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𝒐𝒏𝒆 : 𝗍𝗂𝗆𝖾 𝗂𝗇 𝖺 𝖻𝗈𝗍𝗍𝗅𝖾

𝑴𝑬𝑳𝑨𝑵𝑪𝑯𝑶𝑳𝒀 . ¨. ☄︎ ͎۪۫
🥂┊ 𝗖𝗔𝗣𝗜́𝗧𝗨𝗟𝗢  𝗨𝗡𝗢
« 𝒕𝒊𝒎𝒆  𝒊𝒏  𝒂  𝒃𝒐𝒕𝒕𝒍𝒆 »
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𝙺𝙴𝙽𝚃, 𝙻𝙾𝙽𝙳𝚁𝙴𝚂.
🕊┊ 𝐚𝐧̃𝐨 𝟏𝟖𝟎𝟐.  )

𝐒𝐄𝐍𝐓𝐈́𝐀 𝐐𝐔𝐄 𝐒𝐔 𝐑𝐎𝐒𝐓𝐑𝐎 iba a estallar en llamas.

Sin embargo, el intenso calor que le consumía el costado derecho de la cara no tenía nada que ver con el aire que la rodeaba, ni con el sol que brillaba radiante entre los árboles. No era culpa del clima, ni de la escasez de nubes que parecía haber en el cielo, ni del ardiente pasto sobre el cual tenía estiradas las piernas. La sensación era diferente: atravesaba la piel de su cara, bajaba poco a poco por la curvatura de su cuello; seguía un abstracto recorrido hasta encajársele en el alma, encendiendo una llama en la boca de su estómago y colándose hasta aquella parte de su ser de la que solo en raras ocasiones había sido consciente.

Y aunque era abrumador, aunque su instinto le rogaba que corriera al lago y se empapara las mejillas con agua helada para intentar enfriarlas de una vez por todas, los labios de Evangeline esbozaron una discreta sonrisa.

—¿De qué te ríes?

Sus comisuras se estiraron un poco más al escucharlo. A pesar de ello, mantuvo la vista fija en las páginas de su pequeña libreta, escribiendo sus siguientes letras con impoluta caligrafía. Las palabras fluían, el grafito del lapicero que Edmund Bridgerton le había regalado años atrás dejaba pequeños rastros de polvo grisáceo sobre el papel, pero su mente —o tal vez su corazón— estaba enfocada en el joven que se hallaba recostado a su lado.

—¿Acaso me estoy riendo?

Ni siquiera tuvo que ver al chico para saber que estaba frunciendo el ceño. Ahogó una carcajada al imaginar su semblante: aquella expresión frustrada que siempre mostraba cuando alguien intentaba vacilarlo.

—Estás sonriendo.

—Precisamente, milord. Sonreír es diferente que reír.

Cuando finalmente se dispuso a girar la cabeza en su dirección, se encontró con la fuente del mismísimo calor que había estado erizándole la piel desde que se sentaron allí, en un sector apartado de la gran esplanada que rodeaba a la casa de los Bridgerton.

Los ojos de Anthony Bridgerton. Ellos era los culpables.

No había nada como las tardes de verano para admirarlos en todo su esplendor. Las destellos naranjas y rosados, aquellos que iban pintando el cielo a medida que atardecía, creaban un maravilloso contraste con el color chocolate de sus iris. A pesar de que eran más oscuros que los de Evangeline —que eran de un tono ámbar al que ella nunca le había prestado atención—, estaban envueltos por un matiz cálido, y al mismo tiempo cargados de una severa intensidad que ni siquiera su padre, un vizconde, era capaz de conjurar. Inteligentes, feroces, quizás un poco traviesos; con solo echarle un vistazo a su mirada, cualquiera podría deducir que iba a ser un excelente líder, pero que nunca dejaría de amar y proteger a sus siete hermanos menores, contando incluso al que estaba a punto de nacer.

Un suspiro escapó de sus labios de manera involuntaria.

Habían pasado muchos años desde que descubrió que Anthony tenía ese tipo de miradas que invitan a soñar, a dejarse llevar y proteger y no despertar jamás. Esas miradas que ponen el mundo patas arriba, atrapando a cualquier señorita entre la espada y la pared, entre las ganas de sucumbir y la necesidad de escapar.

Claro que ella no era como cualquier señorita preparándose para buscar un esposo, y claro que apenas tenía quince años, pero sabía bien que todas y cada una de las futuras debutantes de la alta sociedad deseaban que Anthony Bridgerton les pusiera aquellos ojos encima. Aun así, a Evangeline no le importaba. Ninguna de ellas conocería sus secretos, ni sus miedos, ni la forma en la que verdaderamente amaba a su familia o su imperante deseo de llegar a ser como su padre; y tal vez era egoísta, pero le gustaba creer que solo ella llegaría a conocerlo de verdad.

Verlo tan relajado, acompañado de una sonrisa perezosa y con los párpados ligeramente caídos, como si estuviese listo para caer dormido en cualquier momento, era un verdadero lujo. Y los ojos... los ojos le brillaban con aquel destello tan extraño que Evangeline nunca había notado hasta aquel verano, después de que el chico volviera de Eton recién graduado y acabando de cumplir dieciocho años. Tal vez era la edad, el simple hecho de saber que por fin se había convertido en un hombre —algo que, por lo que Evangeline había podido notar, emocionaba sobremanera al género masculino—; quizás solo estaba entusiasmado por empezar sus estudios en la universidad dentro de un par de meses.

De cualquier manera, a ella le fascinaba la imagen.

—Es Anthony.

La chica parpadeó un par de veces al oírlo nuevamente, tratando de recordar lo que había dicho segundos atrás, pues aquellos ojos le habían dejado la mente en blanco.

—Mi nombre es Anthony, no "milord" —explicó el muchacho antes de que Evangeline pudiese conjurar una respuesta. La castaña agradeció mentalmente el hecho de que no hubiese mencionado su pequeño desliz, pero estaba claro que le había divertido—. Ya sabes que no me gusta cuando me llamas así.

—Oh, claro que lo sé, —Sonrió con fingida inocencia—, pero estoy practicando para cuando le toque ser el vizconde y yo termine trabajando para usted como institutriz de sus futuros hijos, milord.

Anthony soltó un bufido exasperado, y entonces el cuerpo de Evangeline se llenó de satisfacción.

Había aprendido el arte de sacarlo de sus casillas gracias al resto de los Bridgerton.

Después de todo, llevaba conviviendo con ellos desde que tenía memoria. Cada día acompañaba a Margaret —la institutriz de la familia y la mujer que la había criado— mientras impartía sus respectivas lecciones a los más jóvenes de la casa. Había crecido junto a ellos, había aprendido de sus corazones de oro y espíritu ambicioso, había participado de sus juegos, comía con ellos en la misma mesa y, aunque no era común que las familias de clase alta tuviesen un trato tan cercano con la protegida de una de sus empleadas, incluso se le permitía recibir la misma educación que al resto de los niños.

Margaret le había dado una cama, la oportunidad de no crecer como una simple huérfana, y con ella habían venido lord y lady Bridgerton, de quienes aprendió lo que era una verdadera familia.

Y aunque no era parte de ella —nunca se atrevería a considerarse a sí misma una Bridgerton, jamás podría pertenecer a la alta sociedad, y no era capaz de faltarles el respeto de aquella manera—, al menos tenía la dicha de poder adoptar algunas de sus costumbres.

—Falta mucho para eso, Evangeline —refunfuñó el castaño, apoyando los codos sobre el pasto para incorporarse ligeramente.

—Bueno, si insistes... Tendré que llamarte por tu nombre, ¿no? —Suspiró, negando con la cabeza en un gesto de exagerado pesar—. ¿Y qué pasa con las formalidades? Una dama no debe...

De pronto, se quedó sin palabras.

Cerró la boca. Aguantó la respiración. Se quedó quieta, como una estatua, pues sintió algo caliente traspasándole la tela de la falda justo sobre su rodilla, y no pudo distinguir si su pierna había caído dormida o si estaba congelada.

Evangeline supo que se trataba de la mano de Anthony antes de siquiera confirmarlo por el rabillo del ojo.

Aunque intentó concentrarse en la página en la que estaba escribiendo, su pulso la traicionó. Lo que debía ser una letra perfecta acabó convirtiéndose en un garabato tembloroso mientras sentía la mirada burlona del chico fija en cada uno de sus movimientos.

Aquello solo sirvió para recordarle que, aunque podía tratar de enervar a Anthony todas las veces que quisiera, parecía que él siempre tendría ventaja sobre ella.

—Te encanta molestarme, ¿no es así? —murmuró el castaño. No movió su mano; simplemente la dejó ahí, sin otra intención más que llamar su atención.

Evangeline se aclaró la garganta, ganando tiempo para encontrar su propia voz: —Lo afirmas tú, no yo.

No recibió otra respuesta más que silencio.

Quizás, sin embargo, hubiera visto venir lo siguiente si no se hubiese empeñado en tratar de seguir escribiendo.

De un momento a otro, el diario ya no estaba entre sus manos. El lapicero cayó sobre el pasto, el entrecejo de Evangeline se frunció de manera inmediata. Sus reflejos la llevaron a intentar alcanzar la libreta, sintiendo que su corazón latía con nervios, pero Anthony se había apropiado del objeto.

Podía quitárselo, claro que podía quitárselo, pero eso significaba que tendría que acercarse un poco más a él, que sus manos acabarían rozando, y en las últimas semanas había descubierto que el contacto directo con el mayor de los Bridgerton no hacía más que nublarle la mente; no sabía exactamente por qué, pero algo le decía que no era correcto y, tomando en cuenta que tanto ella como él estaban indispuestos a separarse uno del otro después de llevar tanto tiempo sin verse, no le quedaba más opción que tratar de controlar el asunto, evitando la cercanía al máximo.

Y no, Anthony no le facilitaba la tarea.

Desde ese año, parecía haber decidido que quería empezar a sentarse más cerca de ella, rozarle el tobillo con la punta de las botas, pasarle un brazo sobre los hombros en un gesto despreocupado o tocar las puntas de su cabello en medio de conversaciones aleatorias. Era desesperante, pero Evangeline ni siquiera se atrevía a cuestionarlo.

Al mismo tiempo, el nudo en su garganta se apretaba cada vez más conforme pasaban los segundos y el chico seguía sujetando su diario.

No quería que lo leyera. No podía leerlo.

Pero, para su buena suerte, Anthony simplemente cerró la libreta y la dejó a un costado, sin ojear ni una sola página.

—Préstame atención —exigió entonces, con un puchero exagerado en los labios—. Llevas demasiado tiempo escribiendo y quiero que me veas.

Evangeline rio; una mezcla de alivio y ternura corriendo por la sangre que tenía concentrada en las mejillas.

—Te noto particularmente animado esta tarde. —Enarcó una ceja cuando lo vio recuperar la sonrisa—. Supongo que la cacería con tu padre salió de maravilla.

—Pues... —El chico dibujó una mueca de desagrado—. No voy a hablar del tema.

—¿Eso quiere decir que Benedict sigue siendo mejor cazador que tú?

En sus sueños. Hoy estaba distraído, nada más.

Evangeline intentó hablar una vez más, tal vez buscar una respuesta ingeniosa que demostrara que Benedict era mejor cazador que Anthony, pero entonces él le tomó la muñeca, tiró de ella ligeramente y fue recostándose poco a poco, llevando a la chica consigo hasta que ambos acabaron completamente tumbados sobre el pasto. Posteriormente, volvió a levantar el torso, de manera que su rostro quedó elevado por encima del de Evangeline, y le tomó la mano, comenzando por la zona de los nudillos y subiendo hasta su muñeca con una delicadeza que la dejó extasiada.

La chica notó que, mientras el sol se ponía a la distancia, sus rayos formaban un etéreo halo de luz alrededor del muchacho, mostrando los tenues destellos caoba que, solo con la iluminación correcta, se dejaban ver entre los mechones castaños de su pelo.

Solo entonces se dio cuenta de que sus pómulos habían comenzado a resentirse por culpa de la estúpida sonrisa que no podía borrar de sus labios.

—Cuéntame sobre tu día —Anthony habló en voz baja, como si estuvieran en una habitación llena de personas y quisiese que solo ella lo escuchara. El matiz aterciopelado de su tono combinaba a la perfección con el tacto de su otra mano, con la cual empezó a trazar las líneas de la palma de Evangeline—. ¿Qué has hecho hoy, Angie?

Oh, y aquel apodo... Le encantaba que él lo usara.

—Pues... —empezó, haciendo una pausa al notar que, por alguna razón, las palabras le fallaban. Las partes de su piel que estaban en contacto con la de Anthony parecían hormiguear, pero no le dio importancia—. Me desperté, desayuné, acompañé a Margaret mientras le explicaba aritmética a Daphne, almorcé después de que te fuiste de caza y vine hasta aquí para escribir y... No te estoy aburriendo, ¿no?

—En absoluto. —Anthony la miró por debajo de sus pestañas, hablando con absoluta convicción—. De hecho, me complace escucharte.

—¿Y a qué se debe eso, si se puede saber?

Me tranquilizas. —La castaña no lo sintió, pero sus mejillas se tintaron de un ligero tono carmín ante aquella respuesta—. Tu presencia es... como un calmante, una excelente distracción —murmuró. Soltó el aire con pesadez, deteniendo el movimiento de su índice sobre la palma de la chica—. Siempre ha sido así.

El ceño de Anthony se había fruncido, su mandíbula se había tensado; aunque era apenas perceptible, Evangeline detectó los cambios en su postura. Parecía preocupado, como si hubiese presenciado algo que le había dejado con un sabor agrio en la boca, un sabor que no podía arrancarse de la lengua.

No era propio de él. Sin lugar a dudas, había algo que lo estaba molestando.

Y Anthony era su compañero, la única persona con la que podría permanecer en silencio durante horas y al mismo tiempo a hablar de todas y cada una de sus preocupaciones. A Evangeline no le gustaba verlo de aquella manera, no mientras ella pudiese evitarlo.

—¿Te encuentras bien, Anthony?

La pregunta pareció descolocarlo durante los primeros segundos. Sin embargo, conforme Evangeline deslizaba su mano para entrelazar sus dedos con los de Anthony, el castaño fue relajándose cada vez más, hasta que finalmente dejó escapar un suspiro derrotado.

—Padre ha empezado a explicarme todo lo que tendré que hacer cuando me corresponda ser el vizconde. —La miró con ojos de cachorro, como un niño perdido en busca de consuelo. Sin embargo, había algo que no estaba diciendo, algo que seguía molestándolo, pero no lo mencionó, y ella supo que lo mejor era no preguntar al respecto—. No sé si podré hacerlo, no como él.

—Claro que puedes. Eres Anthony Bridgerton. No te detienes hasta que consigues lo que quieres, y deseas honrar a tu familia, así que eso harás. —Su entrecejo se arrugó mientras hablaba con pasión y vehemencia; su mano le dedicó un firme apretón a la de Anthony—. Además, queda mucho tiempo para eso.

Él no dijo nada. Simplemente parpadeó unas cuantas veces, como si estuviese digiriendo las palabras, y segundos después le devolvió el apretón a la castaña, moviendo su pulgar sobre el dorso de su mano antes de hablar.

—A ningún hombre le queda más opción que creerte cuando usas ese tono, ¿no es así? —Los labios de Evangeline se curvaron en una sonrisa satisfecha, arrancándole una suave carcajada al muchacho; melodiosa y masculina, propia de un aristócrata, pero sobre todo sincera—. ¿Y estarás conmigo cuando llegue el momento? —preguntó entonces, enredando su meñique alrededor del de la chica.

Su corazón dio un salto dentro de su pecho.

Calentó su interior, bombeó sangre cargada de beatitud y euforia y adrenalina y la hizo consciente de la felicidad que le provocaba el mero hecho de estar ahí, en ese instante, disfrutando del bonito destello que había vuelto a aparecer en los iris de Anthony.

Evangeline dejó que sus meñiques permanecieran abrazados mientras analizaba su rostro, besado por los atisbos dorados que se escurrían entre las nubes. Deseaba ser capaz de poder describir la imagen, de plasmar el momento en su pequeño diario para no olvidarlo jamás, pero las palabras se quedaban cortas, y no tenía otra opción más que tratar de pensar que tal vez algún día podría guardar el tiempo en una botella, grabarlo todo en un pequeño frasco dentro de su mente que no dejaría escapar jamás.

Y estaré contigo cuando llegue el momento —musitó sobre sus pensamientos, evocando las palabras del chico—, aunque eso ya lo sabías.

—Por supuesto, pero me gusta que lo digas.

Y ambos rieron, como dos niños completamente ajenos a las reglas de la alta sociedad, arropados por el campo y los pájaros que buscaban cobijo a la distancia. Evangeline sentía que estaba en la cima del mundo, que era intocable, y que nadie podía decirle qué hacer ni en qué convertirse en el futuro, que no estaba destinada a ser una de esas pobres huérfanas que acababan viviendo entre escombros, vistas como una plaga en las calles de Londres. Porque Anthony nunca la había visto así—porque la respetaba, porque la trataba como una señorita y escuchaba sus palabras a pesar de su tosudez, a pesar de que él era un hombre rico y ella era... ella.

—Así que por esto quisiste retirarte de la caza antes de tiempo, Anthony.

En menos de un parpadeo, y guiados por un instinto que Evangeline no comprendía muy bien, ambos se separaron en cuanto escucharon la voz de Edmund Bridgerton a sus espaldas.

No obstante, la castaña notó que Anthony parecía verdaderamente turbado y avergonzado, a pesar de que trataba de ocultarlo. Como si hubiese cometido un pecado, como si estar cerca de ella fuera... inapropiado.

Pero no lo era, ¿verdad?

Siempre habían estado juntos, a lady Bridgerton le gustaba decir que estaban prácticamente cosidos el uno al otro justo en la zona de las caderas, y nadie había intentado separarlos en ningún momento. Tal vez la única que lo hacía era Margaret, quien se empeñaba en llamarla a jugar con las niñas cuando Anthony y ella pasaban demasiado tiempo juntos, pero nunca le había dado una razón al respecto. Ella no iba a ser una futura debutante, ni siquiera quería casarse —aunque tampoco podía— con un hombre de buena familia... Evangeline, por decirlo de alguna manera, era más libre que las señoritas normales, aunque no entendía muy bien el porqué; nunca le había importado, sin embargo.

Se fijó entonces en Anthony, quien no le quitaba los ojos de encima a su padre. Finalmente, reparó en la mirada de lord Bridgerton, y la confusión aumentó.

Detectó un rastro de diversión tras sus pupilas, quizás por culpa de algo que solo él veía y que ni ella ni Anthony parecían saber. No obstante, la castaña entrecerró ligeramente los ojos al notar que la gracia era opacada por una especie de sombra: preocupación, resignación, o tal vez lástima.

Evangeline era observadora, muy observadora, pero tratar de descifrar exactamente lo que pasaba por la mente de Edmund era complicado. No podía dejar de cuestionarse qué sucedía; aun así, luchó por olvidar las preguntas, se tragó el escepticismo, e intentó ignorar el hecho de que, entre los tres, ella parecía ser la más ciega, la más ingenua.

Se obligó a recordar que Lord Bridgerton era el hombre más transparente que conocía. Seguramente no era nada importante, y seguramente no tenía que ver con lo que Anthony había evitado decirle cuando le contó sobre aquello que lo estaba atormentando minutos atrás.

—Perdóname, padre. —Anthony agachó la cabeza en modo de disculpa; lucía... nervioso—. Debí habértelo dicho, pero es que sabía que Evangeline estaría aquí y...

—No te preocupes. Sé que quieren aprovechar todo el tiempo que puedan antes de que tengas que partir a la universidad  —El hombre les sonrió a ambos con sinceridad; a pesar de ello, las emociones que Evangeline había detectado en su semblante segundos atrás no desaparecieron por completo—. Vamos a casa, ¿sí? Se está haciendo tarde y es probable que Margaret decida renunciar si su pequeña no llega antes de las siete.

El rostro de Evangeline se enrojeció por la vergüenza: —Pero ya no soy una niña...

—Oh, pero siempre lo serás en nuestros corazones. —Edmund le revolvió el cabello a la chica, quien frunció los labios para ocultar su sonrisa—. Venga, dense prisa. Todavía tienen muchos días de verano por delante; el tiempo nunca se acaba.

Anthony la ayudó a levantarse tan pronto como se puso de pie. Después de eso, se mantuvo inusualmente callado durante el camino hasta Aubrey Hall, la preciosa mansión de los Bridgerton.

Incluso cuando su padre lo acercó a él, posando una mano sobre su espalda en un gesto paternal, el chico parecía tieso, pensativo. Evangeline los observó desde atrás, presintiendo que Edmund quería tener una conversación privada con su hijo. Se repitió a sí misma que allí era donde pertenecía ella: al margen de la familia Bridgerton, ni muy cerca ni muy lejos.

—Ay, hijo mío, no tienes remedio... Parece que siempre quieres lo que no puedes tener.

Solo llegó a escuchar aquellas palabras; el resto consistió en simples murmullos.

Si bien se mantuvo a una distancia respetuosa, Evangeline tampoco podía negar que una parte de ella deseaba saber sobre qué estaban hablando, si tal vez tenía que ver con las tensas miradas que padre e hijo habían compartido cuando el hombre apareció con su escopeta colgada del hombro. Aun así, sabía que la curiosidad podía ser peligrosa, por lo que simplemente se dedicó a oír cómo el pasto crujía bajo sus propios pies.

Cuando llegaron a su destino, Evangeline se adelantó, abrazando su pequeño diario mientras luchaba por dejar la mente en blanco. Creyó detectar su nombre alrededor de dos veces dentro de la conversación de Edmund y Anthony, pero estaba convencida de que sus oídos la engañaban, así que siguió adelante, pensando que lo mejor sería buscar a Margaret. Sin embargo, paró en seco en cuanto escuchó que los pasos del vizconde se detenían al llegar al sendero que conectaba con la entrada principal de la mansión.

—A Violet le encantarán esas —habló el hombre, dirigiéndose como un joven enamorado hacia unas flores de pétalos morados; jacintos, dedujo Evangeline.

No pudo evitar aflojar el entrecejo al verlo así, con el rostro iluminado ante la mera mención de su esposa.

Había escrito en cientos de ocasiones acerca del amor que compartían lord y lady Bridgerton, pero verlo en persona era algo totalmente diferente. La llenaba de paz, de la esperanza de que quizás algún día alguien la querría como Edmund adoraba a Violet, aunque sabía bien que aquella vida no estaba diseñada para ella.

Ansiaba libertad, recorrer el mundo antes de volver con los Bridgerton para educar a los hijos de Anthony, tal y como habían acordado. A pesar de ello, no podía ir en contra de sus instintos: había nacido con una chispa de romance corriendo por su sangre, y la chispa se avivaba en momentos como aquellos, viendo al vizconde tratando de arrancar un par de ramilletes sin dañarlos.

—¿Necesita ayuda, lord Bridgerton? —preguntó Evangeline, notando que Anthony copiaba las acciones de su padre.

—No te preocupes, cielo. Me encargaré de buscar un buen ejemplar para ti también, solo dame unos segundos —respondió—. Son preciosas, ¿verdad?

—Daphne se pondrá celosa si no le llevamos nada —rio el más joven, quien parecía haber desechado toda la tensión que antes llevaba acumulada en el cuerpo.

Justo en ese momento, Edmund se levantó, sacudiendo el brazo como si estuviese tratando de espantar algo. Tan pronto como Evangeline escuchó el zumbido de una abeja, arrugó la nariz con desagrado. No fue capaz de resistir el impulso de dar un paso hacia atrás; era una amante nata de los animales, pero nunca le habían agradado aquellos insectos.

—Ugh, esta maldita... —Edmund no pudo acabar. Se detuvo, llevándoseuna mano al cuello con el ceño fruncido—. Me ha picado.

Lo que ocurrió después quedaría para siempre grabado en la mente de Evangeline.

Fue demasiado rápido. El vizconde, el tan grande y tan bondadoso Edmund Bridgerton, se desplomó en el suelo como un animal enfermo. La palidez anormal de su rostro, el terror que consumió a las facciones de Anthony mientras intentaba sujetar el peso de su padre, los gritos de ayuda y los endemoniados zumbidos del resto de abejas que ni siquiera se dignaron a abandonar la escena. Quedó paralizada, observando la tragedia como una simple espectadora; no sabía qué hacer, ni cómo actuar, ni cómo acabar con el miedo que congelaba a cada una de sus extremidades.

Encontró los ojos de Anthony por un ínfimo instante. Aquellos ojos que la habían hecho sentir arropada hacía tan solo unos minutos atrás; esos iris cálidos y juguetones, ahora empapados de dolor.

Quería decirle que todo estaría bien, que su padre solo estaba ejecutando otra de sus famosas bromas. Quería correr a abrazarlo, sacarlo de allí antes de que la tormenta llegara, pero el último aliento de vida escapó de los labios del vizconde justo cuando su esposa apareció en el lugar, sujetando a su esposo entre sollozos y lágrimas.

¿Así era? ¿Así se sentía la muerte, así se sentía la pérdida? ¿Olía a sufrimiento y llanto y temor y desgracia? ¿Sonaba como una siniestra sinfonía, como un cántico de sombras?

De repente, sintió un par de manos sobre sus hombros; a alguien hablándole al ras de la oreja mientras la atraían hacia un cuerpo, tapándole los ojos antes de que pudiese decir nada. No lloró contra el vestido de Margaret, tampoco chilló ni pataleó—simplemente se aferró a ella como si su vida dependiera de ello, como si eso pudiera cambiar el destino.

Solo podía pensar en que tenía que recuperarse, pronto, pues los hijos del vizconde estaban dentro de casa y podían salir en cualquier momento. Pensó en que el destino era injusto, pues fue a Anthony a quien le tocó soportar el peso de aquella muerte; pensó en que tenía que ser fuerte, por y para él.

Estaba asustada.

Y lo que más le aterraba era el hecho de saber que todo cambiaría a partir de aquel momento, que ya nada sería como antes y que tal vez no solo había perdido al mismo hombre que la había recibido y protegido incondicionalmente, sino también al chico que tanto quería.

Porque quizás fue el padre quien murió aquel día, pero se había llevado consigo una parte de Anthony Bridgerton.













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oo. ▇  ‧‧ . ༉‧₊˚  𝒏𝒐𝒕𝒂 𝒅𝒆 𝒂𝒖𝒕𝒐𝒓𝒂  ... ❜

¡bienvenidos al primer capítulo de «MELANCHOLY»!

estoy muy emocionada de empezar esta historia y espero de todo corazón que hayan disfrutado de esta primera parte. tenía muchas ganas de escribir algo basado en «Los Bridgerton» puesto que adoro tanto la serie como las novelas. por fin me animé a publicar este libro, ¡así que aquí estamos!

recuerden que los primeros capítulos estarán ambientados antes de la primera temporada, a partir de la muerte de Edmund Bridgerton. no obstante, no se preocupen; pronto podrán ver al Anthony de la segunda temporada. mi intención con esta especie de "flashbacks" es darle mayor profundidad a los personajes e introducir las bases de la relación de Evangeline y Anthony, puesto que el pasado tendrá gran importancia para ellos durante la segunda temporada.

pregunta: ¿les ha gustado lo poco que han conocido de Evangeline y su dinámica con Anthony? ¿qué piensan de la historia hasta ahora?

sin más que decir, me despido. ¡espero que tengan un bonito día!

¡dejen un comentario, voten y compartan!

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