CAPÍTULO 53
«𝐄𝐧 𝐬𝐮 𝐥𝐮𝐜𝐡𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐬𝐨𝐦𝐞𝐭𝐞𝐫 𝐚𝐥 𝐨𝐭𝐫𝐨, 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐮𝐛𝐫𝐞𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐨𝐥𝐨 𝐞𝐧 𝐥𝐚 𝐫𝐞𝐧𝐝𝐢𝐜𝐢ó𝐧 𝐩𝐨𝐝𝐫í𝐚𝐧 𝐞𝐧𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐚𝐫 𝐚𝐥𝐠𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐢𝐝𝐨 𝐚 𝐥𝐚 𝐩𝐚𝐳.»
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Narrador omnisciente
El Palacio de Invierno parece un monumento al poder olvidado, con sus paredes cargadas de historia y su atmósfera impregnada de una frialdad que va más allá de las temperaturas siberianas. En una de sus salas interiores, bajo el brillo apagado del candelabro de cristal, Massimo está sentado al borde de una butaca tapizada en terciopelo carmesí, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Su postura parece relajada, pero sus ojos oscuros y fijos delatan su tormenta interna.
Frente a él, de pie, junto a la mesa maciza, el underboss de la mafia roja, irradia esa presencia que solo él sabe cómo atosigar toda la sala. Su abrigo de cuero negro aún gotea por la nieve que ha caído sobre él al llegar, pero no muestra intención de quitarlo. Su mandíbula apretada y el movimiento rápido de sus dedos tamborileando sobre la madera traicionan su furia contenida.
—Explícame algo, Massimo —comienza, su voz baja, pero cargada con un filo que corta el aire—. ¿Qué clase de incompetente dispara a su propio hijo y no se asegura de matarlo?
El castaño levanta la mirada lentamente, como si las palabras no lo afectaran, pero el ligero fruncir de su ceño revela otra cosa. Se endereza en su asiento, dejando que el silencio hablé antes de responder.
—Alessandro no es solo un puto objetivo, es mi sangre. Y no pienso matar a mi descendencia.
La risa del albino resuena en la sala como un eco siniestro, carente de humor. Da un paso hacia adelante, colocando ambas manos sobre la mesa y acercándose al italiano como un depredador que acecha a su presa.
—Tu sangre es irrelevante para mí. ¿Crees que a alguien en esta sala le importa tu maldito hijo? Alessandro es una amenaza para ti, para mí, para todo lo que estamos construyendo. Si no tienes las pelotas para acabar con él, entonces no eres más que un inútil.
Massimo prieta los dientes, pero mantiene su mirada fija en el ruso. Cada palabra es una puñalada a su orgullo, pero no puede reaccionar impulsivamente. No aquí, no ahora.
—No confundo sentimentalismo con estrategia —responde con voz firme—. Alessandro puede ser neutralizado de otras formas. No necesita morir.
El golpe del underboss sobre la mesa es repentino, haciendo que los candelabros tiemblen levemente. Su rostro, normalmente indescifrable, está teñido de ira.
—No tengo tiempo para tus juegos. O te encargas de separarlo de Astrid y lo sacas de nuestro camino, o te quedas sin financiación. Sin mi apoyo, no eres más que un cadáver esperando su turno.
La amenaza pende en el aire como un hacha a punto de caer. Massimo mantiene su expresión impasible, pero internamente, cada palabra del ruso es una chispa que enciende su resentimiento. Había aceptado esta alianza porque vio en ella una oportunidad de recuperar su poder dentro de La Mano Negra, pero ahora es evidente que la mafia roja nunca lo consideró como un igual. Es un medio para un fin, nada más.
El underboss al no obtener respuesta inmediata, se endereza y se ajusta el abrigo con movimientos bruscos.
—Tienes hasta el final del mes para demostrar que sigues siendo útil. No me hagas arrepentirme de haber apostado por ti.
Dicho esto, se gira y sale de la sala, dejando al castaño solo con sus pensamientos. El cual se pone de pie lentamente, camina hacia una de las ventanas. La vista del paisaje helado, con los árboles desnudos y el cielo gris, refleja perfectamente su estado de ánimo. Apoya una mano en el cristal frío, permitiendo que el contraste con su piel caliente lo obligase a enfocarse en sus pensamientos.
Lo ven como un peón, pero él no es alguien que aceptara ese papel secundario en su propia historia. El resentimiento hacia esta mafia, que en el pasado tuvieron discordia, crece con cada interacción, alimentando esa idea que comienza a formarse en su mente.
Para recuperar el poder absoluto, tiene que jugar un juego más largo y más peligroso del que planeó de un principio. La mafia roja no es invencible, y aunque los recursos son vastos, Massimo sabe que el verdadero poder resiste en la lealtad. Y esa, cree él, puede ser comprada o arrancada, según sea necesario.
Cierra los ojos por un momento, dejando que su mente maquine un plan. Alessandro seguirá vivo, no porque sea su hijo, sino porque es la ficha crucial en este tablero. Astrid, asentándose como La Emperatriz, es un obstáculo, pero también una oportunidad. Massimo sabe que el camino para recuperarlo todo pasa por eliminar primero al ruso.
Abre los ojos y ya no hay dudas. Massimo sabe que este juego puede tomar años, pero está dispuesto a esperar. Pero al final, no importa cuánto tiempo tomé; el rey siempre vuelve al tablero.
La luz tenue que se filtra por los ventanales del despacho privado de Alessandro en el Lader ilumina las paredes adornadas con fotografías y planos que hablan del legado en la Fórmula Uno. Pero Astrid no está pensando en motores ni estrategias. Frente al espejo, alisa por tercera vez el impecable vestido negro de Chanel que eligió para la ocasión. Una elección calculada: sobria, elegante y dominante. El atuendo es su armadura para una batalla que sabe que es inevitable.
Camina de un lado a otro, y sus tacones resuenan en el suelo de mármol español como un metrónomo, marcando el paso de su inquietud. En una esquina, sobre la mesa, una taza de té permanece intacta, el líquido enfriándose mientras ella se detiene frente a los ventanales, observando sin realmente mirar.
Desde que conoció a Stefano Di Lorenzi en la gala de iniciación, una sombra de desconfianza se asentó en su mente. Las historias que se había inventado desde hace años sobre un tío que tal vez podría haber sido un refugio han quedado sepultadas bajo el cinismo de su realidad. Él no es un protector; es un jugador. Y si algo ha aprendido Astrid es que en este mundo los jugadores no tienen amigos, ni siquiera dentro de su propia sangre.
Un golpe discreto en la puerta la saca de su trance. Christina, entra con su habitual discreción, seguida de Stefano. La presencia de él llena la habitación de un aire pesado.
—Señora, su tío ha llegado —anuncia la mujer asiática, y con una leve inclinación, deja que el italiano pase.
Stefano entra con la seguridad de quien sabe que un apellido no solo abre puertas, sino que también crea expectativas. Su sonrisa es amplia, ensayada, el gesto de un hombre que sabe medir su encanto. Va vestido con un traje Armani oscuro que encaja a la perfección, pero no puede ocultar el brillo ambicioso que delatan sus ojos olivos.
—Astrid, querida —saluda mientras extiende los brazos, acercándose con intención de abrazarla.
Ella da un paso atrás, alzando una mano con un movimiento firme pero delicado. El límite está marcado, y su gesto no deja lugar a interpretaciones.
—Prefiero que vayamos directo al punto, Stefano. No tengo mucho tiempo.
El rechazo es tan claro que el rostro del pelinegro se tensa brevemente, pero lo disimula rápido con una risa leve e inclinando la cabeza.
—Tan directa como tu madre, ¿sabes que no tiene pelos en la lengua? —replica, buscando conectar a través del recuerdo de la hermana que ambos comparten.
—Mi madre no tiene que ver con esto, y tú tampoco —responde con una calma que hiela. Luego señala la silla frente al escritorio—. Siéntate.
Stefano obedece, aunque no sin emitir un suspiro audible. Se acomoda en la silla con una postura relajada, peros sus dedos tamborilean ligeramente sobre el apoyabrazos.
—¿Siempre eres así de estricta con tu familia, sobrina? —reprocha en un tono irónico.
Astrid no sonríe. Se sienta tras su escritorio, entrelazando las manos frente a ella como si preparara para una negociación comercial, no un encuentro familiar.
—Tú y yo compartimos sangre, Stefano, pero no significa que debamos tratarnos como familia. Para mí, eres un peón más en mi organización. Si tienes algo relevante que decir, hazlo ahora.
El insulto es claro, pero lo que más duele a Stefano no son las palabras, sino la manera en que las pronuncia: con una indiferencia que golpea como un látigo. Su mandíbula se tensa, pero fuerza una sonrisa para ocultarlo.
—Bien, vamos al grano entonces.
El tono del italiano cambia. Su voz se vuelve más suave, calculadora, mientras inclina ligeramente el cuerpo hacia adelante, intentando reducir la distancia entre los dos.
—Tu liderazgo en la organización es impresionante. No te lo digo solo como tu tío, sino como alguien que ha visto muchos intentos fallidos de manejar un poder tan grande. Has logrado cosas que pocos podrían imaginar, y eso se merece reconocimiento.
Ella no responde de inmediato, pero su mirada se afila. Sabe que este tipo de halagos nunca son gratuitos.
—Gracias. Ahora dime, ¿qué es lo que realmente quieres?
Stefano sonríe, pero su gesto ya no parece tan seguro. Cruza una pierna sobre la otra, buscando ganar tiempo mientras formula su próximo movimiento.
—Quiero ayudarte, sobrina. Quiero ser más que un espectador. Eres joven, brillante, pero este mundo no siempre es amable con líderes solitarios como te encuentras ahora con la recuperación del Águila. Necesitas alguien que te respalde, alguien que pueda... descargar parte de la carga.
Ella levanta una ceja.
—¿Te propones como una especie de Soto capo?
La pregunta cae como un martillo, y Stefano suelta una risa forzada.
—No lo diría así. Digamos... un consejero. Alguien con experiencia que pueda ayudarte a navegar las aguas más turbias.
Astrid apoya los codos en la mesa, inclinándose hacia él su expresión ahora cargada de esa frialdad glacial que solo ella sabe destilar.
—¿Y qué gano yo con esto? Porque hasta ahora, todo lo que escucho son promesas vacías y ambiciones disfrazadas de preocupación familiar.
Stefano traga saliva. No esperaba un enfrentamiento tan directo, pero intentan mantener la compostura.
—Lo que ganas en una alianza con los Di Lorenzi. Juntos podemos fortalecer nuestras posiciones en la organización y más allá. No subestimes el peso que tiene mi apellido en ciertos círculos.
Ella no rompe el contacto visual. Su expresión no cambia, pero hay un destello en sus ojos que sugiere que está varios pasos adelante en esta conversación.
—Lo tendré en cuenta —dice, finalmente, su tono cortante como una cuchilla. Luego se recuesta en su silla, dándole a Stefano la impresión de que, aunque ha sobrevivido a esta reunión, no ganó nada aún.
Stefano juega con el anillo en su dedo, delatando su inquietud. Astrid se mantiene sentada tras su escritorio, mantiene la mirada fija en él, olivo contra olivo.
—Querida, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —inicia su nuevo ataque.
Ella ladea la cabeza apenas, un gesto que, en alguien más, puede parecer inocente, pero en ella es una señal de alerta.
—Depende de la pregunta.
El pelinegro sonríe levemente, como si se permitiera un momento de nostalgia. Sus ojos se suavizan de una forma casi imperceptible, lo justo para sembrar la semilla de la duda.
—¿Cómo está Marianne? —pregunta, dejando caer el nombre de su hermana como quien lanza una bomba al agua para observar las ondas que genera.
Astrid se congela. Por un instante, su rostro no expresa nada, pero la rigidez de su postura es suficiente para revelar que la pregunta la tomó completamente desprevenida. Marianne, su madre. ¿Cómo no va a saberlo?
—¿Cómo... cómo que cómo está? —balbucea.
Stefano ladea la cabeza, adoptando una expresión de sincera curiosidad.
—Llevamos tanto tiempo desconectados como familia. Pensé que ahora que finalmente estoy aquí, podría intentar retomar el contacto con ella.
Astrid parpadea, sus pensamientos giran a toda velocidad mientras intenta procesar lo que acaba de escuchar. ¿Es posible que él no lo sepa? La idea la desarma, por más absurda que le parezca.
—Stefano... —comienza, respira hondo y busca las palabras adecuadas, aunque ninguna lo es—. Mi madre falleció hace dieciocho años.
El impacto de sus palabras es inmediato. Stefano abre los ojos, sus pupilas tiemblan apenas un instante antes de que una expresión de profundo dolor se apodere de su rostro. Se lleva una mano al pecho, como si las palabras de su sobrina le perforaron el corazón.
—No... no puede ser —murmura, dejando caer la mano sobre el escritorio para apoyarse, como si necesitara estabilizarse. Sus hombros se hunden, y su mirada se desvía hacia el suelo, perdida, como si el peso de la noticia lo aplastara.
Ella lo observa, su coraza muestra una fisura. Stefano parece tan humano en este momento, tan vulnerable, que por un instante olvida que está frente a un hombre que llegó con una agenda oculta.
—Murió al dar a luz a mi hermana —continúa Astrid, su voz es más suave, casi como una disculpa—. Tenía solo treinta y cinco años cuando le arrebataron la vida.
Stefano cierra los ojos y deja escapar un suspiro entrecortado, como si el peso del luto lo alcanzara de golpe.
—Nunca lo supe... cuando ella huyó no tuvimos más contacto... —Su voz se rompe, y se lleva una mano al rostro, cubriéndose los ojos.
Astrid siente cómo su desconfianza empieza a disiparse. Es difícil mantenerse alerta frente a alguien que parece tan genuinamente afectado. Bordea el escritorio, como si su propio sentido del deber familiar la empujara a consolar a su tío.
—Lo siento.
El italiano alza la vista, sus ojos enrojecidos por una emoción que parece auténtica, aunque en su interior celebre el giro que supo dar. Su actuación ha sido impecable.
—Gracias por decírmelo. Es... un golpe muy duro. Siempre pensé que, quizás algún día, podría volver a hablar con ella... —Deja la frase en el aire, como si fuera demasiado doloroso terminarla.
Astrid se detiene frente a él. —Mi mamá era una mujer fuerte, Stefano. Estoy segura de que te habría gustado verla convertida en madre.
Él asiente lentamente, pero en su interior, la satisfacción serpentea entre su tristeza fingida. Consiguió lo que quería: Astrid bajó la guardia, aunque fuera solo un poco.
El gimnasio del Lader está impregnado de la música de Punk del parlante de Ava y los ocasionales jadeos de esfuerzo. La pareja prohibida ocupa el centro del espacio, iluminado por el ventanal que recorre toda la fachada, dejando entrar la luz de la tarde. Él sostiene las piernas de ella mientras completa la última serie de abdominales.
—Una más, gatita, vamos —la anima el rubio, con su voz firme, pero cálida con ella, inclinándose hacia ella mientras mantiene sus tobillos firmes.
Ava gruñe por el esfuerzo, completa la última repetición y se deja caer sobre la colchoneta con un suspiro exagerado.
—Ya, campeón, me rindo por hoy —agita la mano hacia el perchero cercano—. Pásame una toalla, ¿quieres?
Francesco sonríe ligeramente, sacudiendo la cabeza con fingida exasperación.
—Siempre exigiendo.
Se levanta con facilidad, camina hacia el perchero y toma una toalla blanca, su espalda muestra la tensión de los músculos aun calientes por el ejercicio. La pelinegra, entretanto, se sienta de nuevo en la colchoneta, sus ojos se desvían hacia el celular que no deja de sonar en uno de los bancos. Sin dudar, lo toma con dedos rápidos y certeros, y por suerte está sin clave de acceso.
Sus ojos detallan la serie de mensajes recientes que aparece en la pantalla, su nombre resaltando entre los contactos: Chiara, Maya, Stefany... su corazón da un vuelco al ver las fotos. Las imágenes son claras: estas mujeres y otras más, desnudas o con poca ropa, con invitaciones y que él ha respondido algunas.
Francesco se gira justo en el momento en que Ava sostiene el teléfono. La toalla que lleva en la mano se queda suspendida en el aire antes de caer al suelo.
—¿Qué carajos haces con mi celular?
Ava levanta la vista, sus ojos verdes se oscurecen llenos de algo que él no puede identificar al principio: una mezcla de dolor y rabia.
—¿Qué es esto? —espeta ella, levantando el teléfono hacia él como si fuera un arma.
Francesco avanza hacia ella rápidamente, pero antes de que pueda arrebatárselo, ella se levanta de un golpe y, en un movimiento impulsivo, lanza el celular contra una de las máquinas. El impacto es seco, brutal y el sonido de la pantalla rompiéndose llena el espacio.
—¡Estás loca! —grita el rubio, totalmente furioso, y su heterocromía alterada lo delata. Da un paso hacia ella, pero Ava no retrocede.
—¿Yo estoy loca? —replica, su voz sube de tono mientras el color se intensifica en sus mejillas—. ¡Eres un maldito mentiroso! ¿Así es como cumples tu promesa de exclusividad?
Él bufa, incrédulo, y alza las manos en un gesto exasperado.
—¿Exclusividad? Dejó de existir cuando me humillaste en mi propio departamento.
Ava se queda helada por un momento, pero la furia regresa rápidamente. Levanta la mano y, sin dudar, le da una bofetada. El sonido resuena en el gimnasio, más fuerte que el de la pantalla rota.
—¡No me vengas con excusas! —grita, su voz se quiebra un poco—. ¡Llevas noches cogiéndome sin condones! ¡Y mientras tanto, te follas vaya a saber a cuantas más! ¡Eres un maldito hijo de puta!
Él se frota la mejilla, donde comienza a formarse una leve marca rojiza. Sus ojos se endurecen en una expresión fría, una que Ava ya ha visto antes.
—Tú misma dejaste claro que esto era solo sexo, gatita. No me vengas ahora con dramatismos adolescentes.
Ella abre la boca para replicar, pero él; no la deja.
—¿Sabes cuál es tu problema? —continúa, escala su tono a la hostilidad—. No sabes lo que quieres. Es una cría jugando a ser mujer, pero yo no tengo tiempo para tus juegos.
Ava siente como sus palabras atraviesan su corazón como cuchillas. Su cuerpo tiembla levemente, pero aprieta los puños, negándose a mostrar el dolor que le causa.
—Eres un imbécil —murmura. Se da la vuelta, dirigiéndose hacia la puerta con pasos firmes, aunque cada uno le cueste un mundo.
Francesco no la detiene. Se queda de pie junto al banco, observándola irse, con una mezcla de frustración y algo que no quiere reconocer como el arrepentimiento revolviendo su interior.
Ava llega a la puerta, pero se detiene unos segundos, sin mirarlo.
—No quiero volver a verte nunca más. Desde ahora estás muerto para mí, y a los muertos se los entierra y se los olvida —dice en un tono que parece definitivo, aunque su voz tiembla al final.
Y se va, dejando a Francesco que intenta convencerse de que es lo mejor para ambos.
El aire de la alcoba está impregnado del aroma metálico de las vendas recientes y de la calma aparente que respira en estos momentos el Gran Alessandro Agnelli. Está de pie frente al espejo, con el torso parcialmente descubierto, examinando las cicatrices que marcan su piel como recuerdos imborrables de las últimas semanas.
Con movimientos precisos, se coloca un chándal gris y ajusta la sudadera del mismo tono sobre sus hombros. Las mangas largas ocultan las vendas que aún cubren algunos de los cortes más profundos. Alessandro aprieta la mandíbula al mover el brazo izquierdo. La herida principal se está sanando, pero el dolor persiste como un recordatorio constante de su vulnerabilidad. Y eso es lo que más lo irrita: sentirse inútil, atrapado e impotente.
Lleva sus ojos hacia el Rolex de su muñeca, su mente calcula los movimientos necesarios para escabullirse. Hay suficiente tiempo antes de que los antonegras hagan su cambio de turno.
Desliza sus pies en unos cómodos tenis y toma las llaves de su Aston Martin DB11. Al mirarlas, siente una punzada de emoción. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que ha conducido, y solo imaginar el rugido del motor le arranca una pequeña sonrisa, casi infantil.
«No necesito que nadie me vigile, soy el hijo de puta de Alessandro Agnelli, maldita sea», piensa con la arrogancia que lo caracteriza.
Con movimientos ágiles y en completo silencio, logra salir del pent-house. Atraviesa los pasillos y los puntos de seguridad. Cuando finalmente llega al garaje subterráneo, se detiene un momento.
Pasa la mano por el capó antes de entrar al vehículo. El motor ruge con vida, llenando el espacio con un sonido que hace vibrar las paredes del garaje. Alessandro sonríe, una sonrisa auténtica, algo que no sucede a menudo últimamente. Acelera con destreza y sale del edificio, sintiendo la libertad en cada cambio de marcha.
El camino hacia la escudería se siente casi terapéutico. El paisaje urbano pasa rápidamente por las ventanas, pero Alessandro apenas lo nota. Sus manos firmes sobre el volante y el control absoluto del coche lo llenan de una paz que creía perdida.
Llega a la escudería que hace meses no pisa, y un murmullo de sorpresa recorre a los empleados presentes. Algunos dejan lo que estaban haciendo para mirarlo, otros sonríen nerviosos al verlo caminar con esa mezcla de altanería y determinación que lo hace inconfundible.
—¿Qué? ¿No tienen trabajo que hacer? —espeta, sin detenerse, con ese tomo cortante que siempre emplea. Su actitud siempre ha sido su escudo, un recordatorio para todos de que, aunque estuviera recién trasplantado, sigue siendo el hijo de perra de su jefe.
Al entrar a su oficina, el aire huele a madera pulida y el leve perfume cítrico del ambientador. Sobre el escritorio están ordenados varios documentos que necesitan su aprobación y, junto a ellos, aparece Nora.
La mujer traspasa el umbral al verlo, y una sonrisa astuta, se curva sus labios. Sus ojos brillan con ese interés que muchas veces Astrid le advirtió que lo mantuviera a raya.
—Señor —dice, arrastrando el adjetivo como si saboreara cada sílaba.
—Nora —responde él, y ella cierra la puerta detrás de ella.
Antes de que pueda sentarse en su escritorio, ella se mueve con rapidez, cruzando la distancia entre ambos y colocando una mano sobre su pecho.
—Se ve demasiado bien para alguien que casi muere —comenta, mientras sus dedos recorren con descaro la tela de la sudadera.
Él aparta su mano con un movimiento rápido, su mirada fija en ella con una mezcla de irritación y asco.
—Aléjate.
Pero la rubia no se detiene. Da otro paso más cerca, deslizándose entre él y el escritorio como si el espacio fuera suyo.
—¿Recuerdas cuán solíamos follar aquí mismo? —se inclina hacia él, su voz baja, casi un susurro—. Sobre el escritorio, sin importar quién estuviera afuera, ni siquiera ella.
Alessandro cierra los ojos por un breve instante, tomando una respiración profunda para contenerse. Cuando los abre, la fulmina.
—¿En serio? No lo recuerdo porque, desde que estoy casado, la única mujer que vive en mis recuerdos, en mi presente y futuro, es mi mujer, Astrid Bright. Que te aviso que, si no te alejas, estoy seguro de que aparecerá para arrancarte cada mechón de tu melena.
Ella inclina la cabeza, como depredador, estudiando a su presa; a poco le importa la mujer que hace llamar su esposa. Sonríe con esa confianza que tanto le irrita a él.
—Tú dices eso, pero tus hermosos ojos dicen otra cosa.
—Mis ojos dicen que te largues de mi oficina ahora mismo. —Su tono es cortante, definitivo.
Nora retrocede un paso, pero no porque esté intimidada. Más bien, está evaluando su próximo movimiento. Finalmente, levanta las manos en un gesto de falsa rendición.
—Está bien, señor. Por ahora me iré.
Le lanza una última mirada antes de salir, dejando tras de sí un leve aroma a su perfume floral que parece impregnar el espacio. Alessandro se pasa una mano por el cabello, frustrado, y se deja caer en la silla.
En el corazón del Lader, Astrid camina de un lado a otro, revisando por tercera vez las cámaras de seguridad y las actualizaciones médicas que el Rolex de él, delata segundo a segundo. Su mirada inquieta se fija en la pantalla del monitor donde tenía que estar su esposo; pero el vacío del feed la irrita de inmediato. Se acerca al intercomunicador y exige explicaciones a los antonegras.
—Necesito su ubicación para ayer, imbéciles —espeta, furiosa.
Recibe la ubicación a su celular y, sin tiempo que perder, se dirige al garaje, donde un par de antonegras guardan, con expresiones nerviosas que parecen niños esperando su castigo. No necesita palabras para intimidarlo, su sola presencia los hace apartarse. Ella va directo al rincón de las motocicletas y se detiene frente a la Kawasaki Ninja ZX-10R de un negro brillante que refleja su imagen como un espejo.
Se ajusta la chaqueta de cuero y se monta en la moto, enciende el motor que ruge con fuerza; y sin esperar autorizaciones, sale disparada hacia la escudería.
«Rebelde y testarudo, como siempre...», piensa mientras zigzaguea entre el tráfico. Pero esta vez la ira que la quema no es únicamente por la irresponsabilidad de Alessandro. Es un reflejo de lo que teme en su interior: que ella misma se está convirtiendo en lo que más desprecia: mantener en una caja de cristal a su amado.
Cuando llegas a las inmediaciones de la escudería, una multitud abre la entrada. Los reporteros empujan cámaras y micrófonos, mientras en la gran pantalla del edificio principal aparece Alessandro, exhalando su habitual aire de arrogancia.
—¡Alessandro Agnelli anuncia su regreso en la carrera de Monza! —dice el presentador de la pantalla gigante, mientras el rostro de su esposo ocupa cada píxel disponible.
Ella estaciona la moto a un lado y se quita el casco con un movimiento seco. Un par de reporteros la reconocen al instante y, como un enjambre, se lanzan hacia ella.
—¡Astrid, Astrid! ¿Es cierto que estás comprometida con Alessandro? —grita una mujer con el micrófono cerca.
—¿Es usted la razón del regreso de Alessandro a las pistas?
—¿Por qué un anillo en el anular izquierdo? ¿Es una confirmación oficial?
Astrid trata de mantenerse impasible, pero el constante flash de las cámaras y la maraña de preguntas solo intensifican su frustración. «¡Esto no estaba en mis planes!», piensa, mientras el dolor en su mandíbula aumenta de tanto apretar los dientes. A los lejos, alcanza a distinguir a Alessandro, quien, al verla atrapada entre los periodistas, sonríe con burla y una pizca de desafío antes de desaparecer detrás de las puertas de la escudería.
—¡Por favor, déjenme pasar! —levanta la voz, pero los reporteros no ceden.
Finalmente, de dos de los antonegras entre ellos Tom, que está perfectamente recuperado, aparecen para abrirle paso. Astrid aprovecha la oportunidad y se desliza con rapidez hacia el interior del edificio, sus botas resuenan con fuerza contra el mármol mientras sus olivos arden en rabia.
Llega a la oficina en donde tantas veces discutió con Alessandro y donde quedaron gemidos de ambos. Lo que ve hace que la furia que intentaba mantener bajo control explotase de una vez por todas. Nora, está inclinada hacia Alessandro, sus dedos juguetean con el cuello de su sudadera, mientras su tono sugerente llena el aire de una tensión asfixiante.
—Entonces, cariño, ¿recordamos viejos tiempos?
Astrid no espera una respuesta. Su entrada es tan abrupta que ambos se voltean a verla. Alessandro levanta las manos en un gesto de rendición, pero el fuego en los ojos verdes de su mujer es imparable.
—Nena, sabes que yo no estaría... —comienza Alessandro a justificar, pero es interrumpido.
—¡Tú, cállate! —espeta su mujer, su mirada fija en la rubia. —¿Qué crees que hacías con mi marido?
Nora, aún inclinada junto a Alessandro, deja escapar una risita nerviosa, tratando de parecer superior.
—Solo estoy ayudando a mi jefe a ponerse cómodo... algo que tal vez tú no sabes hacer —el veneno en sus palabras es tan claro como un golpe directo.
Astrid no responde, sus pasos son calculados, hasta que se posiciona frente a ella. Alessandro intenta sujetarla, pero recibe un empujón de su mujer que lo deja en el suelo.
—Fuera de mi camino, maldito pito suelto. Ya me las pagarás.
—¿Qué harás? ¿Golpearme? ¿Enseñarme tu lado «salvaje»? Por favor...
No alcanza a terminar la frase que la pelinegra con una rapidez letal, la agarra del cabello y la estrella contra la madera del escritorio. El sonido del impacto resuena como un disparo en la oficina, seguido del grito ahogado de Nora.
La rubia tambalea, intenta levantarse, pero Astrid no le da tiempo. La toma de la blusa y la empuja contra la pared, dándole un puñetazo en el estómago. Nora se dobla, jadea, pero su instinto de supervivencia la lleva a reaccionar. Alza las uñas y araña el rostro de Astrid, dejando tres líneas sangrientas en su mejilla.
Pero ella no muestra dolor, en lugar de retroceder, suelta una risa corta y oscura, que hiela la sangre de la rubia.
—¿Eso es todo lo que tienes? —se lanza nuevamente sobre ella.
Ambas caen al suelo en una maraña de golpes, uñas y gritos. Nora logra sujetar un pisapapeles de cristal que está cerca, y con todas sus fuerzas, lo estrella contra la cabeza de Astrid. La sangre comienza a correr por la frente de esta última, pero lejos de detenerse, usa la adrenalina para ponerse encima de la rubia, atrapándola con las rodillas.
—¡Mírame, zorra! —grita Astrid, sujetando el cuello de Nora con ambas manos. Las uñas de esta última se clavan en los brazos de la pelinegra, trata de zafarse, pero la presión no cede.
La sangre gotea desde la frente de Astrid hacia el rostro de Nora, mezclándose con las lágrimas que esta última no puede contener.
—Tú y todas las zorras con las que ha follado, no son más que una sombra, una vergüenza que él mató cuando aparecí yo en su vida —suelta una de sus manos y le propina un golpe directo al rostro, rompiéndole el labio y haciendo que el sabor metálico llene la boca de la rubia.
—¡Basta las dos! —grita Alessandro, saliendo del shock y sujeta por los brazos a Astrid y la arranca de encima de Nora.
La sádica de su mujer forcejea, sus ojos aún llenos de furia mientras trata de liberarse de Alessandro.
—¡Déjame terminar con esta puta! —escupe sangre mientras intenta zafarse.
La rubia queda en el suelo, jadeando y tosiendo, sus manos temblorosas, tratando de limpiar la sangre de su rostro. Pero incluso en su estado, no puede evitar lanzar una última provocación.
—Eso... eso es todo lo que tienes, Astrid. Una gata furiosa que... no puede... mantener a su hombre.
Astrid logra soltarse de su marido y avanza un paso más, pero esta vez él la atrapa por la cintura, levantándola del suelo y alejándola a la fuerza.
—¡Lárgate, maldita insolente! ¡Estas despedidas! —grita hacia su ex secretaria.
Nora, a duras penas, logra levantarse. Cojea y, con la cara desfigurada por los golpes, recoge sus cosas, y lanza una última mirada de odio hacia la ingeniera antes de salir tambaleándose del despacho.
Las puertas se cierran, Alessandro suelta a su mujer, quien cae de rodillas al suelo, respirando con dificultad. Levanta la mirada, con la frente sangrando y la furia apagándose poco a poco en sus olivos.
—Eso, esposo, fue una advertencia. Nadie... absolutamente nadie... se mete con lo que es mío sin que haya consecuencias.
Él traga grueso, él siempre supo que ella es unamujer letal, que nadie puede detener ni siquiera él y eso es algo que, desdeque la conoció, lo cautivo.
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Les dejo una canción que representa a las hermanas Bright con sus hombres jeje
https://youtu.be/SH96LFBFHA4
Y para avisarles que oficialmente quedan tres capítulos, como mucho cuatro + el epilogo. Los tengo planeados, no más escritos porque no he tenido tiempo, pero la semana entrante termino el año de la uni así que me pondré a full para acabar antes del 2025.
Quiero saber que opinan, si les viene gustanto, me encanta leerlos. Me hace feliz cuando veo que comentan y comentan. No olviden de votar y comentar, no sean lectores fantasmas.
Los amo mil, nos vemos en el prox cap
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