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𝟏━ Malas palabras.


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MALAS PALABRAS

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Agatha Krum es fanática de muchas cosas. Del helado de cereza, por ejemplo. De los libros escritos por León Tolstói –sintiendo favoritismo por Anna Karénina– y por supuesto, del Quidditch y de cualquier cosa que lo involucrara.

Sin embargo, una cosa por la que nunca sintió apego es por el concepto de levantarse temprano. El placer indescriptible que proporcionaba el dormir era tan magnífico para ella que el simple pensamiento de renunciar a eso voluntariamente resultaba inaudito. Adoraba también los sueños, por algo mantenía un diario en donde registraba cada uno de ellos con el máximo detalle que su memoria le permitiera. Detestaba con fervor que interrumpieran los sueños en la mejor parte. Lo que justo acababa de pasar.

La discusión y los pasos estruendosos que tenían lugar fuera de su habitación la obligaron a abrir sus ojos de manera lenta y perezosa. Parpadeó varias veces en un intento de desvanecer el sueño. Su irritación ascendió al darse cuenta de que era tan temprano que el sol no inundaba el dormitorio sino que era apenas una mancha rosácea de luz en el horizonte.

Se desprendió con amargura de los brazos de Morfeo que la invitaban a acostarse de nuevo y se sentó en la cama rezongando, intentando dar sentido a las palabras ruidosas e impertinentes.

La alarma cruzó su mente por un momento al pensar que no podía comprender el búlgaro, porque, por más que lo intentara, las voces se oían como una distorsión de su idioma. Cuando reconoció la voz de su madre supo que la razón de todo aquello era que no estaban hablando en búlgaro, sino en ruso. Su madre tendía a hablar ruso, el idioma natal de ésta, cuando estaba discutiendo.

Vitya¹, es nuestro último día aquí. El mundo no se va acabar si te quedas en la cama por un par de horas más. Disfruta del día aquí antes de que tengamos que irnos.

Matushka². Tengo dieciocho años, ya puedo tomar mis propias decisiones —respondió la voz grave de su hermano, habló tranquilo pero decidido. Sonaba como si hubiera repetido esa frase un millón de veces —. No puedo dejar nada a la suerte, no hoy.

Otro intercambio de palabras en una mezcla de ruso y búlgaro a las que Agatha no quiso prestarle atención y finalmente escuchó cómo sus dos parientes continuaban su altercado en otro lado de la tienda.

Supo que su madre estaría intentando persuadir a su hermano de «relajarse», una hazaña imposible dado que Viktor Krum tenía la mala costumbre de delegar a sí mismo toda la responsabilidad.

Agatha lo conocía tan bien que sabía que no iba a cambiar de opinión, no importaba si su madre planteara un argumento convincente. No lo culpaba, ella hubiese hecho lo mismo. La final de la Copa Mundial de Quidditch era muy importante como para no perfeccionar todas las jugadas lo más que se pudiese. Lo único que deseó fue que se hubiese marchado a entrenar sin hacer ruido.

Descansó su mejilla en la almohada para volver a quedarse dormida, pero después de rodar por la cama minutos eternos sin encontrar el punto exacto, supo que no iba a poder volver a dormir. Con los ojos todavía entrecerrados, buscó a tientas el pequeño diario recubierto de cuero rubí que guardaba en su mesita de noche, se tomó un minuto para registrar lo que aún recordaba del sueño y luego, arrastrando los pies, entró en el cuarto de baño.

Dedujo que eran, más o menos, las cinco de la mañana, todavía faltaban varias horas para que el campamento empezara con sus actividades regulares, no tenía ninguna prisa por empezar su día. Tomándose todo el postín de la vida, se quedó deambulando por su habitación transitoria, probándose distintos conjuntos y matando el tiempo.

La indecisión de su vestuario se originaba del querer ponerse toda su ropa de una vez. El clima del fin del verano en Inglaterra era tan maravilloso que Agatha creyó no poder irse nunca.

Estaba tan agradecida de poder absorber tal cálida luz solar que se había olvidado de las prendas pesadas y optaba por vestir suéteres ligeros y túnicas finas. Definitivamente sería una despedida agria tener que irse.

Abandonó su habitación tres horas después, encontrándose inmediatamente con un laberinto de pasillos que todavía no conocía a la perfección y que ya no le importaba memorizar. La tienda de campaña que le habían asignado a su familia era demasiado grande para sólo cuatro personas, siempre encontraba excesiva la distancia que tenía que recorrer para llegar a la cocina en la mañana.

En su merodeo, echó un vistazo a la habitación de Viktor, desierta y meticulosamente ordenada, un claro reflejo de la identidad de su hermano mayor.

La primera visión al poner pie en la cocina fue a su madre. De espaldas, apoyando sus codos en el mesón de mármol, hojeaba tranquilamente la correspondencia, balanceando su largo cabello azabache que brillaba en una coleta perfectamente hecha.

Leyendo el periódico inglés del día, al otro lado de la habitación, se encontraba su padre. Ningún rastro de su hermano mayor.

—Buen día, hija. Siempre te nos unes en el momento adecuado, estoy teniendo problemas para interpretar este artículo —su padre percibió la presencia de su hija sin voltear a mirarla. Hizo un movimiento práctico con los dedos para que se acercara, sus facciones varoniles denotaban frustración—. Corrígeme si me equivoco, pero creo que dice algo sobre duendes rosados.

Agatha se acercó a él y miró por encima del hombro de su padre para poder leer. Soltó una pequeña risa y lo saludó con un par de golpecitos en el tope de la cabeza y un beso.

Ne, tátko³, en realidad relata sobre revueltas de duendes en Irlanda, dice que protestan en contra de rosales carnívoros plantados en sus zonas, parece ser una verdadera crisis. ¿No sería más fácil traducirlo?

— ¡Ah! Sí, suena como algo más digno de relatar en la prensa —aceptó Dobromir Krum como si todo cobrara sentido—. Quiero mejorar mi aptitud en el inglés, Aggie. No puedo valerme siempre de un hechizo traductor.

Ella asintió, como si fuera obvio. La verdad era que nunca terminaba de entender a su padre.

Dobromir Krum era un hombre peculiar. Un sanador extraordinario que se rehusaba a depender completamente de la magia. A pesar de su crianza en Durmstrang y en un hogar en donde las artes oscuras eran muy respetadas, su vocación lo guió hacia la sanación, específicamente en tratamiento de maldiciones. Después de su familia, la sanación era su amor más grande.

Siempre esperó que, por lo menos, uno de sus hijos siguiera sus pasos. Creyó que sería su hija dado que la niña mostraba cierta habilidad e inclinación por querer sanar a las personas desde temprana edad.

No obstante, cuando observó a Agatha montar su primera escoba –apenas cumplida la tierna edad de cuatro años- supo que ese sueño se iría por la borda; le afectó menos de lo que pensó que lo haría. A pesar de su porte sobrio, serio e intimidante, por sobre todas las cosas, veneraba a sus hijos y los apoyaría para que obtuvieran lo que fuera que quisieran y alcanzaran sus metas y sueños.

— ¡El sol está despierto, Agafya! ¿Por qué tú aún no lo estabas? —dijo Natalya Krum con tono burlón, sentándose en la mesa junto a su marido.

La pregunta era una reprimenda encubierta que la regañaba por quedarse hasta la madrugada conversando y pasando el rato en la fogata con los jugadores búlgaros la noche anterior.

—El sol tiene que salir primero o sería opacado por mí, mama —replicó Agatha con una sonrisa de suficiencia.

Su madre soltó un resoplido divertido y su padre se encogió de hombros con una sonrisa, sin impresionarse por el replique avispado que su segundogénita siempre tenía en la punta de la lengua.

Natalya agitó su varita sobre la superficie de la mesa y frente a ellos se sirvió el desayuno. Una pequeña olla de cobre levitó rellenando sus tazas con café tan fuerte que se podía masticar, justo como le gustaba a la familia Krum. Los organizadores del mundial se habían asegurado que los jugadores y sus familias tuvieran un desayuno caliente todas las mañanas y que la comida fuera del agrado de los comensales. Sin embargo, el desayuno imitaba pobremente un desayuno búlgaro. Tenían que agradecer que los Krum se tomaron con humor las equivocaciones monumentales que habían hecho. Si su nacionalismo hubiese sido extremo, seguramente hubiesen tomado aquella comida, inclinada al lado inglés, como una ofensa.

Con paciencia y mientras se llenaba el plato de desayuno, Agatha respondió las preguntas que formulaba su padre sobre el artículo en el periódico y le aclaraba las diferencias entre las palabras en inglés para que pudiera tener mejor entendimiento del idioma.

Era habitual que la utilizaran como un traductor personal, la menor había mejorado su dominio del inglés cuando se convirtió en jugadora titular en el equipo nacional de Bulgaria; conocer un idioma base fue una necesidad para comunicarse con los medios de comunicación y con los demás equipos cuando jugaba.

No era perfecta, todavía mezclaba palabras cuando no se daba cuenta y su acento marcado no pasaba desapercibido, dejándola siempre en evidencia.

A Agatha no le molestó aprender un tercer idioma –siendo el ruso su segunda lengua–, pues amaba jugar. Al igual que su hermano mayor, era una loca apasionada por el juego aéreo y explotó su talento innato para jugarlo.

Se desempeñaba como cazadora y era muy buena. Apenas con doce años ya era catalogada como uno de los talentos más prometedores de su país. Para cuando cumplió catorce, se volvió la suplente más joven de Bulgaria en un conjunto nacional. Finalmente, después de años de crecer y desenvolverse en equipos juveniles, un año atrás, había conseguido ser promovida a titular en el equipo sénior.

Pero, como era de esperarse en un deporte tan violento como el quidditch, no todo podía ser caminar sobre nubes.

El infortunio la alcanzó en los cuartos de final del mundial. En una mezcla de mala suerte y juego sucio del equipo contrario, a Agatha no le dio tiempo de esquivar una bludger lanzada por el bateador del equipo escocés. El brutal golpe la dejó inconsciente por tres días y medio. Le tomó otros tres días recordar su nombre y qué le había pasado. Un accidente catastrófico para la estrella en ascenso que atrasó su carrera. A regañadientes, tuvo que ceder su puesto en la final a su compañera y cazadora Clara Ivanova.

— ¿Viktor se fue muy temprano? —inquirió, escaneando la página de espectáculos de El Profeta.

—Demasiado. Ni siquiera eran las seis todavía —informó Natalya, rodando los ojos y haciendo un movimiento con la muñeca—. Tú sabes cómo es. Terco como una mula.

—Creo que se fue temprano para no hacerme sentir mal de que no puedo jugar —aventuró Agatha con tranquilidad.

—Es posible —apuntó Dobromir. Luego de un segundo, miró a su hija por encima del boletín—. ¿Cómo te sientes con eso, por cierto?

—Bien, ya hice las paces con la idea. Anoche, luego de llegar de estar con los muchachos, tuve que tomar una píldora para el mareo —comunicó la menor sin darle mucha importancia—. Me recordó que todavía no creo poder volar por más de veinte minutos sin vomitar.

—Dios, Agatha, tienes que avisar cuando te pase esto. Tenemos que saber si los mareos empeoran o se convierten en algo más, ¿entendido? Tu lesión aún está fresca, solamente porque saliste del hospital no significa que estés recuperada completamente —estableció el búlgaro con seriedad.

—No pasa nada, no fue muy grave —aseguró Agatha y les dedicó una sonrisa tranquila—. Avisaré si me vuelvo a sentir mal.

—No tienes que lamentarte, hija —expresó Natalya, replicando la sonrisa de su hija—. Es una lástima que te pierdas tu primera final, pero no es la última que disputarás.

—Lo sé. Está bien, confío en que Clara sacará el pecho por mí y confío en Vitya y en el equipo. Sólo tendré que esperar cuatro años más.

Los esposos Krum intercambiaron una sonrisa a medias agridulce.

—Bueno, hay algo que te puede animar. Viktor se levantó diciendo que se sentía... ¿cómo dijo, Natasha? ¡Ah! ¡Fresco como un vegetal! —contó su padre, guasón, entre un sorbo de café. Agatha se deshizo en risas suaves—. Estaba el triple de insoportable que de costumbre.

—Típico de él, ¿no? Compararse a sí mismo con huertas frescas —bromeó la castaña, apreciando el esfuerzo de su padre en hacerla reír.

—También te puede animar abrir los regalos y leer las cartas de tu abuela y tus primos. Te enviaron paletas de gallo —comentó Natalya para luego comer un bocado del desayuno.

—Me imagino que nadie va a venir a ver la final —vaticinó Agatha echándole un vistazo a la cesta en una esquina de la cocina que decía en ruso «¡Mejórate pronto, Gata!» junto a una montaña de cartas.

—No, amor —repuso su padre con una mueca—. No lo creo.

—No quieren venir para no hacerme sentir peor, obviamente —volvió a decir Agatha con una risa, tomándoselo con humor.

—Bueno, pues los Kuznetzov dijeron que era más apropiado esperar a que te curaras por completo y sabes que a tu tío Pierre no le gustan los deportes, dudo que quiere abandonar su comodidad en Bulgaria para venir a ver un juego que no le gusta. ¡Pero Stefan dijo que intentaría llegar! 

Los Kuznetzov eran la familia del lado de su madre, una familia numerosa de linaje antiguo de Rusia. Agatha no tenía muchas esperanzas de que viajaran tan lejos. En cuanto al tío Pierre, hermano mayor de su padre, no era sorpresa que prefiriera saltárselo. Nunca en sus diecisiete años de vida, su tío se había dignado en asistir a algún juego suyo. Pero esperaba que el hijo mayor de éste, su primo Stefan, pudiera ir. La compañía de Stefan siempre era agradable.

El sol nació por el horizonte y conforme brillaba con más intensidad en el cielo, se podían distinguir mejor las filas infinitas de tiendas. Cuando Agatha salió, el lugar se encontraba abarrotado de magos y brujas de todas partes del mundo, lucía como si se hubiesen multiplicado desde la noche anterior, y bueno, sí lo habían hecho.

En otras circunstancias se hubiese quedado en la tienda hasta que llegara la hora del partido, pero en la situación en la que se encontraba no podía hacerlo. Los expertos en el deporte eran despiadados. Sus lenguas de víbora rumoreaban que había quedado desequilibrada después del golpe, el público debatía sobre si ese accidente haría que perdiera su puesto permanentemente en el equipo o su patrocinio.

Así que prefirió salir a mostrarse a los fanáticos. Lo había hecho por los tres días que llevaba en el campamento, tenía que hacerlo ahora con la cantidad de personas que acababan de llegar. No le molestaba convivir con seguidores del deporte, firmar autógrafos y ser el centro de atención. Disfrutaba serlo y disfrutaba también demostrar que se encontraba en perfecto estado.

Seguida de cerca de un agente de seguridad mágica proporcionado para que las cosas no se salieran de control, Agatha inició su paseo. Se armó con el mapa que le había dado el hombre nemagicheski de la entrada el día en que llegó, pues con el nuevo montón de tiendas que había aparecido, el terreno del campamento había cambiado considerablemente.

Desfilando con gracia a través de las lonas de colores, interceptada por fanáticos del equipo de Bulgaria con sus caras coloreadas de rojo y negro, respondía las inquietudes de ellos con sonrisas encantadoras e interacciones agradables. Nadie dejaba pasar la oportunidad de verla de cerca ni de llevarse su autógrafo o una fotografía. Incluso los fanáticos del equipo contrario se arremolinaban a su alrededor para conocerla.

Mientras andaba, pudo distinguir un afiche suyo gigante adherido a una morada de algún búlgaro. En la foto se retrataban a la perfección sus vivaces ojos marinos y las olas abundantes de cabello castaño oscuro. Sonreía y guiñaba el ojo coquetamente.Lo único que faltaba en el afiche, y que ahora formaba parte de su imagen usual, eran las pequeñas marcas en su frente que servían como recordatorio del estrepitoso accidente que la privó de jugar ese día.

Junto al afiche de Agatha, había uno de Viktor en donde parpadeaba y fruncía el entrecejo, haciendo perceptible la diferencia entre ambos hermanos.

Se aburrió de la excursión rápidamente. Después de caminar sin rumbo por un rato, decidió irse a pasar por el kiosco del equipo búlgaro. Allí se reunirían también otros jugadores que no habían sido convocados para el encuentro.

Le indicó al agente de seguridad que podía continuar sola desde ahí y le pidió el favor de avisarle a su padre donde estaría. El hombre joven, al no ver una trulla en su dirección, accedió a la petición de la chica y desapareció por el sendero.

Bajó la mirada de nuevo al pedazo de cartografía. Fue una distracción que sólo duró medio segundo y resultó catastrófica. Un cuerpo extraño golpeó su costado y la derribó. El mapa voló por los aires y un haz de leña la golpeó en los brazos.

Agatha se quejó, malhumorada y por reflejo empezó a soltar maldiciones en su idioma natal en contra de aquel extraño.

— ¡Mier...! Lo siento, no sé qué estás diciendo. No entiendo. ¿Qué es? ¿Ruso?

—Te prregunté si estabas ciego y te dije varrias malas palabrras. ¿Acaso no puedes verr?

Se incorporó de mala gana, llamando al extraño un montón de vulgaridades. Luego de limpiarse superficialmente, levantó la mirada para encontrarse con el causante de tener manchas de césped en la ropa. Se trataba de un muchacho joven, como de su edad. Altísimo y con el cabello largo y rojo. La carga de madera que iba transportando, y que la había golpeado, ahora se encontraba regada en sus entornos.

El altercado atrajo miradas, pero las personas se sentían cohibidas por Krum como para acercarse y preguntarle si estaba bien. Todavía molesta, fijó sus ojos en los del extraño y se dio cuenta de la intensa mirada que tenía puesta en ella. Como si hubiese caído víctima de un hechizo. Agatha suspiró, concluyendo que él era un fanático y se había dado cuenta de a quien había derribado.

El pelirrojo no tenía rostro de mala persona, su rostro le resultaba amable a la búlgara y este hecho hizo que se arrepintiera de haberlo insultado con tanto afán. Incluso le pareció atrayente, lo único que le restaba atractivo era lo torpe que había resultado esa primera interacción y lo despistado que parecía.

Saliendo del trance, el chico parpadeó varias y entre tartamudeos logró pronunciar:

—N-n-no, Lo lamento mucho. Te llevaste la peor parte, tienes toda la razón en insultarme. Fred, Fred Weasley —se presentó, alargando el brazo para estrechar su mano—. ¿Y tú eres?

Agatha ahogó una risa. Había visto muchas veces ese acto de fingir que no sabía quién era ella para verse «desinteresado». Siempre le parecía entretenido que lo hicieran. Dudó en estrecharle la mano, pero igualmente estiró el brazo para no verse más grosera.

—Ag...

Entonces un par de brazos fuertes y musculosos la alejaron del muchacho y la despegaron de la grama. En un movimiento increíblemente ágil estaba encima de un hombro y antes de verle el rostro, ella supo de quien se trataba.

Aleksandr Sokolov la zarandeó en el aire entre risas graves. El peso de la muchacha no era nada contra sus brazos, nunca lo era.

Ahogó un grito emocionado. Ver a su mejor amigo la alegró mucho, tanto que parecía irreal debajo de ella. Su cabello dorado brillaba con el sol y sus ojos verdes, llenos de coquetería, la miraban con cariño. Apenas se habían visto hace semana y media y él le había asegurado que no podría ir a la final. Detrás de él se hallaba Isak Sokolov, el hermano menor de Aleksandr, sonriendo ampliamente y manteniéndose al margen.

De un salto se bajó del hombro de Aleksandr y envolvió a los hermanos en un abrazo apretado.

¡Me mentiste! —le recriminó Agatha y empujó al mayor en el torso.

¡Vamos, cariño! ¿Cómo me iba a perder la final del quidditch, por Rasputín? —se rió Aleksandr, hablando en la lengua materna de ambos y besándola en el tope de la cabeza.

Alek casi pierde las entradas —admitió Isak con una risa, exponiendo a su hermano—, las encontramos a última hora.

¡Pero las encontramos, eh! ¿Qué haces por aquí sola? ¿Y tu guardaespaldas? —se preocupó Alek—. Mira que no vaya a haber pervertidos por ahí...

No estoy...—intentó decir la búlgara, mirando fugazmente detrás de ella.

¡Ven, vamos a nuestra tienda! —la interrumpió Isak, dándole unas palmaditas en el hombro—. Mamá y papá están insoportables, no dejan de preguntar que cuándo van a verte, que cómo sigues, que bla, bla, bla...

¡Claro, vayamos! —accedió Agatha con una risa.

Se volvió de nuevo y miró al pelirrojo, quien había recogido toda su leña y seguía ahí plantado escuchando la conversación en un idioma que ya había dejado claro que no entendía. No tenía caso presentarse, él seguramente ya sabía quién era.

—Ten más cuidado, Frred Veasley —le recomendó, dedicándole una mueca que no llegaba a ser una sonrisa.

Sin esperar una respuesta de su parte, echó a andar. Todo el camino hasta la tienda de los Sokolov su curiosidad picó, pensando en el pelirrojo que la había derribado y que no entendía ni una pizca de búlgaro.

¡Los ingleses eran jodidamente torpes!


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1. Vitya: Diminutivo ruso del nombre «Viktor».

2. матушка (Matushka): «Madre», en ruso.

3. не, татко (Ne, tátko): «No, papá», en búlgaro.

4. Agafya: Variación rusa del nombre «Agatha».

5. Natasha: Diminutivo ruso del nombre «Natalya».

6. Nemagicheski: Palabra eslava para designar a los «No-magos».

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