CAPÍTULO 44
𝐋𝐚 𝐯𝐚𝐥𝐞𝐧𝐭í𝐚 𝐧𝐚𝐜𝐞 𝐝𝐞𝐥 𝐝𝐞𝐬𝐞𝐬𝐩𝐞𝐫𝐨
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32 horas después del secuestro.
El agua helada me envuelve, oprime mis pulmones, robándome el aire. Siento cómo mi cuerpo lucha contra la inmovilidad, como mis músculos se tensan en un inútil intento de escapar de este tormento. Otra vez. No sé cuántas veces me han ahogado en el pozo asqueroso, cuantas veces creí que moría; pero sigo acá, ahogándome en la mierda.
Mis ojos se acostumbran a la oscuridad, y puedo distinguir vagamente las paredes de piedra húmedas. Los segundos se convierten en minutos, los minutos en horas.
La oscuridad me envuelve, y mis pensamientos divagan. Recuerdo el día que supe que estoy embarazada. La emoción de tristeza me invadió, pero es la única esperanza en seguir adelante.
Finalmente, siento que me sacan del agua y me arrastran a la superficie. Toso con fuerza, el agua asquerosa me quema la garganta. Mis pulmones se llenan de aire, pero la sensación de ahogo persiste, mezclada con un intenso frío que me cala hasta los huesos.
Los golpes, patadas y humillaciones son constantes. Me privaron de comida, de sueño y de cualquier atisbo de humanidad. Me quemaron con cigarrillos, me azotaron la espalda sin piedad.
Las sesiones de tortura son cada vez peores. Estoy harta de que me sometan a medicamentos para mantenerme despierta en todas las torturas. A cada nada veo la misma muerte.
El único miedo es que sepan de mi embarazo. Porque me lo sacaran de las entrañas sin dudarlo.
—¡Habla, perra! —ruge una voz—. ¡¿Dónde está los almacenes de tu piloto de mierda?!
Niego con la cabeza, aunque sé que mis ojos deben estar suplicando. No cederé. No les daré lo que buscan. Nunca más traicionaré a Alessandro.
Se cansan de mis negativas. Me levantan del suelo y me arrastran hacia la otra habitación. La conozco, perfectamente, la silla metálica conectada a la máquina siniestra.
La electrocución.
No tengo fuerzas para defenderme. Me atan a la silla, inmovilizándome por completo. Siento como me colocan los electrodos en las muñecas y tobillos. Cierro los ojos con fuerza, tratando de bloquear el sonido de la máquina, el olor a metal quemado.
Respiro profundamente, intentando calmar mi corazón que late como un martillo contra mis costillas. No tengo miedo, bueno sí, si tengo miedo. Pero no me verán derrotada.
Siento la descarga eléctrica que recorre todo mi cuerpo. Grito de dolor, pero la voz se me quiebra, apenas un gemido. La tortura continúa, una y otra vez, hasta que siento que mi cuerpo se desintegra.
La única llama de esperanza en mi interior, es mi hijo. Es por él que sigo luchando.
La descarga eléctrica cesa, pero el dolor persiste, una sensación ardiente que recorre cada fibra de mi ser. Estoy débil, adolorida, pero no me rendiré. Cierro los ojos, concentrándome en la imagen del castaño.
Me dejan atada a la silla, inmóvil, mientras el mundo a mi alrededor se vuelve borroso. Creo sentir como me arrastran por el suelo, como me golpean la cabeza contra las paredes. Ya no siento dolor, solo un vacío abrumador.
Veo la figura del pelirrojo. Me abre la boca a la fuerza y comienza a verter agua dentro de mí, ahogándome lentamente. Toso y me debato, pero estoy demasiado débil para resistirme. El agua me quema las vías respiratorias, siento como mis pulmones se llenan de líquido.
Cuando finalmente deja de verter agua, me quedo jadeando, trato de recuperar el aliento. Soy la sombra de lo que alguna vez fui. El espejo que tengo enfrente me devuelve la imagen horrible: cabello enmarañado, los ojos hinchados, la piel más pálida de lo normal, se nota lo enferma que estoy.
Me insulto a mí misma por ser tan débil, por no poder protegerme. Y entonces, oigo la voz de Luck.
—¿Qué tal te sientes, gatita? —sonríe cruelmente.
—Vete a la mierda —murmuro.
Un puñetazo en el estómago, y el aire sale de mis pulmones en un quejido.
—Parece que todavía tienes algo de vida —se burla—. Tu queridísimo Alessandro —rompe el pedazo de tela que cumplía la función de tapar mis senos—, el maldito de tu piloto me está bombardeando toda Italia por ti. No queda una propiedad de Máximo en pie, excepto esta fortaleza que ni una bomba nuclear la tira abajo.
Él está cerca, lo siento. Mi corazón late con más fuerza, y una sonrisa involuntaria se dibuja en mis labios.
Luck, al ver mi reacción, frunce el ceño.
—¿Te crees muy graciosa? —espeta, está furioso.
—¿Graciosa yo? —repito irónicamente en un susurro—. Más bien me parece que ustedes son los que están haciendo el ridículo. ¿Creían que, secuestrándome, él volvería a manos de Máximo? O mejor aún, ¿Qué yo lo traicionaría?
La locura me invade de nuevo. Me río a carcajadas, una risa histérica que resuena en la habitación. El pelirrojo enfurece y sus azules se oscurecen de la ira.
—¡Cállate! —me grita, y me abofetea con fuerza en la cara.
Caigo al suelo, mareada. Pero me levanto de inmediato, desafiándolo con la mirada.
—Ustedes son los que están atrapados —digo, escupiendo sangre—. Alessandro está cerca, y cuando me encuentre, se arrepentirán de todo lo que me hicieron.
Luck se acerca a mi amenazante, pero antes de que pueda hacer algo, una alarma se activa. Mi corazón se acelera.
—Parece que tu príncipe llegó —sus labios se alzan en una sonrisa sádica.
—Dirás, mi rey, un puto rey guerrero que los matará a todos y yo me comeré sus viseras —la risa se me escapa, una risa llena de desafío. Siento su furia en el aire, pero no le tengo miedo.
Pero antes de que pueda atacarlo, siento un golpe violento en la nuca. Caigo al suelo, mi cabeza dando vueltas. No sé quién fue, todo se vuelve borroso. Antes de perder el conocimiento, siento otra patada, esta vez en el vientre. El dolor es agudo e intenso. Mi bebé... me agarro el vientre con fuerza, pero mis dedos se sienten entumecidos.
Luck se acerca a pasos rápidos y me da otra patada, esta vez en el costado. El aire sale de mis pulmones en un quejido. Cierro los ojos con fuerza, intentando ignorar el dolor. Pienso en mi hijo, en el castaño de ojos grises. Quiero que sepan que los amo.
Escucho la voz de Luck, fría y calculadora.
—Si en quince minutos no vuelvo, la violan por todos lados y la matan mientras tienen sus vergas dentro de ella —le ordena a alguien, aunque creo que son varios.
Mi cabeza golpea el suelo con fuerza. El dolor es insoportable, pero ya no siento nada más. Solo la oscuridad.
Alessandro
1 hora antes.
El rugido del motor me sacude las entrañas. Afuera, las nubes se desgarran, revelando la silueta de Italia. Mi Maranello, antes era mío, por lo menos. Y en su corazón, la fortaleza de mi progenitor, una puta jaula de acero donde mi mujer yace cautiva. Mi puño se cierra sobre el reposabrazos, los nudillos se blanquean.
Estoy en la cabina privada del avión, junto a John, Edward, Tom y Eliot, y otros hombres de mi absoluta confianza. Estamos terminando de estudiar los planos, cada uno es un especialista en su campo y aportan su visión a la operación.
John es el mejor estratega, además de mí. Traza líneas rojas sobre el holograma, delineando la ruta de infiltración decidida. Ava es el hacker, nos muestra en la pantalla vectorizada las vulnerabilidades del sistema de seguridad. Tom es el demoledor, detalla los puntos estratégicos para los explosivos. Y Eliot, ese estúpido que aún tengo unas ganas de meterle un tiro en la cabeza; él es francotirador especializado, así que se encargará desde las alturas.
—Escuchen —corto el murmullo de los hombres—. Yo rescato a Astrid, eliminamos al pelirrojo y a Máximo. No habrá prisioneros.
La imagen de Astrid, débil, torturada, me atormenta. La ira me consume, pero debo mantener la calma. Soy el líder, y de mí depende la vida de todos.
—Entraremos por el tubo de ventilación —continúa John, señalando el punto en el holograma—. Comienza a dos kilómetros de distancia, es subterráneo, pero tiene una desembocadura en el río, así que por ahí será. Es la ruta más directa a la sala de operaciones. Ava, ¿a cuántos metros debes estar para neutralizar el sistema de detección de movimiento?
—A menos de cinco metros —responde Ava, tecleando en su dispositivo—. Y necesito tres minutos para colocar el virus y desactivar todo el maldito sistema.
—Tom —prosigo—, una vez dentro, colocarás los explosivos en las columnas principales mientras los demás las colocan en los muros impenetrables. Cuando dé la señal, vuela todo a la mierda.
—Entendido, señor —asiente con su rostro serio.
Eliot me mira. —¿Qué sucede si Máximo se encierra en su búnker subterráneo?
—No pasará, porque ese viejo tiene más ganas de llenarme el culo de plomo que esconderse —respondo tajante.
Miro mi reloj. Faltan quince minutos para aterrizar. El amanecer se acerca, y con él la hora de la verdad. Me levanto y me dirijo hacia las ventanillas, observo la inmensidad de la ciudad. Maranello, la que una vez fue mi ciudad, está a punto de ser bombardeada.
Respiro hondo, trato de calmar mi agitación. Sé que esto es peligroso, que muchos van a morir, pero no me importa si eso me asegura tenerla en mis brazos nuevamente.
Narrador omnisciente.
5 minutos antes de que todo se vaya a la mierda.
El aire está viciado y húmedo en el tubo de ventilación. Alessandro camina a través de la oscuridad, el polvo y la mugre raspan cada tanto su piel. Cada músculo de su cuerpo grita de dolor, pero ignora las molestias. Su mente está fija en un solo objetivo: rescatar a Astrid. Cinco minutos. Ese es el tiempo que le queda a Ava para romper el sistema de seguridad de la fortaleza. Cinco minutos que parecen una eternidad.
Un piso más arriba, en la celda de tortura, Astrid ríe a carcajadas. La noticia de que Alessandro está bombardeando Italia la enloquece. Pero su risa se ve interrumpida abruptamente por una patada en la cabeza. Rebekah, la amante de Máximo y enemiga de Astrid, se acerca a la pelinegra con una expresión de odio en el rostro. Astrid cae al suelo, mareada. La rubia le propina otra patada, esta vez en el vientre. Astrid se contorsiona de dolor y una mancha roja comienza a extenderse en el suelo sucio, una mancha que baja de sus piernas blancas, ahora sucias de la mujer de ojos verdes.
Rebekah se agacha y observa el líquido carmesí entre sus dedos con atención. Una sonrisa malévola se dibuja en sus labios. Astrid está embarazada. La idea la llena de una rabia visceral. No puede permitir que esa mujer lleve en su vientre al hijo de Alessandro.
Otra patada impacta en el vientre de Astrid que yace inconsciente, ajena a todo lo demás, como el ruido de la alarma que anuncia que la fortaleza fue invadida.
—Mátala —ordena con voz fría.
El pelirrojo se acerca con lentitud. Mira a la rubia, luego a Astrid. Sus ojos se pasean por el cuerpo maltratado de la mujer, deteniéndose en el líquido carmesí que sigue bajando sin parar de la entrepierna de la pelinegra. Niega con la cabeza.
—Aún no —responde.
Rebekah frunció el ceño.
—¿Por qué no? Mátala de una puta vez.
Luck no responde. Se limita a dar órdenes precisas a los sujetos que están en la entrada, indicando que, si no vuelve pronto, la violen y maten.
Los tipos se agachan y arrastran por el brazo a la mujer malherida, dejándola en un rincón de la habitación maloliente. La dejan allí, abandonada, mientras observan cómo se retuerce de dolor.
Rebekah recorre con la mirada la lúgubre celda. La ira la consume, una furia ciega que la impulsa actuar.
—¡Traigan una camilla, ahora! —ordena a los tres hombres que custodian la celda. Los matones, acostumbrados a obedecer sus órdenes sin cuestionar, salen rápidamente a cumplir su cometido.
A los pocos minutos, regresan cargando una camilla metálica. Con movimientos bruscos, acomodan el cuerpo de la inconsciente Astrid sobre ella. La rubia indica con un gesto que la aten de las manos, inmovilizándola por completo. Luego, señala las piernas de la pelinegra, ordenando que las abrieran y las mantuvieran separadas.
—No vas a traer al mundo a un Agnelli —espeta Rebekah, su voz llena de desprecio—. Ese apellido es mío y solo mío.
Una sonrisa cruel se dibuja en sus labios mientras se acerca a un pequeño estuche que trajo consigo. Es un regalo de Máximo, una colección de herramientas diseñadas para infligir dolor. Dentro, hay todo lo necesario para llevar a cabo su macabro plan.
Rebekah sabe que el tiempo juega en su contra. Arriba debe estar desatado el infierno en busca de la mujer que próximamente morirá. Tiene que actuar rápido. Con manos temblorosas, extrae una de las herramientas del estuche. Una especie de gancho afilado.
Rebekah con una frialdad que hiela la sangre, se inclina sobre Astrid. Toma la herramienta afilada y, con un movimiento certero, la introduce en el canal vaginal de la mujer. Un gemido ahogado escapa de los labios de Astrid, pero no es suficiente para detener a la rubia.
Con cada estocada, Rebekah se sumerge más en su locura. La sangre mancha sus manos, tiñendo de un rojo intenso que contrasta con la palidez de su rostro. La pelinegra, aun inconsciente, se retuerce en la camilla, sintiendo el dolor que le infligen.
De repente, Astrid abre los ojos. Su mirada, llena de horror y dolor, se posa en Rebekah. Intenta gritar, pero solo puede emitir un débil sonido. Sus manos, atadas a la camilla, se agitan desesperadamente mientras intenta liberarse.
—No... por favor —súplica.
Rebekah se burla. —¿Creías que podrías arrebatarme todo? —espeta, sin dejar de masacrar.
La pelinegra niega con la cabeza, las lágrimas rondan por sus mejillas.
La rubia, sin inmutarse, continúa su macabra tarea. Con un movimiento rápido, extrae el pequeño feto del cuerpo de Astrid. Lo sostiene en la palma de su mano, examinándolo con una mirada de triunfo.
—Mira lo que has hecho —dice, mostrándole el feto a Astrid.
Está, al ver al pequeño ser inerte, siente un dolor insoportable. Se niega a creer lo que está viendo.
—No... no puede ser —balbucea desesperada.
El feto es arrojado al suelo, sin muestra de compasión. Astrid, presa de la histeria, intenta levantarse, pero sus fuerzas la abandonan. Se desploma sobre la camilla, sollozando incontrolablemente.
La rubia sabe que su enemiga no sobrevivirá. La hemorragia es abundante y la infección se propagará rápidamente. Pero poco le importa. Lo único que quiere es que desaparezca.
Con un movimiento rápido, Rebekah le encesta un golpe, durmiendo a Astrid al instante.
Se queda observando a la pelinegra, sumida en un profundo sueño con sabor a muerte, y una sonrisa cruel se dibuja en sus labios.
Ganó la batalla.
La hora de la sangre.
La alarma aúlla, rasgando los oídos de todos en la fortaleza. Las luces parpadean, sumiendo todo en una penumbra ominosa. Máximo, que se encontraba en su despacho, se levanta de un salto. Su rostro, habitualmente impasible, se contorsiona en una mueca de furia. Sabía que este día llegaría, pero no esperaba que fuera tan pronto.
El pelirrojo irrumpe en la oficina. Sus zafiros escudriñan la estancia en busca de cualquier amenaza.
—Señor, la fortaleza fue invadida —informa lo obvio.
—No me digas, maldito estúpido —grita desaforado el jerarca supremo.
El señor, de no más de 50 años, toma su arma y revisa que esté cargada, toma otros cartuchos mientras escucha los estruendos de la guerra que se están dando afuera.
De repente, la puerta se abre de golpe y un enorme hombre, vestido de negro, irrumpe en el despacho. Es uno de los antonegras de su hijo. Máximo desenfunda su pistola y abre fuego. Los disparos resuenan en la habitación, pero el antonegra sigue avanzando, esquivando con una agilidad sorprendente.
Por algo todos los clanes quieren ser entrenados por Alessandro. Porque él no entrena debiluchos, él crea mercenarios sedientos de sangre.
Luck que está observando la escena, aprovecha un descuido del hombre de negro y dispara dos veces por la espalda del antonegra. El cuerpo del mercenario se desploma al suelo sin emitir un sonido.
Máximo se vuelve hacia el pelirrojo, con los ojos inyectados en sangre.
—Astrid —exige.
—Señor, acabamos de descubrir que espera un hijo de Alessandro —informa secamente.
Máximo asiente con la cabeza, como si ya lo supiera.
—Lo sabía —confiesa con una sonrisa amarga—. Pude notar como se acariciaba el vientre por las cámaras. Además, ¿qué esperabas? Es Alessandro quien la monta, mi hijo que, aunque sea un maldito enfermo no deja de ser un semental. Es genética pura.
Luck frunce el ceño, pero no dice nada. Sabe que no puede razonar con ese hombre.
Los disparos se intensifican. Los guardaespaldas logran formar un anillo de seguridad alrededor de su líder, pero los antonegras atacan por todos lados. Las paredes comienzan a temblar. Explosivos.
Máximo mira a su alrededor, resignado. Sabe que sus días están contados. Pero no piensa rendirse sin luchar,
—Nunca dejaré que la tenga —murmura preparándose para matar a su propio hijo.
La fortaleza es un puto laberinto de acero y hormigón como suele decir Alessandro. Es un escenario de guerra donde la vida pende de un hilo. El castaño es una sombra letal, avanza por los pasillos, su MG3 escupe balas como una furia desatada. A su lado, Ava, la joven se mueve con la agilidad de una gacela, su mirada fría y calculadora. Sus dos Scorpion Vz 61 escupen fuego, dejando a su paso un rastro de cuerpos sin vida.
El crepitar de las llamas se alzan como una sinfonía aterradora, donde el caos se convierte en el único orden conocido. Esto es la guerra, una danza entre el poder y la venganza. En medio de este tumulto, Alessandro, con una mirada fría y decidida, chifla con un gesto casi infinitesimal, pero cargado de autoridad.
Desde las sombras, como espectros de un mundo bestial, emergen Erinia y Kraken, sus dobles sombras imponentes y letales. Sus músculos tonificados brillaban bajo el resplandor del fuego, sus chalecos antibalas abrazan su forma, prometiendo tanto defensa como una letalidad asegurada. A sus cuellos, los collares de cuero, reforzados con tecnología de rastreo, centellan en la penumbra, mientras sus ojos, afilados y atentos, permanecen fijos en su dueño.
Alessandro es consciente del momento crítico, busca en su mochila una prenda de su mujer, la tira al suelo donde la brisa cargada de humo transporta su aroma familiar hacia los canes.
—¡Busquen a mami, ya mismo! —ordena y su voz resuena en un eco.
Los perros, instintivamente sincronizados con la esencia de su naturaleza, inhalaron profundamente, el aire quedando impregnado de la fragancia de su cuidadora, como un faro que guiaba su furia. Un instante después, Erinia y Kraken se lanzaron en dirección a la llamada, corriendo con una velocidad que desafiaba la comprensión humana.
Los hombres de Máximo caen como moscas, incapaces de detener a la avalancha de furia que se abalanza sobre ellos. Tocaron a lo que más ama en el mundo.
Alessandro tiene dos objetivos en mente: rescatarla a Astrid y matar a su padre, Máximo.
Levanta la mirada, escaneando la escena. Entre las sombras de la segunda planta, lo ve escapando por una puerta que desaparece entre los muros. Una sonrisa cruel se dibujó en los labios del menor Agnelli. No piensa permitir que se escape.
Mientras tanto a diez metros de profundidad, Rebekah se impacienta. Espero demasiado según ella. Se acerca a la pelinegra que yace en el suelo, débil pero desafiante.
La rubia levanta el pie y lo deja caer con fuerza sobre el vientre de Astrid. Un grito de desgarrador sale de los labios de la Afrodita de ojos verdes.
Rebekah sonríe cruelmente, pero la pelinegra, a pesar del dolor, no quiere rendirse. Se levanta, tambaleando y se lanza contra la rubia de ojos azules.
Ambas ruedan por el suelo, luchando con una ferocidad animal. Rebekah es más fuerte porque no fue torturada sin parar por dos días, pero Astrid tiene una fuerza en su interior que por más que se la arrebataron, piensa vengar.
De repente, los ojos de la pelinegra se oscurecen al punto de volverse negros, y un rugido gutural escapa de su garganta.
La pantera despertó.
Corran.
El bullicio en la fortaleza se tornó caótico mientras los metales crujían y las llamas devoraban los restos de lo que alguna vez fue un bastión de poder. En medio de este desconcierto, uno de los guardaespaldas de Máximo, un hombre armado hasta los dientes y con un semblante endurecido por la lealtad, se cruzó en el camino de los perros. Lo que sucedió a continuación fue un despliegue brutal de la naturaleza implacable de sus cazadores.
Con un salto a la altura de lo sobrenatural, Erinia y Kraken se abalanzaron sobre él, y en un instante, sus colmillos, afilados y cargados de entrenamiento, desgarraron la pierna del guardaespaldas, desatando su insaciable sed de violencia. Un grito desgarrador se alzó, ahogado por el rugido del infierno ardiente a su alrededor. La fortaleza que había albergado secretos y negociaciones se convirtió en un campo de batalla mientras los leales perros de Alessandro siguieron, guiados solo por el rastro de su madre, dejando un camino de destrucción en su estela, recordándole a todos que el amor y la muerte a menudo caminan de la mano.
En el salón principal, la guerra llega a su clímax. Los explosivos detonaron, logrando poner a temblar hasta los cimientos de esta porquería. El techo comienza a derrumbarse, sepultando a varios de ambos bandos bajo los escombros. Alessandro, con un salto felino, evita una viga que se desprende y continúa su persecución.
Cegado por la adrenalina, corre por los pasillos de la fortaleza en ruinas. El eco de sus pasos resuena en la inmensa estructura, acompañado por el sonido metálico de su ametralladora. Detrás de él, Ava y dos de sus antonegras lo siguen de cerca.
—¡Pónganse las máscaras! —ordena el castaño en el intercomunicador—. ¡Las bombas activaron el gas lacrimógeno!
Inmediatamente, los hombres se ajustaron las máscaras protectoras. No hay tiempo que perder.
El pasillo los conduce a un puerto improvisado. Alessandro divisa a Máximo abordando una lancha rápida en el mismo río por donde antes se habían infiltrado ellos a la fortaleza.
Sin dudarlo, levanta su arma y dispara. La bala roza la cabeza de su padre, pero impacta en el hombro de Luck, que se encuentra a su lado. Máximo, con una expresión de rabia, empuja al pelirrojo por la borda. La lancha arranca, dejando atrás al hombre que por años le fue leal.
El castaño observa la escena satisfecho, pero al mismo tiempo, frustrado, perdió a su presa, pero no por mucho tiempo. Se gira hacia sus hombres y señala al hombre herido que se hunde en las oscuras aguas.
—Sáquenlo y llévenlo como prisionero.
Dos de sus antonegras se lanzan al agua sin dudar. En cuestión de segundos, Luck es arrastrado a bordo de una de las camionetas.
Mientras tanto, en el interior de la fortaleza, Ava monitorea las cámaras de seguridad y el GPS de los canes. Nadie da noticias de encontrar a su hermana.
Comienza a perder la fe hasta que los sensores de calor se iluminan en rojo.
—Hay movimientos debajo de nosotros —anuncia sorprendida—, parece que mi hermana está en un piso subterráneo.
Alessandro se gira hacia ella, con los ojos brillando de esperanza.
—¡Corriendo, ya!
Alessandro y Ava se adentran cada vez más en las entrañas de la fortaleza, siguiendo las coordenadas que la menor de las Bright obtuvo de los sensores. Las paredes de hormigón, manchadas de sangre y hollín, testimonian la intensidad de la lucha. El aire es denso, cargado de expectación y peligro.
Mientras tanto, en la habitación de tortura, Astrid y Rebekah se enfrentan en una lucha visceral. La rubia, con la cara ensangrentada, se abalanza sobre Astrid, quien, herida y débil, se defiende con uñas y dientes. La pelinegra, con último esfuerzo sobrehumano, agarra la silla metaliza en la cual la torturaban y descarga con toda su fuerza sobre la cabeza de Rebekah. La rubia se desploma al suelo, inconsciente.
Antes de que Astrid pueda celebrar su victoria, tres hombres armados irrumpen. Uno de ellos arrastra hacia afuera a Rebekah. Los otros dos se dirigen hacia la pelinegra; acorralada se prepara para lo peor. Los tipos se abalanzan sobre ella, golpeándola con brutalidad.
Intenta defenderse, pero está demasiado débil. Los hombres tienen órdenes precisas: golpearla una y otra vez, violarla y matarla como un animal.
Comienzan a romper el supuesto harapo que la cubre, revelando su cuerpo lastimado y ensangrentado. Astrid lucha con todas sus fuerzas para evitar que la violen. Otra vez. Con una patada certera, noquea a uno de los tipos, pero el otro es más fuerte. La inmoviliza contra la pared y comienza a bajar la cremallera de sus pantalones.
Astrid cierra los ojos con fuerza. No puede permitir que le hagan lo mismo otra vez. Con un último esfuerzo de voluntad, se retuerce y logra morderle la mano al enfermo mental. Suelta un grito de dolor y la deja libre. Ella aprovecha la oportunidad para escapar, pero el tipo la alcanza, agarrándola del cabello y la estrella contra el suelo.
Y es derribada otra vez.
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Hola! Estamos a un capítulo de saber que pasará con la niña, sé que me odiarán, pero resistan. Pronto entraremos en la etapa final del libro así que se vienen cosas fuertes, ¡AGUANTEN!
Si antes del viernes pasamos las 15K de lecturas, subo nuevo capp
LOS AMO MIL
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