
𝟎𝟏| 𝖫𝗈𝗌 𝖧𝖺𝗅𝖾
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La mansión Hale, escondida en un rincón olvidado de California, brillaba tenuemente bajo la luz plateada que se filtraba por los ventanales. Afuera, el viento susurraba entre los árboles y la luna llena reinaba en el cielo como un ojo vigilante.
En el comedor, una larga mesa de madera oscura estaba servida con una cena silenciosa. Los gemelos, Maddox y Giselle, comían con calma, aunque el ambiente estaba cargado de algo más que el aroma de la comida. En la entrada de la mansión, dos maletas esperaban, alineadas como soldados en formación. Mañana partirían rumbo a Jericó, para iniciar su vida en la Academia Nunca Más.
La noche avanzaba, y la luna llena empezaba a trepar por lo alto del cielo. Para la familia Hale, eso significaba solo una cosa: todos estarían en el bosque hasta el amanecer... excepto él. Maddox apartó la vista hacia su plato. Llevaba años intentando enlobarse, pero su cuerpo parecía negarse. Entre los Hale, eso era más que una rareza: era una vergüenza.
La voz de su madre interrumpió el silencio.
— Maddox, estaremos toda la noche en el bosque. Es luna llena... y será la última que tu hermana pase con nosotros antes de marcharse.
Giselle sonrió con orgullo. Su transformación era perfecta; era fuerte, rápida y bella, una loba codiciada por muchos en la manada. Maddox sabía que no tardaría en encontrar pareja.
La madre volvió a fijar sus ojos en él, su mirada cortante como un cuchillo.
— Sabes lo que espero de ti... si no, nunca serás parte de la manada. Y tampoco tendrás pareja.
Maddox sintió ese viejo nudo en el estómago, el que aparecía cada vez que hablaban de su "falla".
— Mamá, ya lo sé —respondió con frialdad.
Su padre, sentado al otro extremo de la mesa, lo miró en silencio. Maddox apretó los cubiertos con fuerza antes de añadir:
— Solo no tienen que recordármelo cada cinco segundos.
El silencio volvió, pero ya no era tranquilo: era denso, como si la misma casa estuviera conteniendo el aliento. Afuera, la luna los llamaba. Dentro, Maddox solo sentía que no pertenecía a ninguna parte.
Su madre dejó los cubiertos sobre el plato con un golpe seco, como si su paciencia estuviera a punto de romperse.
— No es un recordatorio, Maddox. Es una advertencia. —Sus ojos brillaban con el reflejo de la vela— Si no despiertas tu naturaleza, si no te conviertes... no tendrás lugar ni aquí ni en ninguna otra manada.
Giselle bajó un momento la mirada, pero su sonrisa regresó pronto, como si esa conversación no fuera nueva para ella.
— Podrías intentarlo esta noche —dijo con un tono dulce, aunque había un deje de burla escondido en su voz— Quién sabe, tal vez con la presión... funcione.
Maddox soltó una risa seca.
— ¿Quieres que vaya para que todos se rían cuando falle otra vez? No, gracias.
Su padre, que había permanecido callado todo este tiempo, habló con voz grave:
— Orion nunca se rindió. Tu tío... él luchó por lo que era. Por eso fue un líder.
Maddox sintió un escalofrío al escuchar el nombre. Orion Hale. El lobo legendario. El héroe muerto. El que todos querían que él fuera... y nunca sería.
— Yo no soy Orion —dijo Maddox, apartando la mirada.
El silencio volvió, más pesado que antes. Su madre se levantó de la mesa, su vestido largo rozando el suelo de madera.
— Prepárate para mañana. —Su voz ya no sonaba molesta, sino decepcionada— Y recuerda lo que te dije... No puedes huir de lo que eres para siempre.
Uno por uno, fueron dejando la mesa. Giselle le dedicó una mirada que no supo interpretar: ¿pena o superioridad? Y luego se marchó junto a sus padres, rumbo al bosque.
Maddox quedó solo. El tic-tac del viejo reloj de pared parecía más fuerte con cada segundo. Por un momento, se preguntó si tenía sentido seguir intentando.
Luego subió lentamente las escaleras hacia su habitación, el eco de sus pasos resonando en la vieja mansión. Desde su ventana, la vista al bosque era amplia; la luna llena iluminaba cada rincón con un brillo frío y plateado.
Allí estaban ellos. Su madre, su padre, Giselle... y otros miembros de la manada. Se movían con una energía feroz, la piel estremeciéndose, los huesos estirándose bajo la carne mientras el cambio comenzaba. Los rostros humanos se desfiguraban, las manos se convertían en garras y sus siluetas se alargaban hasta que, finalmente, se erguían majestuosos, transformados en lobos imponentes.
Maddox los observó en silencio, sintiendo cómo su garganta se cerraba. No había dolor físico, no había presión en su cuerpo... nada. Solo esa misma inmovilidad que lo acompañaba cada luna llena. Siempre el espectador, nunca el protagonista.
En su mano, sostenía un viejo collar de plata. La cadena era gruesa y el colgante, un emblema con forma de media luna y un grabado apenas visible: la marca de su tío Orion. Él se lo había dejado antes de morir. La familia decía que era solo un recuerdo, pero Maddox... siempre sintió que había algo más.
Lo giró entre sus dedos, notando el frío del metal. Entonces, con un suspiro, se lo colocó alrededor del cuello.
— Ojalá... que todo fuera diferente —susurró, cerrando los ojos con fuerza.
En ese instante, un viento extraño sopló contra el cristal de la ventana, haciendo temblar los marcos. Afuera, los aullidos se mezclaron con un sonido más profundo, como un rugido lejano.
. . .
A la mañana siguiente, la mansión Hale amaneció silenciosa. El bosque, que horas antes había estado vivo con aullidos, ahora descansaba bajo una neblina ligera. En la entrada, un auto negro esperaba con el motor encendido. El chofer, un hombre alto de cabello canoso y expresión seria, aguardaba junto a las puertas abiertas.
Giselle estaba radiante. Llevaba su uniforme perfectamente ajustado y el cabello recogido en una coleta alta. Se acercó a sus padres y los abrazó con una sonrisa amplia, como si la noche anterior no hubiera hecho más que reforzar su orgullo por pertenecer a la manada.
Maddox, en cambio, salió con la mirada fija en el suelo. Su maleta en una mano, la otra descansando sobre el bolsillo donde guardaba el collar de Orion. No dijo nada. Ni un adiós. Solo sintió la mirada de su madre clavada en él, cargada de algo que no supo si era preocupación... o decepción.
Entró al auto sin volver la vista atrás. Giselle se acomodó junto a él y, apenas el vehículo se puso en marcha, comenzó a hablar como si la noche anterior no hubiera pesado sobre ellos.
— ¿Sabes qué es lo mejor de ir a Nunca Más? —preguntó, cruzando las piernas— Que no voy a tener que verte fallar cada luna llena.
Maddox soltó un suspiro y apoyó la frente contra el cristal, mirando los árboles pasar.
— Siempre tan encantadora.
— Solo digo la verdad, Maddox. —Giselle sonrió con esa expresión que siempre lo había irritado— Quizás ahí encuentres a alguien que no se entere de que eres... bueno, un Hale incompleto.
— Quizás ahí encuentre a alguien que no hable tanto —respondió él, sin mirarla.
Ella rió suavemente, como si sus palabras fueran un simple juego.
— Vamos, hermanito. No es mi culpa que siempre estés tan... apagado. Tienes que aprender a brillar un poco. Aunque sea para que dejen de confundirte con un humano aburrido.
Maddox cerró los ojos, ignorándola. Pero, en lo más profundo, sentía que algo había cambiado desde la noche anterior. Y el calor tenue que aún parecía emanar del collar bajo su camisa no hacía más que recordárselo.
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