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Capítulo 1. Mystic Falls

—¿Estás nerviosa por tu primer día?

La pregunta de su padre hizo que Cora se removiera con cierta incomodidad en su asiento, bajo el agarre del cinturón de seguridad. La joven rubia de ojos azules tamborileaba con la punta de sus uñas sobre la carpeta que descansaba en su regazo, la cual contenía los papeles que debía entregar al director de la nueva escuela a la que asistiría.

Soltando un suspiro, Cora pestañeó y rápidamente su semblante melancólico se transformó en la viva imagen de la alegría, formando con sus labios una sonrisa que intentaba transmitir calma.

—Estoy bien —dijo, aunque rápidamente se arrepintió de haber escogido esas palabras. Todos sabían que cuando alguien decía eso, generalmente era una mentira. Pero, para ella, quizás podía cambiar esa regla. Estaba claro que no podía estar bien, pero tampoco quería decir que estaba mal, que quería volver a casa, esconderse bajo la cama y esperar a que lo que parecía una pesadilla terminara.

Su padre, por otro lado, solo pudo suspirar y asentir para sí mismo. Cora sabía que él también quería creer en aquella mentira, porque era lo mejor que podía hacer. No era exactamente huir de la verdad, pero ese era el problema. Ella, su papá y su mamá conocieron la verdad, la enfrentaron aquel día en el consultorio del hospital de Chicago, y desde entonces no hacían otra cosa más que pensar en ello, las veinticuatro horas del día.

Leucemia.

Cora aún no podía cerrar los ojos sin pensar en esa palabra que cambió su vida. Literalmente había tenido que abandonar todo lo que conocía para comenzar de cero: un nuevo hogar, nueva escuela, nueva dieta alimenticia, tratamientos físicos, nuevo horario para dormir; incluso tuvo que cambiar su calzado por zapatillas de correr o botas con plataformas de no más de dos centímetros. Quizás no muchos lo verían así, pero para Cora su vida había cambiado en los más mínimos detalles solo por una palabra que el doctor pronunció tras analizar unos análisis.

Todo comenzó porque ella se sentía más cansada, y aunque sus padres creyeron que era algo normal por la escuela y las desveladas haciendo tarea o leyendo hasta tarde, su papá se preocupó rápidamente cuando Cora le informó que tenía fiebre.

Pensaron en miles de posibilidades cuando el doctor les pidió un análisis de sangre: gripe, algún virus, o incluso que se debía a su ciclo menstrual, ya que además de todo, llevaba varios meses siendo irregular, y su mamá pensó que algo debía estar mal con sus hormonas. Sin embargo, para la familia Beckham, la realidad fue algo mucho peor de todo lo que pudieron haber imaginado.

—¿Cáncer? —había sido su madre la primera en reaccionar cuando el doctor les explicó lo que padecía Cora. Su padre estaba deshecho, solo era capaz de llorar en silencio mientras se sostenía de la silla del consultorio—. No. No puede ser. No...

—Señores Beckham —el doctor seguramente ya había dado noticias como esa muchas veces, tal vez peores, pero Cora sabía que, sin cuánto importan padres o hijos tuvieran que escuchar una mala noticia sobre un ser querido, para todo doctor siempre era como hacerlo por primera vez. La angustia, la desolación, el temor impregnados en la mirada de la familia mientras le imploraban en silencio que él, como médico, pudiera salvar al paciente, era una imagen desgarradora de contemplar—. Sé que es difícil de procesar, pero...

—Pero ¿qué? —dijo su papá, un tanto alterado, incapaz de mantener la compostura—. No queremos condolencias, porque mi hija se puede salvar, ¿verdad?

—Cariño... —Cora solo pudo bajar la mirada al escuchar la voz dulce pero temblorosa de su mamá. No sabía si sentirse abatida, desesperanzada, asustada o enfadada. Pero, de sentir esto último, ¿qué sentido tendría, si al final ella era quien tenía la enfermedad? Solo se perjudicaría más a sí misma. Sin embargo, tampoco podía levantar la mirada para ver cómo sus padres intentaban consolarse entre ellos, tratando de ser fuertes por ella—. Déjalo terminar, por favor.

—La leucemia de Cora es tratable. El daño en las células no está muy avanzado, lo cual nos da una ventaja para encontrar tratamientos que puedan ayudar a evitar futuras crisis.

—¿Qué hay de las cirugías?

—No es una opción —negó el doctor—. Según el historial familiar que revisé, ninguno de ustedes es compatible con Cora.

— ¿Y la lista de trasplantes?

—En este hospital hay al menos sesenta y cinco pacientes en lista de espera para un trasplante urgente, sin contar los que, como Cora, tienen más esperanza de vivir algunos años con lo que se asemeja a una buena calidad de vida. Si tomamos en cuenta otros hospitales de la zona... las probabilidades de que Cora reciba un trasplante este año, o dentro de cinco, son prácticamente nulas. Lo lamento.

—Por dios...

—Doctor, quiero que sea honesto con nosotros. ¿Cuánto tiempo cree que pase antes de que Cora empeore, con el tratamiento que le dará?

Cinco años. Esa fue la respuesta del doctor. Cinco años en los que podría tener una vida más o menos normal, aunque acompañada de malos días en los que los huesos le dolerían o tendrían fiebre. Con el tiempo, su cuerpo se cansaría más rápido, hasta alcanzar el límite que el doctor había previsto, momento en el que finalmente sería internada.

Tenía esos cinco años para vivir lo más normal posible: ir a la escuela, terminar sus estudios básicos y pasar el mayor tiempo posible con su familia. No era justo, claro que no, pero ¿acaso serviría de algo renegar de su condición? El diagnóstico ya había sido dado, estaba medicada, y comenzaría quimioterapia en ocho meses, lo cual, según el médico, era el momento más adecuado dada la progresión lenta, pero letal, del cáncer en su sistema.

Por supuesto, sus padres también tomaron decisiones. Chicago, a sus ojos, solo les traería disgustos y estrés innecesario, por lo que llegaron a la conclusión de que mudarse era lo mejor.

Si debía ser sincera, Cora no extrañaba mucho su ciudad natal, salvo por la comida, pero cuando supo que se mudarían al pequeño pueblo donde sus padres crecieron, Mystic Falls, no se sintió del todo complacida.

No quería parecer la chica caprichosa que venía de la gran ciudad, pero, en retrospectiva, ¿qué clase de vida podía tener en un pueblo pequeño donde todos se conocían? Cora era la forastera, y sentía como si sus padres la hubieran dejado en un bosque oscuro, donde los lobos podían destrozarla, porque ella no pertenecía allí. Había leído suficientes libros para saber que, sin importar la época, cada pueblo pequeño desconfiaba de los forasteros, especialmente de aquellos que traían un secreto oculto en su interior.

Sin embargo, sus padres no hicieron caso a esto, y se limitaron en decirle que Mystic Falls era un pueblo inofensivo, y que estando ahí ella podía tener una vida tranquila donde podría hacer amigos rápidamente por los pocos alumnos que había en una preparatoria en comparación con las escuelas de Chicago.

No sabía si sentirse afortunada, o desolada, por ver que no había dejado por detrás una sola amistad significativa, ya que esto la llevó en plantarse si en realidad había tenido una vida en Chicago, o no supo valorarla hasta aquel día en el hospital. Sin amigos, o siquiera un conocido, Cora se sintió vacía cuando subió en el auto para emprender el viaje de varios días hacia Mystic Falls, donde pasaron las noches en moteles de la carretera en compañía de sus padres, y las pastillas que la acompañarían hasta el final de sus días.

No quería pensar tampoco demasiado en la leucemia, o en lo que estaba perdiendo día a día con ella, pero, siendo realistas, Cora apenas y había podido pensar en ello. Todo lo que sabía era que odiaba ver a sus padres angustiados, y ellos estaban así por su salud, así que durante esos días la joven rubia había canalizado su energía en estar bien por sus padres, hacerles ver que no tenían por qué preocuparse por nada. Sin embargo ¿cómo podía estar bien por los que amaba, cuando ni siquiera ella misma sabía cómo se sentía? No tenía el lujo de poder analizar sus emociones o pensamientos respecto a la leucemia, más tampoco quería que sus padres la vieran en un mal estado. Ya era bastante malo que sud padres tuvieran que renunciar a sus respectivos trabajos sólo por cuidarla, no quería causar más inconvenientes.

Así que había tomado la decisión de que nadie en la escuela o en el pueblo, ni siquiera los profesores, serían conocedores de su estado de salud. Ya era bastante malo ser la hija enferma, no quería ser ahora también la chica nueva y enferma de la escuela que todos la verían con lástima y serían amables con ella solo porque seguramente ya no estaría para la graduación, o no saldría de Mystic Falls cuando todos seguramente irían a la universidad, más ella no lo haría, pues estaría en una cama conectada a tubos y cables.

Si todavía existía una mínima posibilidad de tener una vida normal en Mystic Falls, donde nadie la conocía, entonces tomaría esa oportunidad. Nadie tenía por qué ser conocedor de su historial médico.

Los pueblos pequeños eran siempre un inconveniente para los extraños como ella, pero también suponía una nueva oportunidad, donde podía fingir ser delante de todos una chica sana, y no la iba a desaprovechar. Todo lo malo siempre venia con algo bueno, y Cora debía saber aprovecharlo lo más que le fuera posible.

—Tú madre no aprueba esto—dijo entonces su padre desde el asiento delantero, como si hubiera leído los pensamientos que rondaban la mente de su hija. Claro que en realidad era porque tanto ella como su papá estaban pensando en lo mismo desde que salieron de la casa aquella mañana—. No le hace feliz que nadie cuide de ti en la escuela—torció los labios, y sus manos se sujetaron con más fuerza al volanto—. Y honestamente yo tampoco me siento confortado con ello.

—Papá—llamó Cora, intentando mantener la compostura tanto por ella misma como por su padre—. Estaré bien. Es solo la preparatoria, y es un pueblo pequeño. No hay ningún peligro al que pueda estar expuesta.

Su papá suspiró y chasqueó la lengua.

—El doctor fue muy claro, Cora. Puedes tener episodios graves desde un desmayo hasta tener fiebre, convulsiones...

Cora tragó en seco ante el recordatorio de las palabras que le dijo el doctor a ella y su familia antes de partir de Chicago. Si bien tenía una cita dentro de un mes, la cual preferían tomar en fin de semana para no interferir en su horario escolar, Cora era consciente de que si tenía un episodio como le había advertido el doctor, tendría mucho por explicar. Sin embargo, eso tampoco era suficiente para ella como para convencerla de que debía ser sincera con los pueblerinos de Mystic Falls.

—Lo sé—susurró ella por lo bajo—, pero tampoco quiero que los maestros me den un trato especial, así como los que serán mis compañeros.

—Cora—la aludida se tensó en su lugar al percibir que su padre había adoptado un tono de voz más profundo, el cual sólo empleaba con ella cuando él no quería perder la compostura, ya fuera por enfado o tristeza. En este caso podían ser ambas emociones—, sé mejor que nadie que la preparatoria puede ser difícil. Yo era el nerd de esta escuela.

Cora enarcó una ceja al tiempo que asentía. Sabía de la vida de estudiantes que llevaron sus padres, ya que ambos no habían hecho otra cosa más que recordárselo día tras día desde que se decidió que volverían al pueblo. Su madre, según los relatos, había sido una porrista y fue amada por los alumnos y profesores, no era en sí la popular o abeja reina, pero todos en la escuela sabían quién era, y no había una sola persona que pudiera odiarla o ser indiferente a su persona. Pero su papá, por otro lado, nunca fue un atleta. Era lo que se podía catalogar como el nerd de la escuela, de quien los bravucones abusaban para que él les hiciera las tareas.

Cora sospechaba que su papá todavía no olvidaba esa fase, pues no había día en el que quisiera cuidar de Cora cada vez que la dejaba en la escuela y le advertía que no podía confiar en nadie, y que con cada año que avanzara, los alumnos podían volverse más crueles. Ella lo sabía, lo presenció en Chicago innumerables veces con otros alumnos, pero no por eso tenía que significar que en todos los colegios tenía que ser lo mismo. Mystic Falls era un pueblo pequeño, todos se conocían desde que nacieron ¿por qué fastidiarse entre ellos cuando ligeramente tenían que verse hasta en la acera de enfrente de sus casas? Y en caso de que así fuera, a ella le resultaba más que ridículo.

—No es eso—negó ella—. No quiero la lástima de nadie. No quiero que me priven de las actividades deportivas, o de los bailes escolares.

—Creí que te disgustaban.

—Bueno, eso cambió.

Ella odiaba esos bailes porque, además de gastar dinero en vestidos y maquillaje que no volvería a usar, jamás fue del interés de los chicos. Gracias a su baja estatura y que ella siempre estaba detrás de un libro, los chicos en Chicago preferían a las porristas de estatura alta. Sin mencionar que Cora estaba tan enamorada de los personajes ficticios, que sentía que sus compañeros de clase eran inmaduros en comparación con los que ella leía en los libros. 

Su madre solía burlarse de eso, pero detrás de esa burla podía percibir su preocupación por el hecho de que su hija vivía su vida a través de los libros que por su propia cuenta. Aprendía rápidamente de los errores de los personajes ficticios que a veces ella misma ya no podía cometer los suyos y aprender en carne propia de ellos, porque siempre comparaba su vida con algún libro.

—Estaré bien, papá—musitó ella, buscando tranquilizar lo mejor posible a su padre, quien parecía más que dispuesto a hacer lo que fuera necesario con tal de cambiar lugar con su hija y asistir a clases en su lugar—. Sé lo que significa esta situación, pero también puedo cuidarme sola. Conozco mis nuevos límites, y no haré algo que perjudique mi salud.

Cora siempre contó con la protección de su papá, pero, de algún modo, él confiaba en ella cuando se trataba de asistir a fiestas (al menos las pocas que ella llegó a asistir) así como en la ocasión donde, hace tan solo meses, realizó su examen de conducir, mientras que su mamá, por otro lado, prácticamente ya se estaba encomendando a cada santo del cielo para que Cora no sufriera un accidente. Pero ahora esa confianza se había quebrantado con la llegada de la leucemia a la vida de la familia Beckham, y la joven adolescente tenía la certeza de que sus padres la habrían encerrado en una caja de cristal rodeada por una muralla de acero y espinas de haber sido posible.

—De acuerdo—murmuró su papá, más no había calma en su voz al decir esto—. Tu mamá vendrá por ti—le recordó—, yo iré a trabajar y te veré en la noche.

—Papá—llamó, sintiéndose más ansiosa que momentos atrás—. Es la preparatoria, y se trata de la primera fase de la leucemia. Todo estará bien.

Su papá asintió, más no dijo nada más al respecto, y Cora creyó que tal vez era lo mejor.

No era como si le restara importancia a su enfermedad. Hacerlo sería algo completamente insensato, pero tampoco quería pensar en ello veinticuatro horas al día. Quería ver por si misma lo que Mystic Falls tenía por ofrecerle. Si bien podía ser un pueblo seguro como sus padres alegaban, todo pueblo tenía una historia por detrás, y ella quería conocer cada relato del lugar que sería su hogar y refugio hasta que la muerte acudiera a ella.

Cora estaba a punto de preguntarle a su padre acerca de cómo iba la mudanza, pues algunos muebles todavía no llegaban ya que el camión de mudanzas había sufrido un percance, sin embargo, la joven rubia se limitó en tragar en seco cuando se percató que, finalmente, habían llegado al estacionamiento de la que sería su nueva escuela.

—Es aquí—susurró su padre desde el asiento delantero. Cora pudo percibir cierta nostalgia, así como resentimiento en su semblante cuando sus ojos grises se posaron en la fachada del colegio—. La preparatoria Mystic Falls.

Tomando una bocanada de aire, Cora se inclinó cautelosamente sobre la ventana, como si temiera que alguien la viera desde allí y los rumores sobre su llegada como la chica nueva llegaran a oídos de todos antes de que tuviera siquiera la oportunidad de bajar del auto. Observó con cierto recelo la fachada de la preparatoria de Mystic Falls. Era bastante sencilla comparada con su escuela en Chicago, pero de algún modo le daba la sensación de ser un edificio antiguo que, con el paso del tiempo, se había ido adaptando a las nuevas generaciones. Se notaba en la pintura restaurada, las bancas fuera de lugar y el estacionamiento renovado.

Los alumnos bajaban de sus automóviles o dejaban sus bicicletas en los lugares asignados, con una especie de confianza ciega en que nadie las robaría. Cora sabía, por experiencia, que en Chicago de no encadenar tu bicicleta ya podías darla por perdida, e incluso si lo hacías, el candado siempre podía ser forzado por los más listos. Pero tal vez en un pueblo pequeño había más respeto por los vehículos no motorizados de los demás en comparación con las grandes ciudades.

Grupos numerosos de chicos ingresaban al instituto, mientras que otros lo hacían en grupos más pequeños, de dos o tres personas. Eran pocos los que llegaban solos. Ella sería una de esas personas, pero no porque fuera tímida, sino porque era la nueva.

No importaba si se encontraba en un pequeño pueblo o en la ciudad de Nueva York; en todos los colegios la mayoría de los estudiantes ya se conocían, y eso la hacía destacar como la chica nueva. Desde que abandonó Chicago, sabía que tendría que enfrentarse a eso. No importaba a dónde fuera, siempre tendría que soportar las miradas curiosas y los posibles rumores que se esparcirían, cortesía de la abeja reina. Toda escuela tenía una, era una ley no escrita, al igual que los grupos de deportistas que harían comentarios fuera de lugar.

Aun así, prefería lidiar con los estereotipos de ser la chica nueva a soportar las miradas llenas de lástima si llegaban a enterarse de su cáncer. Las palabras y los susurros a sus espaldas serían mucho más difíciles de soportar si sabían la verdad.

Su padre aparcó a unos metros de la entrada, justo frente a la fachada de la preparatoria de Mystic Falls. ¿Cuántos alumnos habría ahí? Seguro menos que en Chicago, pero probablemente serían demasiados nombres y rostros para memorizar, y ni siquiera estaba segura de poder hacerlo.

— ¿Estás segura de que no quieres que hable con el director? —preguntó su padre, mirándola por encima del hombro con una expresión de preocupación. La sola idea de dejarla sola en lo que seguramente sería una "cueva de lobos" lo inquietaba.

Cora soltó el cinturón de seguridad y negó con la cabeza.

—No, puedo hacerlo.

Aunque no sabía si lo decía para convencer a su padre o a sí misma. Por más que detestara admitirlo, le daba nervios tener que enfrentarse a esta situación sola. Pero no tenía otra alternativa.

—Cora...

—He hablado con doctores y enfermeras durante los últimos cinco meses —intentó sonreír, pero falló miserablemente—. Creo que puedo lidiar con un director de escuela.

—No es lo mismo. La escuela es más brutal. En los hospitales hay un código, y los médicos son más amables porque están entrenados para atender a todo tipo de personas.

—Papá —dijo Cora, agarrando la manija de la puerta trasera con vacilación—. Necesito tiempo. Todavía no me hago a la idea de tener una nueva vida en un pueblo que no conozco, y no estoy pensando en hacer amigos ahora mismo cuando sé que solo estará aquí por unos años. Después de me iré. Eso va a pasar, tarde o temprano.

—El doctor no lo aseguró. —replicó rápidamente su padre, pero su insistencia solo hacía que todo fuera más difícil para Cora.

—Nos dijo las posibilidades de que así fuera —recordó ella con una sonrisa triste antes de suspirar y negar con la cabeza. No era momento de llorar. Ya lo habían hecho suficiente en los últimos cinco meses mientras procesaban la noticia—. Necesito espacio, ¿de acuerdo? Y no creo que un amigo o amiga me ayude si solo le voy a mentir sobre mi salud.

—Tienes razón —admitió tras unos segundos de reflexión—. Pero eres tan joven y necesitas amigos.

—Un paso a la vez, ¿recuerdas? —dijo ella, sintiendo repentinamente un gran cansancio, aunque prefirió atribuirlo a su estado emocional, no a su enfermedad.

—¿Desde cuándo las indicaciones médicas se aplican a la vida social?

A pesar de la opresión que sentía en el pecho al pensar en su respuesta, una que el doctor le había dado meses atrás, Cora sonrió y levantó su carpeta.

—Desde que, para mí, son lo mismo. —abrió la puerta y exhaló profundamente.

No tenía sentido seguir retrasando lo inevitable, y prefería enfrentar la situación de inmediato a seguir escuchando a su padre. Cada vez le resultaba más tentadora la idea de que él la acompañara a la oficina, pero esta era su lucha. Tenía que aprender a defenderse sola en el campo de batalla donde tendría que ocultar sus síntomas y mantener las apariencias.

—Te veo en la noche, papá —dijo antes de poner un pie fuera del auto y salir de un solo salto. Cerró la puerta de un golpe y, al rodear el vehículo, levantó la mano para despedirse de su padre. Pero en realidad ya no lo miraba a él, sino al edificio de la escuela.

Era consciente de que ya estaba despertando la curiosidad de los estudiantes solo por haber llegado con su padre, pero se esforzó por mantener la cabeza en alto, sin dejarse intimidar. Caminó con paso firme hacia las escaleras, sus ojos azules buscando cualquier letrero que indicara la ubicación de la oficina del director.

Sujetando con su mano libre la correa de su mochila sobre el hombro izquierdo, la joven Beckham ingresó al edificio, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder el equilibrio por las emociones que le abrumaban.

Pensaba que la fachada gris ya dejaba mucho que desear, pero el interior, en su opinión, era como estar en una prisión. Los casilleros eran grises, y las paredes y el suelo estaban pintados de rojo y blanco, lo que le dio a Cora la idea de que esos eran los colores representativos de la escuela.

A pesar de que no había tantos estudiantes como en las grandes ciudades, los pasillos estrechos hacían que el lugar se sintiera abarrotado. Intentó mantener la calma. Sabía que desentonaba ahí, y el resto de los estudiantes parecían percibirlo, pues no pasó mucho tiempo antes de que varios de ellos se fijaran en ella, especialmente los que estaban en los casilleros charlando con amigos.

Había esperado que su baja estatura la ayudara a pasar desapercibida, pero, como había supuesto, no fue así. Y aunque pensó que ponerse una capucha podría ayudar, sabía que solo llamaría más la atención. Era la alumna nueva, en un pueblo pequeño donde todos se conocían entre sí; era inevitable que las miradas se fijaran en ella.

Conservando la calma, Cora parpadeó para salir de sus pensamientos y buscó algún letrero que le diera pistas sobre la ubicación de las oficinas.

Sus padres habían enviado su solicitud un mes antes y se habían encargado de todo el papeleo requerido para su inscripción. Solo le faltaban entregar las copias y recibir su horario. Dudaba mucho que, como en las novelas que había leído, se le asignara un alumno para mostrarle el lugar. Además, era solo una escuela en un pueblo, por lo que las probabilidades de perder eran mínimas. Si había sobrevivido a las calles de Chicago, Mystic Falls no sería un reto.

Tomando una bocanada de aire, Cora intentó mezclarse entre los alumnos, esperando pasar desapercibida, aunque no se atrevió a comprobar si alguien la estaba observando o hablando de ella.

Cora caminaba hacia el final del pasillo de los casilleros, sus pasos resonando en el silencio del corredor. Sabía que estaba perdida, y por un momento pareció pedir ayuda. Justo entonces, una voz suave pero firme sonó detrás de ella, haciéndola saltar y girarse bruscamente.

—¿Necesitas ayuda?

Alzó la mirada y se encontró con un chico alto, más alto que ella, lo cual no era sorprendente, ya que casi todos lo eran considerando su baja estatura. Pero lo que la dejó sin aliento fue el rostro que tenía ante sí: una obra maestra esculpida por los dioses, con unos ojos verdes tan profundos que parecían ver a través de ella. El aire quedó atrapado en su garganta, y su mente se llenó de incoherencias mientras intentaba liberarse del hechizo de ese chico de cabello castaño, que en la tenue luz de los pasillos parecía tener un brillo dorado, como miel.

Su piel era clara, pero sin llegar a la palidez enfermiza que ella misma solía tener, algo que sus compañeras en Chicago no dejaban de señalar, bromeando con que podría competir con la tez de un cadáver. Un pensamiento irónico, dado que ahora sabía que sus días estaban contados.

Cora sacudió la cabeza, maldiciéndose por divagar en ese momento. Tenía que concentrarse. El chico seguía allí, mirándola con una sonrisa contenida, y ella sentía que estaba perdiendo el control de la situación.

—No... bueno, tal vez un poco —admitió, mordiéndose el labio con un suspiro—. ¿Tan evidente es que estoy perdida?

Él le dedicó una sonrisa cálida y genuina que hizo que algo dentro de ella se deshiciera. No era solo una sonrisa de cortesía, sino una que transmitía una disposición real a ayudarla, como si estuviera encantado de estar ahí, escuchándola, aunque fuese para hablar de tonterías.

—Solo un poco. —respondió, su tono lleno de suave

Cora arqueó una ceja, divertida. Sabía que probablemente se veía mucho más perdida de lo que él admitía.

—¿Qué fue lo que me delató?

—Caminas como si supieras a dónde vas, pero es obvio que no tienes idea. Además, todo el mundo murmura que eres la nueva.

Ella frunció el ceño y cruzó los brazos en un gesto automático de protección.

—¿Tan rápido lo saben?

—Es un pueblo pequeño...

—Donde todos se conocen —completaron ambos al unísono

El eco de sus palabras compartidas provocó una risa en Cora, una risa genuina que no había sentido en mucho tiempo.

—Así que, ¿necesitas que te guía hasta la oficina del director? —dijo él después de que las risas se desvanecieron.

—Por favor —contestó ella con una sonrisa agradecida—. De no ser por ti, seguramente habría terminado en el gimnasio o en la salida de emergencia.

—Te puedo llevar. Justo vengo de ahí.

Cora sintió una punzada de vergüenza, pero también alivio al darse cuenta de que él la había interceptado en el pasillo equivocado. Mientras caminaban juntos, notó que muchas de las chicas en el pasillo los miraban, curiosas y tal vez recelosas. No le sorprendía; Stefan no era el típico chico de pueblo. Había algo más en él, una calidez tranquila que la hacía sentir extrañamente cómoda, incluso cuando el silencio se instalaba entre ellos.

—¿También eres nuevo? —preguntó, intentando alivianar el ambiente.

—Se podría decir—respondió él con una simpleza que escondía algo más profundo—. Vivo con mi tío, Zach.

Cora frunció el ceño, notando una sombra de tristeza en su expresión. Había algo en la mención de su familia que lo perturbaba.

—¿Y tienes más familia además de él? —preguntó suavemente, ya que tampoco quería incomodarlo en caso de que sus padres estuvieran muertos y él no quisiera hablar de ello.

—Un hermano —murmuró él, y su rostro se oscureció aún más—. Pero no sé mucho de él últimamente.

Cora asintió, sintiendo una extraña conexión con él. Ambos parecían llevar el peso de historias no contadas. Su mirada se deslizó hacia él, hacia sus ojos verdes, tan profundos como un bosque oscuro. Quería saber más, quería adentrarse en esos secretos que él guardaba tan celosamente, pero algo dentro de ella la decía que no lo hiciera.

—Lo siento... no quería sonar como una entrometida. —dijo ella, titubeando, pero él negó suavemente con la cabeza.

—No, está bien. —susurró, su voz aterciopelada llenando el espacio entre ellos—. En realidad ya he vivido aquí desde la infancia, pero me fui por razones externas, y ahora que regresé todo es tan diferente, pero a la vez es como volver al pasado, donde algunas cosas son como antes.

—Mi situación es semejante—musitó ella, intentando compensar su error por hacer preguntas invasivas y así contarle parte de su historia, al menos la que debía justificar su llegada al pueblo—. Mis padres vivieron aquí durante su juventud, pero luego se fueron una vez ya casados. Pero despidieron a mi papá de su trabajo, y mi mamá decidió que vendiéramos nuestra casa en Chicago y volviéramos a Mystic Falls, mientras todo se restablece—se removió en su sitio, incomoda consigo misma por tener que decir aquellas mentiras, pero era lo que había acordado con sus padres, porque sería lo que todos en el pueblo sabrían una vez que ellos difundieran dicho relato. 

—¿Qué hay de tu otra escuela? ¿No te dejas amigos detrás?

—Si te seo honesta, no es una gran pérdida—suspiró—. Eran buenas personas—se apresuró en decir, ya que tampoco quería parecer una víctima por haber recibido malos tratos por sus compañeros—, pero eran muy intensos. Ya sabes, juegos de verdad o reto, alcohol, fiestas...pero lo llevaban al límite—aclaró, ya que seguramente él debía estar pensando que en todas las preparatorias era lo mismo—. Ahí las redes sociales influyen más de lo que debe ser en un pueblo—arrugó la nariz—. No me gustan esos ambientes. Me gusta convivir, tampoco puedo vivir encerrada en mi cuarto, pero no me apetece hacer esa clase de actividades. No tenía una sola mejor amiga. Me relacionaba con la mayoría de ellos, pero de algún modo siempre estuve ausente. Sabían que existía, pero no había lazos como tal. Era como ser un fantasma.

Él la miró detenidamente, y por un momento Cora pensó que había dicho algo inapropiado. Pero en lugar de incomodarse, la observaba con una intensidad que la dejó anonadada por completo. 

—Lo siento —se apresuró a decir—. No quería sonar deprimente...

—No, no es eso —la interrumpió él, su voz baja y suave, como terciopelo—. Es solo que describe exactamente cómo me siento en este lugar... o en cualquier otro. 

—¿Y crees que eso puede cambiar?

Él no respondió de inmediato, pero la intensidad de su mirada decía más que cualquier palabra.

—Tal vez. —musitó al cabo de unos segundos, y la miró con tal interés que Cora se sintió abrumada—.— ¿Cómo te llamas? —preguntó finalmente, su voz suave, casi como un susurro.

—Cora —respondió ella, con una sonrisa tímida.

—Stefan —dijo él, devolviéndole la sonrisa, sin embargo, ésta se desvaneció cuando llegaron ante una puerta—. Parece que hemos llegado —dijo él, y Cora vio que se trataba de la oficina del director.

Por alguna razón, ella no quería despedirse de él, pero sabía que tenía que hacerlo. Además, no podía permitirse el lujo de crear lazos. 

—Gracias, Stefan —dijo ella con una sonrisa educada, aunque algo en su interior se resistía a despedirse—. Supongo que te veré después.

—Eso espero —dijo él, su mirada sosteniendo la suya un momento más antes de que ella se girara y desapareciera por aquella puerta.

Cora respiró hondo, tratando de calmar los latidos acelerados de su corazón. No podía permitirse tener amigos, no cuando su tiempo en Mystic Falls estaba marcado por una fecha de vencimiento. Sin embargo, mientras esperaba para entregar sus papeles, no pudo evitar que una pequeña parte de ella anhelara volviera a ver a Stefan, aunque fuera solo para compartir unos momentos más de esa extraña conexión que los unía.

Ser la alumna nueva en un pueblo pequeño era lo que ella solía llamar un cliché en cada novela juvenil que leía. Pero Cora jamás pudo aprender en ningún libro lo que significaba ser la chica nueva estando sola, ya que casi siempre el protagonista de la novela ya tenía la vida resuelta con amigos que llegaba a hacer al inicio de la novela. No sabía a dónde ir, todos la miraban como si fuera un bicho raro, en el mejor de los casos. No faltaron chicos que rápidamente hicieron comentarios nada discretos sobre su aspecto físico y qué tan atractiva podía ser, llegando a compararla con otras chicas que Cora no conocía. 

Sin embargo, esto no podía importarle menos. No buscaba integrarse, lo cual la llevaba a hacerse la sorda hasta que ellos se cansaran de intentar llamar su atención con comentarios desubicados. Era complicado, considerando que no le gustaba proyectar una imagen falsa, ya fuera como alguien tímida o agresiva. Muchos podrían malinterpretar su silencio, sobre todo porque durante el resto del día no volvió a pedir ayuda para encontrar sus próximas clases; solo se apoya en los profesores. Pero, ¿qué más daba lo que pensaran de ella? En tres años, ni siquiera podría salir de casa, y en cinco... en cinco todo habría terminado. Al menos, eso era lo único que ella sabía, y necesitaba recordárselo a cada minuto. 

Afortunadamente, dejando de lado a los chicos pervertidos o a las chicas más extrovertidas, Cora no fue el centro de aquel día. Había otra chica, Elena Gilbert, que estaba dando de qué hablar. Cora escuchó al menos diez veces este nombre en los pasillos mientras cambiaba de salón. No alcanzó a oír mucho, ya que ella misma estaba preocupada por no confundirse de aula o terminar en el baño de hombres. Aun así, entendió que la joven Gilbert había tenido un novio, Matt Donovan, con quien terminó en verano y ahora apenas se dirigíanla palabra. Él era deportista, por lo que Cora pudo deducir, ya que quienes hablaban de ello eran miembros del equipo de fútbol y varias porristas.

—Anímate, amigo —escuchó decir a un chico rubio mientras intentaba encontrar su casillero tras la primera clase. Todos los casilleros eran idénticos, ninguno tenía algún sello distintivo. ¿Cómo lograría ubicarse en ese lugar si ni siquiera sabía dónde comenzaba y terminaba su sombra en las paredes de aquel instituto?—. Ella se lo pierde.

—Lo que perdió fueron a sus padres, imbécil —replicó un chico de cabello castaño, mientras Matt, que llevaba audífonos, bajaba la mirada como un niño perdido que había sido abandonado y cerraba su casillero con desgano—. Matt, la vida sigue para todos, ahora mismo debes concentrarte en lo que puedes hacer. 

—Tengo clase de aritmética. —masculló como única respuesta antes de alejarse por el pasillo.

Esto fue lo más cercano que tuvo Cora a una conversación durante el resto del día, excluyendo, claro, su encuentro previo con Stefan. Sin embargo, escuchar todos los chismes que se susurraban en los pasillos le hizo ver que sus problemas eran minúsculos en comparación con los de la chica Gilbert y su hermano menor, Jeremy, de quien se susurraban más cosas malas que buenas.

Tener tu vida dependiendo de un hilo que se debilita y acorta con cada minuto que pasa era algo que ciertamente no se sobrellevaba con facilidad, pero estar sola tras la muerte de tus padres y tener que cuidar de un hermano menor era devastador. Cora no podía imaginar el dolor interno con el que Elena Gilbert debía cargar día tras día desde aquellos fatídicos sucesos.

No conocía la causa de la muerte de los padres de Elena y Jeremy, pero, según lo que había escuchado de otros alumnos, parecía haber fallecido en un accidente de auto, y Elena había sobrevivido.

Si Cora perdiera a sus padres y lograra sobrevivir, seguramente no querría saber nada más de la vida. Porque, si bien los padres partían antes que los hijos, nunca se estaba preparado para perderlos en un accidente cuando todo parecía normal, sin saber que esos serían los últimos momentos compartidos como familia. La culpa y el dolor debían de ser insoportables para los hermanos Gilbert.

Aun así, Cora no quiso aventurarse a saber quién era Elena. Solo conocía su nombre, pero no su aspecto físico. Y tal vez eso era lo mejor. La única regla que debía seguir para sobrevivir a la escuela era mantenerse alejada de todos. No podía crear ningún lazo de amistad, nada. Era lo mejor para todos.

Pero no contaba con que, en su penúltima clase del día, la de Álgebra, su fuerza de voluntad, aquella que había mantenido desde que llegó al pueblo, llegaría a colgar de la orilla de un barranco.

Una vez que logró orientarse lo mejor posible durante la hora del receso y conocer una parte de los pasillos y salones de la escuela, ya que no se sintió lista para dar ese paso de estar en un área donde era obligatorio socializar con al menos una sola persona, Cora comenzó a sentirse más confiada en la segunda mitad del día. Incluso llegó a levantar la vista de su cuaderno varias veces cada vez que el profesor se extendía demasiado en una explicación, para así observar su entorno.

Naturalmente, encontró a varios de sus compañeros cabeceando de aburrimiento, mientras otros intentaban comprender lo que el maestro explicaba, aunque por sus miradas de desconcierto, no entendían absolutamente nada.

Estaba a punto de devolver su mirada al frente cuando un destello sutil de color verde captó su atención, obligándola a girar el cuello más de lo debido hacia su derecha, solo para encontrarse con la mirada hipnótica de Stefan.

El corazón de Cora inmediatamente comenzó a latir más rápido, y sintió cómo el pulso le golpeaba ferozmente en el cuello, dando la sensación de que, si continuaba así, se desmayaría en cualquier momento. La rubia intentó apartar la mirada y así fingir que no lo había visto a él, sino a la ventana, pero le era prácticamente imposible. Había algo en su mirada que la atraía como la luz a las polillas. Sabía que estaba mal, ya que apenas conocía su nombre, pero cuando lo tenía cerca y cruzaba miradas con él, su capacidad de razonamiento simplemente desaparecía.

Cora se removió inquieta en su asiento, escuchando en un rincón de su mente cómo su conciencia comenzaba a rezar para que el profesor no notara lo que estaba ocurriendo y no les llamara la atención. Ambos eran alumnos nuevos, ya debían estar dando de qué hablar, especialmente porque los dos habían mostrado ciertas reservas al relacionarse con sus compañeros. Lo último que necesitaban era ser expuestos en clase con una reprimenda.

Pero ni siquiera eso hizo que Cora dejara de mirarlo. Su corazón latía cada vez más fuerte en su pecho, haciéndola sentir el deseo de sonreír y querer acercarse a él. Era como si alguien hubiera atado un hilo entre los dos, y nada podía romperlo cada vez que quedaba atrapado en su mirada.

Cora inclinó la cabeza y vio cómo los labios de Stefan esbozaban una pequeña y tímida sonrisa. La joven rubia lo interpretó como una señal de vergüenza, ya que seguramente él no esperaba que ella le devolviera la mirada.

— ¿Alguien aquí sabe cuáles son los números enteros, complejos, imaginarios y reales?

Cora parpadeó y volvió la mirada al frente, solo para encontrarse con el profesor observando a la clase desde detrás de su escritorio. Quiso saber si Stefan había hecho lo mismo o si seguía mirándola, pero no se atrevió a averiguarlo.

«Tonta, apenas entiendes aritmética, ¿cómo piensas entender álgebra si no prestas atención?», pensó, mientras mordía su labio inferior y centraba toda su atención en la clase. El maestro les sermoneó con que habían tenido todo el verano para aprender o al menos reconocer los diferentes tipos de números, pero ninguno parecía saber la respuesta a su pregunta.

Cora siempre había sido terrible en esa materia, así que tenía más que prohibido volver a casa con un futuro examen reprobado. Según sus padres, el sistema educativo de Mystic Falls para esa asignatura debía resultarle más sencillo en comparación con Chicago. Solo que Chicago no tenía ningún chico como Stefan. Y si lo hubiera tenido, ella estaba segura de que lo habría notado, ya que él parecía uno de esos personajes literarios que ella leía: alto, de ojos claros, con una mirada profunda y un cabello de aspecto sedoso.

Suspiró por lo bajo y se inclinó un poco más sobre su pupitre mientras anotaba lo que el profesor escribía en la pizarra. Seguir viviendo a través de los libros la haría perderse entre la ficción y la realidad. Solo tenía que ver sus reacciones ante Stefan para darse cuenta de que ya había perdido toda capacidad de razonamiento al compararlo con personajes literarios. Pero ¿cómo no hacerlo? Incluso su nombre parecía salido de otra época.

—Conversión de una expresión algebraica a aritmética, ¿alguien sabe cómo hacerlo? Y sin revisar sus teléfonos. —Los ojos de Cora se abrieron de par en par al escuchar aquello y, como reflejo, tragó saliva. Aquella sería una clase extensa para ella, por no decir eterna.


No volvió a ver a Stefan por el resto del día. Después de sobrevivir a la clase de álgebra y salir con tarea para el día siguiente, Cora se dirigió a sus próximas clases, donde se sintió más satisfecha al notar que ya no le resultaba tan difícil orientarse sin la sensación de perderse o confundirse de salón.

Recobró mucha más confianza hasta que llegó a la clase de arte. Fue allí cuando finalmente pudo relajarse, pues, además de ser la última clase del día, era su asignatura preferida.

Cora era una apasionada del arte; según sus padres, tenía un alma sensible. Sus mayores pasiones en la vida eran bailar, pintar y cantar, además de leer tanto clásicos y poesía como novelas juveniles. Incluso había tomado clases de piano, aunque no llegó muy lejos, pues solo aprendió a tocar una canción de cuna que les ponían como ejemplo a los aspirantes a ser pianistas.

Cuando bailaba, se sentía libre, como si pudiera volar. No había ataduras, ni existía su enfermedad. Era como liberarse de todo y simplemente sentir la música, mostrar parte de su alma y sus sentimientos a través de su baile. Para ella, el cuerpo podía expresar mucho más de lo que se pensaba, y siempre intentaba demostrarlo. Sin embargo, cuando tomaba un lienzo en blanco y un lápiz, todo a su alrededor se desvanecía. Era como tener control sobre su mente. Cualquier pensamiento negativo se silenciaba y se transformaba en un bello dibujo que reflejaba los matices que su mente albergaba.

Para Cora, era mágico ver cómo su ansiedad se convertía en arte, y el arte era su forma de vivir la vida. Si no podía hacerlo de manera convencional, al menos se expresaba de otras formas.

Tenía leucemia, pero eso no significaba que renunciaría a lo que más amaba. El arte era su pasión. Sabía que eventualmente llegaría el momento en que tendría que despedirse de ello: su cuerpo dejaría de soportar una coreografía de ballet sin agotarse, o sus manos ya no podrían sostener un lápiz con precisión.

Pero hasta que ese momento llegara, no se preocuparía por ello.

—Bien, clase —dijo la maestra cuando finalmente sonó el timbre, aunque Cora apenas se percató, ya que estaba concentrada en su dibujo, comenzando a darle color con el pincel—. Mañana continuaremos y terminaremos sus trabajos. Mientras tanto, quiero que me hagan un ensayo de cuatro cuartillas sobre su pintor favorito, expliquen por qué lo eligieron y hablen de sus obras. Recuerden que el arte trata sobre los sentimientos. Si se sienten avergonzados de lo que escriban, no se preocupen, no se leerán en voz alta —añadió, mirando a los chicos que vestían chaquetas deportivas. Cora no entendía por qué siempre vestían de esa manera, como si quisieran ser vistos únicamente como parte del equipo de fútbol y no como algo más. Le parecía absurdo.

Cora inclinó la cabeza y entrecerró los ojos, enfocándose nuevamente en su trabajo, intentando terminar una sección a la que había comenzado a darle color. De reojo vio cómo sus compañeros prácticamente saltaban de sus taburetes para recoger sus mochilas, sin importarles cómo dejaban sus lienzos. Era el final del primer día de regreso a clases, y todos ansiaban salir lo antes posible para disfrutar lo que quedaba de la libertad del verano.

La maestra de arte, al notar que Cora era la única que quedaba en el aula, dejó su maletín en el escritorio y sacó su teléfono móvil de su bolso para salir del salón y hacer una llamada. Cora no quiso pensar demasiado en ello.

Esbozó una sonrisa de satisfacción cuando terminó de darle sombra a una parte de su pintura y se recostó en su asiento para contemplar su obra. En el lienzo se veía la entrada de una casa. No era exactamente su casa en Chicago ni la que sería su nuevo hogar en Mystic Falls. Una enredadera trepaba por uno de los pilares, con un par de flores cuyo color Cora aún no había decidido. La puerta estaba entreabierta, pero no se alcanzaba a ver nada en el interior. Ni siquiera ella sabía qué podría haber detrás. Tal vez era la puerta de la nueva vida que podría tener en Mystic Falls, pero que jamás podría vivir por su enfermedad. 

—Me gustaría saber qué hay detrás de esa puerta —escuchó una voz animada detrás de ella. Cora dio un respingo y se volteó, buscando a la dueña de aquella voz.

Una chica rubia de ojos verdes con matices azules, que vestía una blusa azul, jeans ajustados negros y zapatos de tacón de aguja del mismo color, le sonreía de oreja a oreja con un entusiasmo que tomó a Cora por sorpresa. A su lado, venía una chica de tez morena, ojos oscuros y cabello castaño chocolate que le sonreía de manera más serena e inclusive arrepentida.

—Lo siento, no quería asustarte —se disculpó la rubia, sin perder su perfecta sonrisa—. Eres la chica nueva, ¿no es así?

Cora arqueó una ceja, avanzando hacia con cierta vacilación. Esperaba ser interceptada en el horario escolar, no cuando las clases ya hubieran terminado.

—Soy Caroline —dijo la rubia, pegando un pequeño brinco cuando su acompañante aclaró su garganta sin mucha sutilidad. Cora interpretó el gesto como si Caroline hubiera olvidado por un momento que venía acompañada—. Y ella es Bonnie.

Cora asintió con la cabeza y, con cautela, dejó el pincel en el frasco de agua para enjuagarlo.

—Cora. —se presentó, esbozando una sonrisa educada.

—¿De dónde vienes?

—De Chicago —respondió, sabiendo que no se libraría de aquel interrogatorio tan fácilmente. Se puso de pie y llevó sus pinceles al lavabo del salón para limpiarlos—. Mis padres crecieron en Mystic Falls y se mudaron a la ciudad cuando se casaron.

—¿Y qué los hizo volver?

Cora se preguntó si Caroline estaba realmente curiosa o si solo hacía preguntas por el simple hecho de tener algo que contar después. De cualquier modo, estaba segura de que sus padres también habrían tenido su cuota de preguntas al reencontrarse con viejos conocidos del pueblo.

—Mi papá perdió su empleo, y lo más práctico fue volver aquí. Además, mi mamá ya tenía ganas de regresar, al menos de vacaciones. Se sintió nostálgica hace unos meses.

—Debe ser difícil adaptarse a un pueblo —dijo Bonnie con tono honesto. Cora le dedicó una sonrisa más sincera al percibir su genuinidad—. Mystic Falls debe medir la mitad de Chicago, tal vez menos.

—No está tan mal —respondió, encogiéndose de hombros—. Me encanta la naturaleza, y Mystic Falls tiene un bosque precioso. Chicago no tiene eso, solo parques y mucho ruido. Dormir aquí es mucho mejor que usar tapones para los oídos todas las noches por el tráfico.

Era verdad. A pesar de que no llevaba ni una semana viviendo en el pueblo, las noches que había pasado allí fueron las más relajantes que recordaba. La luz que se colaba por su ventana era agradable e inclusive la invitaba a dormir, a diferencia de las luces artificiales de la ciudad.

—¿Sabes? —dijo Caroline mientras Cora terminaba de lavar los pinceles—. Esta noche nos reuniremos con unos amigos en un restaurante. Se llama Mystic Grill. Lo sé, no es muy original, pero es lo mejor que tenemos —añadió, como si ella fuera la acostumbrada a la gran ciudad, y no Cora—. ¿Por qué no vienes?

—Solo si quieres —agregó Bonnie, lanzándole una mirada incómoda a Caroline—. Seguramente estás ocupado con la mudanza.

Cora bajó la mirada y reprimió el impulso de suspirar profundamente. Sabía que no podía ir. Su mamá, de enterarse, insistiría en que fuera y le argumentaría que nadie le ayudaría de tener un episodio. El doctor había sido claro: podía ocurrir en cualquier momento, y la idea de estar rodeado de extraños en un restaurante no le hacía sentir segura, sino todo lo contrario.

—Los síntomas pueden aparecer cuando menos lo esperes, Cora —le había dicho el doctor unos días antes de salir de Chicago—. Puedes estar en medio de un examen y tu nariz puede empezar a sangrar. Tus manos pueden perder fuerza y, al más mínimo golpe, sentirás como si te rompieran los huesos. No te cierres a pedir ayuda. Sé que tienes a tus padres, pero también necesitas apoyo más allá de tu familia.

El médico tenía razón, lo sabía. De hecho, le sorprendió que hubiera sido él, y no sus padres, quien le hubiera dado ese consejo. Pero él ya había visto a muchas familias afectadas por el cáncer y, por tanto, entendía la situación.

—Cora necesita ayuda psicológica. —había oído a su madre decir en una discusión con su padre cuando regresó de vacar su casillero en la escuela de Chicago.

—Lydia, lo entiendo. Pero no voy a presionarla. No quiero que piense que hay algo mal en ella.

—¡Nuestra hija se está muriendo, André! No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras ella se esconde detrás de los libros.

Cora sintió cómo su corazón se estrujaba al recordar esa discusión. Sabía que sus padres tenían razón: no podía cargar con todo sola. Necesitaba, al menos, un apoyo en la escuela. Pero ¿habría alguien de confianza que no esparciera rumores sobre su enfermedad?

Aún no se sentía preparada para dar ese paso.

—Claro —se escuchó decir a sí misma—. Ahí estaré.

—¡Genial! —respondió Caroline, visiblemente emocionada—. A las siete en punto. Mystic Grill.

Bonnie puso los ojos en blanco y le sonrió a Cora, como disculpándose por el entusiasmo de su amiga.

Cora recogió sus cosas en silencio mientras las dos chicas salían del aula. Cuando estuvo seguro de estar sola, dejó caer la cabeza sobre su mochila y ahogó un grito de frustración. ¿Por qué había aceptado la invitación? ¿Qué esperaba encontrar o probar? ¿Y a quién?

«Idiota. ¿Cómo pudiste acceder?», se reprendió. Tomó su mochila y, soltando un gruñido, salió del salón de arte.

Los pasillos estaban, afortunadamente, casi vacíos, excepto por algunos alumnos que seguían en sus casilleros, quienes estaban recogiendo sus cosas para volver a casa, o salir con sus amigos. Cora no se tomó la molestia de echar un vistazo a su alrededor para ver si reconocía algunos de los rostros que había visto a lo largo del día. Aparentemente, ya tendría tiempo para eso por la noche.

Mordiéndose el labio inferior, su frente se arrugó levemente cuando recordó que era su mamá quien vendría por ella, y que tendría que informarle que esa noche saldría. No sabía si tenía más miedo por lo que pudiera pasar en esa cena, o por las reacciones que su mamá mostraría en cuanto le tuviera que pedir permiso.

Una vez que salió al exterior de la preparatoria, alargando cada paso a modo de zancadas, la joven rubia empezó a buscar señales del auto de su mamá, un Volvo que había comprado en Chicago días antes de mudarse, para no depender del jeep de su papá. Cora descendió rápidamente los escalones y, sin importarle lo que pudiera pensar al verla tan apurada, llegó al Volvo azul marino. En cuanto su mano jaló la manija para abrir la puerta trasera, soltó el aire que había estado reteniendo y se colocó el cinturón apenas cerró la puerta.

Se percató de cómo su mamá la miraba por el espejo retrovisor, y en sus ojos color ámbar destellaba esa preocupación incesante que la había acompañado desde el día en que le dieron el diagnóstico. Cora observó su cabello castaño suelto, cayendo en ondas sobre sus hombros, y notó la liga de cabello descansando en su muñeca.

— ¿Cómo te fue? —preguntó Lydia mientras regresaba la vista al frente para salir en reversa del estacionamiento de la preparatoria.

Cora frunció los labios y entrelazó los dedos sobre su regazo. Sabía que su mamá aparentaba estar despreocupada, tratando de transmitirle confianza, pero la joven Beckham estaba segura de que, si fuera por ella, todos en Mystic Falls, hasta las ardillas, sabrían de su enfermedad para que así Cora recibiera un trato especial. Pero ella no quería eso. No quería entrar a un salón de clases o a un restaurante y que toda conversación cesara abruptamente para recibir miradas de lástima. Todos a su alrededor la tratarían con cuidado, esperando que en cualquier momento algo terrible sucediera.

—Parece un lugar tranquilo. —murmuró.

—La gente aquí es amable, Cora. Verás que en un mes te sentirás parte de la comunidad —esbozó una sonrisa mientras abandonaban el estacionamiento—. Las personas de pueblo son cálidas, tú misma lo lees en tus libros. Mystic Falls no es la excepción.

Cora no respondió. Todavía no tenía una respuesta para eso.

—Tengo tarea. —se limitó a decir, tomando su mochila, que había dejado a su lado, y sacando tres cuadernos, entre ellos su diario. Tomó una pluma y presionó los labios, sintiendo la necesidad de desahogarse. Claramente, su madre no era la mejor opción para hacerlo ahora mismo.

— ¿Quieres que reduzca la velocidad?

—No —respondió, abriendo el libro de química y ocultando dentro de su diario de cuero púrpura—. Está bien así.

Jamás salía de casa sin su diario, especialmente desde hace unos meses. Nunca había sucedido, pero tenía miedo de que, mientras ella no estaba, sus padres empezaran a buscar desesperadamente una ventana hacia su interior, y la única que tenían al alcance era su diario. Ahora que estaba en un lugar nuevo, siendo una desconocida, no le sorprendería que su mamá intentara leerlo para saber cómo estaba realmente.

Querido diario, Hoy fue un día... horrible.

Me gustaría decir que fue interesante, pero no lo fue. Pensé que tenía el control, que podía con esto, pero es más difícil de lo que imaginaba. Además de ser una forastera en este pueblo, estoy sola. Completamente sola. Mis padres me ven cada día más como una paciente enferma a la que deben cuidar, que como a su hija. Me gustaría decir que estoy bien, que voy a superar esto, pero no estoy segura de ello.

Mis compañeros de clase son agradables, mejores que los de Chicago, definitivamente. Pero no quita el hecho de que me siento una extraña entre ellos. Mi plan era simple: no interactuar con nadie, pero rompí la única regla que me impuse. Hablé con un chico y quedé en una cita con la que parece ser la chica más popular de la escuela. Vaya fracaso.

No sé si estará bien, porque no me siento bien. Estoy muriendo, y estoy sola en este proceso. Sé que debería dejar entrar a alguien, a una sola persona que no sea de mi familia, pero me resulta difícil. ¿Cómo saber en quién confiar? Es solo el primer día, lo sé, pero ya estoy empezando a dudar si podré mantener la fachada de chica nueva y sana por mucho tiempo. Mystic Falls no es mi hogar, no lo siento como tal. Pero tengo que adaptarme, por mis padres.

Quiero ver esto como una prueba de que no todo sale bien en el primer intento. Tal vez en una semana, o menos, podría pasar desapercibida hasta que la gente comience a ignorarme o a saludarme por simple cortesía. Puedo hacerlo, pero primero tengo que sobrevivir esta noche.

Cora alzó la mirada al sentir que el auto se detenía. Estaban en un alto. Frunciendo los labios, cerró su diario y lo guardó en la mochila. Estaba a punto de revisar las tareas que tenía por hacer, cuando un movimiento en el rabillo del ojo capturó su atención.

Miró por la ventana izquierda y vio un majestuoso cuervo, con un plumaje que brillaba bajo la escasa luz del sol que se filtraba entre las nubes. Sus ojos profundos estaban fijos en el Volvo, en Cora. Sintió que aquel cuervo la observaba a través del vidrio.

Instintivamente, ella inclinó la cabeza y frunció el ceño. Le gustaban las aves, eran su segundo animal favorito después de los gatos, pero había algo en ese cuervo que lo hacía diferente a los demás. Podía ser su imaginación, pero le parecía que su mirada era profunda y oscura, con un leve y casi imperceptible matiz azul.

El cuervo graznó, extendió sus alas y se alejó, levantando vuelo desde el buzón donde había estado posado.

Cora llevó la mano a su cuello, sintiendo su pulso acelerado. Cerró los ojos por un momento. Debía ser la fatiga por su primer día de clases, porque no había manera de que un cuervo, por más que fueses las aves más inteligentes, pudiera mirarla a los ojos mientras intentaba penetrar en su alma. 


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