CAPÍTULO 42
Alessandro
La gala llega a su fin, las luces se atenuaron y la música se desvanece en un suave murmullo. Miro mi Rolex; los segundos pasan, cada uno es una eternidad. Astrid ha estado ausente durante demasiado tiempo.
—Tranquilo, Alessandro —la voz áspera de John interrumpe mi creciente ansiedad—. Probablemente, se haya enfrascado en una conversación.
Pero no puedo quitarme de encima la inquietud que me carcome las entrañas. Recorro la sala con la mirada, pasando de una mesa a otra, pero ella no está por ningún lado. Ni siquiera mi padre está a la vista.
Un terror gélido se apodera de mí. —Tom, Eliot, vengan conmigo —ordeno, con una voz acerada que oculta una tormenta de miedo.
Nos dirigimos al baño, el corazón late como un tambor en el pecho. A medida que nos acercamos, un olor metálico llena el aire.
La escena me hiela la sangre. Las antonegras de Astrid yacen despatarradas en el suelo, con sus ojos sin vida mirando fijamente al techo. La sangre se acumula a su alrededor y tiñe las baldosas de mármol de un carmesí grotesco.
Se me escapa un jadeo cuando veo el retazo del vestido de Astrid, que está ensangrentado. A su lado, está su daga dorada.
Una ola de desesperación me invade y amenaza con ahogarme en sus gélidas profundidades. Mi Astrid. La única mujer capaz de derribar mis murallas, la mujer que desafió todas las probabilidades para estar conmigo, se la llevaron.
La ira corre por mis venas, un torrente de fuego consume toda razón que pueda existir en mi ser. ¿Cómo pudieron llevársela, justo debajo de mis narices, en medio de una gala fuertemente vigilada?
Salgo del baño y voy directo contra a Eliot, que está persignándose ante sus compañeras muertas. Apenas registra cuando me abalanzo encima de él y le estampo una trompada en el rostro, que le abre el labio.
No hace amago de defenderse, no puede.
—Señor, por favor... —Otra trompada impacta en su mejilla, rompiéndole más los labios.
—¡Una puta orden, tenías hijo de puta! —bufo, mientras siento como la ira nubla cualquier buen juicio. —¡Tenías que cuidarla, malparido!
—¡Basta, Alessandro! —me quitan de encima de él, pero antes logro darle un rodillazo en las pelotas. —Tranquilízate, ¡no eres un maldito crío!
Ignoro a John y vuelvo a enderezarme. —¡Mírame a la puta cara! —el calvo se endereza y me observa a los ojos.
Su rostro frío y apenas demacrado, me mantiene la mirada. Sus ojos negros arden de ira, lo sé; pero poco me importa.
—¡Encuéntrala! —grito y mi voz resuena en el baño vacío—. ¡Trae a Máximo y a ese pelirrojo de mierda, vivos los quiero!
Asiente y se dispersa junto a los otros. La voy a encontrar, sin importar el costo. Destruiré todo lo que vea hasta que no la tenga en mis brazos.
Mientras subo a la parte trasera de la camioneta, la presencia de John desata aún más la tormenta de emociones en mi interior.
Mis dedos vuelan sobre el teléfono, marco números y envío mensajes. Los clanes tienen que saber lo que sucede. El secuestro de la esposa del líder es una afrenta, un insulto que exige una retribución rápida y despiadada.
El coche avanza a toda velocidad por la noche, las luces de la ciudad se difuminan en una franja de neón mientras corremos hacia la mansión. El corazón me late con fuerza en el pecho, cada golpe es como un martillo contra mis costillas, un recordatorio que deja la ausencia de mi Afrodita.
Cuando llegamos a las imponentes puertas, Ava emerge de entre las sombras, con el rostro desfigurado por la preocupación.
—Alessandro —grita cuando paso por su lado, ignorándola—. Lo siento mucho.
Me detengo en seco, siento que me cae un baldazo de agua fría. Esa noche, donde secuestraron a Ava, ella tenía que confesarle algo a Astrid.
Confesión que jamás supe que era. «Astrid se tenía que entregar».
—Lo sabías —afirmo.
Ava asiente, con los ojos llenos de lágrimas. —Se lo dije a Astrid —admite, su voz es apenas un susurro. —Le advertí que vendrían por ella, pero no quiso avisarle a nadie.
El rostro se me endurece al escucharla. —¡¿Y no me dijiste?! —acuso, reavivando mi ira.
Los ojos olivos de Ava brillan de dolor. —Pensé que había tomado las medidas necesarias —se defiende, elevando el tono de voz. —¡Me lo juro esta noche antes de irse!
Me doy la vuelta y dejo sola a Ava en el recibidor. Camino hacia el despacho donde John, Tom y un muy golpeado Eliot me esperan de pie.
—Informes, ¡YA!
—Rastreamos a Máximo, no hay informes de su entrada como salida de Montecarlo —comienza John. —Pero sí hay ingreso de Luck Black, pero con una identidad falsa.
Me peino con las manos, la desesperación me va a carcomer.
—Se averiguó que la mitad del catering y personas de la gala, fueron compradas por Máximo —sigue Tom, mirando a la tablet. —Tenemos identificadas a todas, y los muchachos ya están trayendo a los peces mayores.
—El GPS de la señora fue encontrado en el baño, al parecer se lo arrancaron del cuello —dice firmemente Eliot. —La sustrajeron por la parte trasera, oculta en un tacho de basura, según lo que muestran las cámaras.
—¿Cuántas cámaras hay disponibles para ver? —increpo, caminando de un lado a otro.
—Una, que es por donde se la ve salir y señor —carraspea antes de continuar—, tiene que ver lo que se muestra en ese video.
—No, no tiene que verlo —interrumpe John.
—Muéstralo —ordeno.
Nadie dice más nada, Eliot coloca la tablet en mis manos y lo que veo me deja sin habla.
Astrid, siendo desnudada por ese hijo de perra, le arranca el vestido estando ella inconsciente. Sabe perfectamente que lo están grabando, levanta la mirada y mira a la cámara.
Busca en el interior de su chaqueta y saca un cuchillo, el cual lo pasea por su cuerpo desnudo. Se detiene sobre sus senos, donde pasa la hoja metálica sobre ellos.
Una vez más la marca.
La envuelve en una sábana y la tira como basura al cesto andante. Y estrello la tablet contra el piso, la piso una y otra vez.
Los ojos, la nariz y la garganta me arden. Todo da vueltas, mis manos comienzan a jalar de mi cabello.
Escucho a John que pide que se larguen los demás, quedándonos a solas.
Me abraza y nos caemos al suelo. Quiero zafarme, pero no me lo permite. Su fuerza es mayor a la mía.
—Déjalo salir, muchacho. Está bien, déjalo ir.
Niego con la cabeza, aprieto la mandíbula y me niego a rendirme ante las emociones que amenazan con consumirme.
—No —gruño—. No puedo. Tengo que ser fuerte.
Aumenta la fuerza de su abrazo, como si fuera mi escudo protector.
—Déjalo salir —insiste—. Llora ahora, porque tienes decenas de hombres que en minutos te esperan para que seas el maldito líder que eres.
Mi resistencia se desmorona y una ola de lágrimas brota de mis ojos, derramándose por mis mejillas como una presa que se rompe. Sollozo, y el sonido resuena en la habitación, es una puta liberación de las emociones reprimidas que por años me han estado sofocando.
John me abraza más fuerte y su silencio es una presencia reconfortante. No intenta detener mis lágrimas ni me ofrece palabras de consuelo vacías. Simplemente, me deja en paz, me deja liberar el dolor que me está carcomiendo el alma.
Después de lo que me parece una eternidad, mis sollozos se calman, dejando detrás de un vacío crudo. Me aparto de John, secándome las lágrimas de la cara, con las mejillas calientes de vergüenza.
—No hay vergüenza en las lágrimas, muñequito —dice como si leyera mi mente. —Son un signo de fortaleza, no de debilidad.
Asiento, respiro hondo e intento recuperar la compostura. Sé que tiene razón. No puedo permitir que mis emociones nublen mi juicio. Tengo que encontrar a Astrid y tengo que hacerlo como líder de La Mano Negra.
A partir de hoy, Máximo queda destituido como líder. Hoy comienza su exilio al puto infierno.
—Estoy listo —declaro con voz firme.
—A bombardear culos, muñequito.
Máximo
—Astrid, Astrid —murmuro mientras exhalo una nube de humo del puro que estoy fumando. Me reclino en el sillón de cuero, con la mirada fija en la imagen parpadeante de la pelinegra en la pantalla de mi laptop.
Está inconsciente aún en un catre, su rostro demacrado con el cabello que antes brillaba, ahora está enmarañado y despeinado. Las paredes negras y estériles de la celda parecen cerrarse sobre ella, ahogándola.
Una sonrisa cruel se dibuja en mis labios mientras sigo observando; la sensación de satisfacción me invade. Orquesté todo esto, tendí con cuidado la trampa que atrapó a la mujer que captó mi atención desde hace años, la mujer de mi hijo, la hija de mi más grande desamor.
—Me recuerdas tanto a ella —susurro para mí mismo—. Mi Marianne, tan hermosa, tan vivaz. Pero me traicionaste, elegiste a otro en lugar de a mí.
Doy otra calada al puro y el humo se arremolina alrededor de mi cabeza como un sudario fantasmal. —Y ahora te tengo a ti —continúo prendido de la mujer que yace desnuda, totalmente a mi merced. —Y serás mía, Astrid, al igual que lo fue tu madre.
En un principio, no quería secuestrarla, pero sí matarla. Simplemente, quería observarla desde lejos, saborear la belleza que tanto me cautivó desde esa vez que la vi en Boston; pero mientras la observaba, iba sintiendo una oleada de posesividad, un deseo abrumador de reclamarla para mí.
Así que puse el plan en marcha, el asunto va a ser complicado.
El silencio en mi estudio es roto por la abrupta intrusión de la rubia despampanante; su presencia últimamente es una molestia no deseada en mi vida.
Rebekah, esta mujer de impresionante belleza y encanto seductor, que fue la puta de mi hijo, del cual se enamoró.
Pero ahora se encuentra enredada en mi red de engaños y deseo, y su lealtad es hacia mí.
Su entrada al estudio es tan descarada como inesperada; sus tacones altos resuenan contra el suelo de mármol, creando una melodía discordante.
Aparto la mirada de la pantalla y mi semblante se endurece al percibirla. —¿Qué quieres? —gruño.
Se acerca lentamente, balanceando sus caderas seductoramente. —Quería verte, llevo días sin saber nada de ti —ronronea.
Entrecierro los ojos y la miro atravesando su fachada. —Sabes que detesto que entres a mi despacho sin mi maldito permiso.
Sus zafiros me miran y sonríe desafiante. —Las reglas están para romperse, cariño —replica con un tono juguetón.
Mi mano se dispara y agarro su cuello, apretando fuertemente con los dedos. Ella se queda sin aliento y abre los ojos de par en par por el miedo.
—¿Disfrutas poniendo a prueba mi paciencia? Rebekah —gruño.
Su valentía flaquea y sus ojos suplican piedad. —No, Máximo —jadea, su voz es apenas un susurro—. Yo solo... yo solo quiero estar contigo.
Aflojo un poco la presión y la escruto. Puedo ver el miedo en sus ojos, pero también veo algo más: ese destello de deseo, un dejo de desesperación.
Una sonrisa cruel se tuerce en mis labios. —Muy bien —digo, con un tono lleno de condescendencia—. Puedes quedarte, pero recuerda que, si quiero, te mato.
La rubia asiente sumisamente, con la mirada baja. Sabe que está jugando en una trampa mortal y que jamás escapará de las consecuencias.
La suelto y mis dedos se demoran un momento en su garganta antes de apartarme. Rebekah da un paso hacia atrás, destilando miedo.
No sé qué tiene esta mujer que se siente atraída por el oscuro encanto de los Agnelli, ¿será nuestro poder o crueldad?
Soy un hombre que toma lo que quiero, y yo quiero todo lo que mi hijo tiene. Y Rebekah no es la excepción, a pesar de su miedo, no puede evitar anhelar mi atención, mi dominio sobre ella.
El aire en el estudio se vuelve más denso por la tensión que hay, con la rubia que se acerca a mí, con los ojos brillantes, con una mezcla de miedo y deseo.
Quiere comportarse como la sumisa que siempre fue.
Con un movimiento lento y deliberado, se arrodilla ante a mí y se enrosca su falda como un halo oscuro. Busca mi mano y traza las líneas callosas con las yemas de los dedos; su toque envía una descarga eléctrica por todo el cuerpo.
Mis ojos finalmente se encuentran con los suyos, su expresión es totalmente entregada a mí. La observo mientras baja la cabeza y sus labios rozan la base de mi miembro erecto.
Un escalofrío me recorre la espalda cuando su contacto enciende un fuego en mi interior, un deseo primario que está latente hace tiempo. Observo su rostro, los ojos cerrados y su expresión relajada.
Sus movimientos son lentos y deliberados, su lengua provoca y tienta, su tacto es suave e insistente. Ella sabe cómo complacer a un hombre, cómo encender mis pasiones, cómo hacer que olvide el mundo que me rodea.
Aprieto más su cabello y la respiración se me vuelve entrecortada mientras me lleva al borde del éxtasis. Miro a la laptop y sigo viendo el cuerpo desnudo de Astrid, lo cual me calienta más; vuelvo a posar la mirada en la rubia, sus ojos se ponen vidriosos y mi mente se pierde en la sensación de su tacto, en el calor de su boca.
Me aparto una vez que me derramo en su boca, mi mirada vuelve a la pantalla y mi expresión se endurece una vez más.
Rebekah se pone de pie, juega su juego y ganó, pero solo es una tregua temporal. Se marcha sin decir más, y quedo insatisfecho en la soledad de mi despacho.
Lo único que logró es avivar la calentura que tengo por la pelinegra que yace dormida bajo el subsuelo.
Tocan la puerta y es Gabriele quien aparece bajo el umbral con el rostro preocupado. Se detiene frente al escritorio y me tiende la tablet, y en la pantalla se ve una serie de titulares de noticias que provocan una nueva oleada de ira recorriendo mis venas.
—Nuestros navíos en Roma quedaron en cenizas —declara urgentemente. —Las llamas devoraron todo el cargamento, es un golpe desbastador para la organización.
Aprieto los puños y las uñas se me clavan en las palmas de las manos. Las drogas debían ser entregadas, un eslabón crucial en nuestra intrincada red. El incumplimiento de nuestras obligaciones solo significa una cosa: represalias.
Gabriele continúa, solo añade leña al fuego de mi rabia. —Y eso no es todo, señor. Los precios de las acciones de Ferrari se desplomaron, y su valor se redujo en un instante. La plataforma de datos fue ultrajada, todos los secretos están expuestos al mundo.
—¡No! —grito, resonando en toda la habitación. —¿Es él, cierto?
Sus ojos se encuentran con los míos, con un atisbo de miedo en sus profundidades.
—Es su hijo, señor —susurra, con la voz entrecortada—. Alessandro.
Tiro la tableta al suelo, rompiéndose en mil pedazos, y la pantalla muestra el rostro de Alessandro con una sonrisa burlona dibujada en sus labios. El malnacido estaba escuchando todo.
Gabriele me observa en silencio mientras desato mi furia, con los ojos muy abiertos; él conoce la profundidad de mi ira, el poder destructivo de mi rabia.
Me detengo y me volteo, encarando a Gabriele.
—Ordena a Luck que empiece con la tortura —ordeno, pasando por su lado, yéndome a preparar mi contraataque.
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