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𝓲𝓲. 𝑠𝑢𝑟𝑣𝑖𝑣𝑒

Mientras el hombre de rojo respondía a la pregunta de Gi-hun, yo me abrí paso entre la multitud con pasos rápidos y decididos, esquivando a cualquiera que se interpusiera en mi camino. La rabia me hervía en las venas.

Este idiota me va a escuchar bien clarito.

—¡Seong Gi-hun!— grité con todas mis fuerzas, atrayendo miradas curiosas y confundidas a mi alrededor. Mi objetivo, sin embargo, no se podía salvar. Iba a cantarle las cuarenta.

Él se giró lentamente, con el ceño fruncido y una expresión de desconcierto en el rostro. Pero en cuanto me vio, sus ojos se abrieron de par en par, claramente sorprendido.

—¿Ji-yun?— murmuró, como si no creyera lo que veía.

Sin pensarlo, avancé hasta quedar frente a él y le di un golpe en el hombro.

—¡¿Qué se supone que haces aquí?!— exclamé, sin poder contener la furia que llevaba acumulando.

Se quejó, llevándose la mano al hombro como si el golpe realmente le hubiera dolido. Antes de que pudiera responder, lo agarré del brazo y lo arrastré hacia la parte trasera de las literas, donde al menos tendríamos algo de privacidad.

—Eso debería preguntártelo yo a ti.— espetó en cuanto estuvimos fuera de la vista de los demás. Su tono era más duro de lo que esperaba.— Hace años que no sé nada de ti, y ahora apareces aquí, en este lugar.

—Respóndeme, Gigi.— le dije, usando su apodo de la infancia, un nombre que hacía años no pronunciaba. Mis manos temblaban ligeramente, pero intenté mantener la compostura.— ¿Qué haces, aquí?

Suspiró, pasando una mano por su cabello, claramente incómodo.

—Te lo explicaré más tarde dijo finalmente, su tono más bajo, casi suplicante.— Pero escucha, tienes que hacer exactamente lo que te diga ¿Entendido?

Me tomó de los hombros, mirándome a los ojos con una intensidad que no había visto en él en años.

—Y ahora tú... ¿qué haces aquí?— preguntó, y pude sentir su preocupación mezclada con incredulidad.

Mi corazón se encogió un poco, pero el enojo sequía ganando la batalla.

—Pues lo mismo que tú, supongo...— murmuré con la mandíbula apretada. La ira volvió a encenderse al recordar cómo había terminado en este lugar.— ¡El muy cabrón de mi exmarido me robó todo lo que tenía y luego se largó como el cobarde que es!

Mi rostro ardía de furia al mencionar a ese imbécil, y apreté los puños con fuerza.

—Joder...— murmuró Gi-hun, con los dientes apretados y una mirada asesina.— Cuando salgamos de aquí, lo mato. Lo juro.

—Tranquilo, no quiero que termines en la cárcel también.— repliqué, intentando calmarme un poco, aunque todavía sentía el calor de la rabia en mi pecho.— Pero dime, ¿mamá está bien? ¿Sabes algo de ella?

Mi voz se quebró ligeramente al mencionar a nuestra madre. Me aferraba a la esperanza de que al menos él hubiera mantenido el contacto con ella.

Gi-hun bajó la mirada, claramente incómodo. Su silencio fue peor que cualquier respuesta.

—No sé nada de ella desde hace tres años...— dijo finalmente, en un susurro.

—¿¡Qué!?— grité, sintiendo cómo mi corazón se detenía por un instante.— ¡Eras el único que estaba allí para ayudarla! ¡¿Por qué te fuiste?!— lo golpeé de nuevo en el hombro, esta vez con más fuerza, sin importarme si le dolía.

—¡Tú también te fuiste!— gritó, devolviéndome la mirada con el mismo fuego en los ojos.— Hace más de veinte años, incluso. ¡No tienes derecho a reclamarme nada!

Su voz resonó en mi cabeza como un eco, dejando un silencio incómodo entre nosotros. Bajé la mirada, soltando mis manos y apartándome un paso. Tenía razón.

Había huido, abandonando todo, pensando que mi vida sería mejor lejos de ellos. Y ahora estábamos los dos aquí, en esta situación desesperada, sin saber nada de mamá, y enfrentándonos como dos extraños que una vez fueron familia.

—Tienes razón... No sé por qué me he puesto así.— dije mientras apartaba la mirada y peinaba mi flequillo con los dedos, intentando ocultar mi nerviosismo.

Mi hermano mayor suspiró profundamente, su expresión mezcla de preocupación y resignación.

—Ya no importa... Pero escucha, no te separas de mí en ningún momento. ¿Entendido? Esto es peligroso.

—Bien, bien, no te pongas tan dramático.— respondí, dándole un ligero golpe en el hombro. Era algo casi instintivo, un gesto que se había vuelto rutina desde que éramos pequeños. Ese toque entre hermanos traía consigo recuerdos nostálgicos. ¿Qué no daría por volver al pasado? A un tiempo donde las decisiones no parecían tan definitivas, donde los errores podían repararse con un simple "lo siento".

La voz metálica de uno de los guardias interrumpió mis pensamientos. Ordenaron que saliéramos en fila india, como si estuviéramos en el colegio otra vez. Nos dirigieron a través de un laberinto pintado con colores brillantes y surrealistas, tan desconcertante como los propios guardias. Cada esquina parecía diseñada para desorientarnos. Finalmente, llegamos a una especie de sala donde nos obligaron a posar frente a una cámara.

—Mire a la cámara. Sonría.— dijo una voz mecánica desde una pantalla.

Sonreí por inercia, pero era una sonrisa vacía, cargada de desconfianza y miedo. ¿Qué propósito tenía esa foto? Tal vez era un registro, un inventario humano para llevar el control de los que "perdían". La idea me revolvía el estómago.

Después de ese extraño trámite, nos llevaron a un campo amplio. Las paredes estaban pintadas de azul cielo y el techo era completamente abierto, dejando entrar una luz inquietantemente natural. El contraste entre lo infantil y lo amenazante me daba escalofríos.

— ¿Qué es esa muñeca?— preguntó Jung-bae, un amigo de la infancia que se nos había unido en algún punto del caos. No mencioné antes que estaba con nosotros, pero verlo aquí me hizo sentir una pizca de alivio. Una cara conocida en medio de esta pesadilla.

Miré hacia donde él señalaba, y efectivamente, había una enorme muñeca de aspecto anticuado. Sus coletas y su vestido naranja parecían inofensivos a primera vista, pero había algo perturbador en su rostro. Sus ojos, fijos y opacos, parecían esconder algo oscuro. A su lado, dos guardias vigilaban inmóviles, como estatuas amenazantes.

—No lo sé... Pero no me gusta.— murmuré mientras fruncía el ceño.

En ese momento, mi hermano se adelantó, poniéndose frente a todos. Sentí un nudo en el estómago.

—¡Escuchen! ¡Escuchen todos!— exclamó con una voz fuerte y clara, que apenas reconocía como la suya. ¿Qué demonios estaba haciendo?— ¡No es un simple juego! ¡Si pierden, morirán!

Su rostro serio era desconcertante. Esa mirada sombría y firme no era la de mi hermano de siempre, el chico risueño y despreocupado que conoció. Había cambiado. Quizá demasiado. ¿Pero qué podía haberle hecho cambiar tanto?

El grupo reaccionó con incredulidad, burlas y murmullos.

—¿Morir por jugar a "Luz verde, luz roja"?— una mujer alzó la ceja, incrédula.— ¡No digas tonterías!

—¡Si os atraparán, os dispararán!— insistió él con un tono desesperado.— ¡Los ojos de esa muñeca son sensores de movimiento!

Pero sus palabras fueron recibidas con más escepticismo.

—Está tratando de asustarnos para quedarse con el dinero.— le susurró un hombre a otro, con una sonrisa burlona.

Estaba Harta. Harta de que nadie le creyera. Harta de los comentarios sarcásticos y de la arrogancia que los cegaba. Si algo había aprendido de mi hermano era que nunca hablaba en vano. Así que decidí intervenir.

—Déjalos, hermanito.— Mi voz resonó con un tono sarcástico y ácido, mientras les lanzaba una mirada desafiante a todos.— ¡Si se quieren morir, que lo hagan! Total, a nadie le va a importar.

Sonreí con una gracia que no sentía, como si el absurdo de la situación me hubiera dejado anestesiada. Pero por dentro, el miedo empezaba a apretar su mano helada en mi pecho. Mi hermano tenía razón. Algo horrible estaba a punto de suceder, y nosotros estábamos atrapados en el centro de ello.

Mierda. Mierda. Y más mierda.

El eco de los disparos todavía resonaba en mis oídos, un recordatorio implacable de lo real que era todo esto. Mi hermano mayor no mentía, después de todo. La primera muerte no tardó ni un minuto, y ahora el pánico se extendió como un incendio entre los jugadores. Los mismos idiotas que ignoraron sus advertencias.

"Os lo dije, imbéciles" pensé con rabia, viendo cómo se amontonaban contra las puertas cerradas, gritando y llorando como si eso fuera a salvarlos. Pero ya era demasiado tarde para remordimientos.

—¡Luz verde!

El anuncio robótico me desarrolló a la realidad. Mi vida pendía de un hilo en este maldito juego, y no iba a desperdiciarla. Mis piernas se movieron como si tuvieran vida propia, corriendo con una precisión militar, esquivando cuerpos y concentrándome en cada paso. "Luz roja, luz verde" siempre fue mi juego favorito de niña. ¿Irónico, no? Ahora, era la única ventaja que tenía.

Llegué de las primeras. No había tiempo para celebraciones. Con las manos temblorosas, me limpié la sangre de la cara con la manga de mi chaqueta verde. No era mía, pero eso no hacía que fuera menos asqueroso. El olor metálico era nauseabundo.

—Por si fuera poco, ni siquiera hay una maldita lavadora aquí. Qué poca decencia.— murmuré con un intento vacío de sarcasmo que no me calmó en lo más mínimo.

A mi alrededor, los gritos y los disparos seguían, una sinfonía de terror que rebotaba entre las paredes. Mi mente no dejaba de repetir el mismo pensamiento: "Esto no puede ser real. Esto no puede estar pasando". Pero la sangre en mi ropa y los cadáveres a mi alrededor eran pruebas de que sí lo era.

—Cuando acabe esto, voy a matar a alguien...— mi voz era un susurro, afilado como un cuchillo. Miré a mi alrededor hasta encontrar una de esas malditas cámaras que observaban cada movimiento, cada muerte. Señalé directamente al lente, mis ojos ardiendo con una furia que apenas podía contener.

—Y tú... tú serás el primero.

El frío acero de mi amenaza era lo único que me mantenía en pie. Sobrevivir no es suficiente. Habrá venganza.

En lo alto de la sala de juegos, en una habitación reservada exclusivamente para él, un hombre estaba sentado en un lujoso sofá de cuero negro. Vestía una bata con capucha que dejaba al descubierto su rostro, mientras su máscara, símbolo de autoridad y anonimato, reposaba descuidadamente a un lado. En su mano, sostenía un vaso de whisky, el líquido ámbar reflejando las luces intermitentes de la gran pantalla frente a él.

En la pantalla, las imágenes de los jugadores restantes se sucedían una tras otra, pero sus ojos permanecían fijos en una figura en particular. Una mujer. Ella miraba directamente hacia la cámara con una mezcla de desafío y descaro, levantando el dedo medio antes de darse la vuelta para marcharse junto a su hermano.

Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en los labios del hombre, un gesto raro y reservado, casi íntimo. Aquel desafío, aquel pequeño acto de rebeldía, no solo lo entretenía: lo fascinaba. Después de todo, ella no era solo una jugadora más. Era su mujer .

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