica que le echaba a sus compañeros y en la complicidad con la que actuaban por sobre los belgas. Con los binoculares podía fijarme perfectamente en su expresión, en cómo se enojaba, en como sus manos se aferraba a la escoba y cada vez que su vuelo lo llevaba cerca de la grada donde estaba instalada el corazón se me aceleraba y tenía el ademán de ocultarme.

Pude percibir que la snitch dorada andaba rondando en la parte superior de la grada donde me encontraba y comenzó a juguetear por allí. Con la algarabía y el sentimiento desbordado  me coloqué a mirar sin pensar en nada más, quería ver si atrapaba la snitch y fue imposible no sonreír al verlo tenerla entre sus manos. Aplaudí con el resto de las demás personas que estaban cerca mío y sus compañeros fueron a encontrarlo para llevarlo nuevamente hasta el centro del estadio.

Hasta que de pronto noté que su espalda se tensó y rápidamente su rostro buscó a alguien entre la gente. Mis músculos se pusieron en guardia.

Era una estúpida.

¿Cómo entre todas las personas asistentes había dejado que me viera?

Ahí estaba con sus compañeros rodeandole pero con su vista fija en mí. Pude notar la perturbación en su rostro, no quería incomodarle, herirle y al parecer mi presencia lo hacía. Distinguí cómo sus labios susurraron mi nombre y en ese instante, tomó entre sus manos la escoba; raudo, viendo en mi dirección.

No tuve alternativa.

No tenía tiempo para bajar y correr por lo que desaparecí.

Había sido una cobarde, pero no estaba lista para verle, para tenerle frente nuevamente y enfrentar su rabia.

Una vez en el puerto, comencé a tener una especie de crisis de pánico. Se me cerró el pecho y el nudo en la garganta no disminuía, no estaba en mis planes que nuestros ojos fueran a cruzarse. No quería que me viera, no quería causarle dolor con mi estúpido deseo de verlo un poco más de cerca.

Lo había estropeado aún más.

De mis ojos comenzaron a salir lágrimas.

No podía controlarme, no podía parar de llorar.

Porque mi cuerpo me estaba dando las respuestas que todo este tiempo yo negué aceptar y que bloqueé de mi cabeza. Nunca había reaccionado así, jamás había tenido respuestas así de impulsivas y nunca había huído de tal manera.

Enfrentaba las situaciones.

Pero no era capaz de afrontar que ahora probablemente y que lo más certero era que Viktor Krum me odiara.

Porque quizás y lo más seguro era que estuviera enamorada de él y que mi cerebro no quisiera aceptarlo.

No obstante el cuerpo siempre es capaz de hablar aunque uno se esmere en ocultar lo evidente.

Quizás y lo más seguro es que estuviera completamente enamorada de él y era una real estúpida como para no verlo antes.

Desde el inicio lo había estropeado y ahora no tenía manera de arreglarlo.

No después de haberle negado la oportunidad.

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