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Capítulo 1.

SAGA: LOS COLORES DE LA LUNA ·̩͙

LA DESTRUCCIÓN DE LAS DEIDADES.

CAPÍTULO 1·̩͙

El Gran Reino se alza majestuoso en los cielos, un lugar de asombrosa belleza y energía divina. Sus cimientos son nubes doradas que se extienden hasta el horizonte, formando un vasto y brillante continente. Ciudades flotantes de cristal, metal y piedra se alzan sobre las nubes, conectadas por puentes arcoíris que brillan con la luz de las estrellas.

El cielo del Gran Reino es un espectáculo sin igual. El sol, un disco de oro puro, irradia una luz cálida y brillante, mientras que la luna, un disco plateado, proyecta una luz suave y mágica sobre las nubes. Las estrellas, como diamantes esparcidos en terciopelo negro, brillan con una intensidad que llena el corazón de asombro.

El Gran Reino es un lugar de belleza, sabiduría, poder y armonía. Un lugar donde la magia se entrelaza con la tecnología, donde la fe se fusiona con la razón y donde la esperanza y la paz reinan supremas.

Las tres deidades supremas gobiernan desde el centro del Gran Reino, en un palacio de luz y energía pura. La deidad Mayor, con su armadura de acero y su bastón de rayos, protege el Gran Reino con fuerza y determinación. La segunda deidad, dueña del Sol, con su radiante armadura dorada, preside el consejo desde su trono de fuego. Y la deidad Menor, dueña de la Luna, permanece sin rebelarse aún.

Las deidades de bajo rango y los seres divinos habitan las ciudades flotantes, cada una con su propia cultura y estilo de vida. Los ángeles revolotean entre las nubes, llevando mensajes de paz y esperanza. Los espíritus de la naturaleza danzan en los bosques de nubes, protegiendo la flora y fauna del Gran Reino. Los guerreros divinos vigilan las fronteras, protegiendo el Gran Reino de las fuerzas oscuras que acechan en las sombras.

—¡Es una deidad inservible!

Gritó Azazel, una de las deidades más habilidosas a la hora de crear seres vivientes fuertes y majestuosos. Su cabello era como el ébano y su piel tostada, brillaba como el reflejo de los rayos del sol sobre el agua. Era sin dudas, una de las deidades más hermosas.

Pero él había cometido un gran crimen contra el Gran Reino al traicionar a la Tríada de las grandes deidades de los cielos, intentando usurpar el lugar de la deidad Menor y acarreando consigo un ejército de deidades que querían una nueva deidad que los gobernara.

Azazel quería más poder del que ya tenía, quería seguir escalando en la cima para tener un mayor rango y ser coronado como una de las principales deidades e incluso, tener su propio trono en el cual sentarse a dar órdenes.

Las nubes doradas se oscurecieron y debajo de ellos una gran tormenta comenzó con fuertes vientos huracanados, los gritos desesperados de los mundanos y los gemidos desesperados de los animales que habitaban la tierra llegaron hasta los oídos de las deidades, pero nadie se inmutaba.

Un fuerte estruendo hizo temblar la superficie del Gran Reino que se logró extender hasta las demás islas flotantes, la deidad Mayor estaba enfurecida. Sus ojos azules se clavaron en la mirada ambarina de Azazel, escudriñando en su interior buscando algún signo de arrepentimiento pero todo lo que veía era desagradable.

No iba a permitir su desobediencia, pues Azazel se había encargado de esparcir sus ideas por la mayor parte del Gran Reino, contaminando la paz y armonía del lugar santo con su veneno.

La Segunda deidad, ardió en llamas mirando la rebelión de las demás deidades y sintió vergüenza por cada uno de ellos que habían sido formados como seres sobrenaturales perfectos, sin emociones humanas para que no se dejasen engañar, pero Azazel había logrado despertar en ellos algo que parecía haber estado dormido y eso no le agradaba.

—¡Insolente!, ¿cómo te atreves a decir algo así? —le gritó aún sentado en su trono.

Él era tan radiante que todos debían entrecerrar un poco sus ojos en su presencia, la mayoría de las veces se quedaba habitando en el sol así que Azazel no contaba con su presencia aquella vez. Había sido tomado con la guardia baja.

—¡Yo merezco estar en el tercer trono!

Exclamó Azazel. Desde el fondo de sus entrañas, grotescos gruñidos similares a los de las bestias que creaba, se escapaban de su boca.

—¡Esto es inaceptable, retráctate ahora!

—¡Ni siquiera saben como es, no entiendo porque se aferran a una deidad muerta!

Continuó protestando.

—Ella no está muerta, solo duerme.

Sentenció la deidad Mayor. Estaba harto de sentir las vibraciones irregulares que emitían desde el interior, todas las deidades que habían sido contaminadas por Azazel, que lo reclamaban como el próximo a tomar el lugar del tercer trono.

Azazel siguió empeñado en discutir al respecto de lo que proponía, pues le resultaba repugnante que la deidad Mayor y la Segunda estuvieran protegiendo fervientemente la posición de la deidad Menor, siendo que nadie jamás la había visto porque se rumoreaba que aún dormía entre las rocas lunares del disco plateado. Casi que comenzaba a sospechar que se trataba de una farsa, pero tampoco podía comprobarlo, pues nadie tenía la capacidad para llegar a la Luna o al Sol, solo podían hacerlo las deidades que gobernaban allí.

La deidad Mayor se colocó de pie y con firmeza y la punta de su bastón, hizo temblar el suelo de cristal con mayor fuerza. Una brecha se formó entre los tres tronos y aquella multitud de rebeldes, las grietas mayores se sostenían de las más pequeñas y pequeños fragmentos caían abriendo paso entre la profundidad de las nubes, creando un torbellino que arrastraba a las diferentes deidades menores hacia el interior del agujero, expulsandolos uno a uno hacia la Tierra.

—Por cuanto se han rebelado en contra de las leyes del Gran Reino, quedan destituidos de la gloria de este lugar, condenados a vivir mundanamente en la tierra.

Sentenció. Su mirada estoica estaba firmemente clavada en la mirada ambarina de Azazel que ardía de ira y desprecio.

Una a una, fueron cayendo las deidades por aquel agujero, incluso las que tenían alas e intentaban huir fueron arrastradas por el torbellino hacia la tierra. Expulsadas de la gloria del Gran Reino, las deidades de bajo rango fueron juzgadas y lanzadas a la Tierra, adoptando un cuerpo mundano como sentencia para vivir condenados como mortales sin una pizca de esperanza de poder recuperar todo lo que alguna vez habían poseído.

—¡Esto no se quedará así!

Gruñó Azazel. Sin lograr detener lo que ocurría, el torbellino lo tomó y tiró de él hacia abajo, expulsándolo por la eternidad.

La brecha en el cristal bajo los pies de las grandes deidades se cerró y la paz volvió a abundar en sobremanera sobre todo el lugar. Las deidades de bajo rango que aún permanecían con sus emociones intactas, continuaron con sus labores como si nada hubiera ocurrido y todo fuera parte de un poco de polvillo que había que limpiar para que el Gran Reino reluciera otra vez.

La deidad Mayor, soltó un suspiró. La Segunda deidad se removió en su trono.

—No se detendrá, ¿verdad?

Preguntó la Segunda. La Mayor sacudió su cabeza y miró hacia abajo los ahora cuerpos mundanos de cada deidad. Todos parecían descender como estrellas fugaces, surcando los cielos, abriéndose paso entre las nubes.

Para los habitantes de la tierra, era una vista hermosa. Pequeños destellos cayendo en diversas direcciones, iluminando el cielo nocturno, les hacían creer que las deidades les habían obsequiado un hermoso paisaje debido a sus alabanzas y ofrendas, pero en realidad, para la deidad Mayor, se trataba de la noche más dolorosa de su existencia ya que después de todo, acababa de arrojar una parte de él hacia la Tierra, cerrando las puertas del Gran Reino para ellos.

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