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「 ʟᴏs ᴛʀɪʙᴜᴛᴏs 」
Al despertar, siento un ligero dolor de cabeza que anexiono a la horrible noche que pasé; las pesadillas se encargaron de que no pegara ojo. Suelto un pequeño suspiro, intentando buscar la calma que me regala siempre el fresco de las mañanas, más no lo encuentro, ya que mi hermana no deja de revolverse entre las mantas y me desconcentra. Quizás esté buscando que permanezcamos juntos más tiempo, o está intentando huir de los demonios que la atormentan en sueños; muchas cosas pasan por su cabeza últimamente. Dándole otra mirada, estoy seguro de que cuando se despierte, quiere encontrarme a su lado. La voy a decepcionar, porque no puedo quedarme. Debo seguir mi rutina diaria y ella tiene que entenderlo.
La aparto con suavidad, mientras me aseguro de que las sábanas le den la protección que necesita y, sin más tardar, me marcho al baño a lavarme el rostro y así conseguir despejarme del todo. Tomo cuidado de no levantar a nuestros padres, que ocupan la cama de al lado, abrazados y con expresiones tranquilas. Se merecen descansar; al menos, antes de que llegue la hora de ir hacia la maldita cosecha.
No tardo en salir para vestirme. Me coloco unos pantalones de color marrón, algo desgastados y anchos, junto a una camisa de tonos beige, que me parece que no está demasiado sucia para reutilizar. Pronto unas pequeñas botas negras me acompañan, y simplemente le doy unas sacudidas a mi cabello sin ánimos de arreglarlo demasiado. La imagen que tengo me demuestra que puedo conservar mi esencia, aunque sea por un corto periodo de tiempo. Termino entonces por recoger de la cocina el trozo de pan que mi madre me guardó en la noche, y lo meto en uno de los bolsillos, queriendo esconderlo de ojos curiosos. Salgo de la casa a paso silencioso.
Una luz incandescente le recibe al darse paso a las afueras, la cual logra cegarle por momentos, pero no tarda en acostumbrarse a ella. El cielo está despejado, y le deja una gran vista de su hogar: el Distrito 12, al que suelen llamar La Veta. Esto es debido a que es la zona más pobre del distrito y la que suele estar repletas de mineros del carbón que marchan a a trabajar sin descanso, normalmente desde las mañanas. Sin embargo, en aquella fecha tan especial, nadie cumple sus jornadas ni sale afuera, al menos, mientras puedan.
Los angostillos están vacíos, dejando que un sonoro murmullo proveniente del fresco helado de La Pradera, rellene el lugar. El chico observa a su alrededor, queriendo que en sus memorias se queden grabadas las apariencias de su hogar. Tiene miedo de lo que pueda ocurrir en la cosecha de las dos en punto. De todas maneras, apartando cualquier pensamiento, se da presteza en emprender su camino.
—Tendría que haber salido antes. —Tiene los nervios a flor de piel.
Manteniendo su usual rostro lleno de indiferencia, se dirige al Quemador, el mercado negro que funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba el carbón. Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba el carbón de las minas a los trenes, el Quemador fue quedándose con el espacio; algo que les quedó ni que pintado.
El chico se aprisa a reunirse con su mejor amigo, Minho Kahn, que seguro ya le espera impaciente. Siempre ha sido así; se juntan todas las mañanas para compartir el desayuno y disfrutarlo, antes de que el otro se vaya a las minas (ya que tiene diecinueve años, y es la edad en la que ya se está permitido trabajar; en dónde, además, tu nombre ya no aparece más en la cosecha). Cuando llega, por suerte, el Quemador está solitario.
—¡Buenos días, mi buen niño! —Escuchó aquella voz cantarina y jovial llamar de su atención.
Sae la Grasienta, con sus bien merecidos veintidós años, me recibe y enseguida me dice que mi compañero ya está en la parte trasera del establecimiento. Un lugar sólo para nosotros. ¿Qué por qué razón comemos a escondidas, ocultos ante los demás?
La razón es más simple de lo que parece; mi amigo es coreano, y al ser diferente (de aquellos que tienen piel blanquecina, con cabellos oscuros y ojos grisáceos o azulados), es rechazado de vez en cuando. Igualmente, no están las dudas de la gente muy infundadas, ya que su familia lleva muchos años acoplados en éste distrito y algunos creen que llevan viviendo más tiempo del que se recuerda. Y esto, por supuesto, no supone ningún problema para los del Capitolio, ya que siempre han permitido que funcionen con los otros en las minas; después de todo, para ellos, trabajo es trabajo y si obtienen grandes beneficios, qué más les va a dar.
Eso no quita que no suelan recibir malas miradas o continuos desplantes; aunque siempre los Kahn se hacen los fuertes. Pero, ¿a quién vamos a engañar? Eso siempre duele y se te queda grabado. Lo sé por carne propia; resulta que mi familia también es un "poquito" distinta, y todo es debido a nuestras cabelleras rubias de nacimiento, con algunos reflejos blanquecinos, y a nuestros ojos de un dulce castaño claro. Nuestras pieles no llegan a ser demasiado pálidas, a pesar de que mis padres se la pasen metidos en las minas, y eso nos hace extraños. Quizás nos acepten un poco más que a ellos, pero es la misma garlopa al fin y al cabo.
En todo caso, por fin veo a mi amigo sentado en la mesa que nos prepara Sae (ya que por alguna ajena razón, parece tenernos un gran y sorprendente cariño). Este tiene la espalda encorvada y toquetea, un poco perdido, las deliciosas bayas de siempre. Me fijo en que ha traído esta vez un poco de queso de cabra, el cual en muy pocas ocasiones puede conseguir. Nunca le pregunto de donde sale.
—¿Qué haces con esa cara de lamento tan temprano, Shank? —le pregunto, mientras me dejo caer en una de las butacas de enfrente suyo, para quedar cara a cara.
Mientras este me sonríe, recuperando su toque peligroso, yo me dedico a poner el trozo de pan de mi madre en la mesa, tendiéndoselo con rapidez.
—Supongo que el hambre me puede —responde, divertido.
—Come, entonces, que es tu turno. —Y era cierto, ya que el pan de anteayer, me lo había comido yo.
Minho borra de su rostro la nostalgia y tristeza por el momento y, mostrando lo hambriento que está, le unta al pan su querido queso de cabra (que no es más que un trozo tieso), y se lo zampa en un santiamén.
—¿De verdad que no querías? —Me rio, porque me pregunta cuando ya se lo ha comido.
—Ya sabes las reglas. Cuando se puede, un día yo y el otro tu —contesto, para comer algunas de sus bayas.
—No entiendo cómo puedes comerte solo eso. Estás demasiado flaco, chico. Tienes que comer más si quieres sobrevivir en los Juegos —bromea, y decido seguirle la mofa.
—Puedo ganar con el aspecto que tengo, ¿sabes? Se morirán del susto al verme —contesto, para estallar en risas, porque son nuestras tradicionales burlas hacia la crueldad a la que nos somete el Capitolio desde que somos pequeños. Nos ayudan a alejarnos de la realidad.
De pronto, el cielo se llena de nubes oscuras y temo que llueva. Normalmente me gusta, porque suele tranquilizarme, pero justo aquel día no quiero que haga mal tiempo. Con un carraspeo grave, entonces, pongo atención en Minho, quien intenta quitarse el ahogo que se ha hecho con las bayas. Me parto de risa al ver la expresión tan graciosa que ha hecho.
—Eso te pasa por ser un glotón —le digo con un claro tono bromista.
El coreano cuando pudo respirar con normalidad, fulminó con la mirada al rubio, pero no tardó en recuperar su buen humor. Aquel suceso, de alguna manera le había hecho recordar algo del pasado, aunque en el fondo no tuviera mucho que ver.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos? Todo por unos estúpidos panes que no sabías robar. Eras un verducho en aquella época. —El nombrado volteó los ojos, pero le dio la razón.
—Me sorprendió que Haymitch nos dejara libres, pensé que moriríamos.
Minho le comentó que también había dudado sobre ello, pero que sin duda al ver que nada pasó en los días siguientes, admitió tener una deuda con él. El rubio le dijo que pensaba lo mismo.
—Pero mira, gracias a tu locura de niño, nos conocimos y no me arrepiento, y nunca lo haré, de haberte ayudado. —El otro le agradeció, para dejarle el resto de las bayas, ya que se había llenado.
Mientras el coreano se las terminaba, el joven rubio cavilaba en lo horrible que sería aquel día de la cosecha. Desde que se había levantado, tenía una rara sensación en el pecho, como si algo malo fuese a suceder. Decidió seguir ignorándolo.
De pronto, el chico sintió un silencio fuera de lo normal entre ellos y al centrar su atención en su amigo, se dio cuenta de la opaca y fría mirada que le dirigía.
—¿Qué ocurre? ¿Tengo algo en la cara? —A lo mejor tenía restos de bayas, pero algo dentro suyo le decía que no era así.
Minho suspiró lentamente, para apretar los puños por encima de la mesa. Le puso nervioso.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —Su tono de voz le dejó en claro que su rostro recobraba el rastro impotente y melancólico de antes.
—¿Qué te pasa ahora, Min? —Lo llamó con el apodo que le puso a los quince, con suavidad. Sabía que con ello era capaz de calmarle—. No me digas que te has puesto así por la miertera cosecha. Sabes que es una tontería y, que es muy improbable que... —Su amigo le interrumpió con un grito que le sobresaltó. Parece que esta vez no funcionó su truco.
—¡Pero puede pasar, Shuck! ¡Aunque me haya liberado yo de esta mierda, tú no! ¡Y eso es lo más jodido de todo! ¡No quiero preocuparme por ti!
Mantuve la calma, ya que sabía por donde iban los tiros. Además, lo conocía mejor que nadie.
—Por favor, Min, mantén la calma porque no tienes de qué preocuparte. Y en el caso de que fuera elegido, haría lo imposible por volver a casa, lo sabes.
El nombrado se incorporó raudo, con el rostro colérico. No le gustó lo que dije.
—¡Pero no quiero que ni te lo pases por la cabeza, foder! —Este suspiró, angustiado, y el chico quiso entenderle.
Le observo con cuidado, y comprendió su preocupación. Sin embargo, el chico quería que le brindase de su confianza. Ya no era ese niño que le seguía a todas partes y que temblaba como una hoja. Fruncí el ceño, para ponerme en su piel y supe por fin que era lo que sentía. Si ponía en mi papel a mi hermana pequeña, a la dulce y cariñosa Lizzy (que solo tenía catorce años), entendí que Minho me consideraba como su hermano menor. Y como era hijo único, me quería proteger a toda costa.
—Está bien, perdóname, Min. —Este relajó el rostro, pero no dejó de tensar los hombros—. Pero nada puedes hacer ahora, ¿me oyes? Ya no me puedes sustituir, así que esperemos que no salga, y ya está. —Pronto recuperó su posición para sacudir su cabello, un tanto ansioso.
—Está bien, Newt, de verdad, pero..., No dejo de tener miedo. Ahora que no puedo estar a tu lado, no quiero que te pase nada y si pudiera, desearía aún poder entrar en edad para presentarme voluntario si se da el caso. —Mi corazón sintió su calidez.
Era un buen chico, siempre me había cuidado. Decidido, me incorporé para dirigirme a él y sentarme a su lado; gracias a que los asientos eran largos, no tenía que preocuparme por el espacio. Coloqué una de mis manos en su hombro izquierdo, sin apartar la mirada de la suya. Quería que supiera que no iba a desaparecer por ninguno de los casos, al menos, no en aquel momento.
—Gracias por todo lo que has hecho por mi, Minho. Para mí, eres como el hermano mayor que nunca he tenido, y no hay nada en el mundo que pueda hacer para compensártelo. —Él negó, levemente, pero siguió escuchando—. No tengas miedo porque, pase lo que pase, siempre estaré aquí. —Señalo a su corazón—. Disfrutemos del tiempo que nos queda y no pensemos en nada más. Hazme caso, anda.
Terminó por aceptar, y me contó que (para cambiar de tema) en La Pradera, mientras recogía las bayas del bosque en la mañana —traspasando antes, obviamente, la red eléctrica que casi siempre estaba apagada—, escuchó a los sinsajos. Y que aquello fue hermoso; sus silbidos le calmaban enormemente, y quería que también los escuchase.
—Hace mucho que no oía de ellos, si te soy sincero —admití, recordando que mi padre antes hablaba todo el tiempo de su especie. Les encantaba y solía investigarlos mucho; pero un día, todo acabó. No volvió a hacerlo, y nunca le pregunté por qué.
No obstante, el chico siempre mantuvo en sus memorias el origen de estos. Resulta que los sinsajos eran un cruce a partir de los Sinsontes y los Charlajos, que eran una especie creada por el Capitolio durante los "días oscuros" para espiar a los rebeldes. Estos tenían la capacidad de memorizar y reproducir una conversación humana completa. Cuando los rebeldes lo descubrieron los utilizaron en contra del Capitolio enviando información falsa; así el Capitolio "se deshizo de ellos" liberándolos y estos se reprodujeron con las hembras sinsontes. De ahí surgieron los sinsajos, que ahora solo eran capaces de imitar sonidos musicales.
De igual manera, Newt supuso que no le molestaría oírles; quería saber de lo que hablaba con emoción Minho, y poder ver que era lo que a su padre tanto le encandilaba en el pasado. Le prometió que lo haría, y quedaron para hacerlo tras la cosecha si todo salía bien.
—Y seguro que será así. Ya verás como mañana temprano nos alistamos para que me los enseñes. —Su amigo le dijo que lo esperaba, además de decirle que de paso le instruiría a algunas clases de caza. Newt aceptó también esta última petición.
Sin más, viendo la hora que era y que debían de alistarse, recogieron para despedirse.
—Ponte algo bonito, ¿eh? —Minho soltó aquello con algo de agudeza, y Newt solo alcanzó a reírse.
En cuanto llegué a casa, mis padres y mi hermana ya estaban listos. Ambos adultos llevaban la misma ropa del año pasado, ya que creían que nadie lo tomaría en cuenta. En cambio, a mi hermana le compraron un vestido verde, de tiras, y muy elegante. Tenía brillitos en los bordes y su cabello, caía en tirabuzones, algo rebeldes. Le dije que estaba preciosa y antes de ir a bañarme, le aseguré que no tenía nada de lo que preocuparse, que confiase en mí; así lo hizo.
No tardé demasiado, gracias a que el agua no estaba demasiado fría. Al salir e ir al cuarto, descubrí que me esperaba un traje que parecía salido del mismísimo Capitolio, de verdad; era muy lujoso. Pero a sabiendas de que no debía retrasarme, me lo puse con rapidez y algo de incomodidad.
Este constaba de un jersey de mangas largas, con cuello alto y de un profundo azul oscuro. Llevaba un chaleco encima de color negro con los pantalones combinados. Los zapatos estaban demasiado pulidos, casi parecía que me podía reflejar en ellos. Me quedé sorprendido, porque no me esperaba algo así. ¿Por qué razón nuestros padres habrían querido lucirnos tanto? No iba a ser diferente esta vez, me aseguré, quitando mis temores del momento.
Al reunirme con mi familia, mis padres me felicitaron, diciéndome que parecía todo un hombre; les sonreí, avergonzado. No les cuestioné por nuestras ropas, de nuevo, y mi madre me acomodó el cabello antes de ir a comer. Algo bastante simple, más que nada porque en palabras de mi madre, no quería que nos ensuciásemos demasiado y que nos retrasáramos para la cosecha.
A eso de la una en punto nos dirigimos a la plaza, como todo el mundo, sin mostrarnos muy expresivos con aquella festividad. No era algo de lo que celebrar; sin embargo, la asistencia es obligatoria, a no ser que haya algún motivo que lo justifique, y en serio, tiene que ser muy bueno. La cosecha se celebra en la plaza del distrito, y está rodeada de de tiendas; casi no hay espacio para caminar. Hay cámaras por todos lados, y muchas nos enfocan a mi hermana y a mí, quizás porque destacamos demasiado. Una vez más, me avergüenzo por culpa de mis padres. La gente también lo hace, pero a ése tipo de miradas ya estaba acostumbrado. Sostengo con fuerza la mano que tiembla de Lizzy, mientras le repito que todo va a salir bien.
No tardamos en separarnos de nuestros padres, que nos dan un fuerte abrazo y un beso en la frente; sin más, se aproximan a ponerse en las filas que hay alrededor del perímetro, pues ése es su lugar. Respirando agitadamente, en culpa por el jersey de cuello alto que me aprieta la garganta, me separo de mi hermana con dolor en el pecho. Sé que es por tradición, y que a la hora de fichar se debe hacer por cuestión de edades, pero aún así, no la pierdo de vista. Ni siquiera le pongo atención al leve pinchazo que siento en el dedo cuando es mi turno, porque mis ojos solo persiguen la menuda figura de mi hermana, donde se nota desde lejos lo nerviosa que está. No puedo verla más tarde porque nos conducen, a los chicos de entre doce y dieciocho años, a las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por dichas edades.
Los mayores vamos delante y los jóvenes, como Lizzy, detrás; con la diferencia, claro, de que yo voy en el grupo de los varones. Ahora, cuando me coloco en mi lugar al lado de unos conocidos míos, recupero la imagen de mi hermana, que no tarda en conectar sus ojos con los míos, buscando consuelo. Intento dárselo, y al ver como me sonríe algo más relajada, siento que mis hombros descansan un rato. La presión se desvanece, y me tomo la oportunidad de dejar de girar la cabeza en diagonal como un poseso (en dirección a mi hermana, claro), para mirar a mi alrededor.
La plaza no tarda en llenarse, y al haber tanta gente conjunta, me entra un pequeño ataque de ansiedad. Odio estar tan rodeado de miradas desdeñosas y criticas; no obstante, me calmo al ver a mi mejor amigo con su familia, cerca de mis padres. Este me mira sonriendo desde los perímetros que nos separan, como si me estuviera diciendo: «Otra función de payasos.» Y sé que se refiere a los constantes actos del Capitolio por parecer interesantes; pero estos solo hacen el ridículo como sabemos bien Minho y yo. A nadie le importa lo que hagan, los seguimos sólo porque nuestras vidas siempre están en la fina línea próxima de la muerte.
Miro serio a mi mejor amigo, como advirtiéndole de mantener las apariencias, pero no me hace caso. De pronto, a mi lado, Jamie Risstar, me toca el hombro, susurrándome en bajo que tengo que mirar hacia delante. Le sigo la corriente porque son las reglas, y me dedico antes de prestar la atención correcta, a admirar a todo mi grupo de diecisiete años. Todos traen rostros pálidos y llenos de terror ante la idea de ser escogidos.
Apretando mis manos, ignoro el hecho de que parezco un infiltrado del Capitolio por mi ropa, y pongo sumo cuidado al escenario provisional que han construido delante del Edificio de Justicia. En este lo que más destaca son las dos grandes urnas redondas de cristal; una para los chicos y otra para las chicas. Me quedo mirando los trozos de papel de la bola de los chicos: uno de ellos tiene escrito mi nombre, y sólo uno, ya que mi familia no pide teselas.
Effie Trinket, la acompañante del Distrito 12, recién llegada del Capitolio y con unos buenos (aparentemente) veintitrés años, nos sonríe con su dentadura blanca. Lleva el pelo blanquecino, y un traje azul, cristalino como el mar. Pronto y sin retrasar más las cosas, la alcaldesa del distrito empieza a leer la misma historia de todos los años, a la que nadie pone atención, o no le interesa porque se la saben de memoria. Hago de oídos sordos, mientras veo que al lado de esta extravagante mujer, se encuentra Haymitch Abernathy, el único vencedor del distrito. Mantiene un comportamiento neutral, a pesar de que es obvio que no desea estar aquí y mucho menos estar cerca de personas del Capitolio. No conozco mucho de su historia personal, pero sé que los odia profundamente.
Nuestros ojos se cruzan por momentos, y recuerdo de lo que hablamos antes Minho y yo en el desayuno, de la vez en la que nos salvó el pellejo. Me sonríe imperceptiblemente y aquello me toma desprevenido; tal parece que no me ha olvidado.
Cuando finaliza toda la perorata, la mujer de cabello blanquecino, sube a trote ligero al podio y saluda con su habitual: —¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte! —Casi me dan ganas de hacer arcadas con los dedos de lo harto que me tiene esa frase; pero no lo hago, por no comprometer a las personas que quiero.
Localizo de nuevo a Minho, atrás en las filas, que me devuelve la mirada divertido y gesticula: «¡Te ves decente, Shank!», no tengo idea de cómo he podido entenderle, pero aquello me saca una pequeña carcajada que oculto antes de que alguien se dé cuenta. Le lanzo una mirada odiosa, gozando de esa cosecha más que nunca. Regreso entonces la vista al podio, cuando la mujer del Capitolio grita emocionada; sé que significa: ha llegado el momento del sorteo.
Ya está, aquí se sabrá todo. Respiro hondo ubicando a mi hermana, deseando que su nombre no salga, ya que como es costumbre, las damas van primero. Effie Trinket se acerca a la urna de cristal con los nombres de las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un trozo de papel.
La multitud contiene el aliento, y podría jurar que está a punto de salirme el corazón. Mi hermana seguro debe de estar de los pelos, pero yo intento mantener la calma. «No va a salir», me digo, queriendo creerlo. Effie Trinket vuelve al podio, alisa el trozo de papel y lee el nombre con voz clara. Un alivio enorme me llena cuando descubro que no es ella. Siento como si los ángeles bajan del cielo para darme un beso, y aunque esté mal por mi parte de tan solo imaginarlo, me permito disfrutar del momento.
La chica elegida es Brenda Brown, hija de Jorge Brown, un minero con auténtica experiencia cuando se trata de saber si las minas son estables o no. La chica solía ser amiga mía, más o menos. Estábamos juntos en la escuela, y aunque no hablábamos mucho, siempre nos juntábamos para tomar la merienda o compartir las tareas. De todas formas, era una relación un poco extraña, pero sabíamos que estaríamos para el otro cuando fuera necesario. Al menos, ése era el pacto que teníamos hasta que conocí a Minho; su amistad me consumió por completo, y aunque la abandoné, ella nunca vino a buscarme. Mas bien, en el resto del tiempo, la pasaba con el coreano; después solo me importó su familia y la mía. A veces, me impongo la culpa de ello, porque pienso que debería haberla unido al grupo en su tiempo, no obstante, ya nada se podía hacer. Había perdido mi oportunidad; jamás la volvería a ver.
Lo que se encargó de sacarme de mis pensamientos, fue el grito de impotencia y rabia del único pariente que tenía la joven de piel morena, ya que su madre y hermano pequeño habían muerto hace dos cosechas por consecuencia del hambre. El hombre no quería que se llevaran a su único tesoro, su último salvavidas, a los mortíferos Juegos; pero no se puede detener al destino, nadie puede.
Observo, en un silencio acogedor, como se llevan a Brenda hasta el podio. Tiene pequeños temblores, posiblemente provocados por el miedo a tener una muerte segura; pero sabe controlarlos, porque cuando muestra su rostro tras ser recibida por Effie, no hay duda en su mirada. Sabe que tiene luchar por regresar, y estoy seguro de que lo hará, o al menos, lo intentará. No oigo más los gritos de Jorge, así que supongo que se lo habrán llevado para evitar líos. El miedo regresa a mi cuerpo, cuando escucho que la mujer dice que ha llegado la hora de los varones.
A última instancia, miro a mi familia que me observan desde la lejanía, incapaces de perderme de vista; Minho también lo hace. Cuando me fijo en mi hermana, en el grupo de las chicas, tiene los dedos cruzados, y aunque sé que es su intento de darme suerte, más bien me pone de los nervios. Prefiero mantener la mente en blanco; devuelvo mi vista al frente, presenciando como la mujer revuelve sus dedos entre los millones de papelitos. Me repito en la cabeza que mi nombre solo está en uno de ellos, y que la posibilidad de salir es remota; pero no consigo sacarme de encima la ansiedad que me persigue desde temprano.
Decido cerrar los ojos, imaginando que estoy a años luz de ese lugar, solo, y complaciéndome de mi libertad. Sin embargo, la presión del aire cambia y parece que se dirige a mí, como manifestándome: «¡Enfrenta la realidad!»; y sin más, la voz chillona de Effie se deja escuchar por todo el lugar.
—¡Newton Grey!
(...)
N/A; Gracias por leer este capítulo, ¡espero que les haya gustado! ;3
¡Dejen sus comentarios, porque estoy deseando saber que opinan de esta nueva historia!
¡Los amo a todos! ¡Nos veremos en la nueva actualización!
⤷ Se despide xElsyLight.
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