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CAPÍTULO 54

«𝐄𝐥 𝐟𝐮𝐞𝐠𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐮𝐧𝐞 𝐭𝐚𝐦𝐛𝐢é𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐮𝐦𝐞𝐧».

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Astrid

El frío es lo primero que se cuela en mis huesos al descender. La humedad se aferra a mi piel como un recordatorio de lo que está por venir. Las catacumbas del castillo no son un lugar para débiles, y hoy tampoco lo serán para mí. Mis zapatillas resuenan sobre las piedras, marcando un ritmo que casi acompaña el eco de mi respiración controlada, aunque dentro de mí un torbellino amenaza con desbordarse.

Eliot está en la celda más oscura, más lejana a los demás, que está privado de su libertad. Camino por el corredor y el hedor a sangre seca, sudor y desesperación toma el aire que respiro. Lo veo encadenado a la pared, es una sombra del hombre por el cual ponía las manos al fuego. El cabello lo tiene crecido, ya no está rapado perfectamente como solía tenerlo. Está apelmazado, sucio y su rostro... es apenas reconocible entre los hematomas y la suciedad. Pero sus ojos, esos ojos que solían mirarme con devoción, ahora me atraviesan con un odio frío y afilado.

—Así que vienes a jugar a la emperatriz en su mazmorra, señora —su voz es ronca por el desuso, pero aun así no deja de destilar veneno.

Cruzo los brazos, plantándome frente a la celda. No muestra debilidad. No puedo permitírselo. —¿Por qué lo hiciste? —Mi tono es bajo, pero firme. Mis palabras caen como piedras en el silencio. Él me debe esta respuesta.

Sonríe, una mueca que revela los dientes manchados de sangre.

—¿Por qué no? —se burla, dejando que su cabeza caiga hacia atrás contra la pared con un golpe seco. La cadena tintinea como si también se riera de mí.

Doy otro paso, ignorando el frío metálico de las barras entre nosotros.

—Esa tarde juraste protegerme. Juraste protegernos. ¿Y para qué? Nos vendiste la primera vez y me volviste a vender la última vez en el bar —mi voz se quiebra apenas al final, y odio que lo note.

—¿Protegerte? —repite, inclinándose hacia adelante, una sonrisa desquiciada se amplía en su rostro—. Oh, querida, ¿de verdad creíste que una persona que sufrió de todo tipo de torturas entregaría su vida para proteger a su amo? —Una risa sórdida invade el lugar—. El dinero, Astrid. El dinero paga la lealtad. En este mundo, nada es más importante que el dinero, y yo voy, a donde me ofrezcan más.

Quiero gritarle, pero mi cuerpo se mantiene rígido, congelado por sus palabras. Él fue mi mano derecha, él era quien daba la cara por mí, él siempre se reía de mis locuras y ahora está frente a mí como un extraño, como el enemigo que siempre fue.

—Ayudaste a que mataran a mi hijo, a que me lo arrancaran de mis entrañas —espeto, mi garganta arde—. ¿Por qué meterse con él?

Se ríe, ahora es áspero que reverbera en las paredes nuevamente.

—¿Ese engendro? —se burla, mostrando una hilera de dientes rotos—. Ese feto nunca importó. Aunque nunca dije que lo tenías, era tu deber protegerlo allá, no yo. Eso fue suficiente para protegerlo, pero como no eres nadie, no lo lograste. Porque no eres ni madre, ni líder. Solo eres una puta mustia más en esta organización de mierda.

Su voz sube en intensidad, cada palabra es una daga que se hunde en mi pecho. Me acerco tanto como las barras permiten, quiero entrar, pero sé que no me lo permitirán.

—Te juro que pagarás por tu traición, Eliot Willis. Y no solo tú, si me sigues provocando, mataré a cada uno de los que llevan tu sangre como la organización dicta. Tu maldito crío incluido.

Él se inclina hacia atrás y se estalla en carcajadas.

—¿Mi hijo? ¿Crees que puedes tocarlo? —Ladea la cabeza con una sonrisa tan amplia que parece grotesca—. Está más seguro de lo que imaginas. Es más, puede que un día tú termines pidiéndole misericordia.

No muestro ningún atisbo de emoción.

—Eres un topo, un traidor —murmuro, sintiendo cómo la furia y el dolor se mezclan en mi interior, renaciendo esa oscuridad—. Y, como traidor, morirás.

No responde, solo me observa, con esa sonrisa odiosa clavada en el rostro. Su mirada me perfora desde su rincón oscuro. Cada fibra de mi ser grita por venganza, por acabar con él ahora mismo.

—¡Ábranla! —mi grito resuena de la rabia contenida. Mis ojos recorren al grupo de antonegras que me observan desde la distancia—. ¡Obedezcan y abran las malditas rejas!

El silencio es la única respuesta. Los hombres se miran entre sí, nerviosos. Nadie se mueve.

—Saben las consecuencias de desobedecer a su emperatriz —gruño, mi paciencia se quiebra como cristal bajo presión—. Alessandro no está aquí. Yo doy las malditas órdenes.

—Ni para eso... —El futuro difunto habla, pero es interrumpido.

—¿Eso es lo que crees?

La voz grave y gélida de mi marido corta el aire como un cuchillo. Me giro bruscamente, y el espectáculo que veo hace que mi respiración se detenga. Allí está él, arrastrando a un niño pequeño por el cabello; su diminuto cuerpo apenas se mantiene erguido mientras sus piernas tropiezan con cada paso. El llanto del niño llena el pasillo, es agudo y desesperado, cargado de un miedo visceral que retumba en mis entrañas.

—¿Qué demonios estás haciendo?

No responde. Sus grises están fríos y vacíos, se clavan en Eliot, quien de inmediato reacciona, como si una chispa de reconocimiento lo atravesara.

—¡No! —grita, sus cadenas tintinean mientras se abalanza contra las rejas de la celda. Su voz se rompe, un rugido de desesperación que nunca pensé escuchar salir de su boca—. ¡Aléjalo de él!

El niño llora aún más fuerte. Alessandro llega a la celda, lo empuja contra el suelo sin cuidado, y el pequeño cae de rodillas, temblando, con la cara empapada en lágrimas. Mis piernas se sienten como si estuvieran hechas de plomo. No puedo moverme.

—Dile hola a tu papi —Alessandro finalmente habla, su tono lleno de un desprecio absoluto que incluso yo me asusto.

Eliot jadea, sus ojos se mueven frenéticamente entre mi marido y el niño.

—No... no... señor, por favor, es solo un niño.

—Un niño... —repite, inclinándose hacia él como un depredador, acechando a su presa—. Mi mujer también tenía un niño en su vientre, pero tú ayudaste a que se lo arrancaran a carne viva.

—¡No! —vuelve a gritar, ahora completamente fuera de sí. Sus manos se extienden hacia el niño, pero las cadenas lo interrumpen cruelmente. Su desesperación es palpable, mi marido y él son dos bestias desatadas y atrapadas en cuerpos rotos.

Mi corazón late con fuerza en mis oídos. Sé lo que Alessandro está a punto de hacer. La rabia, el dolor, el odio que emanan de él son tan intensos que apenas lo reconozco.

—¡Basta! —grito, pero me ignora. Intento acercarme, pero dos antonegras me apartan, sujetándome por los brazos. Intento noquearlos, pero no puedo, me superan en fuerza—. ¡Alessandro, déjalo ir! ¡Es un niño, por Dios!

Lo veo desenfundar la Desert Eagle que le regalé, brilla a la luz parpadeante de las pocas luces. Le apunta al niño, quien no deja de llorar, su rostro empapado, sus sollozos desgarradores.

—Sabes muy bien cuál es el castigo para los traidores, Eliot —le dice, sus ojos metálicos fijos en el hombre que suplica por la vida de su hijo.

—¡Señor, por favor! ¡Máteme a mí, pero no a él! —llora e implora.

—Demasiado tarde para súplicas —responde Alessandro con calma.

—¡No puedes hacer esto! —grito, mi voz se quiebra. Lucho contra los brazos que me sujetan, pero es inútil. Las lágrimas comienzan a correr por mi rostro, pero él ni siquiera me mira.

El disparo suena como un trueno en el espacio cerrado. Mi mente tarda un instante en registrar lo que acaba de suceder. El cuerpo del niño cae hacia un lado, inmóvil, su llanto apagado para siempre.

Eliot se queda quieto. Su respiración se detiene, sus ojos están fijos en el pequeño cuerpo sin vida frente a él. Un grito desgarrador, inhumano, llena el aire, proveniente de su boca.

Me siento paralizada. Miro a Alessandro, pero no veo a mi marido.

—¿Qué has hecho? —susurro.

Lo veo guardar el arma y luego levanta la vista hacia Eliot, su expresión sigue siendo fría y carente de emociones.

—Ojo por ojo.

Los antonegras me sueltan, pero no puedo moverme. Mis piernas no responden, y mi mente se siente atrapada en un torbellino de horror. Eliot sigue gritando, y yo... yo solo puedo mirar el cuerpo inerte del niño.

El hedor a sangre y a muerte inunda el aire, y los pasos resonantes me golpean directamente en las sienes. Alessandro ha salido del calabozo, su presencia deja un vacío que se llena rápidamente con el llanto apagado de Eliot. Me quedo paralizada, incapaz de mirar el cuerpo de ese niño tirado en el suelo, su pequeño rostro manchado de lágrimas y polvo. La imagen se graba en mi mente como una cicatriz ardiente.

Esto nos saldrá caro, y lo sé perfectamente.

—Esto no quedará así —gruñe, percibo como su voz se rompe por la ira que lo corree.

Antes que pueda irme, su mano ensangrentada y temblorosa atrapa mi brazo. Su agarre es débil, pero sus palabras son jeringas de venenos para mi débil alma.

—Ambos lo pagarán, no saben nada de mí. ¡No son intocables!

Siento un escalofrío recorrer mi espina dorsal. Un antonegra se acerca y separa a Eliot de mí con un movimiento brusco, como si quitara una mosca molesta. No puedo quedarme más tiempo aquí. Corro sin mirar atrás.

Subo las escaleras del castillo, de en dos. Todo mi cuerpo tiembla, no de miedo, sino de algo más profundo, algo que no logro nombrar. Mi mente es un torbellino de imágenes y sonidos: el disparo, el cuerpo cayendo, el llanto del niño.

Abro la puerta del despacho y lo encuentro allí, como si nada hubiera pasado. Alessandro está sentado en su sillón de cuero, el fuego de la chimenea ilumina su rostro. Sostiene un vaso de bourbon en una mano, girándolo lentamente, mientras su mirada fija se pierde en las llamas.

No dice nada cuando entro. Yo tampoco, pero mis pasos resonantes en la madera son suficientes para que desvíe la vista hacia mí. Sus ojos, tan transparentes, me acuchillan, aunque percibo el cansancio que trata de ocultar. Se encuentran con los míos, y algo dentro de mí se rompe.

Este es el mismo despacho. Las mismas paredes, las mismas sombras. El lugar donde me enfrenté a él por primera vez, donde casi nos matamos mutuamente en un frenesí de odio y pasión; pero hoy no hay nada, solo un abismo insalvable que parece crecer con cada segundo que pasa.

—¿Qué demonios fue eso, Alessandro?

Él toma un sorbo de su bourbon, como si mis palabras no lo afectaran. Su indiferencia me enciende, ese fuego que trato dominar para que no me consuma por dentro. Camino hacia él, cierro la distancia entre nosotros y le arrebato el vaso de la mano con un movimiento brusco.

—¡Te dije que no puedes beber! —grito, y lanzo el vaso contra la chimenea. El cristal estalla en mil pedazos, y las llamas parecen avivarse con el líquido derramado.

Se gira lentamente hacía a mí, sus ojos cargados de algo que me niego a descifrar.

—¿Qué mierda te sucede?

—¿Qué me sucede? —repito, y una risa amarga se escapa de mis labios mientras lo señalo con el índice—. ¿Qué mierda haces tú? ¡Has cruzado una línea de la que no hay retorno, Alessandro!

—Eres una maldita ingenua... —su voz es baja, llena de reproche—. ¿Crees que puedo permitirme ser blando? ¿Después de lo que él te hizo?

—¡Era un niño! —le grito. Mis manos tiemblan, pero de frustración—. ¡No era su culpa, y tú lo mataste como si fuera un animal!

Él camina hacia mí, su postura imponente, como un depredador, acercándose a su presa herida.

—Tienes que aprender, nena. En este mundo, no importa quién sea. Si traicionas, mueres.

Mi mente se llena de imágenes. Todo vuelve a mí con una claridad cruel. Mi respiración se acelera, y antes de darme cuenta, mis manos están en su cinturón, quitándole su arma.

—¿Qué haces?

Sin respuesta, quito el seguro del arma y la apunto directamente a mi sien. Su expresión cambia en un instante; sus ojos se ensanchan, y por primera vez en semanas, parece desconcertado.

—Yo también fui una traidora, ¿no? —mi voz se tiñe de un sarcasmo ácido—. Nunca pagué mi pecado. Tal vez sea hora de equilibrar las cuentas.

—Nena, no hagas esto —intenta calmarme con su tono más bajo y su mirada de perrito arrepentido, pero no sucederá—. ¿Has estado tomando tu medicación?

Ignoro su pregunta, siempre todo lo lleva a mis ataques de pánico. El arma sigue firme en mi mano, pero mi dedo comienza a apretar el gatillo. Un segundo antes de que lo haga, se abalanza sobre mí, quitándome el arma con una fuerza abrumadora.

La Desert cae al suelo con un estruendo.

Sin previo aviso, levanto mi mano y lo golpeo con todas mis fuerzas en la cara. Mi palma arde por el impacto, pero no me importa. Él me mira, no con enojo, sino con una intensidad que me deja sin hablar. Y entonces, sin previo aviso, me besa.

Es uno de los tantos besos furiosos, llenos de todo lo que hemos estado guardando: rabia, amor, dolor, desesperación. Intento apartarme, pero sus manos me sostienen, no con violencia, sino con una determinación que me desarma.

—Extrañaba a mi mujer loca e impulsiva —su voz ronca se cala por mis labios mientras los roza con los míos—. No a la empresaria que se esconde detrás de vestidos Chanel.

Su lengua sigue invadiendo mi boca, y mi cuerpo se relaja bajo su toque. Desde el trasplante que ocurrió hace más de seis semanas, no hemos vuelto a tener nada. No sé cómo hemos soportado tanto, porque en las últimas dos semanas ni siquiera nos hemos masturbado uno al otro de tantas discusiones que venimos acarreando.

Su mano se desliza por su cintura, y comienza a desnudarme con urgencia. Me quita la blusa de botones y el brasier, y sus dedos se deslizan sobre mis pechos, acariciándolos con suavidad. Luego, me comienza a bajar el pantalón, me sostengo de su cuello para que baje las bragas, y me dejo caer sobre el escritorio, completamente desnuda.

Su mirada se clava en mi cuerpo, y siento cómo su deseo se desata. Se quita la camisa de un tirón, al igual que el pantalón, y se acerca a mí, con su erección palpable. Me mira a los ojos, y veo la lujuria en sus ojos grises. Se inclina hacia mí, y me vuelve a besar, mientras una de sus manos se desliza entre mis piernas, acariciándome con suavidad.

Me levanta y me lleva contra la pared, abrazo su cintura con mis piernas. Se inclina de nuevo y me penetra con fuerza, y me fascina sentir cómo mi cuerpo se ajusta al suyo. Comienza a follarme con pasión, sintiendo cómo el deseo nos consume.

—Esto está mal —balbuceo—. No estás del todo recuperado.

No obtengo respuesta, solo la sincronía de nuestros cuerpos moviéndose, y nuestros gemidos llenando el lugar. La tensión sexual se vuelve cada vez más intensa, y siento como mi orgasmo se acerca. Me vuelve a besar mientras mi cuerpo se tensa y me dejo llevar por el placer. Él sigue embistiéndome por unos minutos más hasta que siento como sus fluidos invaden mi canal.

—Dejemos de pelear, nena. No quiero vivir sin ti, sin sentirte cerca de mí. Eres mi todo, mi razón de ser —susurra roncamente contra mi oído, y su respiración comienza a tranquilizarse mientras camina hasta el sofá. Toma asiento conmigo sobre su regazo, sin sacar su miembro de mi coño. Escondo la cabeza en la curva de su cuello y sonrío, y sé que él también lo está haciendo.

Se queda pegado a mí, mientras siento como su corazón late con fuerza. —No me dejes —besa mi coronilla.

Quiero responder, pero las palabras no salen. Solo siento que una inmensa tristeza y un vacío que no puedo llenar, me invaden. Porque sé que no lo quiero dejar, pero sé que esto, lo que nos convertimos ahora, está roto.

Días después...

El sonido rítmico del golpe del saco de boxeo contra las manos de Alessandro resuena incluso antes de que cruce la puerta del gimnasio. El eco me sigue mientras camino por el pasillo, llevando entre mis manos la tablet donde las noticias no hacen más que repetir la misma frase: «Alessandro Agnelli está de regreso en la Fórmula Uno. La próxima carrera en Zosuka marcará su esperado retorno». Me traicionó. Otra vez. Habíamos acordado que no volvería a correr hasta el próximo año, después de que todo estuviera más tranquilo, más seguro. Pero aquí está, poniendo su vida y la nuestra en riesgo por un puto capricho.

Empujo la puerta con más fuerza de la necesaria, y allí está él. Inclinado sobre la máquina de remo, su torso sudoroso brilla bajo la luz artificial. Su respiración es controlada, su ritmo impecable, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

—¿Cuánto pensabas que iba a tardar en enterarme? —mi voz corta el aire como un cuchillo.

Él apenas levanta la mirada, sus movimientos permanecen constantes. El sonido del remo golpeando el riel metálico es la única respuesta que obtengo.

—No sé —responde al fin, su tono seco, ni siquiera me mira.

—No me vengas con estupideces, Alessandro. Teníamos un acuerdo.— Cruzo los brazos sobre mi pecho, tratando de mantener la calma, pero siento como la ira se acumula como una corriente eléctrica bajo mi piel.

Finalmente se detiene. Baja las manos con lentitud, dejándolas reposar sobre sus muslos. Su respiración se vuelve pesada, pero sus iris metálicos se fijan en los míos, llenos de esa mezcla que acarrea hace semanas: cansancio y desafío.

—No tengo por qué darte explicaciones.

—¡Sí, si tienes! —doy un paso adelante, mi tono sube sin que pueda controlarlo—. ¡Prometiste que no volverías hasta el próximo año! Lo acordamos, tú lo aceptaste.

—Y cambie de opinión, que cosas, ¿no?

Esas siete palabras son como un golpe directo al pecho. Me quedo mirándolo, tratando de encontrar alguna señal de arrepentimiento en su expresión. Pero no hay nada. Solo esa máscara de indiferencia que sabe usar tan bien.

—¿Cambiaste de opinión? —dejo escapar una risa amarga—. ¿Eso es todo?

—Sí, es todo.

Un silencio ensordecedor nos envuelve. Lo observo mientras se pone de pie, tomando una toalla para secarse el sudor. Su postura relajada contrasta con la tormenta que arde dentro mío.

—Un trasplante, Alessandro —mi voz ahora es más baja, pero cada palabra está cargada de veneno—. No es cualquier cosa. Por más que Francesco te haya dado el alta, no estás listo para someterte a ese estrés.

—No eres una médica para saberlo, que yo sepa, solo eres una ingeniera que juega a ser mafiosa —y ahí está, el glaciar de hielo que ataca sin importar cuánto me afecte.

—¡Soy tu maldita esposa! —grito y retumba en todo el gimnasio—. ¡La que debería importarte! La que se queda aquí limpiando tus desastres mientras tú juegas a ser una persona normal.

Él da un paso hacia mí, cerrando la distancia entre los dos. Sus ojos se clavan en los míos, transparentes, intensos, llenos de furia contenida que amenaza con desbordarse.

—No estoy jugando, Astrid. Esto es lo que soy. No puedes cambiarlo, así como yo no puedo cambiar lo que eres tú.

—¿Y qué soy yo, Alessandro? —susurro mientras me acerco más.

Se inclina, su rostro a centímetros del mío.

—Eres una estratega, una calculadora. Una líder, pero no eres mi carcelera. ¿Te suena ese término? —sus labios se curvan en una sonrisa mientras ladea la cabeza.

Sus palabras me atraviesan como cuchillas. Por un momento, todo desaparece. Solo somos él y yo, dos tormentas enfrentadas, chocando sin posibilidad de tregua.

—No quiero controlarte —mi voz tiembla y odio que pasé—. Se trata de protegerte.

—No lo necesito. No soy un maldito crío.

—No, claro que no lo eres —doy un paso atrás mientras una risa amarga escapa de mis labios—. Eres un egoísta, un idiota que no piensa en nadie más que en sí mismo.

Se queda en silencio, pero sus ojos me siguen, arden en ira.

—Si esto sigue así... no lo soportaré.

Mis palabras quedan suspendidas en el aire, y por un instante, creo ver algo en su rostro, un destello de duda, de vulnerabilidad; pero desaparece tan rápido como llegó.

—Entonces quizás deberías preguntarte si estás hecha para ser mi mujer.

Mi respiración se corta. Sin decir más, toma su toalla y sale del gimnasio, dejándome sola con el eco de sus palabras, golpeando en mis oídos. Siento una lágrima deslizarse por mi mejilla, pero la limpio rápidamente. No puedo permitir que esto me rompa.

Porque si lo hace, entonces habré perdido.

Aprieto los puños y me voy detrás de él, acelero el paso, ignorando la punzada de frustración que amenaza con desbordarme. Sus pasos retumban por el pasillo de mármol mientras se aleja, su espalda recta y firme, que proyecta ese aire de absoluta indiferencia que hace que la sangre me hierva.

—¡No me dejes hablando sola, Alessandro!

Él no responde, ni siquiera se detiene. Su desprecio es más elocuente que cualquier palabra, y eso solo alimenta el fuego dentro de mí.

—¡No puedes seguir huyendo cada vez que las cosas no salen como tú quieres! —insisto, aumentando la velocidad hasta alcanzarlo, extiendo mi mano hacia su brazo, pero él se aparta antes de que pueda tocarlo.

Finalmente, gira sobre sus talones, sus grises fijos en mí, destellando con una furia contenida.

—¿Qué mierda quieres, mujer?

—Quiero que dejes de comportarte como un niño caprichoso y asumas tu maldito lugar. —Cruzo los brazos, mi pecho sube y baja rápidamente, mis palabras cargadas con cada gramo de frustración que he acumulado en días y semanas—. ¡Eres un Agnelli! No un piloto de Fórmula Uno jugando a ser mafioso.

Su mandíbula se tensa, y por un momento, creo que va a explotar. Sus ojos brillan con algo de rabia y cansancio de nuevo, pero antes de que pueda responder, la figura de Tom aparece al final del pasillo.

—Señor —su tono es urgente, pero su postura permanece rígida, como si anticipara un golpe antes de siquiera terminar de hablar.

—No es el momento —responde tajante, Alessandro.

—Necesito hablar con usted. Es sumamente crucial.

—¿Crucial? —Alessandro suelta una risa seca mientras gira para enfrentarlo—. ¿Desde cuándo un piloto tiene algo más importante que manejar un monoplaza?

Tom lo mira fijamente, sin inmutarse, pero su mandíbula también está apretada. Puedo ver la tensión acumulándose entre los tres como una tormenta lista para estallar.

—Señor, por favor...

—No soy el líder aquí, ¿no lo recuerdas? —Lo interrumpe Alessandro, cruzando los brazos con desdén—. La única jefa es Astrid. Así que si tienes algo importante que decir, díselo a ella.

Y sin más, se gira y sigue caminando, dejándonos a Tom y a mí de pie en medio del pasillo. Su figura se pierde en la distancia, pero el peso de sus palabras permanece, oprimiendo mi pecho como una piedra.

—¿Qué está pasando? —pregunto, girándome hacia Tom.

—Hubo una revuelta en el castillo —responde él, su rostro serio, los ojos evitando los míos.

El corazón me da un vuelco.

—¿Qué tipo de revuelta?

—Eliot escapó.

Sus palabras no tienen sentido. Las repito en mi mente, tratando de procesarlas, pero el peso de su significado finalmente cae sobre mí como una losa.

—¿Cómo qué escapó? —mi voz es apenas un susurro, pero la furia comienza a escalar rápidamente dentro de mí—. ¡Eso es imposible!

—No después de lo que pasó, señora —me mira directamente ahora, sus ojos oscuros llenos de frustración—. Los antonegras están divididos. Muchos están cuestionando sus órdenes y las acciones de Alessandro, especialmente después de que...

Se detiene, pero no necesito que termine la frase. Lo sé. Todos lo sabemos.

—Después de que el señor matara al hijo de Eliot —completo la oración.

Tom asiente lentamente.

—Y después de que usted ordenara ejecutar a los antonegras que estaban buscando a Massimo. Eso alimentó más el resentimiento.

El aire se siente más pesado, casi irrespirable. Me paso una mano por el cabello, intentando ordenar mis pensamientos, pero todo parece derrumbarse a mi alrededor.

—¿Y qué prosigue según tú?

—Logré filtrar a los leales y no queda más que estar preparados. Eliot no se quedará quieto y más si sigue teniendo el apoyo de Massimo... esto es solo el principio.

Siento cómo las grietas en todo lo que hemos construido comienzan a ensancharse y no me dan las manos para reparar todo.

Alessandro

La puerta de la alcoba se cierra de golpe tras de mí, el eco del impacto retumba en las paredes. No me molesto en encender las luces; la penumbra del atardecer es suficiente para ver el espacio que ahora parece más una prisión que un refugio. La rabia me arde en las entrañas, es un maldito fuego líquido que sube desde mi estómago hasta mi garganta.

Agarro el jarrón que encuentro sobre la cómoda, y lo lanzo con todas mis fuerzas. El golpe contra la pared es seco, el sonido del mármol astillándose contra el suelo se mezcla con mi respiración agitada. No es suficiente. Nada lo es.

Mis manos vuelan a mi cabello, arrancando mechones como si pudiera liberarme de la presión acumulada que amenaza con prohibirme respirar. Cada tirón duele, pero el dolor físico es insignificante comparado al caos que ocupa mi mente.

—¿Así te sentiste tú, mi hermosa Astrid? —murmuro en el aire.

Cierro los ojos, mi pecho sube y baja como un pistón desbocado. Ella, siempre ella. Esa mujer que domina cada parte de mi vida, que me empuja al límite con su constante necesidad de controlarlo todo. Y ahora, soy yo quien se siente atado, como un maldito perro.

Camino hacia el baño y activo el comando de la ducha, dejando que el vapor comience a llenar el espacio. Me quito el pantalón y el bóxer, quedando al desnudo con la polla a punto de reventar entre las manos; porque podré pelear con ella, pero por algo es mi mujer y es porque no importa cuáles distanciados estemos, siempre me la pone dura.

El agua caliente golpea mi piel, al principio es agradable, pero pronto la subo a un punto en el que quema. Me quedo ahí, bajo el chorro, dejando que la sensación me consuma, como si pudiera purgarme de esta rabia absurda que no me deja pensar con claridad.

Pero la claridad llega, y lo hace como una daga helada. Sé exactamente lo que tengo que hacer.

El gran premio de Zosuka. Japón.

No importa si ella me grita, si me odia, si amenaza con dejarme. Ella no lo hará. No puede. Nos necesitamos de formas que van más allá de lo que cualquiera de los dos admitiría. Pero incluso si lo hiciera... no puedo quedarme aquí. No ahora.

Cierro la ducha y me seco rápidamente, camino hacia el armario y saco la maleta más grande que encuentro. Comienzo a llenarla con la ropa que necesitaré. Todo está perfectamente organizado.

Cuando termino, me visto con rapidez. Camisa negra, con algunos botones desabotonados en el pecho y mangas arremangadas, permitiendo que luzcan mis tatuajes que hace mucho no hago. Unos pantalones de vestir negros y pienso si ir con algo más, pero lo dudo. Me observo en el espejo de cuerpo completo y me veo impecable, mi cuerpo grita autoridad; pero no me siento un líder, no uno de verdad. Hace mucho que dejé de serlo.

El líder que solía ser, habría manejado a mis antonegras con una sola palabra. Ahora, todo se desmorona a mi alrededor, y lo único que hago es buscar excusas para justificar mi ausencia.

Llamo a mi escuadrón de elite. No pasa mucho tiempo antes que todos estén reunidos en el salón privado, atentos y expectantes. Miro a cada uno de sus rostros. Hombres que darían la vida por mí sin pestañear. Y yo... yo les estoy pidiendo que traicionen a mi esposa.

—Nos vamos a Japón —ordeno—. Diez de ustedes vienen conmigo, solo los mejores, como siempre.

El murmullo toma la sala, pero levanto la mano para silenciarlos.

—Mientras estamos afuera, quiero que el pent-house quede asegurado. Nadie entra, nadie sale. Astrid y Tom quedan confinados aquí. Si intentan salir, los detienen. Cueste lo que cueste.

Sus rostros se endurecen frente a mí. Algunos dudan, pero ni se les ocurre enfrentarme.

—¿Entendido? —miro a cada uno, directo a sus ojos. Mi mirada deja claro que no toleraré discusiones.

—Sí, señor —afirman en unísono.

—Señor, tiene que saber algo que está sucediendo...

—No me importa —lo corto, mientras bebo un poco de bourbon—. Su Emperatriz lo solucionará, y nosotros nos vamos del país.

Se despiden y el grupo se dispersa. Me quedo solo en la sala, con la maleta a mi lado. La decisión que acabo de informar, comienza a pesar como una losa.

[...]

El cuarto de seguridad está helado, el aire acondicionado zumbando suavemente sobre mi cabeza. Los monitores parpadean con luz fría, las líneas de códigos desplazándose por una de las pantallas, mientras en otros se despliegan las diferentes vistas del pent-house: corredores vacíos, habitaciones desiertas, la vista aérea de un lugar que debería ser mi refugio, pero que ahora es mi fortaleza.

Me siento frente al panel principal, pasando los dedos por las teclas con movimientos calculados. Cada sistema está interconectado: las cerraduras electrónicas, las cámaras de seguridad, los controles de acceso. Todo diseñado para ser impenetrable desde afuera. O desde adentro.

Tecleo rápidamente, accediendo al sistema central. «Cortafuegos activo. Puertas con doble bloque magnético. Sensores de movimiento en cada entrada». Cada ajuste que hago incrementa el aislamiento del lugar. Nadie entra, nadie sale, no sin mi autorización.

Reviso el cronograma de los vuelos en otra pantalla. Mi avión privado está programado para partir en menos de dos horas. No hay margen de error. Pienso en lo que estoy a punto de hacer, pero descarto cualquier duda. Esto es necesario. Es por su bien, aunque ahora no lo entienda.

Cambio las credenciales de acceso para cada cerradura. Reprogramo los códigos manuales y anulo los dispositivos que Tom o Astrid puedan usar para intentar desbloquearlas. Me detengo un momento, observo mi reflejo en el monitor negro. Mis ojos están oscurecidos, y cansados. Me froto el puente de la nariz, exhalando con fuerza antes de seguir.

Observo las cámaras del despacho, ella está ahí, inclinada sobre unos papeles, discutiendo algo con Tom. La luz cálida de la lámpara del escritorio suaviza sus rasgos, pero no puede ocultar la tensión en su rostro. Hablan en voz baja, gesticulando de vez en cuando. Ella parece estar ideando algo, como siempre. Mi pequeña estratega y manipuladora.

Pulso un comando en el panel, enviando la orden para activar los bloqueos. La primera cerradura se cierra y las demás puertas replican el sonido. Las cámaras muestran las reacciones inmediatas: Astrid y Tom levantan la vista, están alertas. Ella se pone de pie de golpe, su mirada se oscurece mientras corre hacia la puerta del despacho.

La observo a través del monitor. Sus labios se mueven, pero no quiero escuchar lo que dice. Golpea la puerta con fuerza, los nudillos cerrados en puños. Tom la sigue, tratando de calmarla, pero ella no se detiene. Su expresión pasa de la incredulidad a la furia en cuestión de segundos. Conozco ese fuego, esa chispa en sus ojos que me hizo enamorarme de ella, pero también sé que ahora está dirigido hacia mí.

Activo el micrófono de la cámara del despacho. Mi voz suena fría a través de los altavoces del lugar.

—Nena...

Ella se detiene al oír mi voz, pero no por mucho. Se acerca a una de las cámaras, mirando directamente hacia la lente como si pudiera atravesarlo.

—¿Qué diablos estás haciendo? ¡Abre la maldita puerta antes que te corte las pelotas!

Quiero explicarle, quiero calmarla, pero sé que no servirá de nada. «Es como intentar apagar un incendio con gasolina». Mi tono se suaviza, aunque siento un nudo apretándose en mi garganta.

—Te amo, nena. Esto es por ambos, todo estará bien. Te lo prometo.

Ella grita algo más. Pero no lo escucho. Corto la transmisión y desvío la mirada del monitor. Me levanto del asiento, tomo mi maleta y camino hacia la salida.

—Nadie entra ni sale hasta que mi avión haya despegado. Una vez en el aire, liberen el despacho, pero asegúrense que pent-house siga cerrado.

Mis hombres que quedan en la sala asienten, sus expresiones son neutrales, pero sé que entienden la gravedad de lo que estoy haciendo. Me marcho sin mirar atrás, la maleta en una mano y el peso de mi decisión en la otra.

Mientras camino hacia el ascensor privado, me repito a mí mismo que todo esto es por un propósito mayor. Pero con cada paso que doy, siento que dejo una parte de mí en esa maldita fortaleza. Una parte que tal vez nunca recupere.

──⇌••⇋──

Bueno, tardé, pero llego el penúltimo capítulo o eso creo. Aún no sé si el próximo será el ultimo o lo dividiré en dos partes porque es mucho contenido. Pero estamos muy cerca de saber el desenlace de esta pareja que ha consquistado tanto, pero a la vez no tienen nada. 

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