𝓲. 𝑝𝑟𝑖𝑧𝑒
¿Cuándo fue la última vez que toqué la suavidad de una tela de lujo en mi piel? ¿Cuándo disfruté el sabor exquisito de un plato preparado por los mejores chefs? Hace meses. Todo se esfumó, arrebatado por ese maldito que alguna vez llamé esposo.
Ese hombre me dejó sin nada, vaciando no solo mi cuenta bancaria, sino también mi vida. Todo lo que había construido con esfuerzo, sacrificio y lágrimas, lo arrasó como un huracán. Por su culpa, me alejé de las personas que más amaba. Dejé atrás a mi madre, a mi hermano... y al chico que alguna vez llenó mi corazón. Pero sería injusto culparlo solo a él. Fue mi avaricia la que me empujó a esa vida. Mi egoísmo por querer más, por anhelar poder, estatus, por pensar que podía tenerlo todo sin pagar un precio.
Y ahora, aquí estoy, pagando el precio más alto.
Ni siquiera recuerdo la última vez que hablé con mamá. ¿Cuántos años han pasado desde que escuché su voz llena de dulzura y reproches? ¿O desde que miré los ojos de mi hermano mayor, siempre brillantes de orgullo y cariño? Pero lo que más me duele es el recuerdo de aquella noche lluviosa.
A él. Lo dejé a él. Bajo la lluvia. Me suplicó con los ojos, con las palabras que no se atrevió a decir. Y aun así, no miré atrás. Caminé hacia un futuro que, creía, me haría feliz. Pero no lo hizo.
Ese recuerdo me persigue. Y lo peor de todo es que sé que no tengo derecho a buscar redención.
Con incomodidad, fui recobrando la consciencia. Un murmullo constante rodeaba el lugar, voces que parecían lejanas y al mismo tiempo demasiado cerca. Mi cuerpo se removió ligeramente, buscando acomodarse en lo que parecía ser un lugar blando, pero con una dureza incómoda bajo mi espalda. ¿Era una cama?
Intenté abrir los ojos, pero un destello blanco los obligó a cerrarse de nuevo. La luz que emanaba del techo era deslumbrante, como si me hubieran arrojado de golpe a un escenario iluminado. Poco a poco, entrecerré los párpados, dejando que mis largas pestañas filtraran la intensidad hasta acostumbrarme a la claridad.
—¿Dónde... estoy?— murmuré en voz baja, más para mí misma que para alguien en particular.
Al enfocar por completo la vista, me di cuenta de que no estaba sola. Había un mogollón de personas a mi alrededor, distribuidas en una habitación que parecía enorme, aunque su monotonía blanca la hacía parecer claustrofóbica. Estanterías metálicas se alzaban a ambos lados, llenas de literas que, como la mía, parecían albergar a más desconocidos. ¿Era aquí donde se suponía que debía estar?
De pronto, una incomodidad extraña recorrió mi cuerpo, como si algo no encajara del todo. Bajé la mirada hacia lo que llevaba puesto, sintiendo la textura áspera de una tela que claramente era de baja calidad. Incluso antes de mirarme, ya sabía que no se trataba de la ropa que acostumbraba usar. Al fin y al cabo, alguien que ha vivido más de diez años envuelta en lujo sabe distinguir la autenticidad de lo vulgar.
Una camiseta blanca básica, un jersey y pantalones verdes. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue el número bordado en el jersey: 002.
—¿Esto va por clasificación?— musité con una mezcla de desconcierto y desdén.
No podía evitar sentir una creciente irritación. La multitud me resultaba insoportable, las voces, el movimiento, todo se sentía opresivo. Detestaba estar rodeada de tanta gente.
Moví mis piernas con torpeza, aún algo adolorida por la posición en la que había dormido. Descendí con cuidado por la escalera metálica de la litera, sintiendo el frío del suelo bajo mis pies al llegar. Al posar los ojos en el lugar, me di cuenta de que incluso en el suelo había personas. Parecían desorientadas, igual que yo.
Inspiré profundamente, intentando calmar el torrente de pensamientos en mi mente. Lo mejor sería hablar con alguien y entender qué demonios estaba pasando. Si es que alguien aquí tenía esas respuestas.
—Perdona, linda. ¿Sabes por qué estamos aquí?— le pregunté a una chica que destacaba entre la multitud. Era más joven que yo, pero su altura y porte me hacían envidiarla. Llevaba una chaqueta con un número bordado: el 120.
—Lo siento, señora, pero estoy igual de perdida que usted. Aunque supongo que alguien vendrá a darnos explicaciones.— su tono era calmado y educado, acompañado de una leve sonrisa que suavizaba la tensión en el ambiente.
—Por favor, no me llames señora. Me hace sentir como si tuviera cien años. Solo tengo 51.— solté una carcajada ligera, intentando quitarle peso a la situación. Ella me acompañó con una risita breve.— Llámame Ji-yun.
—Encantada, Ji-yun. Yo soy Hyun-ju.
Estábamos comenzando a entablar una conversación cuando un ruido metálico rompió la calma en la habitación. Las enormes puertas que sellaban el lugar se abrieron lentamente, y un grupo de personas enmascaradas, vestidas con trajes rosas, irrumpió en la sala. La escena parecía sacada de una película surrealista. ¿Era esto alguna especie de fiesta de disfraces?
Uno de ellos, el que llevaba una máscara con un cuadrado negro, dio un paso al frente. Su postura rígida y su voz autoritaria resonaron en el lugar.
—Nos gustaría darles una cálida bienvenida a todos.— hizo una pausa breve, como si estuviera evaluando nuestras reacciones.— Durante los próximos seis días, participarán en una serie de seis juegos. Aquellos que logren superar las pruebas recibirán un generoso premio en efectivo.
La habitación quedó en un silencio cargado de incredulidad, hasta que Hyun-ju levantó la mano con decisión y dio un paso adelante, llamando la atención del enmascarado.
—Disculpe.— dijo, con la barbilla en alto y el tono firme.— Nos trajeron aquí bajo circunstancias cuestionables. Para muchos, esto fue poco menos que un secuestro. ¿Cómo espera que le creamos?
Su voz, aunque tranquila, llevaba un filo que cortaba el aire. La valentía de Hyun-ju era palpable, y en su rostro se dibujaba una mezcla de desconfianza y desafío que hacía eco en el resto de los presentes.
—Les pido disculpas. Comprendan que esto era necesario para preservar la seguridad del juego.
La voz del anfitrión, firme y sin atisbo de emoción, resonó en el ambiente mientras los participantes intercambiaban miradas confusas y desconfiadas. De pronto, una mujer levantó la voz desde el centro de la sala, rompiendo el silencio incómodo.
—¿Por qué llevan máscaras? ¿Cuál es el propósito de todo esto?— preguntó, con un tono que oscilaba entre la indignación y la cautela.
El anfitrión, cubierto por su máscara que reflejaba una absoluta neutralidad, respondió sin demora:
—Por seguridad. También para evitar la divulgación de información no autorizada.
Un murmullo de incertidumbre recorrió la sala. Era evidente que muchos consideraban la situación más que sospechosa. Entonces, como si todo estuviera perfectamente calculado, una figura de cristal en forma de cerdo descendió lentamente desde el techo, captando la atención de todos.
—Lo que tienen ante ustedes es una alcancía. Aquí depositaremos su preciado dinero, que irá aumentando con cada uno de los seis juegos que jugarán.
La voz del anfitrión se tornó más solemne, casi hipnótica, mientras los ojos de los participantes se fijaban en el extraño objeto.
—¿De cuánto estamos hablando?— preguntó un hombre de gafas, ajustándoselas mientras intentaba mantenerse impasible.
—El premio total por ganar los juegos es de 45,600 millones de wons.
Sentí cómo mi estómago se revolvía. ¿45,600 millones? Era una suma importante para cualquiera, pero en mi caso, aquello era una burla. Ni siquiera representaba la mitad de lo que solía ganar al mes antes de que mi maldita ex me dejara en la ruina. Aun así, considerando mi situación actual, rechazarlo no era una opción.
—Les informaremos cómo se distribuirá el premio una vez finalice el primer juego. Además, después de cada juego tendrán la oportunidad de votar si desean continuar o no.— el anfitrión dejó un breve silencio, como si quisiera asegurarse de que todos entendieran la importancia de sus palabras.— Si la mayoría decide abandonar, podrán irse con el dinero acumulado hasta ese momento.
De entre la multitud, otra voz surgió, cargada de incredulidad:
—¿Quieres decir que nos darán el dinero incluso si nos vamos después del primer juego?
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Esa voz... no podía ser. Reconocería esa voz en cualquier lugar. Mi respiración se aceleró mientras giraba la cabeza rápidamente, escaneando las caras en la multitud. Allí estaba él, al final del grupo, con el cabello cortado casi al ras y una expresión seria que no reconocía en absoluto. ¿Qué hacía mi tonto hermano en un lugar como este?
Mi mente se llenó de preguntas. ¿Por qué estaba aquí? ¿Qué lo había llevado a este punto? Pero, sobre todo, una idea comenzó a germinar, una mezcla de temor y frustración: si él estaba aquí, las cosas eran mucho más graves de lo que había imaginado.
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