Capítulo 2.
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Con el peso de la corona sobre su cabeza, entre mandatos y sangre, Jezabel esperó pacientemente durante dieciocho largos años para volver a ver a su nueva pareja predestinada. A su parecer, fueron los años más largos que alguna vez había vivido, ya que sentía una infinita curiosidad por aquel bebé al que no había vuelto a ver desde aquella vez.
Durante ese período, no volvió a acercarse a Taric porque no fue capaz de seguir viendo su rostro porque el nuevo y extraño rechazo que sentía era aún mayor.
Esa misma noche en la que él iba de camino a la habitación de la reina para su encuentro pasional, se encontró con un par de guardias que custodiaban la entrada y tan pronto como intentó ingresar, lo detuvieron. Estaba desorientado y enfadado por aquella actitud, sin embargo; en cuanto él comenzó a gritar, Jezabel salió a su encuentro y lo recibió por primera vez, con una sonrisa y ella se veía diferente. Algo había cambiado en la reina.
Cuando abrió su boca, todo lo que le dijo fue que era libre de ir en busca de su pareja predestinada y antes de darle la espalda, dándole a entender que era una despedida segura, le sugirió visitar a la vidente del reino porque ella sabría ayudarlo a obtener pistas. Y desde ese día, nadie supo nada más de Taric hasta unos pocos años más tarde, cuando informó felizmente que había encontrado a su pareja predestinada y que era bienvenido en su manada.
Si la situación hubiera resultado diferente, la reina jamás habría permitido que Taric se marchara, pues él era un hombre leal a ella, no a la corona. Inevitablemente jugaría sucio para retenerlo por más tiempo entre las paredes de su castillo, pero ese no era el caso. Taric solo era alguien pasajero en su vida.
—Mi reina, faltan tan solo dos horas para ir por el joven señor... —recordó Dimitri, mientras aparecía a su lado.
Él la seguía como un cachorro fiel a su amo. Media un metro ochenta y cinco, y su cabello era castaño oscuro. Su piel también era acaramelada, un bronceado envidiable además de sus músculos fornidos pero sutiles, para nada exagerados.
Jezabel asintió distraída, a pesar de que los años habían transcurrido, le costaba imaginar que había encontrado a una nueva pareja predestinada, siendo que no había rechazado a su primera pareja y ésta tampoco estaba muerta, lo cual, eran las únicas dos maneras posibles de obtener una nueva pareja predestinada, si es que se tenía la suerte de recibir esa bendición de parte de la diosa.
—Imagino que debes sentirte emocionada por verlo, ¿no es así? —preguntó entre susurros, mientras las traviesas yemas de sus dedos acariciaban los finos relieves de la piel descubierta de la pequeña espalda de su reina, para después colocar un abrigo sobre sus hombros.
—Sí... —respondió algo distraída, mientras escuchaba las voces en su cabeza que parecían pelear entre ellas.
Él la miró de reojo sintiendo cómo un fuerte palpitar retumbaba dentro de su pecho, aquella imagen de su reina era como la de un recuerdo oculto bajo las manchas de las malas decisiones del pasado. Después no pudo evitar suspirar e inclinarse sobre ella para tomarla por los hombros y apoyar su frente contra el hombro izquierdo de ella, aún estando de pie a sus espaldas.
—No lo hagas... no tienes por qué hacerlo —le suplicó.
Ella parpadeó sintiendo una pizca de compasión por él pero tan pronto como lo hizo, un leve destello dorado apareció entre sus ojos y con una sonrisa malvada, sacudió suavemente su cabeza y se apartó de él.
—Ve por los escoltas, que preparen todo —ordenó.
Dimitri gruñó enojado y se marchó acatando su orden sin rechistar, a pesar de que no deseaba hacerlo, no podía evitarlo.
Jezabel se dirigió a su trono y tomó asiento sobre él mientras esperaba y se sumergía nuevamente entre sus pensamientos. Todos tenían el nombre de Dorian. Así se llamaba el bebé al que ella estaba esperando.
Incontables veces, les había ofrecido a los padres del niño un lugar en su castillo para que la familia viviese allí con todas las comodidades posibles pero la que siempre se negaba a aceptar las propuestas era la madre del niño. A pesar de que Jezabel sintió el insaciable deseo de matarla, se contuvo por Dorian y respetó la decisión que la familia había tomado. Eran valientes como para ir en contra de los deseos de su reina y eso había provocado una pizca de admiración en el frío y duro corazón de Jezabel.
Los padres del niño, Marco y Zulema, le enviaban cartas a la reina narrando las hazañas del niño revoltoso y además; le enviaban fotos impresas que luego ella se encargaba de guardar en una caja escondida entre su inmenso guardarropa. Pero cuando el niño cumplió los quince años, ya no recibía fotos, ni cartas, ni nada semejante.
Pero fiel a su rol de reina de las bestias, ni siquiera había tenido el tiempo suficiente como para ir en busca de ellos y acabar con todo aquel que se interpusiera en su objetivo. Dorian era suyo y sus padres lo sabían.
Curiosamente, le había tomado cariño al niño, a pesar de no haberlo visto personalmente nunca salvo por su nacimiento. Le gustaban sus ojos de una extraña combinación entre el verde esmeralda y el oro, tenía un rostro tan angelical que se preguntó si él conservaría aquella belleza inocente con la que había sido bendecido naturalmente.
Cada cierto tiempo, la reina se encargaba de enviarles dinero a la familia para que estos pudieran mejorar la calidad de sus vidas y con el paso de los años, se habían convertido en una de las pocas familias más adineradas que no eran parte de la alta sociedad como por ejemplo, los líderes de otras manadas. Además, el joven también tendría caprichos a su edad, por lo que también le enviaba algunos obsequios.
Dorian también sabía sobre la existencia de la reina, es decir, ¿quién no iba a ser capaz de conocerla? Pero él tenía la certeza de que la reina tenía puesta su mirada sobre su familia y que su extraña manía de enviarle regalos, solo podía deberse a una cosa.
Nunca la había mirado personalmente a la cara y ansiaba hacerlo, a pesar de que muchas veces había recibido advertencias sobre ello. Desde pequeño, sus padres lo habían instruido para que no cometiera ninguna locura frente a la reina o sería el final para su vida. Y por extraño que le parecía, no le temía a aquella mujer.
—Los escoltas la esperan, mi reina —habló Dimitri, mientras se detenía a su lado derecho y extendía su mano hacia ella para ayudarla a ponerse de pie.
Distraída, le dio la mano ignorando las suaves cosquillas y comenzó a descender por la escalera frente a su trono.
Su vestido de color borgoña era largo con un corte revelador que iba desde la punta del pie hasta cinco dedos por sobre la rodilla, la espalda en forma de "v" y con un escote en forma de corazón. La fina tela se movía al compás de sus pasos firmes, era una mujer gloriosa sin dudas. Portaba joyería de oro y diamantes con una elegancia impresionante. Era tan segura de sí misma que opacaba al resto con su presencia.
Subió a la camioneta con ayuda de Dimitri, este la miró por un instante sintiéndose atribulado en su interior y ella lo notó. Extendió su mano, acarició su mejilla con delicadeza y su confidente cerró sus ojos sintiéndose herido. Cerró la puerta al alejarse y observó cómo prontamente partieron hacia la ciudad ella y un conjunto de camionetas con más escoltas.
Durante todo el camino, Jezabel se dedicó a ver por la ventana los cambios en el paisaje y como el fresco aire y el aroma de su bosque se iba camuflando con el aire contaminado por el humo de los autos. Pero estaba relajada, ella sabía que no tendría motivos para regresar a la ciudad donde los humanos eran mayoría, sino que, luego de llevarse a Dorian, regresaría a la comodidad de su castillo en las profundidades del bosque.
Era de noche. Las calles estaban alumbradas por los faroles, algunos locales permanecían cerrados y los únicos que permanecían con gente eran las tiendas de comida y los bares, con sus luces de neón de varios colores que atraían a los humanos como polillas a la luz.
El conductor se detuvo por fin frente a una casa de aspecto moderno. De dos pisos, con grandes ventanales y un amplio jardín por detrás, lleno de flores aromáticas que atraían a las abejas. Aquella estructura era el nuevo hogar de la familia y Jezabel sintió un poco de satisfacción al saber que ya no llevaban aquella vida precaria. No iba a quedarse tranquila al saber que tanto su pareja predestinada como sus padres, vivían en un lugar sin las óptimas condiciones mínimas. Para ella, nadie que fuera de su misma raza, merecía vivir en esas condiciones.
Jezabel caminó con parsimonia sobre el camino de piedras con ayuda de uno de sus escoltas para no tropezar y llegó hasta la puerta de entrada dejando escapar un suspiro. Otra vez, experimentaba sensaciones que creía olvidadas y la ansiedad se hacía presente.
Marco abrió inmediatamente la puerta al sentir la presencia de la reina y la dejó ingresar junto a algunos escoltas, que eran cuatro, mientras que el resto custodiaba las afueras de la casa. Dos de ellos estaban cerca de la puerta y los otros caminaron detrás de la reina cuando Marco los guió a través del pasillo hasta la amplia sala, donde se encontraba un juego de sillones y una chimenea ardiente.
—Mi esposa está hablando con Dorian, mi señora —informó al ver como la reina se desilusionaba al no ver a la persona que buscaba—. Bajarán en cualquier momento.
Jezabel asintió y se dispuso a ver las fotografías que adornaban los estantes de los libros de tapa dura, se trataban de enciclopedias y novelas. Muchas de las fotografías no captaron su atención porque realmente no le interesaban, pero había algunas otras de Dorian de pequeño, de unos pocos años después de las últimas noticias que ella había recibido, y había otras donde llevaba puesto un sombrero de graduación.
Cerró sus ojos y apoyó una de sus manos sobre el estante de la chimenea para darse estabilidad. Un suave aroma similar a la vainilla y el caramelo se había hecho presente, aturdiendo sus sentidos. Su esencia se impregnaba en todo el ambiente rápidamente y difícilmente podía concentrarse en algo más que no fuese él.
Se giró lentamente encontrándose con Zulema, la cuál caminaba nerviosa luciendo unos pantalones anchos de color blanco y una blusa celeste. Sus ojos buscaron rápidamente la mirada de su esposo y sin demorar, llegó a su lado y se aferró nerviosa a su brazo.
Y de pronto, Dorian apareció.
Aquellos ojos esmeraldas y oro que tanto había ansiado ver de frente, finalmente estaban ante ella. Su cabello era rubio oscuro, casi castaño y sus facciones cuadradas pero suaves que lo hacían mantener aquel aire angelicalmente maduro. Todo en él parecía perfecto, incluso si no fuese aquel a quien ella una vez había deseado.
Sus acompañantes se inclinaron ante él en señal de respeto, recibiéndolo como un miembro más de la manada, a pesar de que no era más que un humano con un escaso linaje de Lycan corriendo por sus venas. Algo que a la reina le molestó.
Dorian miró confuso a los hombres que le rendían respeto, no sabía muy bien lo que estaba ocurriendo porque su madre simplemente se había limitado a darle la escasa información de que tendrían visitas y una velada formal con alguien importante. Molesto, cruzó sus brazos por sobre su pecho haciendo notar sus músculos sutiles que se marcaron gracias a la fina tela de la camisa celeste que llevaba. Por algún motivo su madre le había hecho prometer que no saldría con sus amigos ese día como él llevaba planeando hacer, y que además, debía vestirse elegante... pero el problema era que odiaba usar traje. Aunque, con una madre como Zule que daba miedo cuando se enojaba, optó por obedecer limitándose a usar una camisa y unos pantalones de vestir de color arena.
—Buenas noches... —habló ella.
El leve carraspeó que hizo para intentar controlarse, ya que al verlo sus pensamientos divagaron en un mar de obscenidades, llamó la atención del joven.
—Mi señora... —murmuró sintiendo que el aire se le atoraba en el pecho. Sus brazos cayeron a sus costados e inmediatamente con algo de nerviosismo, agachó su cabeza reconociendo su porte—... buenas noches, es un divino placer que nos honre con su presencia.
Ella lo miró atenta y extendió su mano hacia él. Sin perder tiempo, Dorian la tomó con absoluta delicadeza sintiendo una pequeña descarga ante aquel simple contacto y besó el dorso de su piel, clavando descaradamente sus ojos en los de ella que eran tan profundos y azules como los rumores decían.
No parecía ser una mujer tan mayor como la cantidad de años inmortales que poseía, sino que más bien, su aspecto era similar a una mujer que apenas rozaba los treinta.
—No hacen falta formalidades entre nosotros. Puedes llamarme por mi nombre —acotó sin apartar su mirada.
Ambos se dedicaron una sonrisa tímida, a pesar de que la reina no se sentía para nada intimidada o nerviosa. Sin más para decirle por el momento, Jezabel se apartó de él para hablar con sus padres. Había algunas cuestiones que debían aclarar y que no estaban en discusión porque eran más como unas órdenes que iban de la mano con los deseos personales de la reina.
Dorian estaba embelesado con la belleza resplandeciente de aquella mujer. Sus ojos no podían dejar de recorrer su silueta llena de curvas desenfrenadas; sus piernas largas, sus labios abultados, sus glúteos e incluso su espalda pequeña y las delgadas líneas sobresalientes por las cuales deseaba preguntar pero se guardó esa clase de preguntas para sí mismo en el baúl de posibles preguntas que lo pondrían en una situación incómoda.
Estaba atormentado cuando sus ojos se estancaron en el escote provocativo de la reina, sus pechos parecían ser firmes sin necesitar la ayuda de ningún sostén e inmediatamente, sintió la necesidad de arrancarle aquella tela lo cual le causaba una sensación extraña al mismo tiempo. No lograba comprender porqué deseaba tanto a una mujer a la que ni siquiera conocía. Internamente se abofeteó, ¿qué pensaría su madre si pudiera oír sus pensamientos? Era la reina a la que tenía enfrente no a una simple vecina chismosa, la mujer delante de él debía recibir respeto e incluso los más puros pensamientos sobre ella.
Un leve sonrojo se apoderó de sus mejillas y orejas cuando fue atrapado por Jezabel, jamás le había dado vergüenza comerse a alguien con la mirada. Si se lo pensaba bien, ni siquiera veía de aquella manera tan intensa a ninguna mujer. Pero aún así, la reina parecía no inmutarse y eso le molestó un poco, «¿Cuántas veces te han mirado de esta manera, como para que no te importe?», se preguntaba.
Pero no sabía que Jezabel se regocijaba por dentro. Él era bastante tímido, sin dudas. No era más que un pobre virgen y ese pensamiento ocasionó que a la reina se le elevara la comisura de sus labios porque sabía que estaba en lo cierto.
Dorian, a sus dieciocho años y gracias a la crianza que había recibido, era un joven lleno de valores. Zulema le había enseñado a preparar su corazón para un amor exclusivo y la reina lo agradeció internamente porque parte de tener una pareja predestinada, incluía una posesividad animal y si Dorian hubiera llevado una vida libertina, la reina estaría muy ocupada arrancando unas cuantas cabezas de las que se atrevieron a tocar uno solo de sus cabellos.
Pero también, nadie estaba lo suficientemente loco como para atreverse a tocar lo que era de la reina, las consecuencias eran claras para todos los habitantes y eso no era un secreto. Todos estaban advertidos.
—Me lo llevaré esta noche —sentenció, anunciando sus planes a los padres del joven.
—Pero... señora mía... —murmuró abatida la madre, mientras tomaba un puñado de su blusa celeste con volados en las mangas tres cuartos—... no puede hacerme esto. No debe separar a una madre de su hijo.
—Puedo hacerlo —sonrió—, y lo haré.
—Por favor, ¡se lo suplico! —rogó—. S-sólo déjelo quedarse un poco más.
Jezabel suspiró—He esperado lo suficiente por él, acordamos que vendría cuando cumpliera los dieciocho años e incluso les di casi un año más de lo esperado —respondió conservando la calma—. Dorian vendrá conmigo. Vivirá en mi castillo, bajo mis reglas y con mi seguridad.
La mujer negó varias veces sin querer darse por vencida y abrió la boca para protestar pero su esposo, al notar como el último gramo de paciencia de la reina estaba a punto de evaporarse, decidió intervenir. Tomó a su mujer por los hombros y la obligó a que lo mirase a los ojos, le dolía tener que entregar a su hijo pero tampoco tenían la autoridad suficiente como para oponerse y mucho menos después de haber llevado una vida grata gracias a la bondad de la reina.
—Zule, cariño... —murmuró mientras escondía pequeños mechones de cabello detrás de sus orejas—... verás a nuestro hijo cuando quieras. La reina nos invita a su castillo para hacerlo, deberíamos darle las gracias porque nos permitirá seguir en contacto con él. Solo acéptalo.
Jezabel no dijo ni una palabra más ya que la presencia de Dorian los acompañaba en la sala, ofreciéndoles copas de vino tinto para marchar a la mesa, donde la comida estaba lista y una tensa velada los esperaba.
Él quería fingir que no había escuchado nada, pero su curiosidad respecto a la visita repentina de la reina le había ganado y con ello se había llevado varias preguntas nuevas. ¿Por qué se lo iba a llevar?, ¿y por qué sus padres habrían acordado algo así? Entre otras preguntas y las repentinas lágrimas en los ojos de su madre, comenzaba a enfurecerse y a sentir odio hacia la reina.
¿Con qué derecho había tomado esa decisión?, ¿qué tan atrevida debía ser como para hacer sentir a su madre como nada más que una miserable que estaba a punto de ser despojada de su único hijo?
El joven bebió de sopetón el líquido que había sobre su copa y en vez de sentir la suavidad y el dulzor de la bebida, le sabía amargo y desagradable como la presencia de aquella mujer en su casa.
—¿No cree usted que está siendo un poco dura con mi madre? —preguntó sin poder contenerse.
La reina lo observó con una pizca de diversión.
—¿Creés que soy dura con ella? —inquirió—. Estoy reuniendo paciencia de donde no la hay para no saltar sobre ella y arrancarle la cabeza. No he venido a pedir autorización, yo soy la máxima autoridad aquí.
—Dorian... —llamó su padre con tono amenazante. No quería colmar la paciencia de la reina y que esta acabara con toda su familia.
—¡Maldición, papá! —exclamó arrojando la copa al otro extremo de la habitación—, ¿cómo pudieron hacerme algo así?
Antes de que su padre pudiese hablar, la reina tomó asiento en la cabecera de la mesa y llevó la copa a sus labios dando un largo sorbo—Siéntate, Dorian —ordenó. El joven no quiso obedecer—. Dorian... siéntate —insistió con una voz más grave.
Esta vez, el joven se dejó caer sobre la silla a su lado con un leve temor. Jamás había visto en persona como los ojos de la reina cambiaban de un color azul intenso a un destello rojo y dorado.
—Sólo intento saber, ¿por qué? —preguntó mientras sentía que el aire se le atoraba en el pecho.
La reina no apartó la mirada de él en ningún momento—No puedes entenderlo porque la humanidad predomina en tí, pero me perteneces porque eres mi predestinado y aunque lo quieras o no, esto es algo mutuo —explicó—. Por eso quiero que vengas conmigo. Quiero conocerte más y que puedas conocerme, porque lo que hoy es mío, algún día lo compartiremos —finalizó.
Escuchar aquellas palabras lo dejaron sin habla por el resto de la noche, mientras sus padres tomaban asiento alrededor de la mesa y todos continuaron la velada como si no hubiera ocurrido nada.
Pero Dorian no podía dejar de pensar.
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