🌹𝑼𝒏 𝒉𝒆𝒄𝒉𝒊𝒛𝒐🌹
“Y aún en el sempiterno te seguiré amando,
porque podrán marchitarse las rosas de nuestro jardín
Pero mi amor por tí seguirá siempre vivo.
Vivo como el brillo de tus ojos, vivo como me hacen sentir tus labios color carmín”
El castillo se vestía de gala, si alguna vez el palacio se vió ataviado de lujo, ese día exageraron con el esmero que la servidumbre estaba poniendo en la reunión que se estaría celebrando esa misma tarde-noche.
Plata, oro, diamantes colgados de los cuellos de las más hermosas damas pertenecientes a la realeza, perlas y vestidos pomposos que alteraban los sentidos de los caballeros presentes. Todo eso y más se vió a penas unos treinta minutos de la reunión, cuando el castillo fue abierto para recibir a la corte real de cada nación vecina. Norte, Sur, Este y Oeste se unían en el palacio real para celebrar el baile donde el príncipe recién coronado a rey escogería a su prometida, la futura reina consorte de Galella.
Abanicos cubrieron los mentones de las jóvenes, una ola de reverencias se expandió en todo el salón principal al ver los invitados al rey bajar por las escaleras con su porte aparentemente simpático.
Pero no todo era color de rosa, la sonrisa del él se vestía de amabilidad, pero desnuda, no era más que un gesto avaro y ambicioso, sediento de conseguir esa noche una presa fácil que diera paso a encontrar el mejor convenio. Se sabía, que los matrimonios reales eran nada más uniones con un beneficio mutuo, exceptuando la union de los padres del actual rey. Los reyes se habían unido por pleno amor, procreando al muchacho que veían con lágrimas de felicidad en los ojos a punto de elegir a su pareja de por vida.
El joven paseó su vista por todos los presentes, hasta que vió a una chica en especial, una muy bella que llamó su atención. Se acercaba a paso lento, queriendo pasar desapercibido sin éxito alguno, pero sus pasos fueron interrumpidos gracias a la colisión de un cuerpo contra el suyo. Inmediatamente aquella persona se apartó y reverenció al rey que bufó molesto.
—Disculpe, su majestad.
—Fíjate por donde…
Sus palabras quedaron a medio diálogo, perdido entre los colores y tonalidades de los ojos de aquella hermosa muchacha. El rey sonrió, y con ello ofreció el vals a la chica que no estaba en planes de rechazar aquella oferta. El compás de sus pasos eran perfectos, y más bien parecía que la sinfonía era la que seguían sus pasos de bailes y no al revés. Hasta que la música paró, y el monarca amable ofreció un paseo por los jardines del palacio.
Aquella chica se emocionaba con cada palabra, pero el principe no estaba sino conquistando a la joven para obtener lo que quería, ya que, la chica pertenecía a un palacio de otro país con muchas riquezas, estaba cayendo lentamente ante sus encantos.
La media noche llegó, y con ello en medio del jardín, se observó como la chica dejaba aquél vestido pomposo color turquesa, para darle paso a un vestido blanco, uno que se podía comparar al que usaban las mujeres de la antigua grecia, se agarraba a uno de sus hombros, dejando ver sus pechos voluptuosos y su cabellera azabache cayendo sobre ellos. La tela se amoldaba perfectamente a su figura callendo en cascada hasta el suelo rocoso.
Con una sonrisa tímida trató de acercarse al rey, que con horror retrocedió. La mujer no era una princesa, era nada más una vil hechicera.
—¿Qué clase de broma es esta? —retrocedió aún más, y con una mirada dejaba saber el gran vacío que los separaba.
—Mi rey, déjeme explicarle… —la chica hizo una reverencia, con la mano en su pecho.
—¡Aléjate de mí, sucia plebeya!
—Pero —la mirada de ella se alzó hacia sus ojos, notando en ellos un profundo asco, sus ojos se aguaron en lágrimas—… su majestad, yo lo he admirado siempre, yo… yo estoy enamorada profundamente de usted, permítame…
—¡Calla!, ¿Crees que estaría con una plebeya?. Eso nunca pasaría, ni en esta, ni en mil vidas.
La mirada de la joven se apartó del hombre que por tanto tiempo había amado, ahora estaba siendo rechazada de la peor manera, de una forma humillante y cruel. Levantó la cabeza con orgullo, pues se había dado cuenta que ese hombre no era más que una coraza vacía de sentimientos.
—¿Eso piensa, su majestad?
—Y así será.
Giró sobre sus pies, dispuesto a ir al castillo para buscar alguna otra acompañante, una princesa que le diera el convenio que él quería, y con quién compartir las suyas propias. Eso era lo único que le importaba, el amor no existía en su interesado corazón.
Esa noche, una bruma dorada rodeó el cuerpo del monarca. Antes de perder conocimiento, escuchó claramente aquellas palabras que serían su condena eterna.
—Por el poder que me heredaron mis ancestros. Tú, rey de Galella, serás intocable… y en la superficie de tu cuerpo se podrá ver por el resto de tus días el interés de tu alma. Hasta que entregues tu corazón.
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