-✧•··𝓟𝓻ó𝓵𝓸𝓰𝓸··•✧
𝙉𝙊 𝙎É 𝘾Ó𝙈𝙊 𝙇𝙇𝙀𝙂É 𝘼 𝙀𝙎𝙏𝙀 𝙋𝙐𝙉𝙏𝙊. 𝙊 𝙌𝙐𝙄𝙕Á𝙎 𝙎Í. A veces es tan fácil olvidarlo, sumergirse en la rutina y pensar que todo está bien cuando, en realidad, está a punto de desmoronarse. Mi pecho se siente como si hubiera un peso sobre él, y mis manos tiemblan levemente, pero no dejo que nadie lo note.
—Hana... ¿estás bien?— La voz de Ayumi suena suave a mi lado, pero hay algo en ella, una ligera preocupación, que hace que mis entrañas se retuerzan un poco más.
Miro hacia abajo, lo suficiente para evitar su mirada directa. La gente no puede ver lo que llevo dentro. No ahora, no nunca. Ya tengo suficiente con lo que hay afuera como para preocuparme por las cosas que se agitan en mi interior.
—Sí, claro. Estoy bien.— Mi respuesta es automática. Mis labios, como siempre, se curvan en una sonrisa perfecta, una que he aprendido a dibujar tantas veces que ni siquiera tengo que pensar en ella.
Ayumi no parece del todo convencida, pero se queda callada. No me mira más allá de lo necesario, y yo sigo respirando con calma, como si estuviera haciendo todo lo posible por ignorar la tormenta que se está gestando dentro de mí. Mi corazón late rápido, pero mi rostro no lo deja ver.
—¿Estás segura?— me pregunta, dando un paso más cerca.
—Sí. Solo estoy cansada, nada más.— Miento, como siempre. Porque esa es la respuesta más fácil, la que todos esperan escuchar. El cansancio. ¿Quién no se ha sentido cansado alguna vez?
Dejo que el aire frío de la sala me golpee en la cara, me reconozco en ese frío, pero mi cuerpo está en piloto automático, funcionando como debe, sin cuestionarme ni un segundo más. La mentira se siente bien. Se siente segura.
Ayumi parece aceptarlo, porque asiente lentamente, y vuelve a su lado del gimnasio. Yo, por supuesto, no la sigo. En cambio, observo el espacio vacío a mi alrededor, el eco de las voces, las risas que ya no me alcanzan. Los compañeros siguen corriendo, saltando, como si el mundo fuera tan sencillo para ellos.
Me pregunto cuándo fue la última vez que dejé que alguien realmente me viera.
Pero no tengo tiempo para esas preguntas ahora. Ni siquiera tengo tiempo para mí misma.
Solo tengo que seguir sonriendo. Como siempre. Como siempre he hecho.
Cuando llego a casa, la puerta se abre con un crujido familiar y una ráfaga de aire me recibe en la cara. Mi hermana pequeña, Kiki, sale corriendo desde el salón, sus pasos rápidos resonando por el pasillo.
—¡Hana! —dice, su voz llena de emoción y alegría.
A pesar de que no soy la persona más expresiva, no puedo evitar sonreír al verla, siempre tan llena de energía. Tiene solo 11 años, pero en sus ojos azules brilla una dulzura que me llega al alma. Su cabello es marrón oscuro, largo y suave, y cae con ondas perfectas que la hacen ver aún más linda. Sus labios, pequeños y rosados, se estiran en una sonrisa que podría iluminar cualquier habitación.
"Es la niña más bonita que he visto en mi vida", pienso para mí mientras me agacho para abrazarla. Cada vez que la miro, me siento tan afortunada de tenerla en mi vida, de ver cómo crece tan feliz, tan llena de vida. En sus ojuelos, en sus risas, veo la pureza de alguien que aún no conoce las cargas del mundo, y aunque trato de mostrarme fuerte, sé que ella tiene un poder que ni yo misma comprendo.
—¡Ratoncita! —la llamo, mi voz un susurro lleno de cariño. Es una de las pocas personas a las que dejo ver quién soy realmente, sin máscaras. Le acaricio el cabello y sonrío, sacando fuerzas de donde no las tengo solo para estar a su lado, para hacerle sentir que su hermana mayor no está tan rota como parece.
—Te he echado de menos —me dice con su tono juguetón.
Y, a pesar de todo lo que llevo dentro, todo lo que siento, la abrazo fuerte. Porque sé que ella no tiene idea de lo difícil que es para mí, que no entiende aún por qué mi sonrisa a veces es tan frágil. Y está bien, porque en su mundo, ella es la luz que puede romper la oscuridad en la que a veces me encuentro.
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