EL DIA DE LOS MUERTOS
Como era costumbre fui al gimnasio, estuve un rato en la máquina de correr y me fui a la cafetería a beber mi pomo de agua sentado en una de las mesas que decoraban el lugar, siempre escogía la que estaba junto a la ventana para alcanzar la tenue brisa de la tarde. Ese era el momento que aprovechaba para abrir los mensajes y responder de una manera escueta en los grupos ya que no era muy sociable. Mi hermano menor era el único que recibía un trato especial con emoticonos y stikers, pero al contrario de mí, él era el alma de la fiesta para la sociedad. Luego volvía al entrenamiento, me comía una fruta de las que vendían en la misma cafetería y me marchaba a casa dando el día por terminado. Ese día hice la misma rutina, solo que regresé por un camino diferente.
Las calles aunque podrían parecer vacías sacaban una sorpresa en cada esquina, un grupito de niños disfrazados y maquillados correteaban de una casa a la otra con el mismo lema: ¨Dulce o trato¨. Alegres y saboreándose con la idea de que su cesta se llenaba con varios dulces más. No me gustaban las festividades donde debía relacionarme con personas desconocidas y exigir como un derecho que me alimentaran de caries.
Era normal en esa época ver los arreglos de calabazas, telarañas, muñecos vestidos de brujos y sangre falsa. En aquel barrio de colores cálidos, disfraces y música a la altura, lo único que difería en el ambiente era yo, Javier: un chico de quince años, cabello negro cayéndome en la cara sudada y ojos oscuros, con ambas manos metidas en los bolsillos del chándal y una camiseta gris manchada por mi transpiración. No me gustaba ducharme hasta llegar a casa, así que todo el olor a hombre en plena adolescencia seguía en algún lugar, escupiendo fuera de mi cuerpo.
Al cruzar a la siguiente acera me detuve en la iglesia del pueblo, llevaba abandonada más del doble de mi vida y su aspecto aunque majestuoso se notaba que había caído en un hundimiento desde su época, todavía podía verse la campana balanceándose como si tuviera ganas de ser tocada. Un recuerdo de pequeño me llegó en aquel momento, a los seis años le temía a la sola idea de entrar en aquella iglesia y encontrarme con espíritus malignos, pero había pasado el tiempo, tanto el templo como yo habíamos envejecido. La observé como una vieja enemiga que necesitaba entender que no era el mismo miedo de aquel entonces, y ella como si escuchase mis pensamientos balanceó con violencia la campana, dándome ánimos o tal vez burlándose.
Decidido alcé mi mano con intención de empujar la desgastada reja de hierro que se oxidaba frente a la entrada del lugar. La hierba creció en toda la temporada, y mientras caminaba rumbo al portón de madera de roble, las briznas danzaban entre mis piernas al compás de la música melancólica de algún radio de la zona (si es que podía llamar así a los quejidos lejanos), la campana se esmeró en su intento de asustarme, y juraría que una sombra se escabulló por entre los barrotes que dividían el campanario de la calle, por un segundo aquella sensación de que estaba cometiendo una estupidez me embargó en un remolino, la opresión en el pecho que desde que murió mi padre no sentía había vuelto como un sable cortando en dos el aire que me llegaba, y así seguiría hasta que no me diera la vuelta y saliese de aquel sitio que nadie había pisado en años.
—¿Hola? —dije inseguro antes de pasar la puerta que llevaba al salón.
Nada.
Al empujar la madera se escuchó un estruendo y no seguí insistiendo. Lo pensé dos veces antes de continuar, rodeé la construcción buscando una mejor vista del interior a través de las ventanas. Lo que vi fueron las bancas de la capilla cubiertas de polvo, raíces de los árboles de alrededor brotando del suelo de cemento, y seguramente el ruido fueron los cuadros de la virgen que habían parado también en la superficie del piso. Buscando entre la oscuridad algo fuera de lo común me iba sintiendo cada vez más ridículo; una parte de mí deseaba encontrar un ente paranormal, y negando entre risas me di cuenta que solo estaba metido de lleno en la celebración de Halloween como aquellos niños de la calle.
La música agonizante se detuvo finalmente y me dije que el silencio era mucho peor. Solo se escuchaba Tilín tilón en lo alto del campanario…quizás si la detenía mi cabeza estaría mejor. Un contacto inesperado de una mano me agarró por el hombro desprevenido, me di la vuelta e inmediatamente solté la respiración al encontrarme con el párroco que vivía cerca de la zona.
—Joven, no deberías estar aquí—dijo con su típico tono sin altibajos.
Al separar su mano la llevó al costado de la estola de manera inconsciente para quitar la humedad que pudo adquirir con las huellas del ejercicio que hice más temprano. Me fijé, además, en que no iba liviano, llevaba una pala.
—Lo siento—respondí con torpeza—. Estaba dando un paseo.
Me moví para marcharme pero los huesudos dedos del cura volvieron a detenerme con inesperada fuerza.
—Ya que estás aquí puedes ayudarme, ¿verdad, muchacho?
Siempre había odiado los apelativos, solo que nunca rectifiqué ante mis profesores que mi nombre era Javier, toda la vida conformándome con lo que pasaba, pero era diferente. Entré a los terrenos de la iglesia venciendo un miedo de la infancia, y aunque no encontré espíritus, fue una forma de librarme de los fantasmas que me atormentaban con el recuerdo de orinarme en los pantalones a los seis años cuando me trajeron a la iglesia por primera vez.
—Me llamo Javier, señor—dije en voz baja.
El sacerdote me observó por encima de sus anteojos de cristal grueso, sus ojos grises eran violentos y sus labios finos como látigos que hacían temblar hasta el más fiera de los pecadores. Sonrió. Fue incómodo, para él y para mí. No era el lugar ni el momento para que intentara verse orgulloso. Si es que la curva macabra que se formó en su rostro podía tomarse de manera positiva.
—Eso no importa ahora—increpó pisoteando mi valentía con uno de sus enormes zapatos de cuero—. Agarra esta pala y cava un hueco en aquella loma.
Seguí la dirección de su largo dedo esquelético antes de que lo bajara para entregarme la pala que pesaba más que cualquiera de las pesas que mostraban en el gimnasio. No podía negarme ante su mandato, no lo había hecho nunca y estaba seguro que haber rectificado mi nombre era victoria suficiente. Así que arrastré la herramienta por toda la tierra santa y la hundí en el montículo más alto con apoyo de mis piernas y una fuerza que no sabía de dónde venía.
—¿Para que necesita un agujero, señor?—tuve que preguntar.
—No hables, pierdes energías—dijo cortante.
Pasé una hora removiendo tierra. Si hubiera sabido que iba a esforzarme aún más no hubiera pasado tanto tiempo en las máquinas para el cardio, realmente no necesitaba perder más quilos.
—Señor, usted cree que es—me giré para mirar al párroco pero estaba solo—...suficiente—terminé la pregunta y solté la pala que para colmo me asustó cuando se estrelló contra el terreno.
Contrariado me volteé al agujero que sorprendentemente no estaba vacío. Un muerto descompuesto me observaba desde abajo, vi la marca del chándal, usaba la misma que yo. Y por el tamaño del esqueleto era alguien de mi edad aproximadamente.
Lo peor fue mirarme la ropa y darme cuenta que llevaba una estola y mis manos de una perfecta piel lisa habían cambiado a unas trabajadas con arrugas, el instinto me dió por tocarme las mejillas y me encontré con horror una vejez incrementada. Temblé al volver a la realidad, había sucedido de nuevo. Tuve que recostarme en uno de los pilotes de la estructura para recuperar la compostura.
La memoria me llevó a aquel día 31 de octubre, obligué a mi hermano ir al gimnasio al que yo estaba suscrito y asistía a diario, pero me lo encontré pidiendo dulces en una de las casas en lugar de hacer lo que le pedí. Con el puño apretado fui a por él.
"—Sigue engordando, cerdo—le dije agarrando su brazo, llevándolo a rastras hasta la iglesia para que se cambiara el disfraz por el traje que habíamos elegido para el padrino–¿Ves? No te entra ni a las rodillas.
El sudor de mi hermano le corría por la frente. En un impulso por subirse la ropa rajó la tela del pantalón y fue casi instantáneo, lo golpeé sin medidas, solo olvidé que llevaba la cubeta en la mano, y fue demasiado para él, cayó sin vida contra la cerca de hierro. Estaba tan nervioso que agarré la paleta que el jardinero usaba para las plantas y abrí una tumba. Lo metí con su ropa deportiva, el chándal y camiseta. No hablé más sobre el asunto, mi madre estaba ciega y le mentía constantemente sobre el paradero de mi hermano. La boda se canceló posteriormente y yo me convertí en sacerdote luego del asesinato involuntario, todos los días tuve que luchar contra ese recuerdo. Cada vez que iba a visitar el lugar de descanso eterno de mis padres y veía a los ojos a mi hijo, era la viva imagen de mi pequeño hermano.
En Halloween aparecían diferentes alucinaciones en mi cabeza, no me sentía culpable, fue un accidente, pero de alguna manera mi subconsciente me llevaba a esa tumba improvisada.
En el último año, en 31 de octubre aproveché y colgué la calavera en el campanario de la iglesia, así sería parte de la decoración y con el sonido de la campana golpeando contra él me recordaría el "día de los muertos"
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