THE GOOD BAD MOTHER
Relato por: Lonely_M93
Canción: Or nah - Somo
https://youtu.be/tcNAnhzRO_M
Una mujer se ve en la obligación de demostrar que no es un mal ejemplo para su hija.
Mi casa es muy antigua, tiene historia y esconde secretos. Varias veces reformada a lo largo de casi dos siglos, dispone de todas las comodidades de la vida moderna, pero también alguna que otra peculiaridad. Hoy día se le llama habitación del pánico. Es decir, una estancia donde esconderse en caso de peligro. Según me contó mi padre, la mandó construir mi abuela después de la guerra, cuando el hambre y la desesperación llevaron a los perdedores a cometer asaltos violentos de saqueo para poder subsistir ocultos en el monte. En realidad se trata de un cuchitril lóbrego y estrecho, tan largo como la pared del salón donde está oculto.
El escondite, como siempre lo hemos llamado, tiene dos puertas: una tras un falso radiador en el salón, y otra camuflada detrás de un gran espejo en el recibidor, ambas dotadas con una mirilla que permite ver en un ángulo de ciento ochenta grados. De modo que, una vez dentro, se oye y se ve perfectamente quién entra y sale de la casa, y todo lo que ocurre en el salón. En cuanto a su uso, que yo sepa sólo se llegó a utilizar como refugio en una ocasión, pero esa es otra historia. El caso es que mi abuelo guardaba allí dinero, alguna joya, unos cuantos documentos y dos armas. Un fusil al que llamaba el Chopo y un revólver Arostegui, que ahí siguen. Por eso sigue siendo un secreto que sólo se transmite a los hijos una vez que son suficientemente maduros y responsables, independientemente de la edad que tengan.
En la actualidad solo mi hermano, mi marido y yo conocemos dicho escondite. A veces lo he usado para escuchar a escondidas las conversaciones telefónicas de mi marido, aunque sólo lo que él hablaba, evidentemente. Pero ahora me sirve para tener controlada a mi hija Leire, que está en una edad verdaderamente complicada. Aquel día en cuestión, la dejé hablando con una amiga mientras yo iba a la cocina con el pretexto de preparar una macedonia de fruta para la cena. La cocina estaba lo bastante alejada como para que ellas pensaran que no podía oírlas, pero un par de minutos después me descalcé y dejé entornada la puerta del patio para que no se extrañaran al no verme si alguna de ellas iba a la cocina. Luego caminé hasta el recibidor lo más sigilosamente que pude y entré en el escondite a través del espejo, como Alicia en el País de las Maravillas. Las chicas hablaban de sus cosas entre risas, y su amiga Mary, a quién mi hija llamaba siempre Azul por ser ese el color de sus ojos, no tardó en sacar el tema de los novios.
—Minkyu va por ti, ¿no?
—Creo que sí. —respondió mi hija.
—Y tanto. —aseveró su amiga— Me lo ha chivado Namjoon.
—Pero yo paso. —replicó Leire.
—Claro, no me extraña. Con la fama que tiene.
—Sí, ya lo sé, pero de todas formas no creo que sea verdad todo lo que dicen de él.
A pesar de que procuraban no levantar la voz y que estaban de espaldas a mí, desde el escondite se oía con nitidez lo que allí se hablaba. Y Azul siguió diciendo;
—Pues por lo que yo te puedo contar, es totalmente cierto.
—¡Has estado con él y no me lo has dicho! —la reprendió Leire.
—Fue este verano. Tú no estabas, te habías ido al pueblo como siempre... —se excusó la amiga de mi hija— Y de verdad que es irresistible. Bueno, en realidad es más que sabe cómo conquistarte. Te mira. Se ríe. Te gasta una broma. Está súper pendiente de ti... No sé, pero siempre se sale con la suya. A mí tampoco me gustaba mucho, y fíjate.
«Las chicas de ahora, que tontas y fáciles son. Seguro que esa se ha dejado meter mano y todo», pensé con acritud mientras aguzaba el oído, y pronto la conversación demostró que no andaba mal encaminada.
—Es como un lobo. Actúa con habilidad. La forma como te mira, la seguridad con que te habla, los silencios... Acabas cediendo. Por lo menos yo. Y sabes que te acabará dejando, pero te dices, qué coño, un día es un día. Y luego en la cama... ¡Buah!
—Sí, sí. Ya me lo han contado. —respondió mi hija Leire, como no queriendo entrar en detalles. Pero dio igual, Azul estaba demasiado emocionada para morderse la lengua.
—Es un animal, te lo juro. Te somete, te zarandea. Ahora así, ahora asá. Alucinas qué repertorio. Te vuelve loca por completo. No te pregunta, te hace suya y acabas deseando que no pare nunca. Que luego sientes vergüenza, pero entonces ya da igual.
—A mí no me gusta. Es un chulo. Paso de él. —dijo mi hija— Conmigo lo lleva crudo.
—Eso pensaba yo, hasta que fue a por mí. Así, como una flecha y ¡zas! Es que tiene dieciocho y sabe mucho de mujeres. Acabarás cayendo, ya verás. Coqueteará en clase contigo. Se sentará a tu lado y te hará sentir especial. Te hablará mirándote sin pestañear, con esos ojazos... ¡Mujer! —exhortó Azul a mi pobre hija, acosándola, cada vez más exaltada— Te paseará en su moto. Buscará la forma de que os quedéis a solas y te pasará los dedos por el pelo, mirándote. Verás cómo se te mojan las bragas...
—Eso no va a pasar.
—Que no... —refutó Azul, escéptica— Te poseerá tarde o temprano. Pero bueno, tú dile que eres virgen, no seas tonta. Así seguro que lleva cuidado, porque si no...
Lo que estaba oyendo me escandalizaba hasta el punto de pensar en ir al salón y poner orden en aquel despropósito. No podía imaginar que mi hija tuviera esas amigas y esas conversaciones a tan tierna edad. Cuántos, quince años. Tampoco podía imaginar que la pretendieran chicos tan mayores como ese tal Minkyu. Siempre me había preocupado mucho por la educación de mi hija, por eso la había apuntado a un colegio católico, y mira ahora. Era el mismo precisamente al que había asistido yo treinta años atrás, cuando todavía era un colegio solo para niñas. Pero estaba claro que los tiempos cambian, y el pudor y la decencia de las adolescentes también.
Yo deseaba que mi hija siguiera mis pasos, lentos y seguros en el sexo, y a su debido tiempo, no entonces, ni tan pronto. Yo me había estrenado bastante más tarde, con veintiún años. En la universidad. Y la primera vez que tuve relaciones llevaba más de seis meses saliendo con aquel chico. Fue muy bonito y tengo un buen recuerdo. Me sentía segura, preparada para lo que iba a hacer, aunque sólo mi convencimiento y una gran voluntad me permitieron esperar el momento oportuno. Ahora, a mis cuarenta y cinco años, estaba en la flor de la vida. Me iba bien profesionalmente y me sentía por fin una mujer madura, libre y empoderada. Tenía una familia numerosa por la que pelear y, desde luego, lo último que quería era que mi hija tuviera una iniciación en el sexo tan precoz e insensata. No lo iba a permitir, bajo ningún concepto. Y mientras, las chicas seguían a lo suyo.
—Yo tuve suerte. —afirmó entonces Azul— Porque no le dejé que me rompiera el culito. Pero otras sí que le han dejado, o eso me dijo.
«¡Dios mío!» pensé sin dar crédito. «¡Pero si son unas niñas!»
—¿Te la quiso meter por? —preguntó mi hija, cándida, incapaz de creer algo así.
—Desde luego que quiso. Si se las da de experto. Que si la lengua aquí y un dedo allá. Que si esta marca de lubricante es mejor. Que si poco a poco... Y cómo si no, con el pollón que tiene. Vamos calla... Pero Bea, la tetona esa que no se habla con nadie. Pues toma, por lo visto le flipa, o eso fue lo que él me dijo. Claro que a lo mejor fue para ver si así me convencía. Que era la mejor forma de no quedar embarazada. Será estúpido... —dijo Azul echándose a reír.
—¡Que le den a él! —rezongó mi hija— ¡A ver si le gusta!
Acabaron apostando. Leire aseveró que no tendría nada con un picaflor como Minkyu, que a saber a cuántas se la habría metido, que calla por Dios que creído se lo tenía. Pero su amiga no dudó en apostar en su contra, a pesar incluso de haberla avisado. A mi aquella apuesta no me gustó nada, me dio muy mala espina. Estaba claro que su amiga no haría por protegerla. Días más tarde, agobiada con el tema, hablé con mi hija sin hacer alusión a ningún chico en particular y supe, con alivio, que a ella no le preocupaba no tener novio; que en ese momento tenía cosas más importantes en las que pensar; que opinaba lo mismo que yo; que hasta la universidad, nada de nada.
Aún así, no podía confiarme, y menos después de lo que había oído decir a su amiga sobre ese muchacho. Decidí pues ir al día siguiente a hablar con el director del colegio para ver si podía hacer algo para pararle los pies a aquel bribón, antes de que fuera demasiado tarde. Más vale prevenir que curar. Por la mañana me arreglé de forma especial para la reunión con el director. Quería causar una buena impresión, mostrarme como una madre respetable, educada, que defiende a ultranza los valores tradicionales, católicos, una abogada a la que no le temblaría el pulso si tenía que denunciar al colegio si era preciso. Me puse un tanguita negro, unos jeans ajustados y una blusa blanca que me quedaba estupendamente. Quizá un poco más ceñida que la última vez que me la había puesto, pero qué le iba a hacer si había engordado. Y no, no me puse sujetador. El motivo era bien simple, sacar rendimiento al tamaño y firmeza de mis pechos, que para algo me los había operado.
Después de tres embarazos, la flacidez de mis senos me había causado un gran complejo. Afortunadamente, mi atento y generoso esposo me había animado a operarme años atrás, ofreciéndose a sufragar él mismo todos los gastos. De manera que ahora mis senos se han convertido en una fuente de satisfacciones, tanto para mí como para él. Y en general para todos los hombres, unos viciosos en su mayoría, que se vuelven locos por esa parte del cuerpo que en mí resalta de forma ostentosa. Soy todo tetas y culo, y encima de cintura estrecha, para qué más. Mi hija ha heredado de mí esa cualidad tan femenina, y la verdad es que aún tiene más problemas que yo, porque dada su juventud y la ropa que hoy día visten las chicas de su edad, es todo un espectáculo para sus compañeros de clase. Respecto a eso, lo único que puedo hacer es educar a mi hija para que se haga respetar, y nunca dependa económicamente de un hombre.
Frente al espejo del baño me sentí un poco demasiado sexy, de modo que descarté maquillarme en exceso. Lo hice con elegancia, pintalabios gloss en tono burdeos, sombra y delineado egipcio en mis ojos verdes, deslumbrantes de por sí, y basta. Pendientes de aro y una gargantilla fina con una medalla de la virgen Piadosa, patrona y protectora del colegio. Tomé rumbo a la escuela al volante de mi pequeño WV bettle verde oscuro. Allí me recibió el director, que en cuanto me vio se mostró muy solícito conmigo. Me llevó a su despacho y ahí le estuve contando un poco mi problema. Él estaba sentado en su sillón y yo paseaba por la sala mientras hablaba. Era una forma sutil de que me escuchara hablarle desde arriba, de forma preeminente. El ruido de mis tacones sobre el suelo ejerciendo su poder hipnótico en aquel hombre, por lo demás bastante apuesto. Llevaba el pelo más corto que la última vez que le había visto, el mentón bien rasurado, los hombros sólidos bajo el blanco de la camisa que contrastaba con su piel morena y, bajo el cuello abierto, una cadenita de oro con una pequeña cruz.
Caminaba pausadamente, argumentando y exhibiéndome con moderación. El director se mostró conforme con todo lo que yo le iba indicando; que si mi hija tenía derecho a sentirse segura; que si era una edad difícil; que él estaba ahí para cuidar de todos los alumnos; que por supuesto examinaría el expediente de ese chico tan descarado, nocivo, alborotador. Cuanto más me respaldaba más dispuesta estaba yo a cederle pequeños regalos. Me paseaba de espaldas a él para que pudiera apreciar la firmeza de mi trasero sin necesidad de disimular. Contoneándome al ritmo de mis afilados tacones. Lentamente, para que pudiera recrearse bien la vista y no tuviera que mirar de soslayo.
—Dígame el nombre de ese alumno si no le importa. —dijo tomando lápiz y papel.
—Kim Minkyu. Está en la clase de tercero con mi hija Leire. Debe haber repetido, claro.
El director levantó la mirada del papel con un rictus de sorpresa que me desconcertó. Se quedó pensando unos segundos y al final dijo;
—¿Sabe usted que Kim Minkyu, el alumno del que me habla, es mi hijo?
Me sentí mareada de repente. Llevaba unos minutos hablándole fatal sobre un chico y resulta que era su propio hijo. Me senté en la silla sin darme cuenta, y entonces fue él quien se levantó. Comenzó a pasear. Me di cuenta de que había metido la pata hasta el fondo, que de repente todo se había vuelto en mi contra. Vi cernirse los problemas sobre mí. Comenzó a hablarme sobre lo preocupado que había estado con la educación de Minkyu, como profesor y como padre. Yo apenas podía replicar, no me podía desdecir. A todo le daba la razón. Cómo podía haber cometido semejante error, Minkyu, hijo del director. Su hijo.
—Tiene dieciocho años para diecinueve y le cuesta mucho pasar los cursos. Padece déficit de atención y no es muy inteligente, pero es un buen chico. Hasta ahora nunca se ha metido en problemas y, obviamente, él no tiene la culpa de que le guste a las chicas.
—No, claro. —dije yo— Pero entiéndame...
—No, entiéndame usted. —aseveró de forma rotunda, poniéndose repentinamente serio, estricto, amedrentándome como a una de sus alumnas— ¿Ha visto cómo viene a clase su hija? Demasiado sexy para mi gusto, pero ahora no podemos decirles nada a las chicas. Me acusarían de machista, de retrógrado, de coartar la libertad de unas alumnas tan desinhibidas y provocadoras como usted.
No sabía cómo replicar aquella acusación.
—¿Supervisa con qué ropa viene su hija a clase?
—Mi hija siempre viste decentemente. —mentí.
El director seguía paseando, hablándome directamente a los ojos y forzándome a bajar la mirada.
—Eso no es cierto y usted lo sabe. Es consciente de que su hija viste de forma provocativa y no hace nada porque, al fin y al cabo, su hija toma ejemplo de lo que ve en casa.
—No estoy de acuerdo. —repliqué— Yo visto correctamente, o acaso pretende que vaya como una de esas árabes, tapada hasta el cogote.
—No, claro que no, pero no me negará que esa blusa está a punto de estallarle de lo justa que le queda. —dijo el director con total descaro, mirándome fijamente a los ojos, con malicia.
Me inspiré profundamente, sintiéndome indignada, y mi busto se hinchó más todavía. Siguió mirándome con fijeza. Y qué atractivo era, el maldito. Bajo la chaqueta entreabierta, la corbata y la camisa blanca se entreveían unos pectorales musculosos. Estaba muy cerca y olía de maravilla. Boss Bottle, estaba casi segura. Y de pronto percibí su calor corporal, y me asusté. Sentí que una ola tibia subía desde mi vientre al corazón, que galopaba ya dentro de mi pecho. Demonios, hacía años que ningún hombre me hacía sentir tan caliente, húmeda.
—¿De qué está hablando? —dije airada— La blusa me queda perfectamente. Es usted un sinvergüenza.
Me siguió mirando como antes, insolente, como si supiese que estaba mojando mi braguita. «Lo besaría ahora mismo si no fuese faltar al decoro», pensé. «Le tomaría el rostro entre mis manos y le comería la boca, rozándome con esa barba dura que le apuntaba ya en el mentón. Oliendo su piel, su pasado»
—Sabe perfectamente de lo que hablo. Pero claro, si mi hijo no puede controlarse ante una compañera de clase tan hermosa como su madre, con las hormonas igual de disparatadas que ella y vistiendo tan... tan... Qué quiere que le diga. Le apuesto a que su camisa no soportaría ni una pizca más de tensión.
Las formas del director habían sido intolerables, así que hice ademán de levantarme. Pero entonces, con suavidad, aquel bribón me apoyó una mano en el hombro para que me volviera a sentar.
—Le diré lo que haremos. —dijo con calma— Si usted demuestra que su blusa no está a punto de estallar, yo me encargaré personalmente de cambiar a mi hijo de clase. Le doy mi palabra. Si no es así, si el botón de su blusa no aguanta, confirmará que todo es culpa suya por el mal ejemplo que da a su hija y, por tanto, dejaremos las cosas estar. ¿Qué le parece?
Me pareció una desfachatez, por supuesto. Pero a fin de cuentas ese hombre me acababa de ofrecer una forma de liberar a Leire del acoso de ese chico, aún cuando tuviera que ser a costa de algo tan denigrante como probar la decencia de mi forma de vestir. Me irritaba, qué duda cabe, pero le concedí el beneficio de la duda.
—¿Y cómo sería esa prueba? —le dije.
—Muy fácil, le apuesto que en su escote no cabe ni una moneda de euro.
—¡Ja! —reí— Es absurdo, por supuesto que sí.
—Esa sería la prueba. Si yo le pongo un euro y el botón de su blusa no cede, usted gana.
Era eso, quería tocarme las tetas. Pero entonces, como si hubiera escuchado mi pensamiento, matizó.
—Yo no le tocaría, simplemente deslizaría la moneda.
Eso me tranquilizó y, por increíble que parezca, acepté. Acordamos las condiciones. Yo no podría moverme, y la moneda tendría que entrar completamente en mi escote. Si el botón saltaba, el ganaba, si aguantaba, yo habría conseguido el objetivo para el que había ido allí. Evidentemente, todo aquello me había provocado una enorme excitación, y para entonces la humedad de mi braguita era manifiesta, al menos para mí. La sencillez e ingenuidad del juego había disipado mi reticencia inicial. Estaba claro que el director sólo deseaba un poco de diversión a cambio del favor que le había pedido. Su descaro me gustó, no lo voy a negar. Me gustaba su insolencia, su determinación, pero sobre todo me gustaba él. Tan varonil, astuto y seguro de sí mismo.
Elogió mis pechos durante los minutos que siguieron, hablando de lo firmes que se veían a pesar de la edad, embarazos y demás, de la flagrante ausencia de sujetador. No pude impedir que mis pezones se pusieran firmes ni que esa dureza se revelara a través de la fina tela de la blusa. Me preparé. El director sacó una moneda y la llevó lentamente a mi escote. No logré evitar dar un respingo ante la inminencia del contacto del metal con mi piel, y la dichosa moneda resbaló y cayó al suelo justo al lado de mis piernas. No me atreví a agacharme para tomarla. De tanto hablar sobre la futilidad de mi blusa frente a la magnificencia de mi pecho, ahora me daba miedo de que éstos se salieran de su sitio si me agachaba. Evidentemente, tampoco deseaba que el profesor se acuclillara en un lugar tan comprometido para mí, así que deslicé mi pie derecho disimuladamente y tapé la moneda con la punta del zapato.
—¿Me da la moneda para que la lance de nuevo?
—No la veo. —mentí mirando al suelo— Da igual. Tome otra.
—Convendrá que ha sido culpa suya. No debe moverse o habrá que suspender la prueba. —dijo con solemnidad.
—Perdone, tendré más cuidado.
—Muy bien. Utilizaremos otra moneda, pero ponga las manos detrás de la espalda y estese quieta.
Así lo hice. Me quedé sentada en la silla, con un pie sobre la anterior moneda de un euro y con las manos atrás, entrelazadas. La postura me resultaba enormemente sensual. Implicaba una exposición total de mis pechos a los ojos del director. Aquel juego era tan inocente como maliciosas eran las intenciones de ese hombre, y eso me provocaba tal excitación que apreté los muslos instintivamente, tratando de contener la riada que amenazaba con desbordar mi vagina de un momento a otro. Me encantaba saber que aquel seductor caballero me estaba mirando fijamente las tetas, imaginándoselas a través de la tenue tela de la blusa. Y entonces la vi. ¡Oh, Dios! Una enorme erección deformaba ostensiblemente la entrepierna de su pantalón y, de nuevo, me aparté. Al huir de aquella amenaza, la segunda moneda cayó al suelo con estrépito. Fue instintivo, un acto reflejo en defensa propia. Pero claro, la moneda resbaló otra vez sobre mi escote y cayó al suelo. La pisé por instinto con el otro zapato, y nuevamente alegué no saber dónde había ido a parar la dichosa moneda.
—No podemos seguir así. Usted siempre se va a apartar.
—Lo siento mucho, de verdad. Es superior a mí —dije disculpándome por mi torpeza.
—Más lo siento yo. Lo vamos a tener que dejar. —me dijo e hizo intención de regresar a su sitio.
—No. —protesté súbitamente, contrariada por tener que interrumpir el juego. Quería llegar al final, probar la resistencia de mi blusa y lograr mi objetivo. Además, me sentía subyugada por la emocionante situación que estaba viviendo.
El director fue respetuoso al cien por cien, correcto en todo momento. Poseía un enorme autocontrol, incluso a pesar de aquella colosal erección. Labios frescos, masculinos, torneados, que se fruncen en el aire mostrando decepción. Labios encantadores por los que, en ese instante, pasaría despacio la lengua. Me atormentaba su boca, su rostro agraciado, y me vi arrastrada por un irresistible impulso erótico. Ese hombre me ponía cachondisima, pero me sentí furiosa ante la insolencia de sus ojos oscuros.
—¿Qué mira? —le espeté.
—Imagino que le habrán dicho con frecuencia que es muy guapa.
—Bueno, no soy la que fui. Ya tengo mis años.
—La naturaleza se esmeró con usted.
—Vamos, señor director, que me va a sacar los colores. —le dije esbozando una media sonrisa— Cerraré los ojos y ya está. Sigamos.
Tenía que solucionar el problema de mi hija. Aunque eso fuese ya lo de menos. Pero al director no pareció convencerle. Fue como si, frustrado por mi incapacidad de estarme quieta hubiese perdido el interés por el juego. Afirmó que al final los abriría y me movería. Pero yo quería continuar, así que le propuse que me los vendara si no se fiaba. Estuvo de acuerdo. El director, en un movimiento seguro y terrible, se desabrochó el cinturón, y lo deslizó despacio por las trabillas, regodeándose en mi asombro. Entonces me dí cuenta de que quizás me había pasado proponiéndole que me vendara, pero cómo iba a echarme atrás. Al tener las monedas escondidas bajo los zapatos, no puedo girar. Aquel monumento de hombre tuvo que acercarse tanto para vendarme, que su miembro viril quedó a escasos centímetros de mis ojos verdes y desorbitados.
No solo se adivinaba el imponente grosor, sino que podía distinguir perfectamente el contorno de su glande marcado bajo la tela. Estaba segura. Si hubiese sacado su insolente miembro viril en aquel preciso instante, éste habría entrado directamente en mi boca, que tenía por demás abierta, lista y dispuesta para acogerle, y que hube de cerrar con disgusto. Me vendó trabando la hebilla detrás de mi cabeza. Lo hizo con más delicadeza de la que pudiera esperarse en un hombre de su envergadura. Luego debió darse la vuelta y regresar al borde de la mesa. Debió hacer algunos gestos con los dedos, pues me preguntó si veía cuántos tenía delante. Le dije la verdad, que era que no veía apenas nada. Me extrañó sentir como más próximo, pero lo achacé a que la repentina oscuridad había agudizado el resto de mis sentidos. Aunque también pensé que podía haberse quedado en pie, cerca, muy cerca de mí.
Estaba muy nerviosa y, no obstante, nada arrepentida de haber aceptado una a una todas las condiciones que aquel hombretón me había ido exigiendo. Vendada, no sabía ni donde estaba él. Podía estar mirando con total descaro el canalón de mis pechos. Y la idea me gustaba, aunque también me hacía sentir vulnerable. Era una situación muy morbosa, como podía notar en la creciente humedad entre mis muslos. Lamenté entonces haberme puesto tanguita en vez de una braga más decente. Con estoicismo esperé la llegada de la moneda. Mis manos detrás de la espalda. Sin poder ver, oí al director rebuscar en su cartera, y al fin dijo que no encontraba otra moneda de euro. Antes de que tratara de buscar las que se habían caído, le propuse que metiera cualquier otra.
—Tiene que ser de won, es lo que hemos acordado. —insistió.
—Pues dos de cincuenta. Qué más da.
Sentí el contacto de la moneda, que no me entró de canto sino perpendicularmente a la estrecha línea formada entre mis pechos, hinchados y duros a causa del deseo. El director deslizó lentamente la moneda entre ellos, evitando tocarme, pero dejándola alojada, muy prieta, justo en el medio de mis tetas. Noté el ardor de aquella moneda bajar por mi vientre y quedar atrapado a la altura de mi coño. Estaba claro que a mi blusa no le había pasado nada. Pero el profesor explicó que era una de cincuenta, que faltaban otras. Eso de otras cosas me extrañó pero enseguida deduje que no tendría más monedas de cincuenta. Me había gustado la experiencia, sobre todo el instante previo a que me la metiera... Sentir un cuerpo caliente que invade tu intimidad sin poder hacer nada al respecto. Estar con los ojos vendados ante un desconocido que me excitaba con cada cosa que hacía. Notaba la humedad desbordar mi tanga de encaje y los pezones me dolían de tan duros como los tenía.
Volvió a penetrarme con otra moneda, que quedó atrapada junto a la anterior. Debía ser una moneda pequeña, quién sabe cuántos céntimos. Pero no dije nada. Aguardé la siguiente imbuida en profundas inspiraciones que hacían hincharse mi pecho de forma exagerada. El muy malnacido, antes de introducírmela entre las tetas, la utilizó para poner a prueba la firmeza de mi pezón izquierdo. Estaba cachonda perdida. Me sentía como una de esas strippers que se dejan meter billetes bajo la goma de las bragas. Mis manos no se movían de mi espalda. Mis ojos no veían nada. Pero mi cabeza lo imaginaba todo y más. Las monedas estaban calientes, aunque no tanto como yo. Llegaron más, ahora jugando antes con un pezón o con el otro. El tacto contra mi pecho me recordaba la sensación del embestir del miembro de un hombre cuando taladra tu interior. Cada moneda era un embate, una penetración repetida. Mis labios se abrían de placer al sentir las monedas, no sé cuántas, dentro de mi voluptuoso escote. Y comprendí de repente que el profesor tenía razón, que mi hija llevaba camino de convertirse en una zorra como yo, igualita a su madre.
Ya habían entrado más de media docena, no podían quedarle muchas. No me había preocupado en contarlas. En realidad deseaba que continuara, nunca en mi vida había tenido que superar una prueba tan libidinosa y sensual. Sentí las últimas monedas casi dentro de la piel. A causa del estado de nervios en que me hallaba, no intuí nada. Toda mi atención estaba puesta en mi coño traidor, entreabierto y mojado. También en la creciente tensión a la que se veía sometido el último botón de mi blusa, ahora sí a punto de saltar. Sabía que el director estaba muy cerca, observando mis pechos agitarse al ritmo de mi respiración. Lejos de molestarme, la certeza de su cercanía me excitaba más todavía. Mis pechos se henchían como dos pelotas de fútbol, con un buen puñado de monedas atrapadas entre ellos.
No sé cuando empecé a gemir, pues lo hice suavemente. Eran pequeños sonidos al sentir un nuevo objeto hacerse sitio entre mis tetas. Me sentía sucia con tanto dinero encima y al mismo tiempo tan poco, una auténtica fulana. En algún momento sentí la respiración del director a escasos centímetros de mi boca. Fue instintivo, la entreabrí y busqué, pero en vez de con sus labios de caramelo me topé con algo grande, redondeado y duro. Tuve que abrir bien la boca, pero a cambio obtuve el alivio de reconocer un entorno familiar. Nunca había sentido tal consuelo al chupar el glande de un hombre. No sé por qué, pero me introduje en la boca todo lo que pude. Fue una especie de necesidad. Estaba tan caliente que empecé a masturbarme casi sin darme cuenta, concentrada en chupar esa polla como Dios manda. Con una mano haciendo su verga y la otra metida bajo la costura de mis jeans. Removiendo el moño en que se había convertido mi entrepierna. Sacudiendo las caderas a espasmos. Chupando y chupando.
Se la mamé con ahínco. En plan guarra, sorbiendo y haciendo ruido. Me gusta mamar pollas, no lo puedo evitar. Me encanta. Me vuelve loca. Engullí con un hambre atroz, cabeceó con ímpetu, lamí con frenesí, succioné con fuerza. Pero de pronto noté su mano detrás de mi cabeza y le sentí entrar a fondo, hasta topar con mi úvula y colarse en mi garganta. Me hubiera gustado poder tragarla toda entera, pero tal cosa era imposible. Sufrí una súbita arcada, y un ataque de tos. Pero enseguida prosiguió la lección, pues para el director aquello no dejaba de ser una tutoría con la madre de una alumna. Sin más demora empezó a darme consejos al tiempo que me follaba la boca, entrando y saliendo a ritmo contenido mientras iba desgranando recomendaciones sobre cómo inculcar normas a mi hija, educarla yo en lugar de tocarle los huevos a él, el director de un centro con cerca de quinientos alumnos y alumnas.
Sus idas y venidas en mi boca eran acompasadas, amplias, constantes, y yo no podía evitar secretar gran cantidad de saliva que ayudaba a lubricar mejor su polla, pero que también resbalaba por las comisuras de mi boca, que se columpiaba en mi barbilla y acababa chorreando entre mis tetas y sobre la medalla de la Virgen Piadosa. Kim Taehuyng hizo varias pausas para cerciorarse de si yo había comprendido la importancia de poner coto al uso del teléfono móvil por parte de mi hija adolescente, de fijar una hora para irse a la cama, o de establecer una serie de obligaciones domésticas en el día a día. Durante cada una de aquellas breves treguas de repaso, yo jadeaba y asentía, casi siempre con un espeso filamento de baba suspendido desde su formidable erección hasta mis labios.
Me ofreció su verga y yo la engullí despacio, para ir tragando y tragando hasta las amígdalas. Entonces gruñía, rabiosa, frustrada ante la imposibilidad de deslizar el resto de su erección garganta abajo. Aún así, recibí felicitaciones y elogios por su parte, pero en un momento dado me la sacó con malos modos y me la restregó por toda la cara, untándome de babas. «Demonios», me dije, pues se estaba formando un estanque de saliva en mi canalillo. Luego me quitó el cinturón de los ojos y al fin pude confirmar que nunca me había topado con una polla tan hermosa. Grande, gruesa y firme como una imponente columna. Un monumento viril. El sumun, la perfección hecha verga. No me pude contener. Le di unos buenos lametones desde la base hasta el mismo glande, pasando la lengua por la tensa superficie. Y de nuevo bien adentro. A mamar como una buena zorra para dejar claro que no había en todo el colegio otra madre tan abnegada como yo, dispuesta a hacer cualquier cosa por el bien de su hija.
—No puedo creerlo, su camisa ha aguantado. —rezongó el director— Usted gana, señora Jia.
Reí de felicidad, regocijada por haber demostrado ser una mujer que viste de forma adecuada y, por tanto, un buen ejemplo para mi hija Leire. Le guiñé un ojo y, con la lengua fuera, di un largo y libidinoso lametón a su formidable pollón. Para mi desconcierto, en ese instante el director dio un tirón a mi blusa entre dos botones y, sin más, metió su verga por el hueco. Las monedas salieron despedidas como en una máquina tragaperras, empujadas por su todopoderoso falo hacia arriba y cayendo estrepitosamente por todo el suelo. La visión de su miembro emergiendo de entre mis tetas a tan pocos centímetros de la Virgen Piadosa me dejó desconcertada, boquiabierta. Pero el director comenzó ipso facto a arremeter, haciendo saltar y caer mis pechos a lo bruto, una y otra vez. Estaba alucinada. Ningún hombre había osado hacerme nada semejante.
En ese instante un solo botón soportaba todo el peso de mis senos al saltar arriba y abajo. Era imposible que aguantara, y menos con la salvaje manera en que ese bruto me estaba follando las tetas. Hasta que el botón reventó tras una de sus bestiales arremetidas y mis pechos salieron despedidos de su prisión con violencia. Me sentí inesperadamente avergonzada de que Taehuyng pudiera contemplar mis tetazas en todo su esplendor. Bajé la mirada y eso hizo que viera el estado de mi entrepierna. Ya había alcanzado mi porción de placer. ¿Cuántas veces? ¿Dos? ¿Tres? Y éste se había desparramado entre mis muslos, dibujando un cerco oscuro de humedad en mis jeans. Qué vergüenza. El profesor de mi hija me observó ceñudo, reprendiendo mi actitud, regañándome como a una chiquilla. Y lo peor era que yo deseaba su aprobación, y también su corrida. Una rica ración del profesor más atractivo que una madre pudiera imaginar. Me abalancé sobre su miembro viril y le di a la lengua, mamé con vigor y le llevé al punto de no retorno.
—¡No! ¡Acaba con las tetas!
Estaba a punto de terminar, pero me obligó a sujetar su miembro entre mis pechos y, sin previo aviso, un potente chorretón atizó mi rostro. A ese le siguió otro, y otro más. Todos igual de ardientes y generosos. Cubriendo toda mi cara con líneas paralelas. Y tras el cuarto lanzamiento, su miembro al fin volvió a mi boca, a mi lengua, encías y dientes, dejándome probar el sabor de la victoria, delicia que pronto fue para adentro, para que nada se perdiera. Aunque el director había eyaculado como el formidable semental que era, lo había hecho discretamente. Conteniendo los berridos que le hubiese gustado dar. Intentando hacer el menor ruido posible para no alarmar a las profesoras del departamento de matemáticas, que estaba justo al lado. Agradecida, pasé mi lengua por los lomos de su hombría, limpiándosela a conciencia.
—Usted siempre consigue lo que quiere, ¿verdad?
—De los hombres sí. —afirmé con malicia.
El director me indicó que me girará y, súbitamente, me vi reflejada en el cristal de la ventana. Me quedé sin palabras. La imagen que vi me recordó a una de esas viejas fotografías matrimoniales donde la esposa está sentada al lado de su marido, sólo que yo tenía las tetas al aire y una sobrecogedora cantidad de esperma esparcida por toda la cara. Sonreí, muy puta y orgullosa de mi victoria. Encantada de que, en lugar de mi esposo, quien posara a mi lado fuera el director del colegio de mi hija con la polla de fuera, entumecida, derrotada y en franca retirada.
—Gracias por atenderme, director Taehuyng. —dije antes de darle un beso a su miembro— Ha sido usted muy amable.
Pocas, muy pocas veces, me había sentido tan sucia y orgullosa de mí misma. Y todo gracias a él, el padre del muchacho que pretendía seducir a mi hija y puede que hasta follarle el culito. Qué horror. Sentí espanto con solo pensarlo. Luego, después de devolver a su sitio su miembro eréctil, aquel maduro interesante me aseguró que haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarme. Emplazándome para una segunda reunión a la que obligatoriamente, y en esto se mostró tajante, debería acudir con falda. Acepté con entusiasmo, cautivada, agradecida, percibiendo aún el regusto a esperma en mi garganta. Atento, galante, me ofreció una caja de pañuelos para que me limpiara la cara.
Herejía, me dije al ver a la Virgen Piadosa cubierta de lechita. Traté de recomponer mi blusa, abochornada por tener las tetas al aire. Deseaba marcharme, pero hube de pedirle algo para repararla. En respuesta, él tomó un clip y me lo ofreció. Extendí mi mano para recogerlo, pero los nervios hicieron que se me cayera al suelo. Tuve que agacharme mientras me sujetaba los pechos con un brazo, pugnando con el peso de mis pechos. Arreglé mi blusa lo mejor que pude y me marché del despacho despidiéndome con cortesía, estrechándole la mano. Turbada por lo sucedido, salí al corredor y, sin pretenderlo, pasé cerca de la clase de mi hija. Estaba allí, en el pasillo junto a otros chicos y chicas, hablando alegremente de sus cosas. Desestimé saludarla conforme tenía la blusa. La observé no obstante de lejos y luego repasé uno a uno a los otros alumnos. Me pregunté quién sería el hijo del director, pero no me costó averiguarlo. Había un chico más alto, más formado, mucho más hombre que el resto.
Lo observé desde la distancia. El chico, no sé cómo, debió percatarse. Nuestras miradas se cruzaron un instante. Creo que me sonrió. No, estoy segura, tan segura que me ruboricé. Sentí una espantosa vergüenza por lo que su padre acababa de hacer conmigo y quise irme. Pero entonces el muchacho se acercó a mi hija y, con naturalidad, la cogió de la cintura. Leire no le rechazó, cómo iba a hacerlo si había salido a mí.
Aquel azaroso día intenté convencerle de que cambiase de clase al chico que estaba tratando de seducir a mi hija. No obstante, acabé teniendo sexo con él sin saber exactamente por qué, aunque albergaba la esperanza de que ello hubiera servido para ayudar a mí hija.
(...)
Los días siguientes le pregunté sutilmente a mi hija si se habían producido cambios en clase.
—¿Hay alguna compañera nueva? —le pregunté.
—Que va, todo igual
—¿No han cambiado a nadie de clase?
—No, mamá. ¿Por qué lo dices? —inquirió con extrañeza.
—Nada, hija. Cosas mías.
No quería que Leire se diese cuenta de que me preocupaba que un gamberro dos años mayor que ella la pretendiese. Ella era aún muy joven y Minkyu, el hijo del director, quería aprovecharse de su ingenuidad para disfrutar de su ya apetecible cuerpo de mujer imberbe, pero completamente formada. Jia regresó un instante a su juventud, a sus tentativas cada vez más espaciadas de lograr el amor duradero, un amor hogareño, de tresillo y pantuflas, y que sin embargo conducían todas a desenlaces adversos. Decepcionada y harta de los varones, se decía: Muchacha, no te enamores más. Pero pasaban las semanas, los meses y, cuando menos lo esperaba, volvía a experimentar; ¿Dónde? arriba, abajo, entre las piernas, un hormigueo de excitación y entusiasmo, como recaer en una adicción que ya creía superada.
Bastaban unos ojos, un semblante, un tono de voz que irrumpiesen en su vida y le arrancasen la pegajosa soledad que llevaba adherida al cuerpo a todas horas. Jia buscaba esos atributos masculinos que la colmaban de euforia e inquietudes agradables hasta que, en una de aquellas tentativas, al fin dio con el hombre que le interesaba. Al día siguiente de hablar con mi hija, llamé por teléfono al director Taehuyng, pero éste me volvió a liar. Era en verdad el hombre más inteligente y persuasivo con quien había topado. Además de guapo, bien plantado y aún mejor dotado, era un cincuentón carismático, arrollador, que hablaba elevando el tono de voz, con convencimiento y don de palabra. Aquel hombre sabía distraer tu atención, confundirte, aprovecharse de tu estado de ánimo y acabar saliéndose con la suya.
Aseguró que estaba negociando con su hijo, Minkyu, presunto pretendiente de mi hija según él, o gamberro depravado según mi propio parecer. Ambos teníamos parte de razón, es cierto. Pero mi deber como madre era velar por el bienestar y la felicidad de mi hija y, desde luego, aquel chulo no era el chico que más le convenía. Por mucho que Kim Taehuyng se empeñara en que no se podía luchar contra el amor y las hormonas de los adolescentes, yo no podía resignarme. Es más, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por mi niña o, al menos, quería tener el consuelo de que había hecho todo lo que estaba en mi mano. No obstante, me turbaba sobremanera hablar con aquel macho.
Con solo escuchar su voz por teléfono rememoraba todo lo ocurrido en su despacho días atrás. Se me aceleraba el pulso, me faltaba el aire y un impúdico cosquilleo se apoderaba de mi entrepierna. El calor reinante de aquellos días tampoco ayudaba a mejorar las cosas. Sudaba, la ropa se me pegaba al cuerpo y me sentía incómoda, molesta. Era consciente del dejé pueril de mi voz al hablar con él, la simpleza de mis frases, mi ineptitud para rebatir sus argumentos, y entonces se me llevaban los demonios y apunto estuvo de perder los nervios. No teníamos forma de acercar nuestras posturas, pero entonces él hizo una propuesta.
—Tiene que verlos en clase. Hace unos minutos que han empezado, ven a verlos desde la puerta de atrás discretamente. Yo lo he hecho, lo hago a diario para verificar que este centro es un lugar seguro a diferencia de otros colegios, que son verdaderas junglas. Compruébelo, por favor.
Kim Taehuyng me animó a ir para allá, sino entonces, cualquier otro día. Afirmó que me sentiría más tranquila y que mi conciencia descansaría. Hubo de concederle un voto de confianza, pues al fin y al cabo debía llevar muchos años en ese cargo.
—En este colegio garantizamos que la ratio de alumnos por clase es baja, de manera que la atención está muy individualizada. Aquí no hay disrupción en las aulas, sino respeto hacia el profesor y los compañeros. Y de todos modos también estamos atentos a cualquier signo de acoso o necesidad emocional de los alumnos. No tenga duda al respecto. —finalizó— Con nosotros los chicos aprenden y conviven juntos.
—Ojalá fuera así. —repliqué con escepticismo— Lo que ocurre es que cuando me vean con usted se pondrán todos firmes como soldados y guardarán las formas.
—No nos verán, estarán atendiendo. —contestó el director, confirmando que él me acompañaría— Además, la puerta está detrás y nadie se fijará en nosotros.
—Pero seguro que la profesora nos ve y se pondrá más estricta con los alumnos. —rezongue con enojo imaginando que en cosa de ser cierto lo que decía, el director aprovecharía ese supuesto anonimato para manosearme.
—De acuerdo, señora Jia. Se lo pondré fácil. —dijo el director Taehuyng a punto de perder la paciencia— Vaya usted sola. Pero obsérvelos, verá que este centro no es como usted piensa.
No estaba muy conciliadora, era cierto. Lo achaqué en parte al molesto calor. Traté de ajustarme el cuello del suéter que llevaba en ese momento y subirme las mangas. Concluí que quizá él tuviese razón. De modo que le aseguré que iría a echar un vistazo a la clase de mi hija. Pero claro, le pregunté si no le importaría adelantar unos días la tutoría que teníamos pendiente para la semana siguiente.
—Es usted muy impaciente, señora Jia. —me reprendió— Hace sólo cuatro días que estuvo aquí, recuerda. Hoy es jueves.
—Sí, claro. —cómo iba a olvidar aquella deshonrosa reunión, imposible— Pero es por no tener que echar otro viaje a propósito. Si es tan amable...
—Señora Jia, no es habitual que tenga dos tutorías durante la misma semana con la misma persona. —aclaró— Pero si de verdad lo necesita, le haré un hueco en mi agenda.
«Sí, sí, en la agenda», pensé con malicia, barajando otras posibilidades donde Taehyung podría hacerse un hueco. Cierto era lo que el director había dicho la última vez, que mi hija vestía de forma provocativa y yo no hacía nada al respecto. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, máxime cuando hoy en día las chicas van todas muy ligeras de ropa porque, claro, para ellas eso es ser libre, feminista y moderna. Así mismo, mi hija ha heredado mi exceso de pecho e incluso llega a usar algún sujetador de copa D, lo cual resulta muy ilustrativo, pues no es habitual que una chica de su edad y constitución física, más bien delgada, tenga tanto pecho.
Aquel día, por ejemplo, Leire se despidió tras el desayuno mientras yo la observaba y meditaba sobre su forma de vestir. Empezaba a calzar algo de tacón y se había puesto unos jeans ajustados que para mi gusto eran demasiado sexys para ir al colegio. En la parte superior llevaba una blusa de las que el escote se ajusta con un lazo. Lo llevaba bastante suelto y mostraba mucho más que el nacimiento de sus senos. Puede que parte de la culpa fuera mía por dejarla ir así. Cualquier chico de su edad se volvería loco con sus tetas, no podría dejar de mirarlas, aunque desearía mucho más que eso. De modo que, antes de dejarla marchar, me sentí culpable y le rehice un poco el lazo. Mientras se lo anudaba a fin de disimular sutilmente sus senos, sentí la firmeza incierta de unos pechos que aún no tenían su forma definitiva, que seguían en crecimiento.
Subí a mi cuarto a vestirme. Tenía que aclarar las cosas con el director del colegio. No podía permitir que ese alumno siguiera en la clase de mi hija, si fuera necesario la cambiaría de centro, pero no permitiría que se aprovechasen de ella a tan tierna edad. Lamentablemente, mi anterior visita había resultado infructuosa en parte porque Taehyung logró enredarme con un libidinoso juego, desviando el tema hacia mi forma de vestir y consiguiendo que le hiciera una espectacular mamada. Me prometí que esa vez vestiría de forma recatada y decente. No quería tentarlo y que volviese a ocurrir lo de la vez anterior. Aunque claro, él me había puesto una condición para mi siguiente tutoría. Debía llevar falda.
Avisé a mi hija de que pasaría a saludarla por clase después de visitar al director. No quería que se enojara al verme aparecer, avergonzada de repente por culpa de su madre. Me planté ante el armario, pero el problema era que sólo llamaban mi atención las prendas más provocativas, algunas en el límite del exhibicionismo. Aunque me lo negase a mí misma, la razón resultaba evidente, flagrante, obvia. Y es que Taehuyng era un hombre fascinante, atractivo, magnético, el hombre más hombre que había conocido en mi vida, y sí, deseaba llamar su atención, gustarle, impresionarle a cualquier precio.
Barajó la posibilidad de lucir un escote poderoso y así volver a alardear de los irresistibles atributos que Dios me ha dado. Eso sí, me puse sujetador para no cometer el mismo error que la vez anterior. Un bonito modelo negro con refuerzo, de la 110, la talla que había decidido tener antes de operarme. Descarté lo del escote por no repetir y, finalmente, elegí una blusa de lycra de cuello alto, sin mangas, con un estampado en tonos verdes a juego con el color de mis ojos. Aquella prenda no mostraba ni un centímetro de piel, lo que me aportaba un toque de respetable mesura y elegancia. Al mismo tiempo, se ceñía al rotundo volumen de mis senos, confiriéndome un poderío y empaque innegables, y es que no podía ser de otra manera. Mis pechos resultaban exuberantes me pusiera lo que me pusiera, para algo había pasado por el quirófano años atrás.
En la parte de abajo no tenía opción, ya que el director me había ordenado llevar falda en la siguiente tutoría y para nada quería contrariarla. Cosas muy importantes para mí dependían de su criterio, a parte de que yo deseará complacerle, para qué negarlo. Escogí pues un modelo de tubo justo por encima de las rodillas que, aunque me obligaba a caminar con pasos cortos y cruzando las piernas, me hacía un trasero precioso. Grande, sí, pero bien formado. Esta vez debía comportarme, mantener las formas y mostrarme inflexible ante don Alberto. La educación y el futuro de mi hija estaban en juego, pero lo cierto era que antes de salir de casa ya había empezado a mojarme. Debía ocultar el deseo de que ese hombre me inspirara, pero no iba a ser fácil.
En nuestra anterior reunión había acabado entregada a la lujuria. Había terminado haciéndole al director una fabulosa mamada a cambio de una simple promesa. Pero esa vez no acudía a ciegas, y estaba decidida a no volver a cometer el mismo error. Ni hablar, esa vez no me dejaría engañar, sin resultados concretos no habría premio para él. Con las mismas salí de casa, solo me entretuve a indicarle a la señora de la limpieza que era lo más preciso para ese día y despedirme de ella. No sabía si sería la menopausia o qué, pero tenía un calor espantoso. Caminaba por los pasillos del colegio y tuve que remangarme la blusa. Lo había oído comentar entre risas a mis amigas del gimnasio.
Al llegar a cierta edad sobrevienen los sofocos, la ansiedad y unas ganas locas de follar. Alguna, la más desinhibida, llegó incluso a reconocer que entonces, en la madurez tardía, se dejaba hacer cosas a las que antes siempre se había negado. ¡Y qué maravilla, oye! Que no era tan horrible, qué va. Que lo peor de que le diesen a una por el culo era el olor. Quién lo iba a decir. Nos reíamos, sí. Sobre todo de la desesperación con que el esposo de la susodicha se afanaba en recuperar el tiempo perdido. Pero no todo lo que brilla es oro, y lo malo de que la menstruación se vuelva irregular, era que te llevabas unos sustos que para qué. Preñada a los cuarenta y tantos. Calla por Dios.
Antes de nada hice ademán de pasar al baño, pero al ir a entrar me di cuenta de que allí podría encontrarme con niñas de la edad de mi hija. Aquello me hizo sentir ridícula, de modo que me dije que preguntaría más adelante por el baño de profesoras. Pero Taehuyng me había explicado cómo llegar a la clase de mi hija y, sin darme cuenta, mis pasos me llevaron directamente hacia allá. De pronto resonó por todas partes un timbrazo estridente, las puertas se abrieron y hubo una estampida general. Todos los alumnos entraron en sus clases y me quedé sola en medio del pasillo. Sin nadie a quien preguntar por el baño. No había un alma y apenas se oía ruido salir de las aulas, lo que respalda las palabras de Taehyung sobre el centro que tan rigurosamente tutelaba, empleando mano dura con los alumnos, y otra cosa aún más dura con sus madres.
Me acerqué a la clase y miré por la puerta de atrás tal como él me había indicado. El director no había mentido, no podían verme. Tal vez la profesora, o los alumnos de la última fila si miraban hacia su derecha, pero en ese momento estaban atentos a la explicación. Mi hija estaba en la primera fila y, a su lado, su amiga Azul y un chico de cabello largo. «Tal vez fuera ése el temido hijo del director», pensé. Me quedé mirándolo, pero enseguida descarté tal posibilidad ya que no parecía muy guapo que digamos. Después vi que tenía pinta de crío. No era Minkyu, desde luego. Resoplé con alivio. Al menos no se había sentado al lado de mi hija, como yo presagiaba. Ese sería el primer paso hacia la conquista. Revisé al resto de alumnos. Desde luego no eran muchos, no llegaría a la veintena. El director tampoco se había echado un farol con respecto a la ratio. «Para algo pago este colegio tan caro», me dije, «para que mi hija tenga lo mejor».
Pero claro, la excusa de que no había sitio en la otra aula del mismo curso, no me acabó de convencer. Ojeé al resto de alumnos sin encontrar a ningún posible candidato que concordara con la imagen que yo tenía del muchacho. Cierto era que había un par de sillas vacías, y a lo mejor ése era precisamente su sitio. Me esforcé en buscar entre los alumnos al chico que había visto junto a mi hija en mi anterior visita, el que me pareció que debía ser el hijo de don Alberto. Aquel muchacho sí que coincidía con la descripción que había hecho la amiga de mi hija, y su confianza con Leire me dejó claro que debía ser alguien especial para ella y, sin embargo, no estaba en clase. Sin nada más que ver, tuve que reconocer en que la enseñanza estaba bien organizada y los chicos se comportaban muy bien en clase, atendiendo en silencio las explicaciones de la profesora. Harta de tanto calor, decidí marcharme al despacho del director sin esperar al final de la lección para saludar a mi hija. Fui dándole vueltas a lo que debía hablar con él, preparando una estrategia, enumerando argumentos, etc.
Tenía que mantener un tono cordial con él, e impedir que volviera a jugármela. Seguramente tendría que volver por allí en más ocasiones, de modo que habría oportunidad de intimar más adelante, una vez mi problema con la actitud de su hijo estuviera resuelto. Lo mejor sería que fuera una reunión breve, concisa, provechosa. Fui directamente a su despacho, marcando el paso con mis tacones, caminando con naturalidad después de tantos años usándolos. La puerta estaba abierta y Kim Taehuyng reprendía a una chica que al parecer había sido descubierta fumando en los baños. Debía ser la oveja negra de aquella ejemplar institución educativa. Me sentí cohibida, repentinamente inquieta al oír como aquel hombre sermoneaba a la muchacha, intuyendo que yo sería la siguiente.
Mientras aguardaba en la sala de espera bajo la huraña mirada de la secretaría del centro, me dí cuenta de que mi vestuario no era el más adecuado. No porque resultase inapropiado de por sí, sino por el calor que hacía. El aire acondicionado no debía funcionar bien y el cuello alto me estaba empezando a agobiar. Mi hija había cogido una sudadera antes de salir de casa, y en cambio yo me estaba asando. Tras esperar unos minutos pude acceder al despacho del director, que no dudó en cerrar con llave tras de mí. No se molestó en disimular la alegría que le producía verme. Sin embargo, yo le reprendí con la mirada y volví a quitar la llave.
—He estado pensando sobre lo que pasó el otro día, y he recapacitado. —dije al director con sobriedad— Quiero que hablemos claro, director Taehuyng.
Él me estudió de arriba abajo y pronto se mostró contrariado. Había algo que no le cuadraba.
—Señora Jia. —dijo en tono escrupuloso— Quítese el sujetador ahora mismo.
Eso sí que era hablar claro, me dije con desolación, tratando de ocultar mi estupor.
—Pero...
—Ahora.
Aquello me dejó estupefacta. No podía dar crédito a tal despropósito, pero el director se acomodó cruzado de brazos, con impaciencia, en el borde de su gran mesa. Me sentí amedrentada, súbitamente preocupada por tener al director en mi contra. Dudé, vacilé y eso bastó. Me desabroché el sujetador a regañadientes, saqué los brazos por los tirantes y extraje la pieza de lencería por una de las mangas de la blusa. Todo de forma que no se me viese nada. Entonces él extendió la mano para que se lo entregara, cosa que hice rumiando un juramento. Lo tiró a la papelera. Así, sin más. ¡Con el dineral que valía!
—Ha hecho lo correcto, señora. —dijo tendiéndome una mano que yo estreché con cortesía— De todos modos déjeme mostrarle cuánto me alegra verla otra vez por aquí.
Sin más, el director llevó mi mano a su entrepierna y me hizo palpar su impresionante erección. Bajé la mirada con estupor y vi con asombro como aquella cosa pugnaba por salir del pantalón. Entonces él empujó hacia arriba mi barbilla con dos dedos y me obligó a mirarle a los ojos. La oscuridad de su mirada era tan insondable que resultaba imposible no perderse en ella.
—Dice que ha venido a hablar... —afirmó con aire escéptico.
—Sí. —jadeé.
Acto seguido, Taehuyng bajó la cremallera de sus pantalones y, con movimiento ágil, extrajo su miembro a través de la abertura. «¡Oh, Dios!», me dije. Me había quedado sin palabras, sin respiración, completamente paralizada.
—Muy bien. Dígame.
Pero yo no podía hablar. No podía pensar. Estaba bloqueada, idiotizada por la contemplación de aquel pollón. Viendo mi parálisis, el director aprovechó para estirarse y tomar un botecito dispensador que yo había tomado por gel desinfectante. Pero no. Me puso la palma de la mano hacia arriba y vertió un par de chorritos. Se trataba de lubricante, y lo tenía ahí, sobre su escritorio, a la vista de cualquiera.
—Mucho mejor, ¿verdad? —afirmó cuando mi mano comenzó a menear su falo arriba y abajo, lentamente, con fruición, intuyendo la razón por la que aquel demonio tenía lubricante en su despacho. Menudo rabo...
—Ajá. —asentí. En mi dedo mi alianza de casada, en el suyo también.
Aunque las infidelidades nos molestan más a las mujeres, son ellos los que tienen más que perder. Así que para seguirle la corriente, polla en mano, continué con mi idea inicial: hablar, negociar, exigir resultados.
—La semana pasada acordamos que usted cambiaría a su hijo de clase, pero no ha hecho nada al respecto.
—Bueno, compréndalo, son trámites que requieren tiempo. —se excusó el director.
—Quizás debería hablar con su esposa. —dije con malicia— Las mujeres somos más comprensivas en estos aspectos. Seguro que ella hablará de inmediato con su hijo y le exigirá que la deje en paz.
—El problema es que ahora mismo no tenemos hueco en la otra clase, y ningún alumno ha querido cambiarse voluntariamente. Por no hablar de la oposición que ha manifestado el profesor... Mi hijo no es un chico fácil, y eso aquí lo sabe todo el mundo.
—No es más que una mala excusa. —espeté enfadada, sacudiendo su miembro con brío.
—Verá, señora Jia, estoy haciendo todo lo que puedo. —dijo patentemente afectado por el vigor de mi mano— En clase ya se comporta mejor, se lo aseguro.
—No es suficiente. —rezongué con exasperación, incrementando la presión.
—No se preocupe, señora. —repuso el director visiblemente consternado— Su problema se arreglará hoy mismo. Es solo que...
Tocan la puerta.
—¡Adelante! —respondió inmediatamente el director a los toques en la puerta, agarrándome por la muñeca para que no dejase de asir su polla.
—He hablado con él y me ha dicho que si quiere que deje de ir detrás de su hija, tendrá que convencerlo usted misma.
En el quicio de la puerta estaba el rey de Roma. El hijo del director era un chico alto, de más de un metro ochenta, muy moreno de piel, de hombros anchos y complexión fuerte, atlética. Era además bien parecido, y en las facciones de su rostro apenas quedaba rastro de la adolescencia. Se trataba pues de un hombre joven, callado, prudente y de maneras tranquilas que sabía comportarse. No era pues el chico grosero, insolente y desvergonzado que yo había supuesto, sino una versión más joven del que era su padre. Al ver lo que estaba pasando, el muchacho entró y cerró la puerta con llave. Me miró fijamente, escrutando mi pensamiento, y tras unos instantes sonrió abiertamente y caminó hacia nosotros. Ante la falta de sorpresa en sus ojos, deduje que su padre debía haberlo puesto en antecedentes sobre mí. No existía otra explicación para que no le afectara que yo estuviese masturbando a su padre en ese mismo instante.
—Sí que es guapa. —reconoció el chaval, pero entonces vio algo y añadió— Y es cierto, no lleva sujetador.
—No, ya te lo dije. —coincidió Taehyung, mirándome con complicidad— Y espera a que te la chupe. Vas a alucinar.
Mis reparos, temores y dudas, se disiparon en un instante, el que Minkyu tardó en sacar su verga y ponerla a mi alcance. Era un calco de la de su padre, igual de imponente, hermosa y curvada hacia arriba. La única diferencia eran las gruesas venas que atravesaban el dorso de la erección del padre, como sólidas y tortuosas raíces, confiriéndole un aspecto más peligroso. Pensé en las jóvenes alumnas del colegio, como mi hija, ingenuas, incautas, curiosas, y comprendí que el embrujo de aquel joven se apodera de ellas. Era igual a su progenitor, todo un hombre, y su miembro igual de grande, de recio y duro. Un pollón tremendo que hacía bueno el viejo refrán: «De tal palo».
—De modo que tú eres Minkyu. —dije sin soltar el miembro de Taehyung.
—Exacto.
—¿Y cuáles son tus intenciones con mi hija? —inquirí sin rodeos.
—Las mismas que con usted, señora. Las mejores.
El soberbio e insolente muchacho me tomó del brazo libre con intención de que le dispensó el mismo tratamiento que a su padre. Sentí la fuerza de sus músculos, pero me resistí a sus pretensiones.
—¿Cuál es el trato? —exigí tajante.
Me sentía asfixiada por el calor que hacía allí, no tanto del que desprendían sus cuerpos como del que emanaba de mí. También estaba nerviosa, he de reconocerlo, pero es que era para estarlo. Después de todo eran dos contra una. Hallé al chico completamente desarrollado, maduro para su edad y con gran seguridad en sí mismo. Embaucaría a mi hija sin dificultad, como a cualquier otra chica del colegio, y yo no podría hacer nada al respecto. Lo cual me preocupaba.
—Le he intentado convencer de que las madres son más divertidas que sus hijas. —intervino el padre sacándome la blusa como si tal cosa— Pero él nunca ha estado con ninguna mujer de verdad. Así que tendrás que demostrárselo.
Al muchacho se le abrió la boca sin querer, como si no pudiese dar crédito a lo que veían sus ojos. Intentó abarcar uno de mis pechos con su mano libre, para finalmente desistir, buscar y azuzar la dureza del pezón.
—Tiene unos ojos preciosos, señora. Igual que su hija. —me zahirió el chico donde más me dolía, a la vez que tiraba de mi mano hacia su falo— Pero ella no tiene mirada de guarra.
❝𝗡𝗔𝗥𝗥𝗔𝗗𝗢𝗥 𝗘𝗫𝗧𝗥𝗔𝗗𝗜𝗘𝗚𝗘́𝗧𝗜𝗖𝗢❞
«La madre de Leire era guapa», pensó Minkyu, con un toque de elegante madurez: su tipo. Ni vieja ni niña. Mujer en su culminación, con sus primeras arrugas en los bordes de los párpados que aún la hacían más atractiva por la experiencia adicional en los asuntos prácticos, pero sin rastro del cansancio, el derrotismo o la resignación de la vejez. Los labios, plenos, quizá lo mejor de su cara agraciada. Y cuando los abría, asomaba la dentadura fresca, blanca, maravillosa, y con los morritos que todo hombre sueña tener en torno a su miembro. A Minkyu le gustó acariciarle las tetas a la madre de su compañera de clase. ¿Se lo había pedido ella?
No, pero esa señora nada le negaría que tuviese que ver con su cuerpo. Si tocaba, que tocase. Si chupaba, que chupase. Si entraba, que entrase. Se lo dijo con la feliz mirada que le dirigió al comenzar a mamar. Que no le ocultara deseos, que la tomara para su placer, cuando y como quisiera a cambio de que dejase a su hija en paz. Con eso se conformaba, pero él pensaba darle más, mucho más. Sus pechos eran los más grandes que Minkyu hubiera visto. Un poco caídos, claro, pero extremadamente sensibles. De forma que cuando él los masajeaba, apretaba y besaba, cuando chupaba los pezones con delicadeza, con minucioso cariño, la mujer daba un respingo de gusto y quería más. El muchacho le preguntó, con los ojos cerrados, concentrado en las sensaciones agradables que la mujer le brindaba, si le gustaba su polla.
—¿A ti qué te parece? —jadeó ésta tomándose un respiro, con la boca hecha agua.
—A mí me parece que sí, que le gusta mucho. —dijo con perversidad, y empujando levemente su barbilla hacia un lado— Ande, pruebe un poco la de mi padre.
—Oh, sí. —jadeó la madura, encantada con la sugerencia.
Minkyu contemplaba su cuerpo en escorzo. ¿Cómo se puede ser tan hermosa? Una diosa de piernas esbeltas, firmes, bien torneadas, que anduvieron por la vida hasta llegar a él. Desde los pies arqueados a causa de los tacones a los muslos con unos asomos de celulitis que traían a Jia por la calle de la amargura. Y es que era muy presumida. Ella decía que no, que lo que pasaba era que tenía mucho amor propio, nada más.
—¿Quién fue el primero que te folló por detrás?
Jia hizo un alto en su continuo ir y venir de un miembro al otro.
—¿Por el culo?
Él chico asintió.
—Un amigo de mi hermano. Tendría diecisiete años, dos más que yo.
—Una chica precoz.
—Aún las hubo peores... —se defendió ella— Pero me picaba la curiosidad, no lo voy a negar. Otros ya lo habían intentado, y cuando el chico supo que ninguno lo había logrado, vi claramente que si no me dejaba, él me iba a violar. No tengo la menor duda. En casa no había nadie. Mi hermano aún no había llegado. Entonces hice como que me apetecía y él me llevó al baño. Utilizó jabón, pero no duró más de un par de minutos. Se corrió apenas me dejaba de doler.
—Y no te traumatizó que te forzara.
—No me forzó. Y tampoco es que me doliera especialmente. Lo que me fastidió fue que acabase tan pronto.
Jia tuvo claro que al chico le obsesionaba el tema, y le imaginó sodomizando muchachas imberbes, lastimando a colegialas estúpidas con aquella rampante erección, y temió por la integridad anal su hija. Al igual que su padre, el chico hablaba mirándola a los ojos. Su voz, su mirada, su semblante, tenían algo que la incitaban a intentar agradar, a obedecer y someterse. Venas congestionadas recorrían el tronco de su miembro, que era ya el de todo un hombre, y mientras Jia chupaba, se daba perfecta cuenta de lo mucho que tenía que abrir la boca. Hasta que de pronto Minkyu la sujetó del cogote y empezó a follarla oralmente, sin contemplaciones, arremetiendo con brío en su garganta. Pero ella experimentó temor en lugar de arcadas, pues nuevamente imaginó a su niña así de atragantada. Al fin y al cabo Jia había vivido mucho y se había tropezado con hombres de todo tipo.
Ya estaba acostumbrada a esa mezcla de placer y suplicio, de atracción y repulsión que es en esencia el morbo de que la jodan a una. Morbo que la llevó a entregarse, a aguantar la respiración hasta que el muy bruto logró que la nariz de Jia le tocará el pubis, convirtiéndose así en la primera mujer en lograr semejante hito. A través de la abertura de los jeans, la madura le extrajo los testículos y los lamió delicadamente. Uno y otro, jugando, traviesa, emocionada, deseando fervientemente que estuvieran bien llenos. Sin dejar de mirarlo a los ojos, lamió un costado de su empinada erección, lentamente, ensañándose, y luego el otro costado. «Joder qué verga tiene el cabrón». Y entonces la base, dejando que aquella cosa se deslizase pesadamente sobre la superficie cóncava de su lengua, hasta que sólo el violáceo e hinchado glande quedó apoyado sobre ésta. El chico la tenía durísima, vibrante de tan tiesa. Era un macho impresionante, y Jia iba a engullir cuando, sin mediar palabra, él la retuvo tomando su cabeza con ambas manos, mirándola intensamente.
—Abre la boca.
Minkyu empujó con cautela su miembro entre los labios hialurónicos de la señora y, una vez tomó la medida, comenzó a ir y venir. Con calma. Sin prisa. Y cómo salivaba la madre de Leire. Y cómo sorbía, Y cómo tragaba. Y cómo gemía. Encantada, ilusionada al distinguir el sabor que precede a la inminente riada, frunciendo los labios con resolución alrededor del grueso cilindro que entra y sale de su boca. Pero entonces el muchacho se detuvo en seco y, tras un instante de callada incertidumbre, emite un gruñido liberador. Con una brusca sacudida, su miembro cobra vida propia y arroja, lanza, vierte una enorme cantidad de líquido ardiente, denso y sutilmente amargo que a Jia le recuerda al chocolate caliente que su madre preparaba los domingos.
La señora pierde el control, se libera con rabia de esas manos que la retienen y le agarra de los huevos. Así, sin miramientos, para que no se le escape. Empieza a mamar de inmediato, con la boca atestada del chico en ambas formas, líquida y sólida. Saborea y traga un tiempo, se apaña como puede, aunque algo se le escapa por las comisuras de la boca. Recibe con satisfacción su abundante esencia, deliciosa, cremosa, de forma intermitente. Le ha gustado, y claro, cuando se acaba se enfada. Entonces le estruja los huevos, chupa, succiona con fuerza. Pero él no aguanta, la aparta.
—¡Suelta, joder!
La mujer sigue desquiciada, pero Taehuyng le sube la falda y un segundo más tarde ya está sin bragas. Hacen un giro teatral y ella acaba recostada sobre la mesa, con las piernas abiertas y la boca del director que inicia un sublime y exasperante recorrido por su cuerpo. El veterano le chupa una oreja con ganas, y de ahí baja a su cuello, que lame con deseo de vampiro. Besa una de sus clavículas, y se desliza por el esternón hasta que al fin se decide por una de sus tetas, la izquierda. Su areola forma una especie de cono rematado con una suculenta guinda de color pardo. La madura se deshace de gusto, se rinde a la experiencia de Taehyung, que si no se bastaba por sí mismo recibe la ayuda de su hijo del otro lado. Otra boca con otra lengua se afana en dar cuenta de un pecho tenso, turgente de excitación, puntiagudo. Jia no cesa de jadear con la mirada rebotando de un lado a otro, tratando de valorar cuál de ellos le come mejor las tetas.
De pronto siente algo entre los muslos, y no es ella, sino los dedos de Taehyung que están roturando la tierra, preparándola para la siembra. Aunque su sexo está hinchado y babeando de anticipación, Jia no se conforma con unos dedos por hábiles que sean. Aún nota el suculento regusto a esperma en la garganta cuando agarra al chico de las solapas del polo y tira de él hacia abajo, y se dice: «Ahora me vas a pagar con la misma moneda». El joven, valiente, no se arredra. No duda en hacer a la señora un profundo surco con su lengua, de abajo a arriba, bien hondo. Levanta un segundo la cara para mirarla, y se relame. Luego se vuelve a zambullir y sacude el duro clítoris de un lado al otro, y la mujer se ofusca, aprieta los dientes, bufa. Ella le agarra del pelo con ambas manos y, no obstante, el muchacho le separa más las piernas y, de un extenso lametón, hace que la mujer salte a causa del placer del orgasmo.
Jia tiembla, se estremece, vibra de pies a cabeza con las palpitaciones de su entrepierna, pero no chilla ni gime, pues Taehyung le ha llenado la boca para evitar el escándalo. Tan solo un sollozo lastimero logra burlar la sólida mordaza. Sin embargo, el tiempo es oro y no espera a nadie. Como tampoco sus dos amantes, que primero le preguntan si podrá sostenerse en pie y después bromean al constatar su falta de equilibrio sobre los tacones, su flojera de piernas. Taehyung le come la boca con ardiente pasión. «Este hombre siempre tiene hambre, por el Amor de Dios». Es lo que piensa Jia cuando el director vuelve a devorarle las tetas y con disimulo le mete un dedo, puede que dos, entre los muslos.
Sus enemigos se separan. «Divide y vencerás» que dijo Julio César. Y Jia no tiene la menor duda. Van a quebrarla, a repartirse su cuerpo, a partirla en dos. Lo de delante para uno, lo de atrás para el otro. En su retaguardia, Minkyu le susurra al oído una sucesión de perversiones, de atrocidades que la ruborizan, aturden y emocionan por mucho que le avergüence admitirlo. El muchacho le asegura que hará que le salgan chispas por el culo. Le explica las burradas qué le va a hacer con todo lujo de detalles. «Luego te sentarás sobre mi polla, para que estés cómoda», le dice introduciendo en su recto un dedo a modo de anticipo.
La madre de Leire aguanta en pie a duras penas. Las rodillas se le doblan y acaba sujetándose a lo que tiene más a mano, el abdomen y el pollón de Taehyung, que en ese instante anda atareado chupando uno de sus pezones mientras, distraídamente, traza círculos en torno a su clítoris con la yema de un dedo. En cuclillas, el chico utiliza sus bragas para sanear con resolución todo el área de servicio. Jia se espanta ante la rudeza con que le separa las nalgas, pero entonces siente la calidez de su aliento, y una lengua que hurga, que quiere entrar, que gracias a sus tacones queda a la altura idónea para meterse dentro y culebrear. El tremor de la lengua al ultrajar la decencia de su ano multiplica el delirio, haciendo que Jia se percate de la inminencia de un nuevo orgasmo. No lo puede evitar, un chorrito se le escapa sin remedio. Tenía que haber ido a orinar. Tiembla y se estremece, pero es igual, porque Taehyung la sostiene, y luego, súbitamente, se la cargó en brazos.
Con sus hombros monumentales, su abdomen firme y sus brazos de coloso, el director la recoge y Jia se asegura ciñendo las piernas alrededor de su cintura. Después nota que el miembro viril husmea en su entrepierna, tienta, busca la entrada, y tras un intento fallido, ella le ayuda. Encaja la punta de su verga en el lugar apropiado, exacto. Fue hace muchísimo, en su juventud, pero Jia todavía recuerda la última vez que la follaron así, en vilo. Y entonces, como si quisiera contradecirla, Minkyu le hace ver claramente que no, que nunca la han follado así, que jamás lo ha hecho con dos hombres a un tiempo. Se lo demuestra de un modo atroz. Mientras el padre la mece con dulzura, el hijo le infringe una verdadera vocación. Le mete bien metido un dedo, a fondo, en el culo, y enseguida, dos. Con lo mojada que está, lubricación no le va a faltar. Entonces la folla a toda velocidad, con sus dedos entrando y saliendo frenéticamente de su trasero, lo que la hace alucinar hasta que añade un dedo más.
Aterrada, Jia se vuelve hacia atrás para implorar al muchacho que vaya más despacio, que tenga cuidado, que hace más de una década que no la dan por el culo. Pero es inútil. Minkyu toma rápidamente su mentón con una mano, haciendo que sus labios se frunzan de la intensidad con que le aprieta la boca, y la mira fijamente a los ojos, sin pestañear, en tanto le saca los dedos del culo para acto seguido meterle la verga. Lo que sucede a continuación es una auténtica barbaridad. La señora sigue girada, con un brazo sobre los hombros de cada uno de aquellos dos magníficos ejemplares masculinos. Padre e hijo colaboran para tratar de volverla loca. Uno le chupa el cuello, le pinza un pezón y la empotra una y otra vez con vigor de hombre, sin detenerse. El otro no le anda a la zaga. Marca los dientes en el hombro de aquella madre tan golfa y de buen ver, sin llegar a clavárselos, cosa que en cambio sí le hace más abajo.
De pronto Jia se siente indispuesta y se orina estrepitosamente, y lo peor es que, justo en ese instante, un súbito orgasmo la sacude, la atraviesa impidiéndole parar. Eso le pasa por aguantarse las ganas, que se mea en torno a la verga de Taehyung, que sigue dentro de ella. Lo sabe, parece una condenada yegua. Su incontinencia le genera gran desolación e impotencia, pues una vez ha empezado a orinar ya no puede hacer nada, sólo seguir hasta que no quede más, entre la vergüenza y un inmenso alivio. La señora siente un bochorno espantoso. Debe haber empapado los pantalones del director. Pero entonces le escucha reírse, aclarar a su hijo que es algo habitual entre las mujeres que han dado a luz de forma natural, algo de admiración en estos tiempos de cesáreas a discreción. Y la alaba por ello, como mujer madura y seductora, húmeda de entrepierna y sin complejos; también como madre vigilante y responsable, siempre pendiente de su hija; y por último como toda una diosa, y no una espiritual ni mística, sino una de carne y hueso, hembra agraciada y voluptuosa hecha para amar y procrear.
Aunque exultante y dichosa, Jia lamentó que su esposo no le hubiese echado un piropo como aquel en diecisiete años de matrimonio. Qué lástima, Señor. Seokjin casi nunca se acordaba de hacerle una caricia tras vaciarse dentro de ella. Después del trance, la vuelven a dejar en el suelo. Pero ella no se tiene y se deja caer sobre la alfombra. Piensa, duda que haya sentido tanto placer en su vida, y eso la reconforta, la hace sentir revoltosa. Sabe la edad que tiene y se sabe afortunada, dichosa, viva. Les oye discutir de la hora que es, del tiempo que les queda, de lo que les apetece hacer con ella, pero apenas les escucha. Cada recurrente pensamiento la turba más que el anterior. A sus años pocas mujeres habrán follado con dos hombres a la vez; y aún menos con unos como ellos, con esos cuerpos imponentes, fuertes y hermosos; y muy, muy pocas con un padre y su hijo. Sereno y vigoroso el uno; ágil y rabioso el otro; ambos con un buen rabo.
Alcanzado el acuerdo, el director indicó a Jia que se pusiese de rodillas. No se lo preguntó, no se lo pidió, como tampoco le pidió permiso para meterle su cosa en la boca. Le fastidió su prepotencia, pero ella le dijo que no podía faltarle mucho para eyacular y se puso a la tarea. Notó el flagrante sabor a coño de su polla, pero lejos de experimentar asco o repugnancia, la señora se sintió orgullosa, encantada de que el pubis de aquel portento de hombre estuviese impregnado con el olor de su sexo. Mamar la enmudeció, pero al notar la picazón entre las nalgas, se dijo a sí misma que después de lo que se había dejado hacer podía estar tranquila con respecto a su hija. No sentía, empero, la misma confianza en cuanto a su propio bienestar, y menos todavía cuando Minkyu acudió a su lado.
—Mírate ahí, zorra. —dijo el muchacho en referencia al alto espejo que había colocado junto a la puerta.
A Jia le regodeó verse reflejada, franqueada por aquellas dos magníficas erecciones. Nunca se había sentido tan lasciva y entusiasmada al tener sexo, se sentía desconocida, una auténtica zorra como el muchacho acababa de decir. Se apoderó entonces de sus pollas, una en cada mano y, enardecida feminista, les desafió con la mirada. Tras limpiar de forma somera el falo del muchacho, la abogada se dispuso a disfrutar de su secreta afición a las mamadas. Se deleitó chupando a dos bandas, lamiendo, mamando con ganas a izquierda y derecha. Su pecho se veía espectacular, el dinero gastado en su rehabilitación tras la maternidad había sido una excelente inversión. Era escandaloso, opulento, y encandilaba a los hombres de cualquier edad, como los que en ese preciso momento se distraían haciendo travesuras a sus pezones mientras ella se esmeraba en sacar lustre a sus pollas.
De pronto, Taehyung le dijo que ya había chupado suficiente y, conforme con el banquete, Jia no pudo estar más de acuerdo. No obstante, tomándola de la nuca, el director la empujó hacia delante de manera que quedara a cuatro patas, y eso ya le gustó un poco menos. Le vio colocarse tras ella con nitidez, pues también se había operado la vista años atrás, tras acabar los estudios, para que nada ensombreciese la belleza de sus ojos verdes. No se le ocurrió preguntar por dónde se la iba a meter. Taehyung ya había gozado de su boca y su vagina, de manera que sería una pregunta bastante estúpida. Mientras insinuaba su falo en la constreñida entrada de su culo, el director no dejaba de mirarla a los ojos a través del espejo. Pero no empujaba. Lubricó bien todo su miembro y continuó estimulando su esfínter como si esperase que éste fagocitase su glande.
Quizá era eso, se dijo la madre de Leire y, contoneando en círculos el trasero, fue abriéndose a él. El resultado del encuentro no pudo ser más ajustado, y por un instante la mujer se arrepintió de haberlo retado. Sin embargo, su oponente la agarró de la falda, única prenda que le quedaba junto a zapatos y medias, y tiró de ella hacia atrás he haciendo que el esférico entrase hasta el fondo. A pesar del esfuerzo por relajarse, Jia se sintió abrumada. La distensión de su esfínter era exagerada, y tener toda aquella cosa alojada en su recto tampoco ayudaba. Aún así, la experiencia le decía que era cuestión de tiempo que se acabase adaptando, y comenzó a masturbarse. Después de clavársela, el director se mantuvo inmóvil por completo, dejando claro que quería que fuera ella quien se encargará del resto. Jia se resignó a interpretar el papel de protagonista en su propia sodomía y, con un sonoro suspiro, empezó a moverse.
—Despacio, preciosa. —le advirtió Taehyung en tono apremiante— No voy a aguantar mucho.
Jia se mordió el labio inferior embebida en lo delicioso de aquella petición, conteniéndose, frenando su cuerpo, frenando la voracidad de su trasero. Quiso ensañarse, hacerle padecer a causa de su orgullo como mujer, como madre en defensa de una hija adolescente a la que, antes o después, sodomizarían igual que a ella. Sus pezones se habían puesto muy duros, delatores del vicio y el deseo con que la respetable mujer casada se estaba enculando. En ese momento el director era como una estatua con una erección de mármol, un mero instrumento, un utensilio creado para dar placer que, no obstante, acabó explotando.
La mujer escuchó con frenesí el gruñido del varón al que había vencido. Notó la convulsión del tremendo mandoble que, como Excálibur, tenía profundamente clavado entre las nalgas. Percibió arder algo dentro de ella, más intensamente a medida que la eyaculación se prolongaba, hasta que la temperatura alcanzó un punto que la madre se olvidó de todo; de acuerdos y compromisos; de su esposo, de su hija, de quién era y en qué se había convertido; y lo último que Jia pensó fue que la estaban rellenando de crema como a un bollito. Luego se desmayó. Sería incapaz de decir el tiempo que permaneció más allá que acá, aunque no debió ser mucho. Escuchó sonidos, palabras sueltas, y tuvo la sensación de ser zarandeada sin llegar a reconocer cómo ni de qué manera. Tan solo identificó con certeza lo qué la despertó.
Fue una invasión despiadada. Estaba recostada encima del muchacho y mostraba al espejo todo su ser. Con la falda completamente enrollada en la cintura y las piernas abiertas, su sexo se revelaba sin pudor al mundo. Sus largas piernas, todavía calzadas y enfundadas de negro, estaban flexionadas y separadas a fin de ofrecer un espectáculo magnífico. Los labios de su coño, protuberantes de tan hinchados. Su gruta abierta y rezumando. Y algo más abajo, un objeto que desaparecía entre sus nalgas como por arte de magia. El director estaba ahora frente a ella, al lado del espejo, su magnética mirada fija en sus pechos. Daba la impresión de estar estudiando la relación entre el bamboleo de sus tetas y el ritmo con que Minkyu percutía en sus entrañas. Poco a poco, pizca en pizca, todo eso tan blanco que Jia tenía dentro empezó a salir, filtrándose por el reborde que la separaba del órgano que con tanto ahínco la mortificaba.
—¿Tomará medidas de protección? —preguntó el director.
La señora dudó si se estaría mofando de ella, pero al recibir un fuerte empellón de su hijo, reaccionó. Respondió que sí, que tenía cuarenta y cinco años, que calla por Dios. Aunque no creyera que hubiese demasiado peligro de quedar preñada, cosas más difíciles se han visto.
—Perdona un momento. Enseguida vuelvo. —se excusa Taehyung.
La ausencia del padre hizo que su hijo se sintiese dueño y señor sobre todas las cosas y, tras vendarle los ojos con su propio tanga, propinó a la mujer una severa nalgada y le exigió que lo follase como había hecho antes con su padre. Estaban en el suelo y la postura no era muy cómoda que digamos, pero a esas alturas de la vida no se le iban a caer los anillos por bregar un rato. Sin poder ver gran cosa, Jia resopló, apoyó los brazos hacia atrás, y empezó a botar encima del chico. Utilizar su ano para conseguir que un hombre se corriera fue todo un descubrimiento, un acto híperexcitante de tan morboso. Además que ahora sus pechos se balanceaban de forma grotesca, sin ningún control ante su impotente mirada. Y simultáneamente hacer que aquel mástil le entrara y saliera del culo. En fin, una suma de indecencias que la llevó a un paso del clímax. Haciendo que se relamiese de gusto. Perversa, cimbreando las caderas, a puntito de correrse, encantada con el placer que daba tener esa cosa tan gorda metida en el culo.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó al sentir la llamada del éxtasis, y rio con hilaridad, más impía y golfa que nunca.
Se corría, sí. Pero no iba a ser la única. De pronto, Minkyu gruñó como un oso, se incorporó con esfuerzo, y le levantó las piernas para que su miembro se hincara por completo en ella. Durante unos inquietantes y trémulos segundos sólo hubo temblor y sacudidas de la señora empalada, aunque enseguida un espasmo del joven anunció el comienzo de los fuegos de artificio. Aquella era la segunda irrigación consecutiva para Jia y, si bien esa vez no se desmayó, su desvergonzado chochito lo celebró con una nueva pérdida de líquido a presión. Y entonces;
—¡Mamá!
¡No podía ser! ¡Era imposible! Pero la voz de su hija, su grito, fue inconfundible. Jia detuvo en seco la exhibición, se revolvió, trató de quitarse el tanga de los ojos y lo consiguió a pesar de las violentas sacudidas del muchacho que, ajeno a todo, siguió eyaculando. Jia la mantuvo sujeta y despatarrada. Era joven y poseía una resistencia sobrehumana. Además, Jia se quedó unos instantes absorta, paralizada contemplando el rostro desencajado de su hija y, tras ésta, la pérfida sonrisa del director. Finalmente, cuando parecía que toda su honra estaba perdida, la mujer notó el tirón hacia arriba de los fuertes brazos del muchacho. Tembló cuando percibió como el bárbaro abandonaba su cuerpo, anticipando el desastre.
Calientes chorros de semen se derramaron de su agujero más sagrado, proclamando a los cuatro vientos la profanación. Minkyu, inmune al susto de Leire, clamó con orgullo lo fabulosa que había sido su corrida, lo alucinante que era su madre, las ganas de follarlas juntas. Abochornada, y al fin en pie, Jia no supo por dónde empezar. El esperma le chorreaba por todas partes, de forma que tomó un puñado de pañuelos de papel a fin de limpiarse, pero antes de empezar le pidió a su hija que por favor dejase de mirar. La chica se volvió completamente apabullada, y así su madre pudo asearse más tranquila. Ponerse el tanga. Arreglarse la falda. Sacar el sujetador de la papelera.
—No te preocupes, muchacha. —intentó desdramatizar al director— Son todas putas, y cuando antes lo asumas, mejor.
Cuando Jia acabó de ponerse la blusa y arreglarse el pelo, no pudo entender lo que vieron sus ojos. Minkyu ya se había marchado, pero su hija no. Estaba ahí, arrodillada delante del director. Con sus zapatos relucientes, su falda tableada gris y la blusa blanca del uniforme que le había planchado la tarde anterior. Su hija, chupando con torpeza, mamando con dificultad, con todo su empeño. Y como madre, Jia fue a protestar. Pero;
—Señora Jia. —le respondió Taehyung— Ayude a su hija.
De manera que un minuto después madre e hija cooperaron con buena sintonía en un objetivo común. La más joven está aprendiendo de su progenitora las diferentes formas de mamar una verga como la de Kim Taehuyng sin morir en el intento. La más madura gratamente desconcertada ante las facultades innatas de la niña que, con determinación, gracia y coraje, logró que su profesor la premiase con una notable corrida.
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