
𝐏𝐑𝐎𝐋𝐎𝐆𝐔𝐄
Julio, 1945. Londres, Inglaterra.
"Querida Adeline, escribo esta carta para hacerte entrar en razón, para hacerte ver los peligros a los que te expones. Siempre has amado el fuego pero este no es inocente. Se, Adeline, que al abrir esta carta desearía haber encontrado otras palabras escritas, tal vez explicando, pero dudo que hubieras entendido mis motivos, pues eran estos motivos que alguien como tú no entendería. Volviendo al tema, espero que al empezar septiembre encuentres de una vez por todas donde se encontraba escondida tu sanidad, y, por Dios, no la vuelvas a perder. Con amor, tu madre"
La carta yacía olvidada en una polvorienta mesa en otra olvidada y polvorienta esquina de la mansión Clemont. Al parecer a su madre le encantaba estar en contacto a través de cartas pero odiaba tener que ver a sus hijas físicamente y no a través de la tinta. Abigail se esmeraba en escribir de vuelta pero Adeline había olvidado la furiosa pasión de pelear contra el aire y pretendía mantener las cosas así. Abigail todavía mantenía una gota de amor hacia su madre pero en Adeline esos sentimientos habían muerto hace mucho tiempo y hace aún más que los tenía enterrados.
Fuera hacía un día soleado, amarga metáfora a la vida que su madre vivía mientras las mantenía a sus dos hijas en las sombras. Si alguien preguntaba, «¿tiene usted hijos?» Adeline estaba más que segura de que su madre respondería que no existía en su vida tal maldición. Su corazón se oscurecía junto con su mente aún más cada vez que pensaba sobre aquello, pero, ¿en qué más podía pensar? Si toda su vida se veía marcada por aquel suceso, si todo lo que le pasaba era una mera consecuencia de los pasos anteriores de su madre, ella no tenía poder sobre sus decisiones sino que su madre siempre estaba presente y a la vez nunca estaba presente.
Tomando con mano temblorosa la carta y acercándola a la chimenea, Adeline vio mientras se quemaba, y, con la carta, esperaba Adeline, que se quemara también la constante voz al fondo de su cabeza que sonaba demasiado a cómo sonaría su madre. Mientras la carta se quemaba Adeline escuchó alguien tocar la puerta principal de la mansión, sabía que Abigail estaba, muy probablemente, durmiendo, y Adeline se encontraba más cercana a la puerta. Dándole un último vistazo a la carta, que ahora se reducía a meras cenizas, Adeline se levantó arreglándose con una mano la vestidura y con otra agarrando su saco (que probablemente no necesitaba pues estaban en pleno verano) al abrir, finalmente, la puerta principal, Adeline no hubiera podido explicar que era lo que esperaba pero definitivamente no era esto lo que esperaba. Un hombre alto con un sombrero de bombín la esperaba, el hombre cargaba consigo varias cartas en una mano y en la otra meramente el aire.
—Señorita Clemont lamento anunciarle que su madre, la respetable señora Genevie Clemont, ha fallecido en un terrible incendio en las afueras de Paris el pasado viernes.
Los ojos marrones de Adeline se abrieron como platos y estaba segura de que no existía palabra en el diccionario que expresara como se sentía. Era una mezcla de alivio y una muy sutil tristeza, no por su madre, para nada, sino por Abigail, sabía que ella todavía no había aceptado que en su madre no existía ni una pizca de bondad hacia ninguna de las dos. Sin saber que responderle al hombre parado enfrente a ella pues sabía que si demostraba alivio por la muerte de su propia madre la tacharían de loca e insensible, y, eso sería como si su madre todavía viviera para atormentarla, cosa que Adeline no permitiría. Por lo tanto fingir pena y dolor era lo correcto en un momento como este. Las falsas lágrimas se hicieron paso, no tan rápidamente como ha Adeline le hubiera gustado pero igualmente lo suficientemente rápido como para no levantar sospecha alguna sobre su persona.
—Mi más sincero pésame.
Adeline simplemente asintió con la cabeza pesada y cerró de una vez la puerta, limpiándose las falsas lágrimas de la cara y quitándose el saco. Sus ojos se posaron en las escaleras que daban hacia la habitación de su hermana, Abigail, ella no sabía nada de esto, y Adeline estaba segura de que a Abigail la noticia la destrozaría, y no haría ningún mal dejarla ser feliz por lo que quedaba de vacaciones antes de que empezara el nuevo año escolar en Hogwarts. Ella no tendría que saber nada, no había manera de que Abigail se diera cuenta de que algo andaba mal, mucho menos sabiendo que hacía años que su madre no se aparecía por la mansión Clemont.
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Septiembre, 1945. Hogwarts, Inglaterra.
El peso del mundo parecía presionar sobre los hombros de Adeline mientras navegaba por los laberínticos pasillos de Hogwarts. Una vez llena de asombro y emoción, el castillo ahora parecía una prisión asfixiante. Una oscuridad, fría e insidiosa, se había arraigado en su interior y crecía cada día que pasaba.
Era una Slytherin, clasificada en la casa de la ambición y la astucia. Sin embargo, su ambición era algo retorcido, un hambre de poder que no se podía explicar ni a sí misma. Su magia, que alguna vez fue una fuente de alegría, se había transformado en algo destructivo, algo que luchaban por controlar. Cada hechizo, cada poción, estaba teñida de una corriente subterránea de una oscuridad que la asustaba tanto como la atraía.
El aislamiento se convirtió en su compañero constante. Los otros Slytherin, aunque compartían la inclinación de su casa por la ambición, parecían impulsados por un tipo diferente de deseo: riqueza, estatus y aceptación. La ambición de Adeline era algo más oscuro, más primitivo. Sus intentos de conexión humana se toparon con confusión o miedo, lo que profundizó su sensación de alienación.
Fue en este desolado paisaje emocional donde se encontró por primera vez con Tom Riddle. Riddle, un chico de apariencia llamativa y aire de tranquila autoridad, se destacaba sin duda de entre sus compañeros. Había una intensidad en él, una atracción magnética que atrajo a Adeline a pesar de sus instintos de mantener la distancia.
Riddle, con su asombrosa habilidad para leer a las personas, pareció sentir la agitación dentro de Adeline. Sus ojos, fríos y calculadores, transmitían una extraña comprensión que intrigaba y aterrorizaba a Adeline. En lo más profundo de esa oscuridad compartida, encontraron una conexión, una forma retorcida de camaradería. O al menos, la encontrarían.
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