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CAPÍTULO 51

𝐃𝐨𝐬 𝐚𝐥𝐦𝐚𝐬 𝐜𝐨𝐥𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐚𝐧, 𝐩𝐫𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐫𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐮𝐧 𝐯í𝐧𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐭𝐚𝐧 𝐢𝐦𝐩𝐥𝐚𝐜𝐚𝐛𝐥𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐞𝐥 𝐨𝐜é𝐚𝐧𝐨, 𝐝𝐨𝐧𝐝𝐞 𝐞𝐥 𝐝𝐞𝐬𝐞𝐨 𝐞𝐬 𝐭𝐨𝐫𝐦𝐞𝐧𝐭𝐚 𝐲 𝐞𝐥 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐨𝐥 𝐬𝐞 𝐝𝐢𝐬𝐮𝐞𝐥𝐯𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐚𝐫𝐞𝐧𝐚 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐝𝐨𝐬.

──⇌••⇋──

Alessandro

El sol se clava en mi nuca mientras camino por la arena blanca de la maldita isla. La brisa del mar, cálida y constante, intenta suavizar el ambiente, pero yo apenas la noto. En lugar de disfrutar del paisaje, mis ojos están fijos en la pantalla de mi celular, asegurándome de que todo esté en orden. La isla debería estar bajo control, pero sigue habiendo algunas piezas fuera del lugar. Los antonegras se quedaron en el yate, anclado a dos kilómetros de la costa.

Apenas bajamos del yate y, para mi sorpresa «no, mi frustración», ella ni siquiera quiso ir a la casa de playa que mandé a construir específicamente para ella. Lo mejor para ella, pero no. Ni un paso dentro. En cambio, quiso salir a "explorar". ¡Explorar! Me esfuerzo por mantener el control, aunque siento una irritación creciente al ver cómo ignora por completo lo que he hecho. Está embelesada con la isla, saltando por la arena, jugando con el agua del mar como si fuese una niña. Su risa es ligera, despreocupada, como si todo el maldito mundo se hubiera detenido. Mientras yo me pregunto por qué demonios me casé con ella. Solo quiero disfrutar de montarla en nuestra casa.

Apago el celular, totalmente molesto. Levanto la mirada hacia ella y veo cómo el sol ilumina su piel mientras salpica el agua. Su risa se mezcla con el sonido de las olas, y por un instante, entiendo por qué la amo. Pero eso no cambia el hecho de que este no es el plan que tenía en mente.

Nos encontramos con un par de nativos en el camino. La isla no es muy grande, son pocos y algo amigables. Pero aun así lo quiero eliminar. Me fastidian. Ella, por supuesto, los saluda con una sonrisa encantadora y empieza a hablar con ellos, en los puestos de ventas que tienen. «Se supone que solo a mí debe hablarme y sonreírme así». No sé qué dicen, y realmente no me importa. Lo que sí sé es que me irrita que estén aquí. No debería haber testigos. Este lugar solo debe ser para nosotros. Pero aquí está la loca de mi mujer, encantada con ellos, mientras yo me mantengo a distancia, con los brazos cruzados, calculando mentalmente cómo deshacerme de esos estorbos de manera limpia.

Miro la escena con disgusto, aunque ella parece encantada, gesticulando y riéndose como si esto fuese un paseo por el parque. No entiendo qué le ve de fascinante. Son irrelevantes. Me esfuerzo por no intervenir, pero con cada palabra que les dirige a esos desconocidos, siento cómo la furia se va acumulando en mi pecho. Intento respirar hondo, tranquilizarme, pero al ver cómo interactúa con ellos, me supera.

La caminata se alarga más de lo que quería, mientras ella sigue comprando estupideces. Mi paciencia se agota. No puedo más con esto. Sin pensarlo, camino hacia ella, la sujeto con fuerza por la cintura y la cargo sobre mi hombro.

—¿Qué demonios haces? —me grita indignada. Empieza a dar patadas, pero no me importa. Estoy cansado de esta excursión absurda. Su resistencia no es nada para mí.

—¿No lo ves? ¡Quiero que mi mujer me dé su puta atención! —el tono es seco. La ajusto mejor sobre mi hombro.

—¡Eres un maldito amargado! —se queja, golpeando la espalda con los puños, pero no lo suficiente como para que me detenga. No me importa. Ella siempre reacciona así cuando no obtiene lo que quiere. «Es una maldita caprichosa y a mí me encanta».

Siento su cuerpo tenso, su frustración vibrando en cada golpe. Camino de regreso hacia la casa, ignorando su resistencia. Podría soltarla, podría ceder y dejar que haga lo que quiera, pero hoy no tengo paciencia para sus caprichos. No cuando he invertido tanto en esto y solo quiera jugar con la arena.

La bajo cuando llegamos e intento besarla en la entrada, buscando algo de calma en ese caos que siempre trae consigo, pero ella se aparta, furiosa, girando la cabeza con brusquedad.

—No me toques —me escupe, su rostro está rojo por el enojo. Sus ojos verdes me atraviesan, como si quisiera desafiarme. Puedo ver el destello de rabia en su mirada, esa chispa que, a veces, me vuelve loco y otras veces me irrita. Hoy, es lo segundo.

—No te pongas así —le digo, sin hacer mucho esfuerzo por suavizar mi tono. No es que no me importe lo que siente, pero en este momento, mi paciencia está al límite. Necesito que entienda que aquí hay prioridades. Que yo soy la prioridad.

Decido ignorarla. Si quiere pelear, que lo haga sola. Camino hacia la puerta y la abro de un tirón después de que me escaneara el rostro. El interior de la casa es todo lo que esperaba. Es una obra maestra de la arquitectura moderna: paredes de cristal que permiten ver el océano desde casi cualquier ángulo, techos altos, líneas limpias y elegantes. Los interiores están diseñados con minimalismo y lujo en mente, desde los suelos de mármol blanco hasta los muebles hechos a medida, una mezcla perfecta de confort y sofisticación.

Cada puerta tiene un sistema de reconocimiento biométrico, cámaras ocultas en los rincones estratégicos, y los ventanales están hechos de un material resistente a balas, por si acaso. La seguridad es algo que nunca tomo a la ligera. Es un maldito búnker.

La piscina infinita en la parte trasera se mezcla visualmente con el océano, dando la sensación de que se funde con el horizonte. Las palmeras se balancean suavemente al ritmo del viento, y un pequeño muelle privado se extiende desde el jardín hacia el agua cristalina, preparado para recibir cualquier embarcación.

Pero a ella no parece importarle. Apenas cruza el umbral y sigue molesta, mirando alrededor con indiferencia.

—Te mandé a construir todo esto —le suelto, yéndome al ventanal—. Pensé en una maldita luna de miel porque no te di una boda normal y ni siquiera te importa. No valoras nada de lo que hago por ti.

Ella se cruza de brazos, sus labios forman una línea fina. No responde, solo me lanza una mirada que dice más de lo que mil palabras podrían. Esa mirada que me desafía, que me dice que ella no juega bajo las mismas reglas que los demás.

—¿Sabes qué? —me mira con esa frialdad que a veces se cuela en sus ojos—. No necesito tu maldita casa de cristal. Quiero disfrutar de la isla, no vivir encerrada como en una cárcel lo que resta de esta luna de miel.

Sus palabras es un golpe directo a mi ego. Años de preparación, controlando cada aspecto de mi vida. Y ahora me doy cuenta de que a ella nunca la voy a poder controlar. Y eso me carcome.

Cierro los ojos un segundo, inspirándome profundamente para calmarme. No puedo perder la compostura. No con ella. Los abro y me fijo en ella.

—Esto no es una cárcel —replico, en voz baja—. Es una fortaleza, es para ti. Para disfrutar de lo que te mereces.

—¿Protegernos de qué? —se burla, sus ojos centelleando con desafío—. Estamos en medio del mar, Alessandro. Lo único que necesito es aire y libertad.

Me quedo mirándola, la rabia burbujea bajo la superficie. ¿Libertad? Le he dado todo, absolutamente todo. Y nunca se conforma con nada. Mis uñas se clavan en mi palma, las venas se marcan en mis brazos. Pero sé que no puedo forzar esto. No hoy.

—Haz lo que se te dé la regalada gana —doy media vuelta, alejándome de ella—. Pero llévate un arma por lo menos.

[...]

El agua de la piscina está tibia, un contraste con el sol abrasador de este lugar. Me recuesto en uno de los escalones, dejándome llevar por la sensación del líquido recorriendo mis músculos. La tablet está en mis manos, las imágenes de las cámaras de los drones me muestran todo lo que necesito saber: la loca de mi esposa a pocos metros de aquí, caminando despreocupada hacia la playa. Despreocupada y sin protección, como si no hubiera una maldita amenaza acechando en cada sombra.

Muevo el dedo sobre la pantalla, ampliando la imagen. El dron sigue su movimiento, cada paso que da. El mar está en calma, pero sé mejor que eso. Según Tom, nos están siguiendo. Lo he estado esperando desde que dejamos Francia, pero necesitaba traerla aquí. Tenía que darle este regalo, aunque ahora parece que fue un error.

Suelto un resoplido, mis ojos tapados por las gafas mientras el sol golpea en las lentillas oscuras. Tom me ha dicho que hay movimientos extraños en el agua, justo cuando lo esperaba. Me meto la mano en el cabello mojado, peinándolo hacia atrás mientras evalúo las imágenes. No debería haber venido aquí, no con Máximo, respirándonos en la nuca. Sé que compró a la rata de Eliot. Lo he estado siguiendo de cerca desde que ella habló, demasiado cerca, por eso no lo dejé venir. Lo mandé a Austria, totalmente custodiado, aunque no lo sabe, no quiero alertarlo. Pero no garantiza que ese imbécil tenga un plan en marcha. Máximo no deja cabos sueltos, y yo no voy a permitir que le ponga una mano encima a Astrid. Nunca más.

El intercomunicador suena, Tom reportando los movimientos en el agua.

—Tengo a cinco hombres que se están sumergiéndose en este momento, señor —me informa, relajado, sin una pizca de nerviosismo, pero sé que está preocupado; porque yo lo estoy.

Cierro la tablet y me preparo para salir de la piscina. El agua corre por mi torso, cuando la veo. Ella.

Está frente a mí, su cabello azabache ondeando con la brisa marina, la piel aún húmeda del mar, y apenas le cubre el coño la tanga de hilo del bikini. El brasier del conjunto... desapareció. Totalmente desnuda. Sus tetas al descubierto, su mirada desafiante, ella sabe lo que está haciendo. Quiere hacerme perder el control para que acceda. Ella no va a pedir disculpas por su comportamiento y yo... tampoco.

El calor del sol se siente como nada comparado con el que comienza a subir por mi cuerpo. Me recorre cada extremidad, hasta llegar a mi polla, que la engrandece a tal punto que duele. La sangre me hierve. Me molesta su actitud, pero también estoy jodidamente cachondo.

—Astrid —gruño entre dientes—, ¿qué demonios haces desnuda?

Me ignora, por supuesto. Lo hace con elegancia innata que solo ella posee, caminando con total calma hacia la casa como si no hubiera peligro, como si no hubiera nativos que puedan verla. ¡Que puedan ver desnuda a mi mujer! Mi mandíbula se tensa, no voy a dejarle pasar esto.

La sigo, las gotas de agua caen de mi cuerpo mientras la alcanzo. Mi mano agarra su brazo, no con fuerza, pero la hace detenerse y mirarme.

—No puedes andar así por la playa —la rabia me consume, aunque lo que realmente quiero es besarla, manosearla y ponerla contra la mesa, y que grite mi nombre—. Hay gente, maldita sea.

—¿Y qué? —responde, su tono despreocupado, casi juguetón, sin siquiera mirarme. Se sacude mi mano como si fuera un mosquito. Esa actitud... tengo que masajearme la verga.

—¿Cómo y qué? —me acerco más, pego mi cuerpo al suyo. Puedo sentir el calor irradiando de su piel, sus pezones se endurecen y su pecho comienza a respirar agitadamente. Me sigue ignorando, mirando hacia el horizonte a mi espalda. Eso me jode. Me jode como nada más.

—Sí, Alessandro. ¿Y qué? —vuelve su mirada hacia mí. Sus ojos verdes me desafían, como siempre, con esa chispa de rebeldía que me vuelve loco. Una parte de mí quiere gritarle, la otra la quiere empotrar contra toda superficie posible.

Me inclino hacia ella, mi mano se aferra a su cadera mientras la obligo a girarse para mirarme de frente. Su respiración se acelera aún más, lo percibo. Su pecho sube y baja, rozando el mío, y aunque su expresión sigue siendo de desafío, sé que le afecta. Lo sé porque siempre le afecta mi cercanía en estas condiciones.

—No voy a dejar que hagas lo que te dé la gana, no cuando hay otros tipos mirándote —gruño mientras la acerco más a mí, mi otra mano se desliza por su espalda desnuda. Su piel suave, tentadora, pero no voy a dejar que me distraiga de lo que me importa. No hoy.

Alza la barbilla, su expresión impasible, pero sé que debajo de esa fachada está jugando conmigo. Lo hace siempre. Lo hace porque sabe lo que provoca en mí.

—Debes relajarte un poco —susurra, sus labios se curvan en una sonrisa que me invita y me irrita al mismo tiempo.

Me acerco más, mi boca apenas roza la suya, sintiendo su aliento en mis labios.

—No lo necesito —clavo mis dedos en la carne de sus caderas—. Solo necesito que entiendas que eres mía. Y solo mía. Nadie mira y toca lo que es mío.

Ella no responde, pero sus verdes se oscurecen, sus labios se entreabren apenas. Me está volviendo loco, pero a la vez cede. Lo siento en la forma en que su cuerpo se inclina ligeramente hacia el mío, en cómo su respiración se acelera.

Y sin previo aviso, me aparta de un empujón suave; su risa baja resonando entre nosotros.

—Eres un maldito posesivo.

La observo, mi irritación se mezcla con la lujuria mientras la veo yéndose a la playa. Su cabello se mueve con el viento, su cuerpo bronceado brilla bajo el sol.

«Odio a esta maldita loca».

Entro a la casa y el aire acondicionado me golpea la piel aún tibia por el sol. No me molesto en secarme, el agua resbala aún por mi torso hasta empapar el suelo de mármol y me da igual. Solo quiero encontrar algo para picar y mantenerme alerta. Abro la nevera, tomo un par de frutas y las corto en rodajas. Miro la pantalla de la tablet que está sobre la isla de la cocina mientras mastico el durazno que corté. Las cámaras de los drones siguen vigilando, haciendo su trabajo. Cada uno de ellos enfocado en el único objetivo que importa: Astrid.

Ahí está ella, tumbada en la playa, sigue sin brasier, tomando sol como si el mundo fuera un lugar seguro. Mi mandíbula se tensa mientras el cuchillo atraviesa la piel de la manzana, pero mis ojos no se despegan de la pantalla. Esos malditos nativos... los veo acercarse, despacio, con esa despreocupación que solo los idiotas tienen cuando no saben en qué clase de lío están metiéndose. Ella les responde con una sonrisa tranquila, como si fueran viejos amigos, mientras uno de ellos se inclina para hablarle más cerca. La sangre me hierve.

Mi mando va a la Desert que ella me regaló, pesa en mi mano como un recordatorio de quién soy y qué puedo hacer. La cargo, sin pensarlo, el clic metálico resuena como una promesa de muerte. Mi corazón late con fuera, el sudor frío me cubre la frente, pero es la furia la que me guía, la que burbujea hasta llenar cada rincón de mi ser. No puedo soportar más esto.

Camino hacia la playa con pasos firmes, la respiración se me hace pesada, fijo los ojos en esos dos imbéciles que creen que pueden acercarse a lo que es mío. Ellos no tienen ni idea, pero yo sí. Sé lo que soy capaz de hacer y lo que haré si no se largan de inmediato.

—¡Atrás o les vuelo los sesos! —les apunto a la cabeza y no les doy tiempo para pensarlo.

Los dos se detienen, sus ojos se abren como platos. Saben que estoy hablando en serio. Se congelan, como si no supieran qué hacer, pero no me importa. Doy un paso más, con el dedo tenso en el gatillo. Ellos retroceden lentamente, pero entonces ella se interpone entre ellos y yo, totalmente furiosa.

—¡Alessandro! —su rostro encendido de ira—. ¡Baja el arma!

Mis labios se tensan en una mueca, incapaz de procesar que me esté deteniendo. No a ellos. A mí. Siempre protege a todos, menos a mí. Siempre seré su enemigo. Los imbéciles nativos aprovechan el momento y salen corriendo, desapareciendo en la distancia. Y nos quedamos solos en medio de la playa.

Ella se gira hacia mí, sus tetas suben y bajan de pura rabia, los ojos verdes brillan con el reflejo del sol. Yo sigo con el arma en la mano, la ira no se baja y las imágenes de todo lo que va sucediendo desde temprano siguen en mi cabeza.

—Nada de lo que hago te importa, ¿verdad? —le suelto, totalmente cargado de frustración que apenas logro controlar—. Te doy todo, todo lo que podrías desear. Y, aun así, actúas como si estar conmigo fuera una maldita prisión.

Ella se cruza de brazos sobre su pecho desnudo, con la misma actitud de siempre, esa que me vuelve loco.

—No quiero todo lo que me das si me obligas a vivir en una maldita caja de cristal —sus verdes arden.

Doy un paso hacia ella, no suelto la pistola, soy incapaz de calmarme. Todo lo que hago es por ella, para protegerla, para mantenerla a salvo, y ella lo rechaza como si fuera nada. No entiende y no puede entender.

—Esto no es una caja de cristal —gruño, alzando el arma hacia ella sin pensarlo, la furia me ciega por completo—. ¡Esto es lo que hago para que no te secuestren, te violen y te maten! ¿No lo ves?

No se mueve, no retrocede, no me tiene miedo. Sus luceros se clavan en los míos con una intensidad que me desarma, que me hace odiarla y desearla al mismo tiempo.

—Si tan mal te parece, hazlo —alza la barbilla y esa mirada que me taladra—. Dispara, Alessandro. Vamos. Me lo has dicho, algún día tendrías que matarme por lo que te hice. ¿No es así? Pero no lo harás, porque no puedes.

Mi mano tiembla apenas; de repente, el arma pesa demasiado en mi mano. Ella sigue ahí, inmóvil, retándome como si fuera invencible. Y lo es. Pero tiene razón. No puedo matarla. No puedo siquiera apretar el maldito gatillo, aunque lo desee con cada fibra de mi ser.

Ella da un paso más, acercándose tanto que puedo sentir su aliento en mi rostro, su pecho subiendo y bajando frente a mí. Su mano se posa sobre la mía, la que sostiene la Desert Eagle, y lentamente baja el arma hasta que apunta al suelo. Su contacto es firme, pero suave, casi delicado. Y odio que me tenga de esta manera.

—Y mientras tanto —continúa, su voz ahora más baja, pero igual de cortante—, me aseguraré de que el resto de tu vida sea una total agonía. Porque querrás tenerme, pero jamás podrás poseerme. Eso fue lo que me juraste, ¿o no?

Me quedo quieto, la pistola ahora cuelga de mi mano inerte, mi corazón late con fuerza en mis oídos. La miro, la furia se transforma en algo más, algo que no puedo controlar. Pero, aunque quiera hacerle daño, aunque quiera verla sufrir como yo lo hago, no puedo. No puedo hacerle nada.

Y esa es la peor de las torturas.

El arma cae de mi mano y se hunde en la arena. La rabia sigue corriendo por mis venas, pero se ha transformado en algo más oscuro, más primitivo. No pienso. Mi cuerpo se mueve solo. Me abalanzo sobre ella con una urgencia que no puedo controlar, y nuestros labios se encuentran con esa violencia que es demasiado familiar. El beso es feroz, posesivo, la reclamo como mía con cada roce de mis labios. Ella responde de la misma forma, mordiéndome el labio inferior con tal fuerza que casi siento el sabor metálico de la sangre.

Mis manos se enredan en su cabello, tirando de él sin piedad. Escucho su gemido, no sé si es de dolor o de placer, pero no me detengo. Ella responde igual, sus uñas se clavan en mi espalda, rasgando la piel, dejándome marcas que arden al contacto con el aire. Y eso solo me enciende más. Nos consumimos el uno al otro, como si esta fuera nuestra única manera de resolver las cosas. La única forma de entendernos es a través de este caos que compartimos.

La agarro con más fuerza, tirándola a la arena mientras ruedo con ella. Nuestros cuerpos se cubren de granos finos, mezclados con el sudor de la tensión. La arena se nos pega a la piel, pero ni siquiera lo noto. Solo quiero sentirla, tenerla completamente, aunque sé que jamás podré hacerlo del todo. Nuestros labios nunca se separan, nuestras respiraciones se mezclan en una batalla interminable.

Me coloco sobre ella, entre sus piernas, pero ella no se deja someter. Siempre es así. Ella nunca se rinde sin luchar. Me voltea hábilmente y se coloca sobre mí. Me sujeta las muñecas con fuerza, su rostro está a centímetros del mío, su cabello negro cae como un manto alrededor de nosotros. Su mirada es tan intensa que me quema, sus ojos verdes resplandecen bajo el sol, llenos de ira y algo más que no sé si quiero entender.

—¡Tregua! —exclama, su respiración entrecortada, sus labios hinchados—. Estoy harta de que peleemos.

La miro aún jadeando, con el pecho subiendo y bajando descontroladamente.

—Eres tú la que no cede —le digo entre dientes, tirando de sus caderas hacia mí, logrando que suelte otro gemido de su parte.

Ella me mira con frustración y deseo, a tal punto que empeora mi cordura. Nos entendemos sin palabras, pero nunca sin violencia. No sabemos cómo hacerlo de otra manera. Ella me araña el pecho, dejando más marcas que arden y, al mismo tiempo, me hace querer más. Mis manos se deslizan por su espalda, bajando hasta su cintura, obligándola a bajar a mi boca.

—Maldito seas, mi amor —gruñe mientras sus manos siguen sobre mi pecho. Intenta volver a tomarme las muñecas, pero no la dejo. Quiere dominarme, pero sé que no puede. No del todo.

Río, pero es un sonido oscuro, cargado de todo lo que sentimos y no podemos decir. La fuerza en mi cuerpo se libera de sus manos, y en un movimiento rápido la giro, quedando otra vez sobre ella. Mi boca encuentra la suya, y el beso se vuelve más salvaje, más desesperado.

—No soy el único que siempre quiere controlarlo todo —le murmuro entre besos—. Yo no puedo contigo, ni tú conmigo.

Ella se retuerce debajo de mí, sus piernas se enredan en mi cintura, intentando tomar fuerza para voltearme. Pero no la dejo. Mis manos recorren sus curvas, memorizándolas, cada parte de ella que me pertenece, aunque pocas veces lo admita.

—¡Ya basta! —su voz sale quebrada, pero sé que es por el deseo y no por cansancio.

Le aparto el cabello de la cara, y por un segundo, nuestras miradas se encuentran y veo eso que hace poco confeso y que pocas veces me repite.

—Si me lo dices, detengo tu desesperación —muerdo su labio inferior—. Dímelo que extraño escucharlo de tus labios.

Sus verdes se iluminan mientras se ríe tranquilamente. —¿El gran Agnelli extraña que su mujer le diga que lo ama?

—No tienes idea de cuánto anhelo escucharlo —digo contra sus labios, respirando su aliento.

—Te amo, Alessandro, y siempre lo haré —besa mi nariz y ahueco su mejilla con mi mano. Pero el momento solo dura ese segundo porque ella vuelve a empujarme, forzándonos a rodar de nuevo. Vuelvo a quedarme debajo de ella, y sus manos vuelven a sujetas las mías, esta vez con menos fuerza, pero con la misma determinación.

—Te dejé ganar por unos minutos, ahora es mi turno —me susurra, su aliento cálido choca contra la piel de mi cuello.

—Lo sé —le dedico una sonrisa torcida, tirando de ella hacia mí—. Pero no es por mucho.

Mi excitación aumenta al sentir su coño húmedo sobre mi verga erecta. Detesto en este mismo momento a esas dos capas de ropa que nos separan. Me inclino hacia adelante y tomo uno de sus pechos en mi boca, chupando y lamiendo con avidez mientras mis manos se deslizan hacia su culo, sujetándola con firmeza. Sus manos intentan bajar mi pantalón de baño, así que aprovecho para levantar la cadera, dándole paso para que me desnude. Quedando al descubierto mi erección palpitante. Le desato la braga de hilo y la tiro a un lado, mientras ella se mueve sobre mí, deslizándose hacia abajo hasta que mi polla se desliza dentro de su coño mojado y caliente. Gemimos de placer mientras nuestras caderas se encuentran en un ritmo frenético.

—Mmmm, me vuelven loco tus tetas, preciosa —murmuro roncamente mientras no dejo de chupar y lamer.

Mis manos ansiosas se deslizan por su abdomen, buscando ese punto perlado. Mis ojos se clavan en su entrepierna, deseando que me cabalgue como solo ella sabe hacerlo. Comienza a moverse lentamente, siento cómo su humedad se roza contra mi pelvis.

Le sujeto la mandíbula con los dedos, obligándola a que me mire. Sus verdes impactan con mis grises y hundo dos dedos en su boca, haciendo que los chupe.

—Quiero que te muevas lentamente, disfrutando de cada centímetro de mi dura verga dentro de ti —susurro mientras estampo mi boca en la de ella.

Acaricio sus pechos, pellizcando sus pezones erectos mientras comienzo a moverme con ella en perfecta sincronía. El sonido de las olas rompiendo en la orilla se mezcla con nuestros gemidos de placer.

—Estoy... estoy cerca, mi amor —jadea, sujetándose las tetas con las manos y tirando la cabeza hacia atrás.

—No pares —gimo mientras nuestras caderas chocan en un ritmo desesperado. El sol, la arena y el sonido del mar se funden en una experiencia erótica inolvidable.

El placer se intensifica, el cuerpo se me tensa y la verga me late con fuerza. Sus gemidos se vuelven más fuertes, y siento que está cerca cómo dijo.

—¡Ah, sí! —grita, apretando alrededor de mí. Y me libero, alcanzando el éxtasis, y nuestro cuerpo se convierte en una explosión de sensaciones. Su cuerpo cae sobre el mío, encaja su cabeza en mi cuello y sus manos en mi cintura; mientras intento retomar la respiración. El agua cálida impacta en nuestros cuerpos, pero ni así, nos levantamos. Nos quedamos así, ella arriba mío, penetrándola y abrazándola.

Astrid

No puedo evitar soltar un gemido ahogado cuando soy presionada contra las maderas ásperas que recubren las paredes de la ducha exterior. Mi cuerpo está exhausto, cada músculo duele por la insistencia con la que mi marido no ha dejado de embestirme en los últimos dos días. Pero, por alguna razón, el deseo por él no mengua. Es como si nunca fuera suficiente. Sus manos recorren mi piel con una urgencia que no parece calmarse, sus dedos aprietan mi carne, marcando territorio, aferrándose a mí con una posesividad que es tan frustrante como adictiva.

Me tiene acorralada, una mano firme en mi cadera, mientras la otra sube por mi espalda. Siento cómo alza una de mis piernas y la coloca alrededor de su cadera, su respiración pesada contra mi cuello, sus movimientos cada vez más intensos. Mi cuerpo responde de inmediato, aunque mi mente esté gritando por un respiro. Lo amo, lo deseo, pero estoy al borde de desmayarme por tantas cogidas.

—Mi amor... —murmuro entre jadeos, apenas puedo articular las palabras—. Hagamos una pausa... Podemos cenar o algo.

Él suelta una risa baja, casi ronca, contra mi oído. Me muerde el lóbulo al punto de gemir, y su voz me envuelve en su tormenta oscura.

—¿Y cómo esperas que me detenga cuando tienes este cuerpo? —me suelta, su voz cargada de deseo—. Me vuelves loco, Astrid. No puedo parar.

Siento cómo se acelera el ritmo de nuestros movimientos, mi cuerpo se rinde a la intensidad de él, como siempre lo hace. El calor de la noche envuelve nuestros cuerpos, y la sensación de estar al aire libre, sin barreras, hace todo más salvaje, más visceral. Sus manos, grandes, firmes y demandantes, recorren mis pechos y culo mientras me pierdo en el éxtasis que inevitablemente llega, una y otra vez.

El clímax nos encuentra juntos, como siempre lo hace. Me quedo un momento con la espalda contra la madera, mi frente apoyada en su hombro, tratando de recuperar el aliento mientras mi cuerpo aún tiembla por el esfuerzo.

Salimos de la ducha, y me muevo de una manera extraña, totalmente torpe. Siento cada músculo en mi cuerpo protestar por el desgaste, pero me río entre dientes, sabiendo que él está disfrutando de verme así. Lo miro de reojo mientras se seca el cabello con una toalla, su expresión divertida, con una media sonrisa de satisfacción que no puede ocultar.

—¿De qué te ríes? —le pregunto, aunque yo también estoy sonriendo.

—De ti. —Se encoge de hombros, con esa arrogancia tan suya—. Caminas como si te hubiese roto.

—¡Es porque lo hiciste! No has parado de meterme tus veintiséis centímetros por dos días enteros sin respirar, maldito ninfómano. —Le devuelvo la mirada, levantando una ceja y sintiendo cómo el calor sube a mis mejillas.

—¿Cómo que veinte... acaso me mediste la polla? —deja caer la toalla, mientras camina hacia mí a paso seguro.

—Tenía que hacerlo —me encojo de hombros, colocándome la bata de baño—. Lo hice hace unos meses mientras dormías.

Se ríe roncamente mientras ata una toalla en su cintura. —Siempre tan perfecto, hasta en eso fui tan bien bendecido.

Ruedo los ojos mientras toma mi rostro para besarme en la frente. Nos dirigimos a la alcoba, me coloco una pollera de seda de color magenta que se ata en la cintura con una blusa de tirantes rojo, dejando mi ombligo al aire. Me recojo el cabello en semi recogido, unas sandalias bajas rojas con el collar que me regaló y unos aretes a juego. Él opta por un pantalón corto y camisa de lino en tonos azules, con unas sandalias oscuras.

Mientras él se ocupa de preparar la mesa junto a la piscina, que tiene una vista espectacular al mar, me encamino a la cocina. Mis piernas todavía tiemblan un poco, pero me obligo a concentrarme. Decido cocinar algo ligero; mis manos se mueven con precisión, aunque mis pensamientos estén dispersos, todavía envueltos en la vorágine de sensaciones que él despierta en mí. Preparo una ensalada de rúcula con frutos secos, queso de cabra y un aderezo de miel y mostaza, algo simple y fresco. También hago una pasta ligera con camarones salteados en ajo y aceite de oliva. Algo que no nos deje pesados, pero que sea lo suficientemente delicioso para compensar la cantidad de energía que hemos quemado en las últimas horas.

El postre es una mousse de chocolate amargo que dejo enfriar mientras abro una botella de vino. Me recuesto un segundo contra la mesada, cerrando los ojos y respirando hondo. Los últimos días han sido una montaña rusa. Alessandro es implacable en todo lo que hace, y eso incluye cómo me ama. A veces me siento abrumada por la intensidad con la que lo hace, pero al mismo tiempo, no puedo evitar querer más. Es una contradicción que me devora, pero estoy aprendiendo a vivir con ella.

Llevo la comida a la mesa, donde él ya ha encendido unas velas que dan un brillo suave a todo el espacio. La piscina refleja las luces, y el mar se extiende más allá como un espejo oscuro e infinito. Alessandro me mira, sus ojos grises brillan bajo la luz de las velas, y me siento atrapada, pero de la mejor manera. Esos ojos me desarman siempre, incluso cuando estoy molesta con él, incluso cuando no quiero ceder.

—Se ve delicioso —me ayuda a colocar los platos sobre la mesa.

Nos sentamos, y el sonido del mar llenando el silencio entre nosotros. Levanta su copa de vino y me observa por un momento antes de hablar.

—A veces creo que te subestimo —comenta con una sonrisa ladeada.

Levanto una ceja, intrigada.

—¿Por qué lo dices?

—Porque siempre consigues sorprenderme, aunque ya debería estar acostumbrado.

Nos reímos juntos, el vino fluye y la tensión se disipa poco a poco, reemplazada por una calma que rara vez compartimos.

La brisa cálida acaricia mi piel mientras Alessandro se levanta para ir a buscar el postre. Me quedo esperando, observando cómo el resplandor de las velas se refleja en la piscina. Cierro los ojos por un momento, disfrutando del sonido del mar y de la suave melodía que ha comenzado a sonar. Es «Dusk Till Dawn» de Zayn ft Sia, una canción que siempre me ha parecido cargada de promesas y algo más profundo, algo que ahora mismo siento palpitar en mi pecho.

Tarda más de lo habitual. Lo llamo, algo inquieta, pero me responde desde la cocina con un «Ya va», que no aclara nada. Me recuesto en la silla, esperando, pero cuando lo veo regresar con los postres en mano, hay algo extraño en su rostro. Se sienta frente a mí, y aunque está intentando disimular, noto su nerviosismo. Sus ojos, normalmente llenos de seguridad y control, ahora tienen una tensión que no veo desde hace días.

—¿Pasó algo? ¿Tom tiene noticias? —intento leerlo mejor.

—No, nada —me sonríe, pero su mandíbula está ligeramente apretada. No le insisto, pero sigo observándolo mientras empezamos a comer el postre. La mousse de chocolate que preparé parece haber perdido su importancia; mi atención está completamente en el castaño de ojos grises y cuerpo de impacto a mis hormonas.

La música sigue llenando el espacio, y de pronto, sin aviso, se pone de pie. Me sobresalto un poco, dejando caer la cuchara. Lo veo moverse hacia mí, su expresión ahora más decidida, pero todavía cargada con esa misma tensión que no logro descifrar del todo. Sin embargo, lo que hace a continuación me deja sin aliento. Se arrodilla en una pierna, justo frente a mí.

El corazón me late con fuerza, y me quedo sin palabras cuando saca una pequeña caja de terciopelo negro. En el instante en que la abre el mundo entero parece detenerse. La luz de las velas ilumina el anillo de oro blanco, centelleante con una esmeralda en corte rectangular en el centro, rodeada por pequeños diamantes que la hacen brillar aún más.

—Astrid —comienza y su voz tiembla ligeramente, algo que jamás le había escuchado hacer. Es como si cada palabra le pesara por la magnitud de lo que está por decir—. No me ruegues que te deje, o que regrese cuando te estoy siguiendo. Porque a donde tú vayas, yo iré, y donde tú vivas, yo viviré. Tu gente será mi gente, y tu Dios será el mío. Donde tú mueras, yo moriré. Y allí seré enterrado; el ángel que me haga esto y mucho más, si nada más que la muerte nos separa a ti y a mí.

Sus palabras me golpean como una ráfaga de viento. No puedo detener las lágrimas que comienzan a correr por mis mejillas. Cada palabra que pronuncia resuena en lo más profundo de mí. Es una promesa, un juramento que va mucho más allá de cualquier cosa que haya escuchado antes. Siento que el peso de lo que ha dicho, de lo que representa, me está sobrepasando. Me cubro la boca con la mano, ahogando un sollozo, y entonces, la única palabra que puedo decir, la única que parece correcta, surge de mis labios:

—Aeternum.

«Para toda la eternidad»

Es una promesa para toda la eternidad, el tipo de vínculo que no puede romperse, no importa cuántas tormentas lleguen. Me lanzo a sus brazos sin pensarlo dos veces, rodeando su cuello y besándolo con una mezcla de emoción, amor y fervor que solo puedo sentir hacia él. Mi cuerpo tiembla entre lágrimas y risas, y él me sostiene con fuerza, su calor envolviéndome, haciéndome sentir segura y amada.

—Hazme el honor de ser tu esposo —susurra contra mi oído—. Te prometo que, si aceptas, el mundo estará a tus pies y tendrás la boda de tus sueños.

Mi corazón late con fuerza. Lo miro a los ojos, esos grises que me desarman, y sé que no hay otra respuesta en mí.

—¡Sí, acepto! —respondo con firmeza.

Él sonríe, una sonrisa que pocas veces se deja ver, una sonrisa que es solo para mí. Me coloca el anillo en el dedo anular izquierdo con una delicadeza que no parece natural en él, pero que en este momento se siente como la mayor de las ternuras. El anillo encaja a la perfección, como si hubiera sido hecho solo para mí.

Nos quedamos unos segundos mirándonos, y de repente, en el vaivén de emociones, nuestros cuerpos pierden el equilibrio. Entre risas, caemos juntos a la piscina, el agua envolviéndonos, fría pero refrescante. No puedo dejar de reírme mientras me aferro a él, sintiendo cómo el agua salpica a nuestro alrededor. Sus manos vuelven a rodearme, y nos besamos de nuevo, esta vez con el eco del agua alrededor, con las estrellas como testigos silenciosos de este momento que parece sacado de un sueño.

Me alejo de él solo un poco, lo suficiente para mirarlo de nuevo, empapados, pero con la misma conexión que siempre hemos tenido. Lo toco, acariciando su rostro mojado, y sus ojos grises me miran con un brillo que no había visto antes. Siento que todo en este momento es perfecto, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para nosotros, solo por un instante más.

No importa cuántas veces nos enfrentemos, cuántas tormentas tengamos que sortear. En este momento, en esta isla, bajo las estrellas y con el agua cubriéndonos, sé que estamos destinados a estar juntos. Y eso, de alguna manera, es lo único que importa.

[...]

Han pasado tres días más en esta isla que ya se ha convertido en un refugio, un santuario en medio del caos que siempre parece rodear nuestras vidas. Todo ha estado en calma. Mi esposo y yo hemos recorrido cada rincón, y logré convencerlo de que no tocara a los nativos, esos pocos que aún sobreviven en esta pequeña isla. Sé que no es fácil para él, pero sus ojos, aunque fríos y calculadores, pueden suavizarse cuando encuentra una razón para hacerlo. Y, en esta ocasión, soy yo.

Hoy en nuestro último día aquí. El sol aún no se ha puesto, y la brisa del mar acaricia mi piel mientras caminamos por la costa. Me he puesto un traje de baño enterizo negro, sencillo pero elegante, y llevo un pareo largo color crema anudado en la cintura que se ondea al ritmo del viento. Alessandro, por una vez, accedió a vestirse de manera relajada, con un simple pantalón de baño blanco. Se ve tan diferente cuando no está en su constante estado de alerta, y es en esos pequeños momentos de paz cuando puedo verlo realmente relajarse, aunque siempre manteniendo un ojo vigilante.

Jugamos en el agua como dos niños, riéndonos y chapoteando bajo el sol. Tomamos algunas fotos, algo raro en nosotros, pero por una vez no quise que el día pasara sin dejar un recuerdo tangible. Las risas se sienten ligeras, casi como si el peso de nuestras vidas hubiera sido temporalmente apartado. Buceamos un rato, y la sensación de estar bajo el agua, en un mundo tan silencioso, me da una paz inesperada.

El atardecer llega, como siempre lo hace, pintando el cielo de colores cálidos mientras volvemos a la casa. Esta vez decidimos mantenerlo simple para la cena: pizzas y cervezas en la playa. Nos sentamos cerca de la fogata que prendió, y entre risas y bocados, el ambiente se siente más ligero de lo que nunca había imaginado. Coloco música en el celular y me levanto, impulsada por el calor de la noche y el sonido de las olas, y empiezo a bailar frente a él. La luz de la fogata ilumina mis movimientos, y aunque me observa en silencio, sé que está encantado. Sus ojos me siguen con una intensidad que me hace sentir viva, deseada, como si todo lo que él necesitara estuviera justo aquí, en este momento.

Pero entonces, el sonido agudo del teléfono rompe la burbuja de tranquilidad. Alessandro atiende, y en cuando escucho el tono tenso en la voz de Tom, mi cuerpo se pone en alerta. Mi castaño levanta la cabeza hacia mí, su expresión cambió. La sombra de la amenaza se cierne sobre nosotros una vez más.

—Movimientos desde el sur de la isla —sus ojos se oscurecen—. Cinco lanchas se están acercando.

El corazón da un vuelco, pero no hay tiempo para el miedo. La calma se evapora al instante, reemplazada por la adrenalina que comienza a recorrer mis venas. Se pone de pie inmediatamente, y ambos corremos hacia la casa sin perder tiempo. No necesitamos palabras para saber lo que está ocurriendo.

Entramos y activamos el protocolo de seguridad, las persianas caen en todas las aberturas, los vidrios se espejan y quedan encendidas las luces de emergencia. Yo corro hacia el sótano, que también funciona como un búnker. Sé exactamente lo que tenemos que hacer.

—Tom llegará con el escuadrón en diez minutos, pero será tarde —mientras carga sus armas, y yo hago lo mismo, sintiendo el peso familiar, latiendo con fuerza, pero no por miedo. Es una mezcla de concentración intensa y la necesidad de proteger lo que es nuestro.

Se mueve rápido, con la precisión de un hombre que ha vivido toda su vida preparado para lo peor. Cada paso que da, cada arma que elige, lo hace con una frialdad que me recuerda por qué él es quien es. Pero yo no me quedo atrás. Mientras él revisa el sistema de seguridad, yo coloco las dagas en mis botas y ajusto el arnés con municiones alrededor de mi torso.

El búnker está perfectamente equipado, con un arsenal digno de cualquier operación militar. Las paredes están cubiertas de rifles de asalto, granas de mano y cuchillos estratégicamente colocados para cualquier eventualidad.

Alessandro, con su Desert Eagle en la mano, se gira hacia mí. Nos miramos, y en sus ojos veo esa mezcla de preocupación y control que siempre tiene en momentos como este. No necesito que me lo diga; sé que, aunque no lo admita, está preocupado por mí.

—Estás lista —es una afirmación más que una pregunta mientras sujeta mi rostro con sus grandes manos.

—Siempre lo estoy —ajusto una última vez las correas de mis armas y me fundo en un beso corto, pero que lo dice todo.

Nos acercamos a la puerta del búnker, listos para lo que sea que venga. Las luces rojas de emergencia parpadean en las esquinas, me coloco al lado de él, mis manos aferradas con firmeza a las armas, y sé que pase lo que pase, lo enfrentaremos juntos.

Por las pantallas que están en medio de la sala, observamos los drones que vuelan por el sur, observando que las lanchas ya encallaron y que la calma que habíamos encontrado aquí en la isla se ha terminado. 

──⇌••⇋──

Sé que tarde, pero aquí lo tienen.  Pido paciencia porque capaz comience a tardar más en subir los capítulos y es por falta de tiempo, algo de bloqueo escritor y porque les quiero dar lo mejor de lo mejor.

Disfruten, que lo bueno dura poco, casi es infimo.

Los amo mil <3. No se olviden de votar y comentar que me super ayudan. Los leo, besos.  

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