
𝐂𝐀𝐏𝐈𝐓𝐔𝐋𝐎 𝟐
"There's something at work in my soul, which I do not understand"
—Mary Shelley.
Agosto, 1945. Diario de Adeline.
Otro amanecer en este mausoleo de piedra. La luz que se filtra por las ventanas es como una herida en la oscuridad, revelando la decadencia de cada rincón. Los muebles, otrora elegantes, ahora parecen espectros de un pasado opulento. El polvo danza en los rayos de sol, creando patrones extraños en el aire, como si fueran las huellas de algún ser invisible.
El crujido de la madera bajo mis pies me recuerda que esta casa está viva, pero de una forma siniestra. Sus muros escuchan mis pensamientos, amplificándolos hasta convertirlos en ecos que rebotan en las paredes vacías. A veces me pregunto si estas habitaciones guardan los secretos de quienes las habitaron antes que yo, sus alegrías y sus pesares, sus risas y sus lamentos.
El viento azota las ventanas, como si intentara entrar y llevarse conmigo los fragmentos de mi cordura. Me siento pequeña y vulnerable en este inmenso laberinto de pasillos y habitaciones. La soledad es una compañera constante, y a veces me pregunto si es peor que la compañía de los fantasmas que creo percibir en las sombras.
Anhelo sentir el calor del sol en mi rostro, el aroma de la tierra húmeda después de la lluvia, el sonido de la risa de los niños jugando. Pero aquí, solo encuentro silencio, frío y una sensación de vacío que me oprime el pecho.
Me acerco a la ventana y miro hacia el jardín. Los árboles, desnudos y retorcidos, parecen extender sus ramas como garras hacia el cielo gris. Un cuervo grazna solitario, su llamado cortando la quietud. Me pregunto si entiende mi soledad, si de alguna manera puede sentir la tristeza que me consume.
Agosto, 1945. Diario de Abigail.
La luz, tímida al principio, se cuela por entre las rendijas de las persianas, dibujando arabescos dorados en el polvo que danza en el aire. Un nuevo día despunta, tímido y fresco como la brisa que acaricia mi rostro. El sol, aún bajo en el horizonte, tiñe el cielo de suaves tonalidades rosadas y anaranjadas, como si la naturaleza estuviera pintando un lienzo especialmente para mí. Me levanto de la cama sin prisa, sintiendo cómo el colchón retiene el calor de mi cuerpo. Las sábanas, suaves como la piel de un gato, se resisten a dejarme ir. Con un suspiro, me deslizo fuera de la cama y me dirijo a la ventana. El jardín, aún húmedo por el rocío de la noche, parece un edén en miniatura. Las gotas de agua brillan como diamantes sobre las hojas de las rosas, y el césped, recién cortado, exhala un aroma fresco y limpio.
El canto de los pájaros llena el aire de una melodía alegre y sin igual. Un ruiseñor, posado en la rama de un árbol, entona una aria que me transporta a un lugar lejano, donde los problemas no existen y la felicidad es eterna. El viento susurra entre las hojas, llevando consigo los aromas de la primavera: tierra mojada, flores recién abiertas y hierba recién cortada.
El sol, ahora más alto en el cielo, calienta mi rostro con sus rayos tibios. Cierro los ojos y siento cómo el calor penetra en mi piel, relajando cada músculo de mi cuerpo. Me siento en paz, en armonía con el mundo que me rodea. La suavidad del día se estira hasta la tarde. El día se sentía etéreamente afable, tanto así que tal serenidad comenzaba a trastornarme.
Noviembre, 1945. Diario de Tom Riddle.
Hoy, bajo la pálida luz de la luna, he sentido un anhelo tan profundo que me consume. Un anhelo que se asemeja a la sed de un vampiro por la sangre más pura. Mi corazón, una vez vacío y frío como una cripta, ahora late con una intensidad que me asusta. He encontrado, en las páginas de un antiguo libro de poesía, una metáfora que encapsula perfectamente mi sentir: 'Amor, dulce néctar que fluye por venas ajenas'. ¿No es exquisita la idea de unir nuestras esencias de tal manera? De compartir no solo la vida, sino también la sustancia misma de la existencia. Yo no solo amo, sino que consumo. Y en esa consumación, encuentro una eternidad compartida. Yo anhelo esa unión eterna, esa fusión de almas que trascenda la mortalidad.
Mi amada, con su piel pálida y sus ojos oscuros como pozos sin fondo, es mi presa y mi tesoro. Pronto, ella será mía por completo. Y en ese momento, sabré la verdadera naturaleza del amor: un banquete sangriento, una unión tan íntima que borra las líneas entre el dador y el receptor.
Espero con ansias el día en que pueda susurrarle al oído: 'Mi amor por ti es un festín que nunca acabará.'
Extractó del periódico El Profeta.
En un giro trágico del destino, la Ciudad de la Luz se ha sumido en un manto de luto. Madame Clemont, figura emblemática de la alta sociedad parisina y pilar indiscutible del Ministerio de Magia, ha fallecido en un misterioso accidente. La noticia, que corrió como pólvora por los elegantes salones y los rincones más exclusivos de la capital británica, ha dejado a todos conmocionados.
Su vida, un derroche de glamour y sofisticación, se apagó de manera abrupta, dejando un vacío imposible de llenar. Las circunstancias exactas de su fallecimiento aún se encuentran envueltas en un halo de misterio, alimentando las especulaciones y los rumores que ya circulan por la ciudad. Su legado perdurará por siempre en los corazones de aquellos que tuvieron la fortuna de conocerla. La noticia de su partida ha conmovido a líderes mundiales, artistas de renombre y a todo aquel que admiró su espíritu indomable y su incansable lucha por la exploración del mundo Muggle.
Agosto, 1945. Diario de Abigail.
Una sombra ha eclipsado el sol de mi vida. Mamá, mi estrella polar, se ha apagado, dejando tras de sí un cielo nocturno sembrado de interrogantes. Su partida, tan súbita e inesperada como un verso truncado, me ha sumido en un abismo de dolor.
Recuerdo sus lecturas de Proust, donde cada madeleine era una puerta hacia el pasado. Yo era su pequeña Marcel, absorbiendo cada palabra, cada emoción. Ahora, esas tardes de té y literatura se sienten como un sueño lejano, una Arcadia perdida. A veces, me pregunto si su muerte no es más que un capítulo trágico en una novela demasiado corta. Una novela donde los personajes, aunque amados, están condenados a la fatalidad. ¿Será que la vida, como un verso libre, no siempre rima con felicidad?
Sé que muchos dirán que la muerte es parte de la vida, un ciclo inevitable. Pero en mi corazón, la suya es una excepción, una injusticia cósmica. Siento como si me hubieran arrancado una página de mi libro favorito, dejando un vacío irreparable.
Tal vez, con el tiempo, las heridas cicatricen y el dolor se atenúe. Pero hoy, solo puedo abrazar la melancolía y dejar que las lágrimas sean mi tinta.
"Y al fin, cuando todo ha terminado, solo quedan los recuerdos, como las hojas secas que crujen bajo los pies en otoño."
Agosto, 1945. Diario de Adeline.
La campana ha tocado su última llamada. Mamá se ha ido, llevándose consigo los secretos, las mentiras y las sombras que tanto tiempo nos han atormentado. Siento una extraña mezcla de alivio y culpa, como una bruja que ha lanzado un hechizo y ahora debe enfrentarse a sus consecuencias.
Siempre fue una mujer enigmática, envuelta en un halo de misterio que a menudo me confundía. Recuerdo las tardes en las que me leía a Dostoievski, su voz suave y melodiosa contrastando con la oscuridad de las historias que narraba. En aquel entonces, yo veía en ella a una mujer sabia, capaz de desentrañar los misterios del alma humana.Con el paso de los años, sin embargo, comencé a percibir grietas en su fachada. Sus sonrisas eran máscaras que ocultaban un vacío insondable, y sus lágrimas, armas arrojadizas que utilizaba para manipular a quienes la rodeaban. Era como una esfinge, enigmática y cruel, que proponía acertijos imposibles de resolver.
Mi relación con ella fue siempre una batalla campal, una lucha por el poder y el reconocimiento. Ella quería que yo fuera su reflejo, una extensión de sí misma, mientras que yo anhelaba forjar mi propio camino. Nuestros enfrentamientos eran como las tormentas eléctricas que azotan el mar, violentas y destructivas. Ahora, con ella muerta, siento una extraña paz. Es como si hubiera salido de una prisión, aunque la libertad me sabe a hierro. La culpa me corroe por dentro, pero también hay un alivio que no puedo negar. Me libero de la carga de tener que complacerla, de tener que vivir a la sombra de su aprobación.
Sé que muchos dirán que soy una hija ingrata, que no debería sentir alegría por la muerte de mi madre. Pero la verdad es que nunca me sentí amada por ella, solo juzgada y controlada. Era como una planta que había sido podada hasta quedar irreconocible. A veces, me pregunto si no heredé de ella esa misma oscuridad, esa capacidad para manipular y lastimar a los demás. ¿Soy yo también una actriz, interpretando un papel en el gran teatro de la vida? Tal vez, con el tiempo, las heridas cicatricen y pueda mirar hacia atrás sin resentimiento. Pero por ahora, solo puedo abrazar la oscuridad y dejar que las lágrimas sean mi tinta.
Agosto, 1945. Mansión Clemont.
La mansión, con sus torres puntiagudas que rasgaban el cielo gris, era un monolito de melancolía. Sus habitaciones, cada una con una historia propia, resonaban con el eco de voces silenciadas y pasos furtivos. En el salón principal, donde los retratos de generaciones pasadas vigilaban impasibles, Abigail se aferraba al recuerdo de su madre como un naufrago a un trozo de madera. Adeline, su hermana, observaba la escena desde la penumbra de un rincón. Sus ojos, oscuros y penetrantes como los de un búho, estudiaban a Abigail con una mezcla de curiosidad y desprecio. Había sido Adeline quien, años atrás, había descubierto el secreto que había envenenado la relación entre sus padres. Un secreto que había sembrado la discordia y había llevado a su madre a una muerte prematura.
Abigail, sin embargo, era ajena a las maquinaciones de su hermana. Sumida en su dolor, recordaba las tardes en el jardín, cuando su madre le leía cuentos de hadas. Eran historias de princesas y dragones, de amor y pérdida, que habían sembrado en su corazón la esperanza de un mundo mejor. Ahora, esos cuentos parecían burlas crueles del destino.
Adeline se acercó a su hermana, su voz suave como una caricia.
—Todo pasará, Abigail –murmuró, pero sus palabras carecían de sinceridad. En su interior, una danza macabra de emociones se desarrollaba: alivio por la muerte de su madre, culpa por sus propios pensamientos y un profundo vacío que nada parecía poder llenar.
La mansión, con sus pasillos oscuros y sus habitaciones polvorientas, era un reflejo de sus almas atormentadas. Cada rincón parecía guardar un secreto, cada sombra, una amenaza. La noche se adentraba, y con ella, la sensación de que algo maligno acechaba en las sombras.
Abigail, agotada por el llanto, se dejó caer en un antiguo sofá de terciopelo. Al cerrar los ojos, vio el rostro de su madre, joven y radiante, como en el retrato. Pero en lugar de una sonrisa, había una expresión de tristeza infinita.
Adeline se acercó a la ventana y contempló el jardín, ahora sumido en la oscuridad. Las ramas de los árboles, desnudas y retorcidas, se proyectaban como garras sobre la tierra. Era como si la naturaleza misma se hubiera unido al duelo. En ese momento, un viento frío sopló a través de la habitación, apagando la llama de una vela. La mansión quedó sumida en una oscuridad total, interrumpida solo por el crepitar de las llamas en la chimenea. Y en esa oscuridad, los secretos más profundos de la familia permanecieron ocultos, esperando a ser revelados por la pobre Abigail.
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