
𝗂. 𝖲𝗈𝗆𝖻𝗋𝖺𝗌 𝖾𝗇 𝗅𝖺 𝗂𝗀𝗎𝖺𝗅𝖽𝖺𝖽
*❝Tengo un sueño❞
ERAN LAS 17:03 DE LA TARDE y Grace aún seguía esperando su turno. Hasta ese momento, solo habían pasado un par de chicas más jóvenes que ella–la cual una se había marchado llorando, y la otra había salido con una expresión de decepción que le fue imposible ocultar–y un hombre de mediana edad que parecía tan seguro de sí mismo que a simple vista daba la impresión que el resto de opositores no tenían nada que hacer contra él. Aunque, tras cuarenta minutos encerrado en el despacho con Ambrosius Vanderpool, al final se había marchado echando gritos y señalando el techo con el dedo. "¡Estafador!", le dijo, "¡Vete al infierno!".
Todos eran blancos. De hecho, cuando vieron a Grace entrar en el castillo, una de las muchachas le dijo con un tono incómodo y desagradable que se había equivocado de sitio. Y cuando Grace le respondió que, en efecto, este era su sitio, su compañera tragó saliva y se colocó en el otro extremo de la sala. Los demás no le dijeron nada, pero tampoco la saludaron al llegar. Es más, no se inmutaron. Porque tenían tan claro que el puesto iba a ser suyo por el simple hecho de ser blancos, que no se plantearon en ningún momento que Grace les fuera a pasar la mano por delante. Pero Grace tampoco había venido a hacer amigos. Tan solo se limitó a sujetar sus libros con fuerza y a ensayar mentalmente todas las pruebas que tanto había trabajado. Aunque reconocía que había disfrutado ver a cada uno de los opositores marcharse de una forma cada una peor que la anterior.
No fue hasta las 18:11 cuando al fin llegó su turno. Caminó por un largo pasillo de piedra con una alfombra roja que corría por el centro. Estaba adornado de los retratos de todos los directores y directoras que habían tenido el grandísimo honor de dirigir la escuela. Justo al final del recorrido había el escudo de Ilvermorny tallado en relieve en una puerta de madera oscura. Para acceder a su despacho, Grace tuvo que tocar un timbre en forma de cola de gato que colgaba de al lado. Al hacerlo, la puerta se abrió automáticamente y desprendió una suave brisa de aire perfumado que emanaba del interior.
Al llegar, lo primero que hizo fue prestar atención a los detalles del despacho. Nunca antes había estado allí. De hecho, juraba que ningún alumno racializado lo había pisado jamás. La sala estaba hasta arriba de estantes llenos de libros y pergaminos, algunos con las cubiertas desgastadas por su uso constante; armarios de vidrio que contenían objetos mágicos y artefactos de la historia de Ilvermorny; y en una esquina había y un pequeño estanque rodeado de rocas y plantas exóticas en donde en la superficie del agua flotaban algunas piedras preciosas que parecían moverse por sí solas.
En otra esquina se encontraba una gran chimenea que emitía un fuego cálido y confortable, rodeada de varias butacas y sillones cómodos que invitaban a los visitantes a relajarse y charlar. En una pared opuesta al escritorio, también había una enorme ventana que ofrecía una vista impresionante de las montañas circundantes y el Monte Greylock. Justo en el centro de la inmensa oficina, había un escritorio grande y elegante, hecho a base de cristal y tallado con motivos de la cultura nativa americana. Detrás se encontraba un trono elevado que servía como asiento.
Pero, si había algo que le llamó profundamente la atención, fue la cantidad de bolas de lana que encontró esparcidas por el suelo; un reloj de pared con la figura de un gato sentado en la parte superior; un rascador de madera y una caja con arena muy escondida detrás del trono.
«¿Bolas de lana en una oficina de Ilvermorny? Definitivamente, el director Vanderpool debe estar preparándose para el próximo campeonato mundial de tejido», pensó, «Si esto es lo que Vanderpool llama "decoración", no quiero saber cómo será su casa».
Justo en el fondo del despacho, estaba Ambrosius, sentado en su trono, con la cabeza apoyada en la palma de la mano y con una expresión de cansancio que dejaba muy claro que atender a futuros docentes de Ilvermorny era la parte que menos le gustaba de su trabajo. Grace mostró una sonrisa educada y se quedó plantada al mismo sitio donde había llegado. Y cuando se dio cuenta de que Ambrosius aún parecía estar ocupado escribiendo entre pergaminos y papeles desordenados por la mesa, aclaró la garganta para llamar su atención.
Él alzó la mirada con sobresalto y se levantó con una sonrisa amistosa y los brazos abiertos.
—¡Grace Darnford! Qué alegría volver a encontrarme con usted entre las paredes de esa preciosa y vieja escuela.
—Profesor Vanderpool —saludó de vuelta—. Aunque ahora sería más adecuado nombraros "Director", ¿no creéis?
Ambrosius se sintió alagado y se acercó a ella. Le dio un beso en la mejilla como si de una vieja amiga se tratara, sin mostrar prejuicios o siquiera muecas de desagrado. Grace no se sorprendió, pero tampoco se lo esperaba. Aceptó el gesto con gratitud y mantuvo su compostura.
—Siempre es reconfortante recibir a mis exalumnos en mi despacho, especialmente cuando se presentan para formar parte de la distinguida docencia de Ilvermorny. Me trae buenos recuerdos. ¿Qué le parece el despacho?
Él alzó la mirada como si se le hubiera perdido algo en el camino. Grace no supo cómo decirle que si quizá hubiera estado aquí cuando era estudiante, el hecho de haberlo apreciado de nuevo ahora que era adulta habría sido mucho más gratificante que no haberlo visto por primera vez a sus treinta años, que era el verdadero caso.
—No es del todo como me lo imaginaba. No hay un letrero gigante que diga 'Despacho del director', ni un ejército de duendecillos escondiendo cosas en los estantes. Pero supongo que esto es lo que se llama "elegancia discreta". Quizá debería haber traído un sombrero más elegante para la ocasión. Oh, mirad, y tenéis un reloj en forma de gato. Claro, por supuesto, todos los directores de magia tienen un reloj en forma de gato, ¿verdad? Sí, muy normal. Bueno, al menos tengo un curriculum más impresionante que un dragón fuego-chino. Eso debería ser suficiente para impresionaros, director.
Ambrosius arrancó una carcajada y dio una palmada.
—Por supuesto. Por favor, Grace, tome asiento. ¿Le gustaría un café caliente mientras discutimos los detalles del puesto de alquimista? Estoy deseando ver qué tiene por mostrarme.
Grace asintió e hizo un gesto con la varita para sostener su carpeta en el aire y con una elegancia distinguida, levantó la falda de cuadros de su vestido de cóctel y tomó asiento, sintiendo el suave roce de la alfombra bajo sus zapatos de tacón alto. Ambrosius, sentado frente de ella en su gran escritorio, le sirvió el café en una taza de oro y revisó su expediente, arrugando ligeramente el rostro en concentración mientras leía.
—Soy líquido, pero no me puedes beber, soy sólido, pero no me puedes tocar, ¿qué soy?
—Mercurio —respondió Grace como si fuera una obviedad.
—En mi primer estado, soy negro como el carbón. En mi segundo estado, soy rojo como la sangre. En mi tercer estado, soy blanco como la nieve. ¿Qué soy?
«¿Me está vacilando?», pensó.
—Azufre.
—Su currículum es indiscutiblemente impecable, Grace. No lo dudaba. Usted siempre fue una de mis mejores alumnas.
—Gracias, director.
Después de unos minutos, Ambrosius le pidió que le demostrara una serie de pruebas en un corto período de tiempo: escribir ensayos sobre teorías alquímicas y demostrar su comprensión de los fundamentos de la alquimia; realizar experimentos prácticos para demostrar sus aptitudes a la hora de utilizar las herramientas alquímicas que tenía a su disposición; elaborar pociones y demostrar su conocimiento de las propiedades mágicas de los ingredientes; calcular una lista de más de tres mil números alquímicos y luego experimentar con ellos; y, finalmente, proceder a una evaluación de sus habilidades mágicas generales, como el uso de hechizos y encantamientos.
Cuando terminaron, Grace, que no se había inmutado y había realizado todas las pruebas con precisión y sin levantar la vista de sus objetivos, guardó la varita en el bolso y se sentó en la misma silla que antes.
—¡Mi querida Grace, ha dejado a ese experimentado director sin palabras! Estoy francamente estupefacto. De todos los solicitantes que han expuesto sus dotes alquímicas, usted ha sido la que más me ha asombrado. Su examen ha sido una experiencia realmente maravillosa de presenciar. Su pasión por la materia es admirable y me complace ver que tiene el potencial para compartir su conocimiento con la próxima generación de estudiantes de Ilvermorny. Estoy seguro de que será una adición valiosa y enriquecedora a nuestra comunidad escolar.
Los ojos de Grace nunca antes habían brillado como lo hacían ahora. Apretó los puños y, aunque probó de esconder su sonrisa de satisfacción, no pudo contenerla. Todo su arduo trabajo y esfuerzo estaban dando sus frutos.
—Así que, ¿el puesto es mío? —preguntó, anhelante.
—Aún no puedo confirmarlo. Esta semana recibirá su respuesta a través de una carta del Magicongreso. Pero le puedo asegurar que estoy deseando verla impartir clases aquí. ¡Bienvenida a bordo!
Harlem no era un barrio acogedor. Tampoco era un arroyo, ni un sitio dejado de la mano de Dios. Era un lugar, como decían los blancos, "para negros". Y eso es lo que les causaba rechazo. Sin embargo, la comunidad negra mágica lo había hecho suyo y lo que era una calle aparentemente sucia, de baja clase y marginal, en realidad era un lugar vibrante que tenía mucha más vida y color que cualquier otro barrio de la ciudad. Grace se alojaba en Lenox Avenue, justo enfrente del bloque de pisos de Theodora y Viktor y sus cuatro hijos: Frank, Solomon, Dorothy y Michael. Unos metros más allá, Caelius, padre de Grace y excelente boticario, pasaba sus días en su tienda vendiendo ingredientes de calidad para pociones de primera. Si bien no ganaba mucho, porque comprarlos a las fábricas le resultaba demasiado caro, ya que esos materiales raramente se vendían a las personas negras, sí que les proporcionaba a ambos lo suficiente para vivir. "Te prometo que un día ya no tendrás que pagar esos precios descabellados para vender tus ingredientes, papá", le solía decir Grace.
Era domingo. Y como cada domingo, sin excepción, los Darnford se reunían en el apartamento de los Silvermist para comer juntos. Después, Viktor y Caelius disfrutaban de un puro barato y se dedicaban a hablar mal de la MACUSA hasta que no tenían nada más que añadir, y Grace y Theodora jugaban con los niños o se unían a la conversación. Y era cuando surgía el tema de los disturbios y de las manifestaciones, cuando Theodora y Caelius callaban y dejaban que las discusiones entre Grace y Viktor salieran a escena.
—Los disturbios del mes pasado no fueron tan salvajes como los de hace dos semanas —comentó Viktor, dando una calada en el puro—, pero funcionaron mejor que las otras veces.
—¿A qué te refieres con "salvajes"? —intervino Grace de brazos cruzados—. Creía que estábamos hablando de derechos igualitarios.
—Oye, Grace, no tienes que malinterpretar todo lo que digo. Sé que nuestros antepasados lucharon y sufrieron para que nosotros tuviéramos derechos iguales, pero también creo que debemos ser cuidadosos en cómo luchamos por ellos. No queremos caer en la violencia y el caos que pueden alejar a las personas de nuestra causa.
—¿Y cómo vamos a hacernos notar si no es haciendo el grito al cielo? ¿Entramos en el edificio Woolworth cantando y bailando y les entregamos flores?
—A mí me gustan las flores —añadió Caelius.
—A mí también —dijo Theodora mientras lavaba los platos.
—Quizá deberíamos probar con un ramo de puños en alto, a ver si así nos toman en serio. —Grace se encendió un cigarrillo y dejó la caja en la encimera de la cocina, negando con la cabeza.
—Si no tienes cuidado, te condenarán a muerte y no habrá nadie que te salve. El mes pasado casi te encierran en el calabozo y ya es la tercera vez. Hay que ser estratégicos en nuestra lucha. No podemos poner en riesgo nuestras vidas y las de nuestros hijos.
—Claro, Viktor, tú siempre pensando en el futuro. Mientras tanto, seguimos siendo ciudadanos de segunda clase. ¿No te parece un poco egoísta?
—No se trata de ser egoísta, se trata de ser realista, Grace. Hay que buscar maneras pacíficas y efectivas de luchar por nuestros derechos.
—Eso díselo a las sufragistas, genio.
De repente, una lechuza rechoncha y casi más grande que una ánfora, se posó en la ventana de los Silvermist y esperó pacientemente. Cargaba con una carta en el pico. Caelius se levantó con dificultad y abrió la ventana. Luego la tomó con cuidado y se percató de la distinguida «MACUSA» que adornaba el sobre.
—Es para ti, hija.
Grace apagó el cigarrillo en el plato de sobras y corrió hacia la carta. Los nervios por abrirla eran palpables en la medida que rasgaba el papel del sobre, antes de que la carta comenzara a recitar su contenido por sí sola. «Que le jodan a los modales», pensó. Lanzó los papeles rotos al suelo y los barrió sin ni siquiera tocarlos.
—¿No piensas leernos lo que dice? —Rio Viktor, apagando su puro en el plato de los postres y acomodado en el sofá.
—¡Lee, tonta! —celebró Theodora, no sin antes darle un beso en los labios a su marido.
—Está bien, está bien. Srta. Darnford, este comunicado representa al Magicongreso Único de la Sociedad Americana bla-bla-bla, y ha sido gestionado desde el Departamento bla-bla-bla. Le agradecemos sinceramente su interés y dedicación bla-bla-bla... —Viktor rodó los ojos—, y lamentamos informarle que no ha sido seleccionada para el puesto de alquimista en Ilvermorny...
Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. Todos evitaban mirarse, sin atreverse a decir nada, temerosos de lo que pudiera devenir a continuación. Grace se quedó paralizada. Estaba llorando por dentro, con el corazón hecho añicos. Pero también estaba ardiendo como una marmita a quinientos grados de temperatura. Con una tensión evidente, Theodora le hizo una señal con la mano.
—S-sigue leyendo.
—Por... Por elección del Presidente de Magia, ninguno de los candidatos ha sido elegido para el puesto. Deseamos hacerle saber que su solicitud fue considerada cuidadosamente por nuestro equipo de selección. Y si bien reconocemos sus logros y habilidades en el campo de la alquimia, en nombre de las leyes y la política del país, no podemos ofrecerle el puesto. Agradecemos de nuevo su interés. Atentamente, Departamento de Aplicación de la Ley Mágica, Harold Arthur Beckett.
Grace apretó con fuerza la mandíbula y tomó una profunda bocanada de aire. «No llores, no llores, no llores, no llores, no llores, no llores. YO NUNCA LLORO, JODER». Sus ojos ardían y su cuerpo estaba tan tenso como un muelle a punto de soltarse. Con una rabia contenida, rompió el pergamino en mil pedazos, sin importarle estar montando un espectáculo. Luego, con un movimiento rápido de varita, hizo que los pedazos levitaran y les prendió fuego.
—Cielo, lo siento...
—Déjalo, Dora. ¡Parece que la MACUSA ha decidido que mi piel no es lo suficientemente pálida como para enseñar alquimia en Ilvermorny! ¿Acaso esperaban que me blanqueara a base de pociones? ¡Coño! ¿Qué será lo próximo? ¿Preguntar por la talla de zapatos antes de contratar a alguien?
Grace corrió a tomar su abrigo y empezó a buscar su cajetilla de cigarros por el comedor.
—Grace, por favor —pidió Viktor con un tono severo, mientras se levantaba del viejo sofá—. Lo solucionaremos.
—¡Pues claro que lo solucionaremos, joder! ¿Dónde he dejado los putos cigarros? —Agachó la cabeza para mirar debajo de la mesa y luego se dirigió a la cocina—. ¿Cómo pueden hacerme esto después de haberme hecho pasar por todo ese proceso de selección? Mira que es curioso, resulta que mi expediente es excepcional, tengo más de diez años de experiencia, he hecho un examen de cojones... Pero oh, espera, ¿soy negra? Entonces no, "no puede trabajar en Ilvermorny, señorita Darnford". ¡Vaya forma de valorar el talento, sí señor! AMÉN.
Caelius se hundió los dedos en los ojos y negó con la cabeza, dolido por la situación. Theodora se acercó a ella para calmarla y Viktor, aunque también quiso darle apoyo, decidió mantenerse un poco más al margen. No era la primera ni la última persona racializada que atravesaba por algo así. Entre los gritos de Grace, Viktor echó la mirada en la encimera de la cocina y se dio cuenta de que la cajetilla de cigarros estaba allí. La agarró y se la mostró.
—Tu cajetilla está aquí —Grace le arrancó de las manos y se encendió otro cigarro—. Lo lamento mucho. ¿A dónde vas a ir?
—A preguntarle a Monsieur Vanderpool si acaso la nobleza y el talento de la magia también se ve en la pigmentación de nuestra piel.
—No te culpo por estar furiosa, Grace, pero no podemos permitir que la rabia nuble nuestro juicio y nos lleve a cometer errores que lamentaremos después.
Grace regresó al comedor y se despidió de su padre con demora, pidiéndole disculpas y diciéndole que iba a regresar a casa antes de las diez. Viktor caminó tras ella. El pequeño Frank corrió hasta el pasillo para encontrarse con su madre.
—¿Por qué la tía Grace está enfadada, mamá?
—Por nada, Frank. Vete a jugar con Dorothy y tus hermanos, venga. Ahora no es un buen momento.
Y cuando escuchó que Viktor y Grace empezaban a alzar la voz, se encerró con ellos en el cuarto.
—¡Escúchame por una vez! — Lo miró con ojos llenos de rabia y frustración, sintiendo cómo la ira se acumulaba en su pecho. Se detuvo en seco antes de salir por la puerta y Viktor apoyó las manos en sus hombros—. Modales, cordura y paciencia. ¿Podrás hacerlo?
Grace inhaló profundamente y exhaló lentamente hasta que se sintió un poco mejor. Al fin y al cabo, Viktor tampoco tenía la culpa, pero odiaba cuando actuaba como un gurú intelectual, como si siempre tuviera la respuesta a cualquier cosa. Pero, al fin y al cabo, era el marido de su mejor amiga y, en el fondo, lo apreciaba a su manera. Lo miró a los ojos y soltó un suspiro.
—Tú ganas.
Cerró la puerta con cuidado y luego abandonó el bloque de pisos con furia. Ahora sí, montaría en su escoba y volaría hasta el Monte Greylock a cantarle las cuarenta al maldito Vanderpool. Estaba harta de ser tratada como una ciudadana de segunda, y no iba a conformarse con una humillación así, solo porque había un hombre blanco y privilegiado llamado Harold Beckett había decidido que las personas racializadas solo podían aspirar a los trabajos en las fábricas y a los servicios domésticos.
Iba a conseguir este puesto porque se lo merecía y ni Beckett ni nadie se lo impedirían.
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