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𝐜𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝐭𝐰𝐨



𝟏𝟐𝟐 𝐝.𝐂., 𝐾𝑖𝑛𝑔'𝑠 𝐿𝑎𝑛𝑑𝑖𝑛𝑔

𝐄𝐥 𝐬𝐞𝐠𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐝𝐢́𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐭𝐞𝐫𝐜𝐞𝐫𝐚 𝐥𝐮𝐧𝐚 𝐝𝐞𝐥 𝐚𝐧̃𝐨 𝟏𝟐𝟐 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐮𝐞́𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐂𝐨𝐧𝐪𝐮𝐢𝐬𝐭𝐚 era un día lluvioso, con el cielo encapotado y las gotas de lluvia resonando sobre la fría piedra de la Fortaleza Roja. La actividad disminuía considerablemente en días así, en los que la corte optaba por reunirse tan solo durante un par de horas en la mañana, por lo que el ambiente se volvía extrañamente tranquilo —incluso siniestro para muchos—, y el silencio tomaba el relevo del bullicio y el caos que caracterizaban a la Fortaleza Roja. Los nobles que frecuentaban el castillo detestaban que los caprichos de la naturaleza le arrebataran las horas de diversión que estarían a su alcance si el cielo estuviera despejado y en él brillara el sol. Sin embargo, en la penumbra de la biblioteca y frente al calor del fuego, dos niños de melena plateada celebraban que en el mundo reinara el silencio, pues eran solo en días como esos en los que no tenían que estar separados el uno del otro, cumpliendo con sus respectivas tareas y responsabilidades como príncipes del Reino. 

Visenya y Aemond disfrutaban enormemente de esos momentos, en los que ambos leían en silencio un tomo antiguo sobre la historia de los Targaryen en Poniente mientras traducían el Alto Valyrio en sus cabezas, interrumpiéndose el silencio solo cuando Visenya le preguntaba a su tío que significado tenía cierta palabra en la lengua común.

—Obūljagon —susurró Visenya, girando la cabeza hacia Aemond para ver que su tío ya la estaba mirando—... ¿Qué significa Obūljagon?

—Arrodillarse —respondió el niño, señalando la palabra a la que se había referido Visenya—. Dice que las grandes casas de Poniente se arrodillaron ante Aegon el Conquistador y sus hermanas, ofreciendo su rendición y la de sus banderizos a la casa Targaryen. 

Visenya asintió lentamente, moviendo los labios mientras repetía la palabra para sí misma. Aemond sonrió, sintiéndose en paz en la compañía de su sobrina en la tranquilidad de la biblioteca. Los niños rara vez tenían oportunidad de verse a solas, ambos ocupados con responsabilidades a sus tempranas edades y encontrándose solo cuando iban en compañía de sus hermanos a Pozo Dragón. En ocasiones especiales, como ese día, Visenya y Aemond corrían a refugiarse el uno en el otro, escapando de las septas y la guardia real que acudían a su búsqueda. Aquella mañana, sin embargo, los jóvenes príncipes no lograron escabullirse durante mucho tiempo. Especialmente cuando las puertas de la biblioteca se abrieron estrepitosamente, provocando que los niños dieran un salto. Visenya supo, al ver al caballero frente a ella con su habitual ceño fruncido, que su momento de tranquilidad con su tío finalizaba ahí mismo.

—Príncipe Aemond —llamó Ser Criston—. Vuestra madre solicita que acudáis a sus aposentos enseguida.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó la princesa, levantándose a la par que Aemond con la esperanza de prolongar ese momento.

—La reina especificó que el príncipe debía acudir solo. 

Seco, tajante y autoritario. Esa era la faceta que el caballero juramentado de la reina Alicent siempre mostraba con la hija de Rhaenyra. No la trataba con tanto desprecio como a Jace o Luke, tal vez porque no se le permitía entrenar con los príncipes, pero Visenya siempre se había preguntado cuál era el motivo del desdén de Ser Criston hacia ella y sus hermanos. 

—Pero...

—Está bien, Aemond —dijo Visenya con una pequeña sonrisa en los labios—. Iré a ver a Avyanne. Kesan ūndegon ao tolī.

"Te veré luego" fue la promesa de Visenya antes de despedirse del príncipe. Ser Criston no le dirigió una sola mirada más a Visenya mientras esta caminaba en dirección a la puerta de la biblioteca y un escalofrío recorrió el cuerpo de la niña al pasar por el lado del caballero. 

La princesa cerró la puerta de la biblioteca y se sorprendió al ver la soledad de la Fortaleza Roja. Los pasillos estaban oscuros ante la ausencia de sol aquella mañana y el silencio anunciaba que la corte estaba dispersada, probablemente a instancias del terrible tiempo. Visenya se frotó los brazos ante la fría brisa que azotó su cuerpo, echando de menos el fuego del que había estado disfrutando con Aemond en la biblioteca. Visenya caminó durante unos minutos por la fortaleza a solas, girándose cada cierto tiempo para ver si alguien seguía sus pasos, constantemente con la sensación de que alguien la vigilaba de cerca. Quizá fuera porque su madre le había advertido en más de una ocasión que no vagara sin escolta o compañía bajo ninguna circunstancia, especialmente cuando la amenaza sobre Rhaenyra y su linaje se hizo más patente. Es por ello que, cuando captó un resplandor plateado por el rabillo del ojo, Visenya tuvo un mal presentimiento. 

"Ser Criston", fue el primer pensamiento de la joven. No sabía explicar el por qué, pero si tenía que imaginarse una amenaza real capaz de herirla dentro de las murallas de la Fortaleza Roja, la primera persona que aparecía en su mente era Criston Cole. 

—¿Princesa?

De repente, la alarma desapareció. Aquella voz grave, apta para asustar al más curtido de los soldados, siempre le transmitía paz. 

—Ser Harrold —pronunció la niña, girándose con rapidez en dirección a la voz del Lord Comandante de la Guardia Real. 

—Pero ¿qué hacéis sola, jovencita? Sois consciente de que siempre debéis llevar un escolta, ¿verdad?.

—Voy a ver a Avyanne.

Ser Harrold Westerling chasqueó la lengua y se acercó a la princesa, recogiéndose la capa blanca antes de arrodillarse frente a la princesa.

—Parecéis disgustada. ¿Os importaría decirme qué os ha importunado? —preguntó el Lord Comandante con un tono dulce.

Visenya bajó la mirada, relajándose por completo al escuchar el tono afectuoso del caballero. Visenya se encogió de hombros, pero terminó por suspirar cuando percibió la mirada insistente de Ser Harrold. 

—No me gusta Ser Criston. 

—Cielos —rió el Lord Comandante, negando con la cabeza antes de soltar una nueva carcajada—. ¿Queréis saber un secreto? A mí tampoco me gusta. 

Visenya sonrió y aceptó la mano tendida de Ser Harrold, quien guió a la princesa por los pasillos de la Fortaleza Roja hasta los aposentos de Avyanne Arryn, sobrina de Lady Jayne Arryn y heredera del Nido de Águilas. Avyanne se había convertido en dama de compañía de Visenya casi dos años después de la llegada de Cerissa Tully a Desembarco del Rey, coincidiendo con la presentación en la corte de Myrcella Lannister, hija mayor de Jason Lannister. Visenya pasó de no tener amigas a ser parte de una pequeña familia de cuatro hermanas, cada una de las niñas especial en su propia forma. Avyanne era la menor de ellas y, de algún modo, la más seria; siendo unos meses menor que Visenya y Myrcella, la niña siempre se encargaba de que las demás se comportaran —especialmente las dos mencionadas— y de que la septa no tuviera que dar un nuevo sermón sobre cuán inapropiados eran esos comportamientos para unas jovencitas como ellas. Visenya, en aquellos casos, solo podía reír. 

—Avisaré a vuestra madre de que estáis aquí. Me dijo que estabais en la biblioteca con el príncipe Aemond y me pidió que comprobara cómo estabais. 

—Por favor, no le digáis que me encontrasteis sola —rogó la princesa—. Lo último que quiero es que se enfade conmigo.

—No lo haré si prometéis no ir nunca más sola por estos pasillos —se comprometió el Lord Comandante—. Nunca se sabe que pueda acechar en este lugar. 

—Lo prometo.

Ser Harrold pareció conformarse con la palabra de la princesa y asintió, enderezándose antes de llamar a la puerta de los aposentos de Avyanne. Visenya podía escuchar desde su posición las voces de Myrcella y Avyanne y no podía esperar a reunirse con ellas. 

—Voleré cuando termine de hablar con la princesa Rhaenyra —dijo Ser Harrold, brindándole una última sonrisa a la niña—. Me aseguraré de que no volváis sola a vuestros aposentos. 

—Gracias, Ser Harrold. 

La dulzura de Visenya siempre había conmovido al Lord Comandante. Siendo la mayor de las hijas de Rhaenyra, Visenya era la viva imagen de su madre, pero la forma en la que la niña se desenvolvía con soltura entre los miembros de la corte hacía que Ser Harrold viera en ella fragmentos de la personalidad de su abuela, Aemma. El Lord Comandante, sin embargo, veía esa dulzura desaparecer a medida que los años pasaban por la princesa y culpaba al envenenado ambiente político en el que ella y el resto de los niños de la corte se veían obligados a vivir. 

Las puertas de las estancias se abrieron y Visenya sonrió al ver a sus amigas. Myrcella y Avyanne se levantaron del suelo y corrieron al encuentro de la princesa, tomando sus manos y arrastrando a la niña hacia el interior de las estancias. Las dos doncellas que acompañaban a las niñas se levantaron de la alfombra y le hicieron una reverencia a Visenya, esperando a que las pequeñas tomaran asiento para retomar lo que estaban haciendo. 

—Hemos cogido un vestido viejo y estamos haciendo pulseras de la amistad con la falda. ¡Mira! —exclamó Myrcella— Hemos hecho esta para ti. Y estamos haciendo una para dársela a Cerissa cuando vuelva de Aguasdulces. 

—Son preciosas. Gracias —sonrió la niña, sentándose junto a sus amigas en la alfombra. Su cuerpo le dio la bienvenida de inmediato a la calidez del fuego que había encendido en la habitación.

Visenya pasó horas junto al fuego en compañía de Myrcella y Avyanne y, con la tela que les quedaba, las niñas hicieron una pulsera más, "en caso de que hicieran una nueva amiga", había dicho la heredera del Nido de Águilas. Años más tarde, Visenya se acordaría a menudo de aquella tarde en la Fortaleza Roja. No solo por la premonición indirecta de Avyanne de que se uniría una persona más a su estrecho círculo, sino por las palabras que le había dicho Myrcella.

—Algún día, cuando estemos casadas y seamos muy mayores—había dicho la pequeña Lannister—, les contaremos a nuestros hijos la historia de nuestra amistad; que crecimos juntas, vivimos juntas y nos enfrentamos a toda adversidad juntas. Por ello, prometo no quitarme jamás esta pulsera. 

Visenya y Avyanne se unieron a aquel juramento y, más tarde, Cerissa. Las cuatro niñas, años más tarde, recibirían con los brazos abiertos a la reciente y última incorporación a las damas de compañía de Visenya Velarion, la princesa Nymeria Martell de Dorne, a la que obsequiaron con la pulsera restante como regalo de bienvenida. El círculo se completó y se selló, con la promesa de que la familia en la que se habían convertido las cinco jóvenes jamás se rompería. Pero con la enfermedad del rey Viserys y el envenenado juego político que dividió a la casa Targaryen y al reino en dos bandos, las jóvenes comprenderían que las promesas penden de un fino hilo que cualquiera puede romper.


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𝟏𝟐𝟗 𝐝.𝐂., 𝑆𝑢𝑛𝑠𝑝𝑒𝑎𝑟.


Dos semanas en Dorne le habían bastado a Visenya para asegurarse de que no le importaría en absoluto abandonar su vida real y empezar de nuevo en el sur de Poniente. La vida era tan diferente en este rincón del mundo, tan libre y sin prejuicios, que le costó habituarse a la realidad paralela que escondía Dorne. Los dornienses también habían tardado en habituarse a la presencia de la princesa. Los roces entre la corona y Dorne habían cesado parcialmente desde que Nymeria, la única hija legítima del príncipe Qoren Martell, se uniera a la corte de Visenya como dama de compañía —como certeza de que Dorne no volvería a aventurarse en el Tridente para contra los intereses del Trono de Hierro—. Pero eso no significaba que el pasado entre las casas Targaryen y Martell se hubiera esfumado de repente. Los dornienses eran orgullosos y no olvidarían que antaño habían intentado ser sometidos por los señores de dragones. La independencia de su reino era extremadamente valiosa para ellos. Por ese motivo —y el conocimiento de errores históricos, como el que le había costado a su casa la vida de Rhaenys Targaryen y su dragón Meraxes—, Visenya comprendió desde el principio que una conquista, como la que llevaron a cabo sus ancestros más de cien años atrás, no aseguraría la unión de Dorne a los Siete Reinos. Y esa era la razón por la que había partido de Rocadragón semanas atrás y se encontraba en una estancia privada en el Palacio Antiguo de Lanza del Sol, esperando a que sus doncellas acudieran a prepararla para el día que tenía por delante.

Las puertas de los estancias se abrieron tras unos toques en la puerta, pero Visenya no alcanzó a ver a ninguna de sus doncellas. En su lugar, una cabellera oscura como la noche y otra dorada como el sol aparecieron en su campo de visión. De repente, Visenya se sentía de vuelta en casa. 

—¿Qué haces aún en cama? —preguntó Myrcella, como si hubiera visto un crimen con sus propios ojos— No puedo creer que tenga que sacarte a rastras otra vez. ¡Y vestirte! Si las doncellas no aparecen en un par de minutos, te sacaré ese camisón yo misma. 

—¡Myrcella! —exclamó Avyanne— Dioses... Si alguien te escuchara...

—¿Qué harían? ¡Esto es Dorne, Avyanne! No estamos en Desembarco del Rey. Te encuentras en la cuna de la indecencia y la lujuria. Y además, no es como si no hubiera visto a Visenya desnuda antes. 

—Sé como vestirme sola —rió la princesa, retirando las sábanas antes de deslizarse fuera de la cama—. Pero gracias, Myrcella. Tus intenciones eran enormemente generosas.

Myrcella sonrió con diversión antes de hacerle una reverencia a la princesa. Avyanne, mientras tanto, rebuscó en uno de los baúles que Visenya había traído desde Rocadragón y le pasó un vestido un vestido en tonos azul pastel, representando a la casa de su padre. Visenya le agradeció el gesto a la vez que escuchaba la incesante charla de la joven Lannister. 

—Nymeria y Cerissa ya se encuentran en el comedor. Le prometimos a Nymeria que las acompañaríamos en breve. —dijo la rubia—. Y no te pongas nerviosa, pero he escuchado un pequeño rumor esta mañana de la boca de una doncella dorniense.

—No me has contado nada —protestó Avyanne—. ¡Sabía que ocultabas algo! No has dejado de sonreír desde que llamaste a mi puerta.

—¡Debía guardar la emoción para este momento! —respondió Myrcella con satisfacción— Bueno. ¿Queréis saberlo o no?

Visenya sonrió y negó con la cabeza, saliendo de detrás del separador para que Avyanne anudara los lazos del vestido. 

—¿Vas a hacernos suplicar hasta que nos lo cuentes, Cella?

—Depende —se encogió de hombros la chica Lannister—. ¿Suplicaríais ante mí, mi futura reina, si supierais que el rumor es acerca de Qoren Martell?

La princesa rápidamente se dio la vuelta, examinando el rostro de Myrcella con una ceja en alto. 

—Desembucha. 

—He oído que el príncipe de Dorne quiere unirse a nosotras esta mañana para el desayuno —dijo la rubia, balanceándose sobre sus pies—. Estabas ansiosa por poder hablar con él, ¿no es cierto? 

Visenya guardó silencio durante unos segundos, meditando sobre las palabras de Myrcella. No había tenido ocasión de hablar con Qoren Martell desde su segundo día en Dorne y, aunque el motivo oficial por el que habían viajado a Dorne era para que Nymeria pudiera visitar a su familia, Visenya tenía planeado iniciar una serie de conversaciones con el príncipe dorniense que pudiera asegurar la postura de su madre como legítima heredera al Trono de Hierro. Ningún hombre del Consejo Privado había mantenido negociaciones con Dorne en años, mucho menos tras lo ocurrido con la Triarquía en el Tridente. Pero Visenya no era un hombre y mucho menos permanecía al Consejo—plagado de víboras verdes, diría ella—. Su persuasión era algo que esos hombres, cuyo propósito era servir a Viserys, no poseían. Y Visenya era astutamente persuasiva. 

—No esperaba hablar con él durante el desayuno, precisamente —murmuró Visenya—. Le pediré que se una a mí para un paseo en los Jardines del Agua. Gracias, Myrcella. Tu afán por el chismorreo hará que te nombre consejera de los rumores algún día. 

—Nada me honraría más —dijo Myrcella risueña. 

La princesa y sus damas de compañía estaban listas para abandonar los aposentos de Visenya cuando sus doncellas aparecieron. Una de las jóvenes se apresuró a terminar de vestir a la princesa mientras la otra se acercó a Visenya con un pergamino en la mano. 

—Un cuervo llegó al alba para vos, princesa. 

—Gracias, Ayara.

Visenya se sentó frente al tocador mientras la doncella jugaba con su pelo, preguntándole a la joven Velaryon qué clase de peinado le gustaría llevar ese día. Pero Visenya estaba demasiado centrada en el sello rojizo del pergamino, tanto que ni siquiera escuchó la voz de Ayara. Avyanne optó por decirle a la doncella que cualquier peinado estaría bien y, acto seguido, posó una mano sobre el hombro de Visenya.

—¿Ha ocurrido algo? 

—No lo sé —respondió a la joven Arryn—. Lleva el sello real. 

Un tenso silencio se hizo dueño de la habitación. Pocas palabras habían sido habladas, pero todas llegaron a la misma suposición y a un temor compartido. 

"Mi abuelo ha muerto", fue lo primero que pensó Visenya. Pero un millón de pensamientos interrumpieron en su cabeza. Dudaba que mandaran un cuervo desde Desembarco del Rey anunciando la muerte del rey. A fin de cuentas, sería una estupidez arriesgarse a que ese pergamino cayera en manos equivocadas, especialmente encontrándose en Dorne. Y además, no podía imaginarse a Otto Hightower escribiendo una carta con pesar, dándole el pésame por la muerte de un ser tan querido para ella como el rey Viserys.

—Dejadnos —ordenó Myrcella y las doncellas abandonaron enseguida la habitación. La rubia se acercó a la princesa—. Puedo abrirla yo, si lo deseas.

Visenya se recompuso rápidamente y negó con la cabeza. La princesa rasgó el sello y desenvolvió el pergamino, leyendo detenidamente su contenido. Avyanne había desviado la mirada hacia el gran ventanal de la habitación, pero Myrcella había asomado la cabeza sobre la de Visenya para averiguar qué era tan importante. 

—Es de Helaena —dijo al fin Visenya—. Desea que asista a las celebraciones por el día del nombre de los mellizos. 

—¿Puedo? —preguntó la joven Arryn, tomando el pergamino cuando Visenya se lo pasó— ¿Estás segura de que es de Helaena?

—Sí. Es su letra.

Avyanne echó un vistazo cuidadoso a la letra y se sentó junto a Visenya. Ambas repasaron el contenido de la misiva, en la que Helaena Targaryen expresaba su deseo de volver a ver a su sobrina y la invitaba a pasar unos días en Desembarco del Rey, aprovechando la celebración en honor de Jaehaerys y Jaehaera para reunirse de nuevo. 

—Pues yo creo que deberíamos asistir —dijo Myrcella, encogiéndose de hombros—. Hace años que no vamos a Desembarco del Rey y tenemos una justificación más que razonable para volver. ¿Qué nos detiene?

—Que nos fuimos por una razón, Myrcella —respondió Visenya, dejando a un lado el pergamino.

—Además, no sabemos si fue la princesa Helaena quien verdaderamente mandó ese cuervo —añadió Avyanne—. Podría ser una trampa.

—Por los dioses, Avyanne. ¡Tú y tus conspiraciones! —exclamó la joven Lannister— Helaena nos ha extendido una invitación. La tomamos, asistimos a las celebraciones, bailamos y bebemos. Además, asistirán los señores de las grandes casas. ¡Es la ocasión perfecta para encontrar marido!

—Como si tu padre no hubiera intentado emparejarte con grandes señores —rió Visenya. Cada vez que Jason Lannister había aparecido con un partido para su hija, la rubia había amenazado con tirarse desde lo alto del acantilado de Rocadragón. Ninguno de ellos le parecía suficientemente bueno para ella. 

—Ya sabes lo que opino de eso —protestó la rubia—. Quiero algo que se asemeja a la realeza, no un señor gordo y viejo del Dominio. No se lo digáis a Nymeria, pero aceptaría antes casarme con su padre que con cualquier señor de Poniente.

Avyanne hizo una mueca de disgusto y Visenya negó con la cabeza, levantándose del tocador.

—Aprecias demasiado la realeza —le dijo Visenya—. Pero la realidad es mucho más cruda y desagradable de lo que te puedas llegar a imaginar, amiga mía. No te desearía un solo día de esta vida.

Myrcella rodó los ojos y posó ambas manos en los hombros de la princesa, haciendo que volviera a sentarse frente al tocador. La rubia comenzó a trenzar el pelo de la princesa, terminando el trabajo que había empezado su doncella. 

—Yo solo digo que unos días en Desembarco del Rey no harán daño a nadie. Y tu presencia allí seguro que refuerza la pretensión de la princesa Rhaenyra. ¿No es esa la razón por la que hemos venido hasta Dorne? Ahora tienes la oportunidad de hacer justo eso en la que un día volverá a ser tu casa. Y la de tus hijos. Demuestra que no tienes miedo de volver. 

Visenya buscó la mirada de sus amigas a través del espejo y suspiró. Myrcella tenía razón. Rechazar la invitación podía suscitar comentarios negativos sobre su ausencia en la capital. Y, además, había estado buscando la manera de fastidiar a los verdes. ¿Qué mejor ocasión que la que se le había presentado?

Avyanne pareció leer su mente. Tal vez porque eran familia lejana, o porque, siendo mayor que ella y habiéndose criado juntas, la conocía como pocas personas lo hacían. La joven Arryn cogió el pergamino y se lo guardó para quemarlo después y miró de nuevo a Visenya. 

—¿Estás segura de esto? —le preguntó.

Visenya asintió y le sonrió. Tomando una bocanada de aire antes de levantarse con vigor. 

—A Desembarco del Rey, entonces.


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