𝟎𝟏. efesios 2: 8-9
01 — EFESIOS
CAPÍTULO DOS, VERSÍCULO OCHO Y NUEVE
"Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe."
— ୨୧ —
Oscilar entre el presente y el pasado, es navegar en un tormentoso mar de recuerdos que se han difuminado en la mente humana al punto del olvido. Quizás aquella era su maldición por los pecados que hubo oculto tras un grueso manto de fe forzada, tras años de preparación y formación cristiana. Suguru sabía que ciertamente estaría destinado a una eternidad siendo un náufrago, arrastrándose por la orilla de una desolada costa, sosteniendo contra sus manos los minúsculos granos de arena... solo para ser arrastrado de regreso a un turbulento ponto.
La marea lo azotó en un momento inesperado, cuando sus pies lo llevaron al confesionario de la iglesia, teniendo frente suyo la cabellera escarlata que se mecía en una caminata tranquila y suave. Lo recordó con un sentimiento extraño enredado en su esófago, estrangulando su cuello con un nudo incómodo que le imposibilitaba tragar.
Vagamente, en su mente se proyectó aquel día en el que lo vio por primera vez.
Las sábanas blancas del orfanato estaban colgadas, secándose con el dulce sol de la primavera, se mecían con el viento las telas de forma tan gentil, dejando ver en su columpiar el atisbo de la figura pequeña de un preadolescente.
Si... Shinichiro era muy joven cuando sus ojos se cruzaron por primera vez. Getō recordaba esa mirada inocente, la forma en la que sus pestañas se batían como las alas de una mariposa. Recordaba con nostalgia las ojeras tenues debajo de sus ojos, y la forma en la que sus manos tironeaban las sábanas para descolgarlas del tender.
— Oh, aquí estás.
La palma de una vieja mano golpeó su hombro, cortando su trance abruptamente. Suguru volteó en dirección al Pastor, algo conmocionado por su repentina aparición. Con sus dieciocho años, le avergonzaba un poco estar frente a una figura imponente como la del cura de aquella iglesia. Después de todo, él había pasado su infancia allí con sus padres, se había criado escuchando al Padre hablar en la iglesia; Dando sermones religiosos, charlas inspiracionales, portando la palabra del Todopoderoso. Y es allí donde se enamoró de su rol...
Joven e ingenuo Suguru.
Se enamoró del poder. De la posibilidad de volverse uno con la eterna gloria. El Cura es en la misa la reencarnación de Cristo, se convierte en él para dar así la palabra sagrada, y llegar a los corazones de los demás creyentes.
— ¿Te gusta el lugar, no? — el padre continuó ante el prolongado silencio, un apretón suave continuando en presionar los músculos de su hombro. Getō sonrió, gentil.
— Tenía curiosidad y decidí recorrer la zona, lamento haberme ausentado. — Suguru asintió ligeramente con la cabeza, y por instinto, su mirada regresó a su lugar anterior. Sus orbes en búsqueda de la cautivadora presencia antes detectada.
El jovencito estaba dejando las sábanas secas dentro de un gran canasto, y había comenzado a colgar la ropa mojada del lavado.
El Padre siguió su mirada, y su mano lentamente se retiró de su hombro... dando paso a una corta y tenue risa divertida. El hombre adulto se colocó las manos en los bolsillos de su pantalón de vestir, concentrado en la escena.
— ¿Es parte del orfanato? — preguntó curioso, dándole una mirada de soslayo al mayor entre ambos. El cura asintió con su cabeza.
— El pobre perdió a su familia a los ocho años. — comenzó a relatar, sosteniendo en su voz el distintivo tono empático y profundo que cargaba en sus discursos. — Ellos eran religiosos, pero nunca lo traían a la misa. Es todo un caso.
Un suspiro vago abandonó sus labios, y el eclesiástico miró a Suguru, obligándolo a voltear la mirada en su dirección.
— Es un niño raro.
Suguru no pudo evitar fruncir su ceño, su lengua comenzaba a escocer con la necesidad de preguntar por más. Y aparentemente sus diálogos internos habían sido lo suficientemente altos como para ser oídos por el mayor.
El Padre sonrió una vez más. — No me malinterpretes, no es un chico malo. Es muy educado y ha aceptado a Dios en su corazón. Sin embargo, las Hermanas del Orfanato me han elevado algunas preocupaciones. — el viejo volteó a mirar nuevamente al joven... — Hemos dialogado bastante. Todavía le queda un largo camino por recorrer para sanar su joven corazón.
El preadolescente los miraba a ambos. Sus ojos grises estaban fijos en el eclesiástico, y Suguru podía sentir su piel erizarse. La intensidad de esa mirada era intimidante. Un niño lo intimidaba, apenas una criatura. Alguien sin voz ni voto en aquel cruel mundo, un huérfano. Alguien que carecía de herramientas para hacer algo, un mal a cualquiera a su alrededor.
¿Por qué?
¿Por qué aquellos ojos grises se cristalizaron, amenazando con estallar en lágrimas? Tormentas estallaban en su mente, y los nubarrones tempestuosos de su mirada anunciaban que pronto llovería.
El pronóstico pareció ser de su conocimiento, pues el joven pelirrojo de trece años apartó la mirada y con manos temblorosas comenzó a doblar la ropa que había recolectado.
Suguru en su inocencia creyó que el jovencito los había escuchado hablar sobre él y con ese pensamiento en mente se apresuró a caminar en su dirección. Sintió el césped natural hundirse tras sus pasos, y el aroma a un tenue perfume de melocotón llenar su nariz. Pronto alcanzó al joven, que con dificultad peleaba con el edredón blanco, y parecía estar al borde del llanto.
— Deja que te ayude...
Suguru murmuró al encontrarse a una distancia prudente, provocando un ligero sobresalto, y el posterior alivio en aquellas tormentas platinas; Como si el cielo se despejara en su mente y dejase reposar las nubes, finalmente, vacías y ligeras. Tomó con cuidado el otro extremo de las sábanas, ayudándolo a doblarlas prolijamente, repitiendo el procedimiento en silencio, con paciencia y manteniendo la serena sonrisa natural en sus labios. Después de todo, Getō había obrado bien por su instinto, no porque a sus espaldas los analíticos ojos del cura los estuvieran siguiendo.
Sus manos rozaron las del joven cuando terminaron con la última pieza, y una expresión de sorpresa surcó su rostro. Avergonzado por el pequeño gesto, Suguru rio con inocencia y le sonrió a Shinichiro.
— ¿Así está bien? Deberías ir adentro con los demás. Hiciste un buen trabajo.
El pelirrojo de cabello corto– pues en esos momentos aquel ángel no tenía aquella melena que se ondulaba hacia su estrecha cintura, sino hebras lacias y sencillas que remarcaban su dulce y bonito rostro juvenil –se sonrojó. Las palabras parecían haberse quedado atoradas en su garganta, pues el color en sus mejillas solo crecía y crecía mientras más miraba a Suguru.
— Gracias. — finalmente le susurró, avergonzado, antes de tomar el canasto torpemente y alejarse casi corriendo.
Getō negó con su cabeza, su corazón hinchándose con la ternura de haber presenciado al pobre joven avergonzarse con un acto tan tonto y sin importancia. Su curiosidad era más grande que nunca, y no pudo evitar voltear a preguntar...
— ¿Cómo se llama?
El Padre se acercó, su mirada nunca se había despegado de Shinichiro.
Suguru, todavía en el mismo lugar de antes, solo frunció el ceño, la sospecha comenzando a provocar llamas en su pecho que crepitaban lenta y progresivamente más y más.
— Shinichiro.
Parpadeó un par de veces.
¿Shinichiro?
— ¿Si, Padre?
Como si le hubiesen pegado una cachetada de lleno en el rostro, Suguru despertó de su vivida ensoñación, el recuerdo lejano disipándose cuando encontró en los claros ojos grises un mar calmo en una noche serena, donde la luna se proyecta con timidez sobre su agua. Claro, seguían en la iglesia. Seguían rodeados de honores divinos, vigilados por las esculturas glorificadas de santos. La Virgen Maria posada a un lado del altar, sus ojos de mármol fijos en sus movimientos precavidos, como si presintiera el pecado por venir.
Getō carraspeó, acompañándolo con un movimiento suave de cabeza para ocultar la sorpresa en sus expresiones.
— Lo siento, — Getō se acercó al confesionario de la iglesia, y con una tranquilidad envidiable abrió la puerta para que Shinichiro ingresara. — Puedes sentarte aquí, yo estaré en el otro lado para escuchar todo lo que tengas para decirme, hijo mío.
Shinichiro le sonrió y obedeció.
Y tan pronto lo observó ingresar a la oscuridad del confesionario, se dedicó a girar y tomar su espacio correspondiente.
Se sentó con un pesado suspiro, la madera debajo suyo crujió levemente. Sus zapatos de cuero rasparon el suelo, posicionándose a los lados. Se inclinó sobre su eje, apoyando sus codos en sus muslos, y sus ojos avellanas encontraron los grisáceos de Shinichiro a través de las rejillas de madera.
— ¿Cómo empiezo?— preguntó inocentemente, y el corazón de Suguru se hinchó con ternura. ¿Podría ser acaso esta criatura del Señor, tan preciosa?
Suguru suspiró, acomodando la biblia de su lado del confesionario, observando todavía a la persona frente suyo. Temía que de parpadear, pudiera perder el más mínimo detalle, el más pequeño indicio, una pista de su verdadera naturaleza. — Arrodíllate en el reclinatorio, y persignate. — le indicó, y obedientemente Shinichiro lo obedeció.
La madera crujió cuando las rodillas delgadas de Shinichiro se apoyaron contra el acolchado extremo del reclinatorio, haciendo leves movimientos para que su huesudo cuerpo se acomodara a aquella circunstancia tan incómoda.
Más no debía serlo, encontrar el perdón de Dios era un acto claramente único en su tipo. Aparentemente, la redención de sus pecados empezaba allí, implorando misericordia de rodillas frente a un hombre.
— En el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo... amén.— rezó, moviendo su mano en forma de cruz al persignarse, y finalmente dejó caer su extremidad a los lados de su cuerpo. Nervioso, y sin saber qué hacer con sus manos, las apoyó cerca de la rejilla de madera, y Suguru podía sentir que la cercanía entre sus pieles quemaba incluso a través de un material tan rígido como la madera.
Completó entonces la oración. — Que la paz del Señor esté contigo, hijo mío.
— Y con tu espíritu...
"Nada mal," pensó para sus adentros el cura, observando con una sonrisa tranquila en sus labios al muchacho, que claramente no reflejaba el tumulto de emociones enfrascadas en su mente y el temblor que provocaba en sus piernas, tiesas ahora por obligarse a mantenerse calmo, aquella mirada penetrante.
— Ahora prosigue repitiendo: "Perdóname Padre porque he pecado", y luego confiesa tus pecados.— Shinichiro se removió incómodo contra el reclinatorio, y Suguru soltó una tenue y disimulada risa nasal. Era normal sentirse así... nadie quería a otra persona husmeando en su pasado, en especial alguien misterioso como el muchacho pelirrojo. — No temas, nadie va a juzgarte. Este es el primer paso de muchos otros, Shinichiro...
Shinichiro tragó saliva, pudo escucharlo hacerlo. Sus ojos se separaron, pues el más joven corrió la mirada.
Y de haber podido, Suguru hubiese buscado su mano. Pero la lejanía entre ellos, aquella rejilla de madera entre los dos, parecía la única herramienta que Suguru poseía para protegerse del pecado.
— Confía en mí.
Qué impura sonó aquella frase, siendo murmurada con una dulzura y un cariño tan inmenso.
Shinichiro alzó la mirada, con el corazón en la mano, que doblada se ceñía en su pecho, a su lado izquierdo, como si estuviese a punto de atravesarse el esternón con aquellas uñas ligeramente largas. Sus labios se movieron con temblores ligeros agitando su carne, y podría estar seguro Getō que no se trataba del frío de la catedral, sino del temor de ser juzgado.
Los recuerdos de la primera vez que lo vio se mezclaban con la imagen que tenía frente suyo, mientras el chico hablaba y hablaba temblorosamente, sosteniendo una tregua delicada con su alma para revelar sus oscuros y sucios secretos. Escuchó algunos de sus pecados: la mentira, la envidia, el odio.
El odio, repitió el odio muchas veces.
¿A quién odiabas? ¿Quién te había lastimado tanto?
¿Realmente quieres sanar y afianzar tu amor por nuestro Señor misericordioso?
Su mente pareció volver a donde debía estar cuando escuchó aquellas palabras murmuradas.
— Lujuria...
Suguru parpadeó. — ¿Lujuria? — preguntó anonadado, antes de poder detener las palabras de escapar de sus labios. Quiso golpearse a sí mismo por su imprudencia, cuando el muchacho con sus ojos cristalizados alzó la mirada y sorbió su nariz suavemente.
¡Qué tonto había sido, preguntando algo así sin meditar su reacción! Y qué cruel terminaría siendo al hurgar de aquella manera en la cabeza de un inocente que no sabía delimitar a las personas.
— He sido promiscuo, Padre. He dejado a muchos tocarme.
— ¿Muchos?— volvió a preguntar, observándolo tensarse. — ¿Te han tocado hombres, hijo mío?
El silencio se extendió entre los dos como un manto pesado y sólido. Podría cortarlo con un cuchillo quizás, pues la molestia ahora en sus hombros era la carga que significaba haber visto la vergüenza apoderarse de su mirada. No, y claro que no. Suguru Getō no podía permitir que aquel pequeño corderito perdido se entregara así a sus pecados, no cuando todavía había tiempo para redimirse, no cuando sus pecados eran tan inocentes.
¿Y qué si su cuerpo ha perdido pureza? ¿Y qué si han sido diez, o cientos de hombres?
No importaba, no importaba.
Nada de eso importaba. Ni siquiera la forma en la que algo se removió dentro suyo, ni siquiera la manera en la que su corazón se apretó ante el pensamiento de las variables... ¿Había sido consensuado? ¿Quién, quiénes? ¿Cuándo? Las dudas llenaban su mente y las palabras del penitente del otro lado del confesionario eran cada vez más confusas, más lejanas, cada vez más extrañas.
Tardó en darse cuenta de que seguían en silencio.
Getō carraspeó, acomodándose la toga. Aplanó la tela con la palma de su mano, el movimiento hizo tronar ligeramente sus articulaciones. Alzó la mirada, aparentando seguridad, y pudo ver los ojos de Shinichiro enrojecidos en un llanto contenido. — Hijo, todos somos pecadores y estamos llamados a arrepentirnos. Nuestro Señor es misericordioso y siempre está dispuesto a perdonar. ¿Estás verdaderamente arrepentido de estos pecados y dispuesto a hacer penitencia?
Lentamente, Shinichiro asintió, presionando contra su respingada nariz un pañuelo de tela oscura.
— Muy bien. Reza el Acto de Contrición conmigo...
...Dios mío, Me arrepiento de todo corazón de todo lo malo que he hecho y de lo bueno que he dejado de hacer. Porque pecando te he ofendido a ti, Que eres el sumo bien y digno de ser amado sobre todas las cosas. Propongo firmemente, con tu gracia, cumplir la penitencia, no volver a pecar y evitar las ocasiones de pecado. Perdóname, Señor, por los méritos de la pasión de nuestro salvador Jesucristo.
Tras repetir las palabras dudoso, siguiendo torpemente las lentas y pacientes palabras de Getō, culminó con la oración. El cura extendió su mano, pintando una cruz imaginaria por encima de la rejilla de madera, pronunciando un suave "amén."
— Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, derrame sobre ti el Espíritu Santo para el perdón de los pecados y te conceda la paz.— rezó todavía inmerso en su labor, como debería haber estado durante toda la confesión, prestando su atención al penitente, y no a sus primales deseos egoístas. Suspiró, murmurando la última parte. — Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Shinichiro tragó saliva nuevamente. Getō se levantó de su lugar, y salió del confesionario... sus pasos eran seguidos por la mirada atenta del pelirrojo. Abrió la puerta con suavidad, permitiendo que las luces tenues de la iglesia iluminaran el rostro pálido del muchacho, enalteciendo con ternura su expresión melancólica.
Suguru se agachó frente a él, extendiendo su mano con cuidado. Entre sus dedos calientes, tomó aquella delgada extremidad de su cuerpo, escondiendo contra su palma la fría mano de Shinichiro.
El aliento se le quedó en la garganta, y viró su mirada de regreso a los ojos del pastor, encontrando una todavía amable sonrisa en sus labios finos. El Padre Getō le dio un apretón en su mano, uno gentil y precavido, procurando no asustarlo con su cercanía.
— Lo has hecho bien, ¿te sientes mejor?—le preguntó en apenas un tenue susurró, entrecerrando sus ojos en su sonrisa. Su gesto escalaba su mirada.
Shinichiro, en su noble inocencia, extendió su otra mano contra la de Suguru, tomándola entre ambas para intentar expresar su gratitud.
"¡El muerto se asusta del degollado!", solía decirle su madre.
El tacto de ambas pieles suaves contra la suya, ya calluda por los trabajos de fuerza que ha hecho a lo largo de su vida, le propiciaron una sensación extraña. El contacto repentino y la frialdad de las manos de Shinichiro le enviaron un escalofrío por la columna vertebral. No estaba acostumbrado a tal cercanía física en este contexto sagrado... no estaba acostumbrado a que le afectara así, y fue inevitable que su corazón comenzara a latir con fuerza, una reacción que intentó controlar sin éxito alguno.
¡Por Dios, si segundos antes él le había tocado la mano de forma fraternal! ¿Por qué, por qué tan injustamente un gesto tan pequeño podía derretirle el corazón?
— Muchas gracias, Padre. Muchas gracias por su guía... — Shinichiro miró el suelo, de un lado al otro, pensando en sus adentros con nerviosismo qué más decir. Hasta que el foco sobre su cabeza se encendió nuevamente, y sus ojos ilusionados volvieron a los avellanas relucientes de Getō.— No me ha dado mi penitencia, Padre.
El padre Getō tragó saliva, sintiendo cómo el nerviosismo se apoderaba de él. No era el contacto en sí lo que lo inquietaba, sino la inesperada vulnerabilidad que sentía en ese momento. Despacio, retiró su mano con cuidado, sin querer romper la conexión espiritual que se había formado.
Aclaró su garganta, y puso las manos de regreso sobre sus rodillas. Su corazón latía fuertemente, la cercanía era tal que temía, desesperadamente temía, que Shinichiro fuese capaz de percibir su nerviosismo y juzgarlo por ser humano. Temía que Dios lo juzgara allá arriba, desde su trono celestial, por estar vulnerando su trabajo frente a un pobre, maldito hereje, alguien que había pecado y necesitaba su guía.
Respiró hondo y soltó el aire, haciendo que Shinichiro tilteara la cabeza, curioso.
— Como penitencia, quiero que reces cinco Padrenuestros y cinco Avemarías, pidiendo a Dios su misericordia. —Getō retiró la mano y con un quejido se puso de pie nuevamente. — Procura reflexionar sobre lo que me has contado y no dejes de venir a misa. Juntos podemos fortalecer tu lazo con Dios.
Shinichiro asintió varias veces con su cabeza. Tan pronto Suguru se movió, aprovechó para salir de la cabina del confesionario, estirando sus piernas con todo el respeto posible, evitando bostezar, claramente. No pasaron desapercibidos sus pequeños gestos, pues la mirada del Padre nunca dejó de seguirlo.
Antes de que pudiese añadir algo más, la bocina de un auto los sobresaltó.
Una, dos veces, y una tercera sonó aquel endemoniado claxon, ya poniéndole los pelos de punta a Getō, que estaba a punto de salir a ver quien estaba provocando tanto alboroto.
—¡Ah, vinieron por mí!— Shinichiro se acomodó la ropa, preparándose para salir. —¡Padre, gracias por todo, procuraré rezar todo lo que usted dijo!
Getō frunció su entrecejo... comenzaban a surgir nuevas preguntas, y cada una de ellas fueron interrumpidas por el ahora nervioso pelirrojo.
— ¡Nos vemos!
La puerta de la iglesia se cerró, dejando a Getō solo con sus pensamientos. El eco de la puerta cerrándose suavemente resonó en la iglesia vacía, amplificando la sensación de soledad que ahora envolvía al cura.
Caminó hacia una de las bancas, rendido, agotado. ¿De qué?, se preguntaba. Getō se quedó sentado, mirando sus manos, aún sintiendo una electricidad extraña recorrerlas, fuente del contacto reciente. La sensación de las manos de Shinichiro seguía presente, como si aún lo sostuvieran.
Con un suspiro profundo, Getō se recostó contra el respaldo del asiento, cerrando los ojos por un momento. La serenidad habitual que encontraba en la iglesia parecía distante, reemplazada por una inquietud que no lograba entender del todo.
Mentira...
Si la entendía, y le asustaba.
— Señor, dame fuerza, —murmuró, susurrando una oración al cielo. Las palabras resonaron en el silencio del templo, una súplica sincera desde lo más profundo de su corazón.
La iglesia volvía a su calma habitual, pero en el corazón de Getō, algo había cambiado.
— ¿Quién demonios eres, Shinichiro?
publicado en — 15.07.2024
OHMYSVOX
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