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* ❝Adormecer el dolor por un rato luego te haría sentirlo con mayor intensidad.❞

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AQUEL 13 DE SEPTIEMBRE DE 1979 ALGO CAMBIÓ. No porque una Pandora Skogen de dieciséis años presumiera unos calcetines amarillos exageradamente llamativos– y no los negros aburridos de siempre–, sino porque Xenophilius Lovegood, estudiante de su mismo año, se había olvidado su vieja edición de El monstruoso libro de los monstruos en el Bosque Prohibido.

Xenophilius no tenía amigos. Era esa clase de muchacho callado y discreto que solía comer solo en el Gran Comedor y no contaba con nadie que lo esperara después de clase. De hecho, la poca gente que se acercaba a él, lo hacía para recordarle que era un bicho raro y que estaba loco.

Tal vez por eso había perdido la esperanza. Y caminaba inseguro, como si fuera el centro de todas las miradas. Si ya se sentía amenazado con algo tan simple como la presencia de sus compañeros, ¿qué sentido tenía acercarse a cualquier persona, incluso para pedirle siquiera un poco de tinta para humedecer su pluma de escribir? ¿Qué sentido tenía hablar con alguien si a nadie le importaba una mierda lo que tenía por decir? ¿Qué sentido tenía ser él mismo si no encajaba en ningún sitio?

En cambio, Pandora era simplemente Pandora: si le apetecía pasarse toda tarde tocando la guitarra en el jardín del castillo en plena soledad, lo hacía. Si quería organizar una fiesta estrambótica para alguien a quien consideraba especial, lo hacía. Si quería decir una tontería con el fin de que todo el mundo la escuchara, lo hacía. Si le apetecía ponerse unos calcetines de un color chillón en vez de otros más discretos, lo hacía. Y si quería devolverle el libro de Criaturas Mágicas a Xenophilius Lovegood e intercambiar unas cuantas palabras con él con toda la normalidad del mundo, lo haría.

Y aquí es donde lo que podría haber sido otro 13 de septiembre más de sus vidas, se convirtió en el inicio de una gran, apasionante y bella historia que sería recordada hasta el fin de los días.

Cuando la clase del profesor Silvanus Kettleburn se dio por finalizada, Xenophilius recogió su túnica y sus libros con prisa, y se marchó sin levantar la cabeza del suelo ni emitir ningún ruido. En cambio, Pandora, tomándose todo el tiempo del mundo, se dio cuenta de que aquel muchacho rubio y flacucho de casi dos metros se había olvidado de su ejemplar de El monstruoso libro de los monstruos en un troncho de la zona. Cargó su mochila en la espalda, se ató la toga en la cintura, y aprovechó para recogerle el libro. «Cachis, espero que no ande muy lejos o lo echará en falta», pensó.

Corrió tras él sin demora mientras sujetaba el material escolar de su compañero. Uf, resultaba difícil alcanzar a alguien que caminaba a la velocidad de una escoba de carreras, cuando una a penas llegaba al metro cincuenta y cinco.

—¡Hey, espera! —gritó risueña y alzando el brazo como si perdiera el bus escolar—. ¡Detente! —Xenophilius paró en seco. Desconfiado, volteó el torso y siguió su voz. ¿Quién era esa chica tan diminuta que corría detrás de él como si le fuera la vida en ello? Pandora frenó y tiró sus cosas en el suelo para despejarse. Tal acción alarmó levemente a su compañero, que se aferraba a sus volúmenes como un crío asustado. Pandora se colocó las manos en la cintura y arqueó la espalda hacia atrás. Respiró con fatiga y extendió el brazo para mostrarle el libro—. Disculpa... aaah... aaah. Perdón... Te has olvidado esto. Aaaah... Supongo que los centauros no les interesa leer sobre criaturas mágicas que ya conocen, así que creo que es mejor que El monstruoso libro de los monstruos permanezca contigo, ¿verdad?—Lovegood le agarró el libro de forma brusca y lo abrazó junto con los demás tomos sin pronunciar ninguna palabra—. ¡De nada! ¡Ay, cachis, qué cansancio, uf!—acabó Pandora, sonriente, y con la mirada fija en las ramas de los altísimos árboles que adornaban el bosque.

Xenophilius no estaba para nada acostumbrado a que una persona se acercara a él sin la necesidad de burlarse. Y mucho menos para devolverle un objeto personal. Cualquiera habría dejado el libro como perdido para no tener que hablar con él. Así que suponía que agradecerle el favor no estaba de más.

—Gracias.

—¡No es nada! —contestó con modestia. Xenophilius se sorprendió, pero no dijo nada. Volvió a evidenciar un silencio incómodo que no se rompió hasta que Pandora se dio cuenta de que entre todos esos montones de libros que cargaba, uno de ellos era el conocido ensayo de Carlotta Pinkstone, una de las activistas más polémicas del mundo mágico—. ¿Estás leyendo lo que yo creo que estás leyendo? —Al ver que se estaba refiriendo a su ensayo, sin saber qué contestar o cómo reaccionar, el mago se encogió de hombros con vergüenza. Pandora se cruzó de brazos y negó con la cabeza—. Ay, pobre Pinkstone... Pasó más tiempo en prisión que en la calle solo por defender una causa justa. ¿Tú qué opinas?

«Tierra trágame», pensó él. «¿Acaso mi opinión importa? Bueno, parece interesada... No te hagas ilusiones, tío. ¿Y si usa mis palabras en mi contra para burlarse? Relámpagos, no sería la primera vez. Nadie, salvo algún que otro profesor, se ha preocupado nunca por mis opiniones e ideales. A lo mejor es un buen momento para hablar. ¡No, no, no!» 

Xenophilius tragó la saliva un par de veces y se recolocó la corbata del uniforme con los ojos clavados a los pies. «¿Por qué me está mirando todo el rato? ¿En serio? ¡Carquiñoles! Vale, habla, pero lo mínimo, Xenophilius, y luego vete de aquí por lo que más quieras».

—Bueno... —Quiso añadir, tímido y atragantándose con sus palabras tras quince segundos de silencio—. Y-yo creo que está bien querer cambiar las normas, p-pero...

—¿Pero? —preguntó la rubia con una curiosidad divertida.

Xenophilius se contuvo al momento. «¡Oh, por las barbas de Merlín, ya he metido la pata! ¡No debí abrir la boca!».

Tiempo atrás, Xenophilius solía ser muy hablador. Hasta que un día dejó de comunicarse con la gente porque se hartó de que lo consideraran un chiflado por sus "extrañas" ideas y su forma de ver el mundo. Así que hundirse en su propio silencio fue su modo de protegerse de la situación. Y de eso ya hacía casi dos años.

Cuando avanzó un paso para largarse de ahí, Pandora lo detuvo.

—¿Sabías que guardarse las ideas trae mala suerte? Dicen que si no las sacas fuera, a cambio, los nargles te robarán un objeto de tu pertinencia. Una vez se llevaron mi pluma de escribir porque no confesé que no hice los deberes de pociones. Normalmente, suelen devolverte lo que te han tomado, pero reconozco que no lo hicieron con mi pluma. ¡Cachis! Tuve que comprarme una de nueva. Es que, a veces, los nargles son unos bellacos... —susurró con una intriga aniñada.

—¿Nargles? —Xenophilius paró en seco sin a penas levantar la mirada—. Nunca oí a hablar de ellos.

Pandora se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y se sorprendió, como si el hecho de no conocer sobre la existencia de los nargles fuera sorprendente.

—Son pequeñas criaturas aladas que infestan los muérdagos y se dedican a robar cosas a la gente. Las suelen esconder por ahí para que puedas encontrarlas, pero a veces no te las devuelven. ¡Son un todo un misterio! ¿En serio no te han hablado nunca de ellos?

«¡Por supuesto que no!».

Xenophilius era, como denominaban algunos, "un empollón" de los libros sobre animales fantásticos y plantas poco comunes. Había leído ejemplares de primera mano, casi todas las enciclopedias más destacadas del mundo mágico e incluso una vez asistió en una exposición en Gales sobre criaturas mágicas acuáticas de la Antigua Grecia, desde el período arcaico hasta el grecorromano. Así que no era de extrañar que no terminara de creérselo. Si existiera una criatura como esa, lo más probable es que ya la hubiera encontrado en algún manual.

—No me suenan. Creo que te estás refiriendo a un escarbato.

—¡Claro que no! Estos seres al menos tienen el detalle de devolverte tus pertinencias.

«O era una pluma de gran valor o no sabe cuidar bien de sus cosas. Anda, ¡cállate, Xenophilius, estás haciendo el ridículo! ¡Dale la razón y desaparece de una vez!».

A pesar de todo, el albino reconocía que esa chica era un tanto curiosa. No, curiosa, no. Era rara. ¡Tampoco! Daba igual. Pero le costaba entender por qué estaban manteniendo una conversación. Nadie, jamás de los jamases, se había dignado ni siquiera a mirarle a los ojos. Y ella le aguantaba la mirada cada segundo que pasaba y le hablaba de criaturas que ni siquiera comprendía con toda la naturalidad del mundo. Pero él seguía estando seguro de que esos nargles no existían. De ser así, habría sido el primero en saberlo.

Cuando estuvo a punto de esbozar una sonrisa sutil por algunos de los comentarios de su compañera, se reprimió nuevamente, se distanció un poco y agachó la cabeza.

—Tus amigos te estarán esperando.

—No tengo prisa.

—¿Por qué hablas conmigo?

—¿Y por qué no debería hacerlo?

Pandora respondió con poca importancia, como si la respuesta fuera evidente. El chico de Ravenclaw se encogió de hombros por tercera vez y se mantuvo arisco.

Parecía mucho más retraído que antes. Desconocía si esa amable chica de Hufflepuff quiso acercarse a él para luego reírse con sus amigos o simplemente para ponerlo a prueba. Aun así no parecía esa clase de persona, pero estaba tan acostumbrado a encontrarse con gente de este tipo que desconfiaba incluso de aquellos que no le deseaban ningún daño. ¡Además, no la conocía! A saber lo que le pasaba por la cabeza.

—Todos decís que soy raro.

—Yo no lo he dicho.

—Pero lo piensas.

—¿Acaso eres oclumante?

—¿Cómo? —Levantó la mirada con desconcierto.

—¡Lo temía, no lo eres! —Pandora chasqueó el dedo y simuló que su teoría era errónea. Después lo miró como si fuera a cometer una travesura y le guiñó el ojo en señal de que ese comentario había sido una payasada inocente. Xenophilius lo captó. Arqueó sutilmente el labio, algo cortante. Pandora recogió del suelo su material escolar, que ahora estaba lleno de tierra, y se despidió con la mano—. Bueno, la próxima vez intenta no olvidarte de tu libro o atraerás el instinto cleptómano de los nargles y tendré que comprarte una recordadora para que no te vuelva a pasar. ¡Ah, por cierto, soy Pandora Skogen! Xenophilius Lovegood, ¿verdad? ¡En fin, ya me dirás qué tal te ha parecido el ensayo de Carlotta Pinkstone! ¡Adiós!

Y así, sin más, se marchó dando saltos como un canguro. Y hasta el último momento, el joven de Ravenclaw no pudo apartar la mirada de los calcetines de su compañera. Eso que acababa de pasar era lo más insólito que le había ocurrido desde que comenzó a estudiar en ese colegio. Suspiró.

«Nargles, nargles... ¡Oh, por Merlín, pero qué tontería! ¿Y luego el raro soy yo?».


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