CAPÍTULO 50
«𝐒𝐨𝐦𝐨𝐬 𝐞𝐥 𝐜𝐚𝐨𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐚𝐧𝐡𝐞𝐥𝐨 𝐲 𝐥𝐚 𝐜𝐚𝐥𝐦𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐞𝐦𝐨, 𝐚𝐭𝐫𝐚𝐩𝐚𝐝𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐮𝐧𝐚 𝐭𝐞𝐦𝐩𝐞𝐬𝐭𝐚𝐝 𝐡𝐞𝐜𝐡𝐚 𝐬𝐨𝐥𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐧𝐨𝐬𝐨𝐭𝐫𝐨𝐬».
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Narrador omnisciente
Los tacones apenas hacen eco contra el mármol mientras la mujer de que todo el mundo criminal habla. Está de pie en lo alto de la escalera imperial, sujetada al brazo de John. Él la mantiene con una firmeza suave, casi paternal. No dice nada, pero agarre es una mezcla de orgullo y protección, como si se asegurara de que nada ni nadie pudiera tocarla. Sus ojos, normalmente serenos, brillan como un leve toque de emoción contenida. Ella es más que una subordinada para él, es casi como la hija que perdió a causa de esta misma mafia, y aunque no lo exprese con palabras, su gesto lo revela todo.
Desde lo alto, Astrid observa a la multitud que la espera abajo. Los invitados, vestidos de negro y lujo, se reúnen en grupos, murmurando en tonos bajos mientras alzan la vista hacia ella. Sus miradas son variadas, pero cada una le dice algo distinto. La mayoría la mira con respeto, con una mezcla de cautela y admiración. En el bajo mundo, ella no es solo la esposa de Alessandro o la moneda de cambio de Máximo; ella es Astrid Bright, una mujer cuya letalidad es tan conocida como su belleza. Los labios de algunos de ellos se curvan en un gesto de reverencia silenciosa, sus cuerpos tensos mientras la observan desde abajo, como si su sola presencia pudiera doblegarlos. Ninguno se atreve a romper la solemnidad del momento.
Excepto uno.
Desde un rincón, Mikhail Adamovič, el líder del clan ruso, se permite una sonrisa apenas perceptible. Su piel albina brilla bajo la luz tenue del salón, contrastando con sus ojos helados como el mar. No hay reverencia en su mirada, sino un deseo crudo, innegable. Su atención sobre su nueva reina es intensa, como un depredador que ha encontrado a su próxima presa. Sus labios se curvan con un interés lascivo, mientras sus ojos recorren la figura de ella, como si estuviera estudiando cada curva con la intención de reclamarla en algún momento.
Alessandro, en cambio, no puede apartar los ojos de su esposa. De pie, en el centro de la sala, su postura erguida refleja una autoridad natural, pero su mirada lo traiciona. Está completamente absorto, hechizado por cada movimiento de su mujer. Sus dedos tamborilean ligeramente sobre su muslo, un gesto sutil que refleja el ansia contenida. La ama, y ese amor se desliza por cada mirada que le dedica. Sus ojos metálicos brillan con una mezcla de orgullo y admiración, y cuando ella lo mira, él siente la conexión entre ambos como un lazo invisible, tan fuerte que parece poder ahogar al resto del salón.
Astrid gira lentamente la cabeza, sus ojos verdes olivo se encuentran con los de él. Su mirada se ablanda, y por un breve instante, todo lo demás desaparece. En ese único segundo, la dureza que caracteriza su rostro desaparece, reemplazada por una vulnerabilidad que solo él puede ver. Alessandro lo siente, y su pecho se expande con un suspiro que no llega a dejar escapar.
Los jefes de los clanes, herederos y todos los presentes, comienzan a inclinarse uno a uno cuando Astrid da su primer paso hacia abajo. El eco de sus tacones sobre el mármol resuena en la sala como una marcha, imponente y calculada. A medida que desciende, los murmullos de respeto se transforman en reverencias completas, una señal clara de que la nueva reina de La Mano Negra ha sido aceptada. Sus ojos se deslizan sobre ellos, calculadores, pero dentro de ella, una oleada de emoción la embriaga. Sin embargo, no muestra ni una pizca de lo que siente. Mantiene su semblante frío e imperturbable.
Con cada escalón que baja, la tensión en la sala crece. Va sintiendo el poder fluyendo a través de ella, pero también el peso de su nuevo rol. Todos los ojos están puestos en ella, esperando, observando. Y mientras desciende, su mente es un torbellino de pensamientos, pero su cuerpo no duda. Es la nueva reina, y todos lo saben.
Cuando alcanza el último escalón, Alessandro extiende su mano hacia ella. Sus dedos se encuentran en un gesto simbólico, y ella lo acepta con suavidad, una promesa mutua que se refuerza en el silencio. Nadie se atreve a hablar. Todos están inclinados. La reina ha llegado.
[...]
Los reyes se encuentran frente al altar, envueltos en la penumbra de la gran sala ceremonial. A su alrededor, los imponentes pilares de piedra oscura parecen custodiar el ritual, sus sombras alargadas proyectándose sobre los presentes. El altar, de mármol negro pulido, está decorado con los símbolos arcaicos, algunos en relieve y otros apenas perceptibles a simple vista. Una llama titila en el centro, iluminando el cuchillo ceremonial, cuya hoja de oro brilla bajo la luz, esculpida con detalles intrincados y afilada con precisión mortal.
A un lado está el juez danés, un hombre alto y solemne, vestido con un ropaje antiguo de color gris profundo, que observa a todos con severidad. Es uno de los conservadores, la facción que desde hace años protege las tradiciones más arcanas de esta organización. A su lado, un hombre de ojos fríos y cabello rubio ceniza, representante de los rusos, comparte la misma rigidez en su postura, sin revelar nada en su semblante.
Astrid extiende lentamente su mano hacia el cuchillo mientras Alessandro la mira con intensidad. Sus ojos cristalinos reflejan el fuego que crepita en la sala, pero también una preocupación que lucha por no salir a la superficie. No quiere mostrar ni una pizca de duda frente a sus súbditos. Astrid no titubea. Sus dedos se cierran con firmeza alrededor del mango, sintiendo el frío del metal penetrar su piel. Sabe lo que debe hacer.
Con un movimiento rápido y calculado, corta la palma de su mano, trazando una línea precisa que deja brotar la sangre sobre el altar. El líquido rojo oscuro cae en el centro del símbolo más grande del altar, impregnando las tallas con un brillo escarlata. El eco de la sangre cayendo resuena como un tambor rítmico en la sala, y el aire se vuelve denso de inmediato.
El juez danés, inmutable, se acerca un paso, extendiendo sus manos como si recogiera algo intangible del aire.
—Reconocemos tu lugar como nuestra reina. Que tu sangre, ahora ligada a esta organización, nunca se derrame sin propósito —su voz es profunda, como el rugir de un trueno lejano. El silencio es absoluto, cargado de una reverencia tan intensa que parece que incluso el aire se contiene.
Alessandro no aparta la vista de su esposa. Hay un brillo feroz en sus ojos. Cada latido que ella comparte en ese altar lo une más a ella. Astrid se endereza, sin mostrar ningún rastro de dolor. Su mirada cruza con la de él, y entre ellos solo hay entendimiento. Ella ahora es la reina. Su reina.
Uno a uno, los líderes se acercan para rendir su lealtad con presentes. Katrina, es la primera en avanzar. Es una mujer alta y esbelta, sus cabellos rubios casi blancos caen en cascada sobre sus hombros. Sus ojos azules miran a Alessandro con la calidez que se reserva para un hijo. Sus movimientos son fluidos, y al llegar a su nueva reina, abre una caja de madera oscura. Dentro, reluce un anillo de oro antiguo, una joya familiar con un rubí del tamaño de una pequeña nuez incrustado en el centro.
—Este anillo perteneció a mi madre —susurra, colocándolo en la mano de su nueva dueña—. Que te proteja como me protegió a mí—. Sus dedos se detienen unos instantes más sobre la mano de Astrid antes de retirarse con un leve asentimiento.
Siguen los trillizos belgas, indistinguibles entre sí, vestidos con trajes oscuros. Se acercan al unísono, en un paso coreográfico que parece ensayado desde la infancia. Sus movimientos son casi felinos, silenciosos, cargados de una presencia que no necesita ser anunciada. Cada uno coloca un objeto en el altar: un par de dagas gemelas, una máscara de oro y una llave antigua. Sin mediar palabra, se retiran. Las dagas representan la defensa, la máscara, el anonimato y la llave... algo más profundo, un acceso que solo ellos conocen.
Lydia avanza con la dignidad que solo los años otorgan. Sus ojos, afilados como siempre, observan a su nieta con una mezcla de curiosidad y respeto. Aunque sus movimientos son delicados, su presencia domina la sala. Abre una caja de terciopelo que contiene un collar de diamantes y zafiros, una pieza que ha pasado por generaciones del clan francés. No dice nada, pero al colocarlo alrededor del cuello de Astrid, su mirada lo dice todo: aceptación, pero también una advertencia silenciosa, un recordatorio de la responsabilidad que ahora carga.
Llega, Stefano. Al acercarse, sus ojos verdes se entrecierran al ver a Astrid. Es idéntica a una persona... tanto es el parecido que lo deja perturbado. Al mencionar su apellido «Di Lorenzi», Astrid frunce el ceño brevemente, desconcertada. Él mantiene la compostura, no es momento para interrogatorios. Su regalo es una antigua espada ceremonial, símbolo de poder en la familia italiana. Sin embargo, lo que más pesa es el parentesco no revelado, una verdad que comienza a asentarse en él. Verla a ella es como ver a un fantasma.
Siguen pasando los demás líderes, hasta que finalmente llega Mikhail Adamovič. Se acerca cuidadosamente, aunque hay algo peligroso en la forma en que sus ojos se fijan en Astrid. En sus manos, trae un cetro de oro macizo con detalles de ónix, una reliquia del antiguo imperio ruso.
—Para la nueva reina —dice con una sonrisa que no llega a sus ojos.
Alessandro lo sigue de cerca, tensando los hombros. Los dedos de su mano derecha comienzan a cerrarse en un puño, como si en cualquier momento pudiera irse sobre él.
[...]
La última reverencia ha terminado, los presentes descansan en el altar, y un silencio denso cae sobre la sala. Todos los ojos están fijos en Alessandro, que se mantiene erguido, irradiando una autoridad indiscutible. Su mandíbula se tensa apenas mientras levanta la mano, un gesto que corta el aire con la precisión de un líder al que no se le cuestiona.
—Traigan el premio a mi mujer —ordena en voz baja, cargada de una gravedad que no necesita ser elevada para ser escuchada.
Las puertas al fondo de la sala se abren lentamente, dejando paso a dos hombres que arrastran a un cautivo.
Luck Black.
Desaliñado, sucio, desfigurado, y todo el cuerpo herido. Su cuerpo demuestra el desgaste de un mes de cautiverio. Sus zafiros están llenos de dolor al no poder ver lo que le espera. Él tambalea, apenas consciente, pero al escuchar la risa de Astrid, su mirada crispa en una mezcla de miedo y desesperación. No puede ocultar, el temblor en su labio inferior, ni el sudor frío que recorre su piel. Ella, por otro lado, no muestra ni una pizca de emoción. Solo una calma inquietante.
Desciende lentamente los escalones del altar, su vestido de ceremonia rozando el mármol con elegancia. Se retira de la sala para hacer cambio de atuendo: un traje de cuero negro, ceñido a su cuerpo, un corsé de mangas largas con un pantalón, junto a unos botines. No tarda en cambiarse. Cuando regresa, ya no es la reina solemne, sino una cazadora despiadada, lista para ejecutar su veredicto. Uno que lleva esperando hace años, por cierto.
Con la daga ceremonial aún en su mano derecha, decide añadir una segunda arma: un látigo, de cuero grueso, con puntas afiladas de metal. Su elección no es casual, y la diversión comienza a brillar en sus ojos. Una sonrisa lenta y peligrosa cruza sus labios cuando se acerca al pelirrojo, quien jadea, intentando retroceder.
Ella no se apresura. Con un solo movimiento del látigo, traza una línea, el chasquido resonando en toda la sala. Todos observan en silencio absoluto, mientras ella, como una bailarina, ejecuta cada movimiento con precisión. Su daga traza pequeños caminos de sangre por el torso de Luck, mientras él grita y se retuerce. Pero sus gritos no la detienen. Sus ojos verdes brillan con una frialdad que corta más profundo que el acero. La diversión que irradia con cada golpe del látigo y cada corte de la daga es inconfundible. Está disfrutando del dolor que causa, del control que ejerce sobre su mayor verdugo.
El sufrimiento de su prisionero aumenta con cada segundo. Su respiración se convierte en sollozos quebrados, sus manos, antes tensas, cuelgan flojas mientras pierde fuerzas. Astrid cambia de ritmo, aplicando más presión, haciendo cortes más profundos, hasta que finalmente la daga penetra en su garganta, cortando su vida con la misma facilidad con la que un águila desciende sobre su pesa. No hay remordimientos, ni vacilaciones. Luck deja escapar un último jadeo antes de desplomarse en el suelo.
El salón queda en un silencio absoluto, roto solo por el eco de la respiración controlada de Astrid. Todos los líderes observan con asombro, algunos incluso con una ligera sonrisa de aprobación. Katrina, que siempre ha sido cercana a Alessandro, se adelanta con una sonrisa divertida y un brillo travieso en los ojos.
—Pareces que no necesitas ningún entrenamiento de los daneses o rusos. Te manejas bien sola —bromea orgullosamente.
Astrid limpia la sangre de la daga con un paño de seda que le entregan, pero su expresión se oscurece. No entiende por qué Alessandro nunca mencionó ese entrenamiento. ¿Qué otra tradición le oculta? Su mirada se desliza hacia su marido, buscando respuestas, pero él ya ha dado un paso adelante, cortando el aire con su tono frío.
—No lo necesita —clava sus ojos grisáceos en la danesa. Está totalmente molesto por la impertinencia de la rubia porque era un tema que ya habían hablado. La mujer inclina la cabeza en una ligera reverencia, sin perder su sonrisa, como si disfrutara provocándolo.
Astrid
Katrina se aleja dejando el aire pesado entre Alessandro y yo. Sin decir palabra, él me toma de la mano, guiándome hacia el jardín de la mansión. El sonido de nuestros pasos sobre la gravilla se mezcla con el susurro de la brisa nocturna. Los jardines, vastos e interminables, como si fueran una extensión del mismísimo palacio de Versalles, brillan bajo la luz tenue de las estrellas. La calma que debería embriagarme aquí no llega; mi pecho sigue apretado, mis pensamientos caóticos, todos girando alrededor de una única pregunta.
Cuando estamos lo suficiente lejos de los demás, suelto su mano y me detengo para enfrentarlo. El corazón me late con fuerza, pero mantengo el rostro sereno, aunque mis ojos lo observan con una mezcla de frustración y dolor.
—¿Por qué no me lo dijiste? —hablo bajo, pero firme. No es una súplica, es una exigencia. Me merezco una respuesta.
Él me observa en silencio por un segundo, su mandíbula se tensa, y sé que está buscando las palabras correctas, pero yo no quiero dulzura, quiero la verdad.
—Porque no lo necesitas, nena —dice al fin, como si la respuesta fuera la más obvia del mundo—. No eres como las anteriores. Ellas eran débiles, por eso pasaron esos entrenamientos. Tú... tú has sido la mejor desde siempre. No hay necesidad de endurecerte cuando ya eres de acero.
Mis labios se aprietan en una fina línea. Me debería sentir halagada, pero no puedo evitar sentirme como si no fuera capaz. No era su decisión ocultármelo, pero siempre hace algo a mis espaldas. Y eso me consume.
—¿Y quién te crees para decidir eso por mí? —bramo, pero no me importa. Lo que me molesta no es solo el secreto, sino la idea de que me vio tan diferente a las otras, como si mi fuerza me aislara de poder ser mucho mejor.
Él da un paso hacia mí, sus manos se elevan, como si estuviera listo para tomar las mías o detenerme de algún impulso. Sus ojos, cristalinos como el agua, buscan a los míos, suplicantes.
—Nena —su mirada se suaviza, al igual que su voz, puedo sentir la urgencia detrás de ella—. No quise que lo vieras así o que pienses que te subestimo. Solo quiero protegerte, tú no necesitas pasar por eso. Eres fuerte, lo has demostrado siempre. ¿Por qué someterte a algo que no te corresponde?
Aprieto los puños, sintiendo el cuero de mi atuendo, tensarse contra mi piel. Sus palabras, aunque sé que es verdad lo que piensa, no me calman. Mi mirada lo perfora.
—Te he dicho hasta el cansancio que no soy una de tus decisiones estratégicas —retroceso un paso—. No puedes protegerme de todo, no puedes decidir por mí. Pensé que había quedado claro.
El silencio es pesado. La tensión entre nosotros se siente como un hilo a punto de romperse. Mis emociones están divididas entre el amor profundo que siento por él y el resentimiento creciente de sentirme controlada. Quiero que me entienda, pero él sigue intentando que lo vea desde su perspectiva.
Lo veo que rebusca algo en el bolsillo interno de su traje y las alarmas se encienden. —Ni se te ocurra —le apunto con el índice—. No vas a hacer lo que tienes pensado hacer porque este no es el momento y porque lo veré como un acto de manipulación.
Sus hombros se tensionan mientras aleja su mano del traje. —No sé de qué hablas —se peina el cabello con una mano.
—Oh, cariño, sí que sabes —le sonrío sarcásticamente—. Hazlo bien, si no atente a las consecuencias.
—Ajá —rodea los ojos—, sigo sin entender.
—¡Aquí están! —Lydia aparece entre los arbustos—. La sala está lista para la reunión.
—Abuela, no puedes aparecer de esa manera —pasa por su lado, totalmente frustrado—. Te espero adentro.
Lo sigo con la mirada mientras lo veo desaparecer en el frondoso jardín.
—¿Tu mano está bien? —su dulce voz me saca de mis pensamientos y cuando la miro ya está revisándola—. Por suerte te limpiaron la herida.
Le aparto la mano con recelo, aún no me acostumbro a esta idea de que es su abuela. —No se preocupe.
—Veo que aún no... —veo un rastro de desilusión en sus ojos ámbar—. Lo tendré que reprender.
—No se preocupe, le digo, está todo bajo control —le dedico una sonrisa sincera—. Vayamos antes que nos asesinen.
Camino junto a ella entre los jardines exuberantes que rodean su mansión. A pesar de los años que lleva sobre sus hombros, ella se mueve con una elegancia que parece desafiar al tiempo. Su cabello es una mezcla de castaño con destellos rubios, cae en suaves ondas sobre su espalda, y sus ojos ámbares brillan haciendo temblar a cualquiera. Su vestido negro es conservador, pero no oculta su sensualidad latente, lo lleva con confianza de quien sabe que no necesita más imponerse. No puedo evitar admirar su porte. Los años no han hecho más que afilar su belleza, como un vino que mejora con el tiempo.
Llegamos a la entrada de la sala de reuniones. La pesada puerta se abre ante nosotras, revelando una mesa larga de algarrobo que domina el centro de la habitación. En la cabecera, está Alessandro ya sentado, su mirada fija en mí desde que cruce el umbral. A su lado, un trono vacío. Mi lugar.
Las doce cabezas de la organización se levantan de sus asientos, haciendo una pequeña reverencia, incluida Lydia. Es el respeto que me he ganado a pulso. Lo noto en cada par de ojos, en como tensan sus mandíbulas mientras observan que avanzo hasta mi asiento. Me siento, dejando que la suavidad del trono se ajuste a mi cuerpo, y con un solo movimiento de mi mano, indico que comiencen.
Los primeros minutos transcurren de forma casi automática. Cada uno de los presentes expone sus inquietudes, sus problemas, buscando soluciones o aprobaciones. Los escucho con atención, pero mi mente sigue preparada, buscando la oportunidad para abordar el tema que realmente importa.
Finalmente, llega el momento que esperaba.
—Los ataques a los embarques belgas, daneses y franceses no fueron accidentales —mi voz corta el aire como una daga—. Fueron hechos a clanes que tiene relación con mi esposo, una lealtad inquebrantable y que con orgullo se muestra. Hay soplones entre nosotros, entre su gente de confianza.
Puedo ver como algunos de los presentes se tensan en sus asientos, un leve cambio en su postura revela su incomodidad. Mi mirada se mantiene fija, fría, evaluándolos a cada uno mientras el silencio se extiende. No hay lugar para la duda, no para mí.
—No lo voy a permitir —continuo sin vacilar—. No en esta organización. Pido una limpieza total. Exterminaremos a cada persona que haya traicionado nuestros intereses.
Algunas cabezas asienten de inmediato, pero otros, aunque en desacuerdo, saben que no pueden confrontarme abiertamente. Sus ojos intentan evitar los míos, sus labios apretados en líneas finas mientras tratan de controlar sus emociones. No hace falta que hablen, ya sé lo que están pensando. A pesar de su incomodidad, saben que tengo razón. Saben que alguien ha vendido información, y que la única manera de restaurar la seguridad es eliminar la podredumbre.
Uno de los más antiguos, de mirada cínica, se atreve a murmurar algo. Pero antes de que pueda decir nada, lo fulmino con la mirada. No necesito levantar la voz para imponerme, no conmigo. Los murmullos se disipan.
—Hagan lo que sea necesario, pero háganlo bien porque si yo debo meter mis manos en los asuntos que a ustedes les corresponden. Les aseguro que no les gustarán. —finalizo, recorro la mesa desafiándolos a contradecirme.
[...]
Las horas pasan lentamente. La oscuridad de la madrugada ya ha tomado todo el lugar. La reunión ha terminado, las despedidas se alargan, y poco a poco los invitados comienzan a irse, uno tras otro, como sombras deslizándose en la penumbra. Me quedo de pie cerca de la entrada, mi mente sigue en marcha, procesando los eventos de la noche, las decisiones tomadas, y las consecuencias que inevitablemente llegaran.
Alessandro se acerca, con esa mirada decidida que rara vez vacila.
—Es hora de irnos —habla en voz baja, dándome un beso en la mejilla.
Asiento, pensando que nos dirigiremos a Austria para la próxima carrera.
—Austria, hacia ti vamos —suelto un suspiro, cansado. Él sacude la cabeza, y sonríe travieso.
—No, te tengo una sorpresa.
Lo miro desconcertada. Las sorpresas nunca son simples con él, y la incertidumbre me empieza a consumir. Antes de que pueda refutar, nuestras maletas aparecen y Lydia se acerca a despedirse. Su abrazo es cálido, casi maternal, algo que hace mucho no recibo. Hace lo mismo con él, quien no duda en intentar sacársela de encima.
Lo sigo sin hacer más preguntas, aunque la curiosidad todavía me pincha como una aguja en la mente. Subimos a la camioneta que nos llevará a la pista privada de Lydia, situada en el basto predio que rodea la mansión. Durante el trayecto, él se mantiene en silencio, absorto en sus pensamientos, mientras yo sigo intentando descubrir a dónde vamos. Lo miro de reojo, pero su rostro no revela nada. Me frustra un poco no tener el control.
Llegamos a la pista y abordamos el jet. La familiaridad de la aeronave no me tranquiliza, me siento incómoda, no puedo ignorar tanto misterio. Mi marido se detiene a hablar con sus hombres, organizando la cadena de seguridad mientras yo me retiro a la recámara del avión.
Entro, cierro la puerta detrás de mí y me quito la ropa, me quedo solo en bragas de hilo. El cansancio me golpea de repente, como una ola que no puedo detener. Me recuesto en la cama, no sé cuántas horas estaremos volando, pero la incertidumbre me agota. Suspiro y dejo que mis ojos se cierren, y antes de darme cuenta, el sueño me atrapa.
Me despierto con esa sensación que extrañaba: su peso sobre mi abdomen. Parpadeo somnolienta y bajo la mirada para verlo a él. Su cabeza descansa sobre mí, sus brazos me envuelven en un abrazo firme, como si temiera a que me escapase de su lado. Su respiración es profunda, tranquila, y el cómo se aferra a mí, me desarma. Estos son momentos en que me muestra su vulnerabilidad, donde sus murallas se desvanecen, permitiéndome ver al hombre detrás del mafioso.
Mi mano, casi sin pensarlo, se desliza por su cabello, acariciando suavemente. A pesar de lo que somos, de todo lo que hemos hecho y lo que vendrá, este pequeño gesto... este momento... se siente más íntimo que cualquier otra cosa. Algo en mí se derrite, pero no lo permito del todo. No todavía.
Me quedo allí, sintiendo su peso sobre mí, el calor de su cuerpo, y el sonido rítmico de su respiración. Tal vez sea suficiente por ahora.
Pasa un largo rato hasta que su peso sobre mí empieza a entumecer mi cuerpo, cada músculo rígido, como si mi piel estuviera atrapada en su abrazo. Intento moverme con cuidado, primero mis piernas, luego mis brazos, pero él está demasiado relajado, profundamente dormido. La calidez de su cuerpo es reconfortante, pero la presión es insoportable. Hago fuerza, empujo suavemente su hombro, pero no se mueve.
Respiro hondo, decido usar más fuerza y lo desplazo hacia un lado, liberándome lentamente de su agarre. Me siento al borde de la cama, observándolo. Está ahí, tendido, con la ropa aún puesta. Sonrío de lado, es tan típico de él, no duerme y cuando lo hace, es porque el cansancio lo venció a tal punto de no llegar a desvestirse. Pero esta vez, decido que no lo dejaré así.
Me acerco y desabrocho los primeros botones de su camisa. Mis dedos se deslizan sobre su piel firme y cálida. No puedo evitarlo, lo toco, sintiendo cómo sus músculos reaccionan bajo mis dedos. El contraste entre su respiración tranquila y la tensión de su cuerpo es fascinante.
Le quito la camisa por completo, y por un momento, me quedo admirándolo. Es imposible no hacerlo. La luz suave del avión resalta cada línea de su torso tatuado, su abdomen perfectamente definido. Paso mi mano lentamente por su pecho, sintiendo esa cicatriz que tanto odia y la cual oculta con sus tatuajes.
Sigo con los pantalones. Los desabrocho con cuidado, deslizo la tela hacia abajo, dejando al descubierto sus piernas. Lo dejo solo en bóxer, y noto inmediatamente lo evidente: su erección es imposible de ignorar.
Una de mis manos baja instintivamente a mi pubis, el cual está totalmente empapado. Me masajeo el clítoris con mis dedos por sobre la tela, mientras con la otra mano pellizco mis pezones. Me muerdo el labio inferior, el calor en mi vientre crece y crece, pero decido frenar toda excitación posible. Muy pocas veces logra fundirse en un sueño profundo y no voy a ser la causante de despertarlo.
Me acomodo a su lado, de cucharita para ser precisa. Agarro su brazo y lo obligo a que me abrace. Sus dedos acarician suavemente mi abdomen, y poco a poco el cuerpo se va relajando, mis parpados pesan más y más.
El sueño me envuelve en una manta cálida, y el peso familiar de Alessandro a mi lado me hace sentir en mi hogar, porque él lo es. Me acomodo instintivamente a su lado mientras él más me lleva contra su cuerpo. No sé cuánto tiempo pasa hasta que, de pronto, siento algo suave y húmedo en mi cuello. Parpadeo lentamente, enredada aún entre el sueño y la vigilia. Otro beso, sonrío, sin abrir los ojos del todo. Su boca sigue un camino lento, desde mi cuello hasta mi clavícula, sus labios dejando un rastro húmedo en mi piel.
—Buenos días, preciosa —su voz es baja, casi ronca, es ese tono que solo usa conmigo.
Me remuevo un poco, tratando de hacerme la indiferente, pero sus dedos bajan lentamente a mi cintura y comienzan a moverse rápidamente por mis costados, haciéndome cosquillas. No puedo evitarlo, suelto una risa, intentando apartarme, pero él me sostiene firme con su brazo libre, riendo conmigo.
—Para... ¡Para, por favor! —río sin poder controlarlo girando hacia él para intentar defenderme, aunque sé que no tengo ninguna posibilidad.
Abro los ojos y él sigue, su sonrisa amplia, sus ojos grises brillando con diversión. Ese brillo en su mirada, que siempre me desarma, lo veo tan relajado, tan libre, algo que pocas veces muestra al mundo. Su cabello castaño está algo despeinado, mechones rebeldes cayendo sobre su frente, y el contraste de su piel algo bronceada con la luz suave del amanecer que entra por las pequeñas ventanas del avión lo hace ver completamente irresistible. Su torso desnudo, marcado y firme, es una obra de arte. Me muerdo el labio sin poder evitarlo.
—¿A dónde estamos yendo? —intento cambiar el enfoque, pero sé que no obtendré una respuesta directa.
—No deja de ser una sorpresa —sonríe de una manera que me frustra y me fascina a partes iguales.
Quiero insistir, pero un golpeteo suave en la puerta suena. Él gira la cabeza y alguien anuncia que en media hora estaremos aterrizando.
Se levanta, estirándose perezosamente, y no puedo evitar dejar que mis ojos lo recorran. Desde su cabello ligeramente despeinado hasta sus abdominales algo esculpidos, cada línea de su cuerpo es perfecta.
Me levanto detrás de él, y sin decir una palabra, entramos juntos en el baño. El vapor pronto llena la pequeña habitación, y el agua caliente cae sobre nuestros cuerpos. Él se coloca detrás de mí, desliza sus manos por mis hombros, mientras masajea sin dejar de limpiarme.
—No te vistas demasiado abrigada —susurra mientras el agua cae por mi cabeza—. Hace calor a dónde vamos.
Lo miro por encima del hombro, arqueando una ceja. Él solo sonríe y continúa enjabonándome la espalda. El calor del agua relaja mis músculos, pero mi mente sigue pensando en el destino desconocido. Sin embargo, decido dejarlo ir por el momento, concentrándome en el adonis que me manosea.
Cuando terminamos, me visto con un bikini blanco con un vestido de lino a juego. Veo una costa acercándose, el reflejo del sol sobre el agua azul brillante. No es una ciudad que reconozca inmediatamente, pero el aire fresco y la vista me indican que es exótico.
—¿Dónde estamos? —el avión se estabiliza y comenzamos a prepararnos para bajar.
No responde. Bajamos del avión, el calor nos envuelve de inmediato. Nos dirigimos hacia una camioneta que nos espera en la pista. El paisaje alrededor es sereno, pero majestuoso, con la costa a la vista. Después de un corto trayecto, llegamos al puerto, donde un yate impresionante nos espera. Ni papá tiene uno de estos. Observo el nombre que tiene en letras doradas «Némesis».
—¿Y ese nombre?
Él se detiene un momento, me mira directo a los ojos con una expresión sincera y de orgullo.
—Pues mírate —no titubea mientras llega a popa.
Mantengo mi compostura, aunque por dentro esté saltando de la emoción. Mi mente se llena de imágenes de lo que soy para él. Un desafío, Un igual.
Soy su propio poder y su vulnerabilidad.
El sol abrasador se refleja en la cubierta blanca del yate, y el sonido del agua rozando el casco es lo único que interrumpe la paz que nos rodea. Alessandro sigue sin decirme a dónde vamos, y aunque la curiosidad me carcome, me obligo a dejarlo pasar, disfrutando el momento. Apenas abordamos, se fue a tomar sol a las tumbonas de la parte delantera, así que decido acompañarlo.
Me quito el vestido sin pensarlo demasiado, quedándome solo en bikini. Los ojos curiosos de los antonegras se flamean por mi cuerpo, pero basta una mirada de Tom para que los quiten. El calor me envuelve y me acerco a la tumbona de al lado.
—¿Me alcanzas el protector solar? —señalo el bote que tiene al lado de su pierna.
Se baja apenas las gafas de sol para mirarme, y su mirada recorre mi cuerpo lentamente. El brillo en sus ojos grises me dice todo lo que está pensando, pero no suelta palabra. En lugar de eso, me lanza una sonrisa ladeada mientras me entrega el protector.
—¿Estás segura de que no necesitas ayuda? —se endereza, y ese tono de picardía que conozco a la perfección.
Lo ignoro y comienzo a aplicar la crema por mi cuenta, aunque no puedo evitar que sus manos se deslicen por mi piel de vez en cuando, bajo la excusa de «ayudarme». Siento su tacto lento, deliberado, apretando mis muslos y culo.
Nos quedamos ahí, al sol, disfrutando de la tranquilidad. A medida que pasan los minutos, la piel se va calentando bajo los rayos, y las risas entre nosotros se mezclan con el sonido de las olas. Comemos frutas frescas de una bandeja que mandó a traer, las fresas son dulces, el mango suculento, y entre sorbos de champán, todo es más perfecto.
Cierro los ojos, dejando que el calor me adormezca un poco. Es un placer simple, pero que me hace feliz. Me siento libre. La paz que reina sobre este instante es un lujo que tendré que pagar más adelante.
Lo siento incorporarse y abro los ojos.
—Siéntate —bebe un sorbo de su copa.
—¿Qué pasa? —ya no bromea y me entristece.
—Es sobre tu sorpresa —saca un pañuelo del bolsillo sin dejar de sonreír.
—Pensé que esta lo era —me río, y siento la emoción crecer.
No me da tiempo a reaccionar, me cubre los ojos con el pañuelo. Todo se oscurece, y aunque no me gusta no saber lo que está pasando, confió en él. Me toma de la mano y comienza a guiarme, y me doy cuenta de que estamos moviéndonos hacia la baranda del yate.
—Solo un momento más —susurra en mi oído. El sonido de las olas choca más fuerte ahora, como si nos acercáramos a algún lugar.
Los minutos se me hacen eternos. La expectación crece con cada movimiento, pero mantengo la calma. Siento la brisa marina en mi piel y el aire cada vez más fresco.
—¿Lista? —vuelve a susurrarme.
—Alessandro, si no me quitas esto ahora, juro que...
No termino la frase, porque siento que empieza a desatar el pañuelo. Parpadeo un par de veces, mis ojos se ajustan a la luz nuevamente. Frente a mí, el mar brilla como una extensión infinita de azul, pero eso no es lo que captura mi atención. Justo delante, a la distancia, se entiende una isla. Grande, exuberante, rodeada de arena blanca y palmeras que se mueven suavemente con el viento.
Me quedo sin aliento.
—Bienvenida a la Isola di Smeraldo —dice a mi espalda, su voz teñida de orgullo—. Es tuya. Mi regalo de bodas para ti.
Mis ojos se llenan de lágrimas antes de que ni siquiera pueda detenerlas. ¿Una isla? ¿Para mí? La magnitud de lo que estoy viendo es abrumadora. La mente me da vueltas, tratando de procesar lo que acaba de decir.
—¿Mi... Isla? —mi voz suena rota.
—Solo tuya —repite, envolviendo su brazo alrededor de mi cintura, tirándome hacia él—. Estamos en el Mar Egeo, cerca de Grecia. Aquí puedes tener toda la paz que necesitas. Un lugar solo para ti, lejos de todo. Donde nadie podrá tocarte.
La emoción me consume por completo. No puedo contener las lágrimas, pero no son de tristeza. Me giro hacia él, y sin decir una palabra, me lanzo a sus brazos. Él me recibe con fuera, envolviéndome en su abrazo mientras las lágrimas corren por mi rostro. Siento su mano en el cabello, sus labios presionando mi frente.
Levanto la cabeza para mirarlo, y en sus ojos veo algo que rara vez muestra al mundo: vulnerabilidad. Para los demás, Alessandro es el Águila, un hombre imposible de derribar. Pero conmigo, es solo Alessandro, el hombre que lo ha apostado todo por mí.
Le devuelvo la mirada, una sonrisa curvando mis labios mientras limpio las lágrimas de mi rostro.
—Te amo —le digo, con una certeza que va más allá de las palabras.
Él me besa posesivamente, su mano en mi nuca y todo el mundo desaparece.
──⇌••⇋──
La iniciación comenzó. Y el inicio del último tramo de la novela también. Les tengo que pedir mucha paciencia porque estoy en epoca de finales hasta diciembre y mi idea es dar por finalizado este libro antes del 2025. Pido paciencia porque capaz comience a tardar más en subir los capítulos y es por falta de tiempo, algo de bloqueo escritor y porque les quiero dar lo mejor de lo mejor.
Disfruten, que lo bueno dura poco, casi es infimo.
Los amo mil <3. No se olviden de votar y comentar que me super ayudan. Los leo, besos.
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