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𝒕𝒓𝒆𝒔.



Se había duchado en cuestión de minutos y ya se encontraba arreglándose para la reunión. No variaría mucho su atuendo respecto al que llevaba cuando llegó, pero terminó por usar un vestido negro que le llegaba a la altura de las rodillas, junto a unos tacones. Dejó su larga melena azabache secándose al aire, sin usar el secador. Ya casi lista para la reunión, jugueteó con sus pendientes de oro, algo nerviosa, mientras se los ponía a la vez que se encaminaba hacia el lugar de la reunión.

Quizás no había pasado mucho tiempo en aquel lugar, pero conocía los lugares más importantes del Instituto, lo suficiente para orientarse y tardar el menor tiempo posible.

Sus tacones repicaban contra el suelo a medida que iba avanzando hasta el despacho principal. Se aseguró que nadie la seguía y entró, encontrándose con sus padres. ¿No había llegado nadie más? Eso era sumamente extraño. Y si su padre había llegado, eso significaba que Max también.

―Entonces, ¿qué era tan urgente para venir aquí? ―se atrevió a preguntar la morena, mirando a sus progenitores―. No es un castigo para Max, lo sé. Entonces, ¿para qué?

―Hemos pensando que podrías quedarte aquí, en el Instituto de Nueva York, como médico y shadowhunter ―empezó a decir Robert, que no estaba muy de acuerdo con la decisión que había tomado su esposa.

―Mejor aquí que como representante de Idris, ahora mismo es lo mejor, Alexandra ―terminó Maryse, mirando a su hija―. No es un castigo si lo piensas así, las cosas ahí no están del todo bien y. . . es mejor que estés aquí. Que ejerzas como médico, aprovecha tus estudios, eres la mejor de tu promoción.

―Odio estar aquí, y lo sabéis perfectamente ―murmuró, cruzándose de brazos―. Dices que no es un castigo, pero bien que me echaste en cara lo que hizo Max en la escuela. ¿Por eso querías que te acompañase y no viniera con papá? ¿Para asegurarte que no me quedaba otra que no fuera aceptar? ―miró a su padre, que siempre había sido su referente, su confidente, su todo, pero desvió la mirada―. Me queda claro. Es increíble como a mi edad no puedo tomar mis propias decisiones.

―Alexandra. . . basta, no hay más opciones. Estamos pensando en tu seguridad y en el bien común ―dijo su madre, que era tan terca como sus hijos―. Y ahora espera, tienen que venir tus hermanos. Les comunicaremos la decisión.

Se dejó caer en el sofá, resoplando. Sabía que esto solo era el comienzo y empezaba a estar cansada de ello, de no tomar sus propias decisiones, de no poder elegir su vida. Quizás todo hubiese sido diferente si hubiese decidido quedarse en el mundo mundano, lejos de su familia. Eso hubiese sido doloroso, pero también más tranquilo, Y su decisión. Pero no, no podía alejarse del todo de sus hermanos. Los amaba como a nadie, no podía evitarlo.


Los minutos parecieron ser horas, hasta que llegaron sus hermanos, incluido Jace. Isabelle se sentó a su lado, ella parecía feliz de tenerla cerca de nuevo. Jace le sonrió, con tanta ternura, como siempre había hecho. Y luego estaba Alexander, que ni siquiera la miró. Pero ella sí lo hizo, aunque rápidamente desvió su mirada hacia sus padres, que miraban expectantes la situación.

―No es una reunión, por si lo estaban pensando ―habló Maryse, tomando el control de la situación―. Como ya sabéis, en Idris las cosas no están tan bien como aparentan y por eso, con su padre, decidimos que Alexandra se quedará un tiempo aquí. Ejercerá como médico siempre que se la necesite y será una shadowhunter más.

La mencionada desvió la mirada hacia otro lado, no tenía ninguna intención de mirar a sus padres. Se sentía decepcionada por su padre, que siempre la había apoyado en sus decisiones, aun cuando eso suponía una discusión asegurada con su madre.

―No ―dijo el primogénito―. No la quiero aquí, dejó muy claro que no éramos su familia hace casi diez años. ¿Jugaremos ahora a ser la familia feliz ahora? No.

Esas palabras provocaron un dolor inexplicable en Alexandra, que realmente sintió ganas de llorar. Por primera vez en su vida, sintió ganas de soltarlo todo, de chillar y explicar la verdad, todo lo que ocultó.

―Alexander ―le reprendió su madre―. Es una decisión tomada y no hay vuelta atrás. Ahora mismo, Alexandra estará más segura aquí que en ninguna otra parte.

―Déjalo, madre. Ya os dije que yo tampoco quiero estar aquí, esto no es mi hogar, dejó de serlo hace muchos años ―exclamó, levantándose del sofá, mirando fijamente a su gemelo, con una mirada llena de dolor, tanto por las palabras que había dicho como por las que decía ella misma―. No me quedará otra opción que quedarme, pero no tengo intención de hacer algo más que no sea mi profesión, es decir, ser el médico del lugar o forense, si es necesario.

―Lexie ―la llamó su padre, haciendo que se volteara a verle―. Cálmate, no saquemos las cosas de contexto ahora, por favor.

― ¿De verdad me estás pidiendo esto cuando fuisteis vosotros quienes me mandasteis a otro Instituto a estudiar hace tantos años? ¿De verdad? Los culpables de todo esto sois vosotros, por haberme alejado de mis hermanos por un error del pasado que ni siquiera yo busqué ―gritó, enfadada, notando como sus ojos se cristalizaban y empezaban a salir las lágrimas, que recorrerían sus mejillas―. Contadles cómo me alejasteis por un error, por el miedo que sentí cuando intentaron abusar de mí con dieciséis años. Explicadles que todo fue por eso, cuando no dejasteis ni que me despidiera de mis hermanos, porque nunca me habéis dejado tomar mis propias decisiones.


Y entonces se calló, soltó todo lo que llevaba años escondiendo, ese secreto que la llevó a irse. Por miedo, por temor, por no querer contarlo. No querer revivirlo. Salió del despacho, dejando atrás a la que era su familia, para encerrarse en la primera habitación que encontró. Casualmente, era la de Max. Y el pequeño estaba ahí.

― ¿Por qué lloras, Lexie? ―preguntó el menor, con curiosidad, mientras rodeaba la cintura de su hermana mayor.

―Por una tontería, enano, no te preocupes ―mintió, quitándose las lágrimas de su rostro―. Tú y yo tenemos que hablar, pequeño gamberro. ¿Cómo que confundiste las runas de nutrición y fuego?

―Son iguales, no es mi culpa ―se excusó el niño, sabiendo que mentía.

―No me puedes mentir a mí, Max, sé que hiciste una de las tuyas ―le dijo, haciéndole cosquillas en su tripa.

―Fue una confusión, jope ―con esos pucheros que hacía, era imposible enfadarse. Sabía cómo ganarse a su hermana.

―Sabes que los pucheros y los ojitos siempre funcionan conmigo, no es justo ―el niño se rió, haciendo que ella también riera.

― ¿Me vas a contar por qué llorabas? ―insistió el menor, que ahora se encontraba con la cabeza en el regazo de su hermana, quien acariciaba con delicadeza su cabello.

―Me voy a tener que quedar un tiempo aquí, enano ―suspiró, pesadamente―. Tú sabes que yo no quiero estar aquí, pero papá y mamá pensaron que era lo mejor para todos.

― ¿Ya no vendrás a verme? ―el tono de voz del niño cambió de golpe, haciendo que el corazón de su hermana se rompiera―. Me gusta cuando vienes y pasamos el rato juntos, Lexie.

―Claro que iré, nada me impedirá ir a visitarte, enano ―confirmó la de cabellos azabaches, segura de sí misma―. Aunque tenga que quedarme aquí, te prometo que iré a verte siempre que pueda.

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