
𝟏𝟐 🕷️ La llamada de lo salvaje
᯽‧₊˚⁺ ❨𝗖𝗛𝗔𝗣𝗧𝗘𝗥 𝗧𝗪𝗘𝗟𝗩𝗘❩ ̖́- 🕸️
➥ THE CALL OF THE WILD 🏹
❝No. Es otra cosa.
Algo como un grupo de animales. Una manada. Escucho el sonido de sus pezuñas golpeando el suelo y sus respiraciones pesadas❞
Hace dieciséis años.
Rusia Occidental.
𝐋𝐋𝐄𝐕Á𝐁𝐀𝐌𝐎𝐒 𝐇𝐎𝐑𝐀𝐒 𝐂𝐀𝐌𝐈𝐍𝐀𝐍𝐃𝐎. Nos encontrábamos en medio de un paraje de campos ondulados, salpicado por granjas abandonadas.
Mientras avanzábamos, me dejaba envolver por los aromas verdes y dorados del bosque otoñal que se alzaba a casi un kilómetro de distancia, iluminado por un sol que apenas lograba filtrarse entre las hojas. Quizá inspirada por la suave brisa que soplaba en mi espalda, imaginé un lienzo, embellecido con las pinceladas delicadas de un paisaje perfecto. Cada tonalidad de verde y dorado parecía trazada con intención, destacando el esplendor de aquel bosque que se alzaba frente a nosotros como una obra maestra de la naturaleza.
Atrás quedó el puerto, distante ya en el tiempo. Nos adentrábamos en un país que, por mucho tiempo, creímos haber perdido. Rusia. Que se encontraba indómita y, en su propia forma, profundamente hermosa.
—Hogar, dulce hogar. —murmuró Sergei, contemplando el horizonte—. No ha cambiado nada.
Tenía razón, claro, excepto por un pequeño detalle.
—Querrás decir hogar, frío hogar —gruñí, ajustándome la chaqueta—. No recordaba que en otoño las temperaturas fueran tan despiadadas.
El castaño se echó a reír.
—Y eso que aún no ha nevado. —No sé si lo dijo para molestarme porque sospechaba que disfrutaba viendo mi aparente incomodidad—. Es normal que sientas el contraste; venimos de Inglaterra, con su clima templado y húmedo, y antes de eso, de Tanzania, donde las temperaturas rara vez bajan de 22 °C. El cambio a este frío ruso es considerable, aunque aún estemos en otoño. Así que no, no ha cambiado nada, excepto tu cuerpo, que se ha adaptado a temperaturas más cálidas.
—Un poco más y te pareces al señor que salen en las noticias meteorológicas —bromeé, pellizcando levemente su brazo—. Acepto tu explicación con agrado, incluso aunque, de manera un tanto indirecta, hayas dicho que mi cuerpo se ha vuelto más enclenque.
—Te has confundido, no he dicho eso.
—Por supuesto que no.
Y aunque Sergei aceptó mis palabras con total agrado, cambió de conversación y señaló el bosque con un levantamiento de barbilla.
—Por cierto, mira allí. ¿Qué ves?
Observé la dirección a la que señalaba, donde aparentemente, solo estaba el bosque.
—¿Un bosque?
—No, un bosque, no. El bosque. —Al escuchar a Sergei enfatizar «el bosque» en lugar de «un bosque», comprendí que se refería a un lugar específico y significativo para él, no a cualquier bosque en general, evocaba un lugar con un valor especial en su pasado—. ¿Recuerdas cuando le dije a Dima que volveríamos a estar juntos y que recordara todas las noches que habíamos pasado junto a mamá, que me imaginara allí? Pues bien, este es el sitio. Allí hay un pequeño invernadero con cúpula.
—¿El famoso refugio del que solías hablar? —Había oído hablar de él, pero no tanto como quisiera. No le había preguntado antes porque temía hacerle daño al recordarle momentos nostálgicos.
—El famoso refugio —dijo más para sí mismo—. En efecto. —Se plantó delante de mí—. Será nuestro hogar. Estoy seguro de que te gustará.
Apreté los dedos en torno a la brida de la mochila en mis hombros. Por algún motivo, me sentí nerviosa. Era como si una parte de mí dijera que no podía estar en aquel lugar porque era de la infancia de Sergei, un espacio que había sido suyo antes de que nuestras vidas se entrelazaran. Algo así como una ansiedad anticipatoria cuando nos enfrentamos a situaciones que nos sacan de nuestra zona de confort.
—Estoy segura de que no solo me gustará, sino que me encantará —respondí y aunque sabía que debía de ser un lugar encantador, ese pensamiento intrusivo me invadía la mente.
De repente, Sergei giró la cabeza hacia la derecha.
—¿Oyes eso? —preguntó.
—¿El qué? —respondí, mirando en la misma dirección, pero solo veía la misma pradera verde y fértil.
—Escucho como si algo grande se acercara a nosotros.
Fruncí el ceño, ya que no percibía nada inusual.
—¿Será un vehículo agrícola?
—No. Es otra cosa. Algo como... —Sergei hizo una pausa, claramente concentrado en el sonido—. Como un grupo de animales. Sí, una manada. Escucho el sonido de sus pezuñas golpeando el suelo y sus respiraciones pesadas, por no hablar de los resoplidos.
Lo miré con desconcierto. No escuchaba algo así, nada más que la suave brisa que nos acompañaba.
—De seguro que te lo habrás.... —«imaginado», quería decir pero al observar mejor el horizonte, me percaté de una nube de polvo que me indicó que no era así.
En cambio, él veía mucho más que una nube de polvo, a juzgar por su expresión.
—Búfalos. Hay por lo menos cincuenta.
Sergei me agarró de la mano sin previo aviso y me instó a correr así que lo seguí sin rechistar porque confiaba en él. Aunque el suelo comenzó a temblar, no veía ni un solo búfalo, y el aire permanecía en silencio, sin los característicos resoplidos de estos animales.
O era yo que me estaba quedando sorda o si era él quien estaba desarrollando una serie de percepciones extraordinarias. Después de observar cómo se adaptó tan rápidamente a la caída mientras escapábamos de nuestra mansión, o más bien en nuestra antigua mansión en Inglaterra, me pareció evidente que había experimentado algún tipo de cambio.
Ni siquiera habíamos llegado a la linde del bosque cuando, por el rabillo del ojo, distinguí un movimiento más en el horizonte, más nítido. Al principio pensé que era solo mi imaginación, producto de lo que me había dicho Sergei, pero al fijarme, la realidad me golpeó con fuerza.
Búfalos. Más de cincuenta, tal y como comentó. Sus imponentes figuras oscurecían la línea del paisaje y sus cuerpos musculosos y robustos se movían con una agilidad desconcertante para el tamaño que tenían.
Sus ojos, pequeños pero feroces, brillaban con una intensidad salvaje, dirigidos hacia nosotros con una determinación feroz. Las grandes cabezas de los búfalos se balanceaban con cada zancada. Tragué saliva. El polvo se levantaba a su paso, oscureciendo el suelo porque sí, corrían en formación, cada uno coordinado con una precisión instintiva.
La velocidad con la que avanzaban era asombrosa. Sus patas golpeaban el suelo con tal fuerza que parecía que el terreno mismo se sacudía bajo su peso, y el viento que levantaban al moverse era denso y cargado. Podía sentirlo con cada respiración pues el aire que entraba y salía de mis pulmones con una inhalación se encontraba más y más denso.
Tenía dos pensamientos claros y definidos en mi mente: o llegábamos a tiempo para salir del trayecto por donde la manada iba a pasar, y nos salvábamos refugiándonos en lo profundo del bosque, o, de lo contrario, seríamos aplastados bajo su avance y nuestros cuerpos serían el festín expuesto a los buitres y a otros animales carroñeros.
Mi cabeza, más bien pesimista, se inclinó por la segunda opción.
De nuevo pensé: «Vaya, estamos a punto de ser aplastados por una manada de búfalos, y aquí estoy, sin decirle todavía lo que siento por él después de que se haya quedado inconsciente por minutos, prometiéndome a mí misma, aunque de manera poco realista, que se lo diría si se recuperase».
Desde luego, había leído un libro que decía que la vida era muy corta y predecible y que debíamos aprovechar cada momento, lo sabía. Parecía que estaba escrito para describir mi vida... o al menos mi talento para encontrarme en situaciones donde el romance, sin insinuarse siquiera, y la tragedia, que eran parte del menú del día, estuvieran presentes en cada rincón de este vasto mundo.
Todavía nos quedaba camino por recorrer, y claro, ninguno de los dos se cayó en el típico momento de película, donde uno de los protagonistas tropieza justo cuando hay que meter drama y tensión. No. Aquí la cosa estaba peor porque estábamos avanzando, sí, pero no lo suficiente. Había esperanza, pero esa esperanza estaba empezando a parecerse mucho al miedo. No íbamos a lograrlo.
—¡Vamos, Nina! —exclamó él delante de mí—. ¡Vamos a conseguirlo!
Aferré con más fuerza su mano. El ánimo de Sergei me motivaba, pero mi lado realista me decía que no teníamos muchas opciones.
Mientras corría, aproveché el momento para soltarlo.
—¡Sergei... hace tiempo que no... te lo dije...! —pausé para recuperar aliento y concentrarme en el movimiento y no perder fuerzas—. ¡Pero ahora que estamos aquí, aprovecho para decirte que...!
Los búfalos ya estaban a apenas diez metros, y Sergei, una vez más, se puso delante de mí y me apartó hacia atrás, tal como lo había hecho con el león. Pero esta vez no solo me empujó, sino que me abrazó, su cuerpo me sirvió de escudo. En milésimas de segundos, sentí su aliento cálido rozando mi frente, su respiración rápida y su pecho subiendo y bajando frente a mi rostro.
«No puedo prometer eso porque lo haría otra vez si fuera necesario». Recuerdo que me había dicho esa confesión cuando le pedí que no pusiera su vida en riesgo por mí, cuando estábamos en el hospital; y era cierto. Sus palabras no solo hablaban por la seguridad que transmitía el entorno en aquel día, sino de algo mucho más como es la sinceridad en las intenciones.
Lo supe allí, supe enseguida que Sergei prometía todo lo que decía. Más aún en su cercanía, el calor de su cuerpo me volvía a transmitir una sensación de seguridad, aunque el peligro seguía estando vigente. Era la seguridad de alguien al que considerabas tu hogar; tu refugio.
Y aunque parezca irreal, hubo otro factor que me impactó: los búfalos pasaron alrededor de nosotros, pero ninguno cruzó directamente por nuestro camino.
Estábamos paralizados, observando cómo la manada se deslizaba a nuestro alrededor. Cuando finalmente nos separamos, casi anonadados porque no sentíamos dolor alguno, vi que uno de los búfalos se había detenido frente nuestra.
Pensé en la posibilidad de que estuviéramos en el cielo pero el contacto de Sergei era demasiado físico.
El cuerpo del animal era un muro de fuerza y tamaño, inmóvil pero firme para que los demás no pasaran por donde estábamos nosotros. Así que seguía protegiéndonos mientras su grupo avanzaba, tal y como había hecho Sergei conmigo segundos antes. Hubo algo que me llamó la atención pues mientras nos protegía, miraba fijamente al joven con aquellos ojos castaños, que transmitían sentimientos; emociones. Y además, tenía uno de los cuernos roto, rasgo que lo distinguía de los demás, y aún así, seguía siendo igual de majestuoso.
Un escalofrío recorrió mi espalda, y de repente, me acordé del león. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué el búfalo lo observaba tan intensamente, como si lo reconociera, tal y como había hecho el tsar? El tiempo parecía ralentizarse, y todo a mi alrededor se volvió borroso, excepto por la figura de Sergei, inmóvil, con el animal estudiándolo.
Incluso cuando, después de unos segundos, la manada se había alejado, el búfalo permaneció allí, inmóvil, y comenzó a acercarse más a nosotros. Tal como había hecho con el león, Sergei no mostró temor, y, afortunadamente, esa vez no estaba Nikolai, así que no hubo ningún disparo que pudiera arruinar el momento.
Hombre y animal se acercaron lentamente, y fui consciente de cómo mi amigo posaba su mano sobre el dorso de la criatura, acariciando su piel áspera. El búfalo no se apartó, al contrario, pareció relajarse, bajando la cabeza ligeramente, reconociendo el contacto y a Sergei con una especie de conexión de lo más natural.
—Gracias por todo. Nos has salvado —le agradeció él dando una leve caricia en su cabeza, en medio de los cuernos y aunque el animal no podía hablar «aunque ya ni me sorprendería» noté que transmitía sus pensamientos a través de sus orbes y acciones. Después de observarnos por un momento, dio varios pasos hacia delante y comenzó a alejarse, rumbo a su manada. Sin embargo, antes de desaparecer por completo, se detuvo y nos volvió a mirar. Era una despedida.
Mis ojos comenzaron a arder, y aunque intenté contener las lágrimas, supe que no era solo por el cúmulo de emociones que acababa de experimentar y por el increíble momento que habíamos vivido. No, había algo más escondido. Recordé cómo el león se había despedido de mí de una forma similar, con una mirada franca, como si dijera adiós sin palabras. Y esa misma mirada quedó grabada en mi memoria, acompañada de la imagen de su cabeza en nuestra mansión. Pero allí, sus ojos ya no reflejaban aquella vitalidad que rebosaba en la naturaleza, la misma energía que Nikolai le había arrebatado, y peor aún, se la había arrebatado queriendo queriendo, como mero divertimento.
Apreté los puños con fuerza, pero me obligué a relajarme, a calmarme mientras veía cómo la criatura seguía su rumbo, con total libertad, porque era así como debían estar los animales. Sin restricciones, sin el peso de la violencia humana. Esa libertad, aunque fugaz, era todo lo que merecían. Y aunque algo dentro de mí se retorcía al recordar lo que había sucedido, no podía negar que, al menos por ese instante, el búfalo había encontrado su paz.
Y nosotros, también, al alejarnos lo máximo posible de Nikolai.
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