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Capítulo 1.

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Por la noche, a las doce en punto para ser exactos, hacía tanto calor que nadie se atrevía a salir de la comodidad de su hogar como para dar un paseo nocturno como en otras ocasiones. Los guardias rondaban en el castillo, el mismo que había permanecido intacto durante siglos, siguiendo con su habitual rutina de vigilancia en todo momento por la seguridad de la reina de las bestias, desde que el sol comenzaba a asomarse entre las montañas enseñando sus primeros rayos, hasta que el manto de estrellas se extendía por el cielo nocturno, acompañando a la resplandeciente luna blanca.

A los alrededores del castillo que se destacaba por parecer intacto en el tiempo a través de las nuevas tecnologías que desarrollaban los humanos, se extendía un pequeño poblado de casas pertenecientes a las familias de seres sobrenaturales que habían optado por alejarse de la ciudad más allá de las afueras del bosque, donde habitaba la raza humana por montones. Todos permanecían en silencio y a oscuras mientras estaban sumidos en un sueño profundo, salvo por unos pocos. Los más jóvenes salían a provocar la noche en busca de aventuras y peligros que les hicieran sentir un poco de adrenalina en sus aburridas vidas como simples mundanos.

No existía una ley que se opusiera a la unión de un ser sobrenatural y un humano, pero la mayoría de estos últimos prefería centrarse en círculos sociales de iguales características. Durante años, luego del reinado menos esperado, los humanos habían perdido el poder y la potestad sobre la tierra siendo denigrados a estar en lo más bajo de la cadena de poder. Los que alguna vez lo habían tenido todo en la palma de sus manos, se habían convertido en las criaturas más sumisas que se conformaban con las migajas que los más fuertes dejaban para ellos.

Las escasas luces que permanecían encendidas a los alrededores eran lo único que iluminaba al castillo de Jezabel, que permanecía a la distancia en medio de un espeso bosque de árboles tan altos como rascacielos y de frondosos arbustos espinosos que creaban una barrera impenetrable para los forasteros que se atrevían a desafiarla. La luna también aportaba luminosidad, dándole un aspecto más tenebroso al castillo junto con el rechinido de los hierros que rodeaban la propiedad a modo de contención junto con los abundantes espinos.

Las ramas de los árboles se sacudían crujiendo y dejando caer hojas que luego, con ayuda del viento, corrían carreras por las calles adoquinadas en los alrededores. Pero incluso cada pequeño e insignificante sonido que antes podría irritar a la reina, en esos momentos pasaba desapercibido ya que la reina de las bestias, se encontraba en una fogosa sesión de besos con su amante favorito. Incluso la mujer más poderosa de la tierra necesitaba saciar su instinto primitivo de vez en cuando.


Taric, el hombre lobo fornido de metro noventa y piel acaramelada, al que le gustaba escabullirse bajo las sábanas de la reina, se encontraba con su rostro fundido en el interior de los muslos de ella. Él llevaba el tiempo suficiente a su lado como para saber qué cosas le gustaban y cuáles otras debía evitar si no quería acabar con la cabeza degollada.

Un débil rastro de la luz de la luna que lograba filtrarse a través del ventanal de la habitación, hacía un perfecto contraste contra la piel blanca de la mujer, aportando una suave estela que a su acompañante le resultaba aún más atractivo en ella, puesto a que lucía aún más inalcanzable de lo que ya lo era.

Sus suaves y delicadas manos se aferraban al cabello oscuro de aquel hombre, los suspiros y las respiraciones aceleradas llenaban la habitación; y en sus oídos, gracias a su estupenda audición, podían sentir claramente los latidos frenéticos del corazón del otro. Cada encuentro era único y especial de tal forma que Taric jamás podría saber si ella volvería a llamarlo para una próxima vez porque nadie, desde el poco tiempo que llevaba allí, había logrado permanecer a su lado durante mucho tiempo, salvo por una persona y no era él.

Aún recordaba cuando se conocieron por primera vez hace unos pocos meses. Ella sentía un enorme despecho que al principio Taric creyó que se debía a algo reciente pero a medida que pasaba noches enteras con ella, se había dado cuenta de que era como una eterna condena a su corazón triste que deseaba olvidarse de su primer amor por algún motivo. Él en cambio, no había conocido al amor que estaba destinado para él. Por el contrario, estaba cansado de vagar por la tierra para encontrarlo.

Taric había servido para ahogar las penas de la reina, como si fuera una buena botella de alguna bebida alcohólica fuerte que anestesiaba sus sentidos luego de un par de tragos. Él no podía negarse, mucho menos al ver su deslumbrante cabello rojizo y sus profundos ojos azules que en conjunto o individualmente, lo incitaban a cometer locuras.

Taric fue el primer hombre lobo al que ella recurrió tiempo después de convertirse en reina. Perseguida por un pasado que la atormentaba, solo deseaba alejarse lo más posible de sus tierras donde había nacido y se había criado hasta alcanzar la mayoría de edad. Todos los recuerdos que tenía no eran más que dolorosos, había vivido con una agonía constante que deseaba no volver a sentir.

No había amor entre ellos ni nada que se le pudiese parecer, había quedado claro desde el primer instante. A él no le molestaba ser utilizado como un simple juguete, no es como que se sintiera mal al complacer a la reina, no era una tortura y en cambio, se sentía como una gran bendición de parte de la diosa a la que ellos veneraban.


Jezabel arqueó su espalda al sentir que necesitaba más cerca a aquel hombre. Mordía sus propios labios carnosos y rosados para retener las maldiciones y los gritos que le quemaban la garganta y luchaban por salir. Si tan solo Taric supiera que se lo imaginaba con el rostro de alguien más seguramente dañaría su orgullo y haría de los próximos encuentros, algo incómodo para ambos.

Pero tampoco era algo que ella pudiera evitar. A pesar de que intentaba hacer a un lado aquellos sentimientos viejos que eran parte de un pasado tormentoso, de una forma u otra, siempre regresaban y la imagen de aquel amor que se marchitó antes de siquiera florecer se convertía en un recuerdo doloroso al que anhelaba regresar. Era una herida punzante, quizás la única que tenía. Luchaba por sanar pero inevitablemente, la herida se desgarraba cada vez más en cuanto sus miradas se intercambiaban.

Los labios de Taric comenzaron un recorrido tortuoso dejando besos húmedos por su abdomen y de vez en cuando, mordía suavemente su piel hasta llegar a su cuello.

Cuando ambos estaban en el punto más alto de placer, un momento antes de completar aquel encuentro tan esperado, la lujuria se apagó de pronto tras escuchar golpes insistentes en la puerta de aquella habitación que resonaban cada vez más fuertes.

Rápidamente, ella se apartó con aires de fastidio dejando a Taric lleno de gruñidos y quejidos que se le escapaban sin siquiera pensarlo. Nadie se atrevía a interrumpir a la reina de aquella manera, salvo una persona y eso le molestaba muchísimo.

Jezabel tomó una bata de satén que descansaba sobre una silla frente a un extenso mueble con espejo que utilizaba para mirar su rostro de vez en cuando, deslizó la prenda por sus brazos para luego atarla en su cintura con un nudo vago y así, se dirigió a la inmensa puerta doble de su tan amplia habitación.


—Mi reina, lamento la interrupción... —habló un hombre con una voz profunda y estremecedora, cuyo cargo era ser la mano derecha de ella. Su confidente.

—Habla, Dimitri —ordenó.

Su voz sonaba ronca y respiraba agitada. Mentiría si dijera que no sentía fuego entre sus piernas y aún más al ver al hombre frente a ella pero insistía en negarse a sí misma a sus deseos carnales con él porque todavía quería hacerlo sufrir más.

El mencionado respiraba pausadamente, dejando escapar con pesadez el aire. La imagen de su amada reina con el cabello alborotado y sus ojos azules de una tonalidad oscura debido al deseo, era algo que despertaba su instinto animal. Pero el dolor que recorría su cuerpo lo mantenía estoico.

Parpadeó varias veces volviendo en sí, la reina era conocida por no tener paciencia y no había nadie que no supiera de ello, puesto que nadie había sobrevivido a su furia incontrolable, salvo él. Pero de todas formas, el estar vivo era como sufrir una eterna condena.

—El conteo se ha realizado a los alrededores, esperamos sus órdenes —finalizó observando sus ojos directamente. Él era el único capaz de atreverse a mirarla de aquella manera.

Jezabel, con la frente en alto y la espalda recta, caminó fuera de la habitación meneando sus caderas en un compás tentador bajo la mirada de cualquier hombre, incluso hasta el más santo pecaría por ella.

Dimitri y Taric intercambiaron una serie de miradas filosas. El odio entre ambos era palpable pero ninguno se atrevía a hacer algo por calmar a sus bestias internas que estaban ansiosas por hincarle los dientes al otro. Para uno era fastidioso tener que compartir lo que esperaba que solo fuera suyo o que alguna vez lo había sido por completo y para el otro, era un fastidio no lograr nunca un cambio en los pensamientos de ella y ser valorado como le gustaría que fuese.

—No sé de qué se trata, pero deberías dejar de merodear a mi señora —sugirió el hombre más joven que comenzaba a vestirse.

—Crees que tienes lugar alguno aquí, pero solo eres su juguete... —le recordó con una sonrisa deslumbrante—... en cambio, yo soy importante para este reino y sobre todo para ella. No le importará dejarte atrás, en cuanto a mí, me buscará hasta debajo de las piedras para volver a tenerme a su lado —palmeó su hombro y se marchó con aires de superioridad.


Al llegar a la gran sala principal, donde mayormente se celebraban banquetes de iniciación para todos aquellos jóvenes Lycans que se transformaban por primera vez y se les asignaba un rol que cumplir, Jezabel se detuvo delante de su trono de oro negro que se fundía sobre algunos huesos de viejos cadáveres. Cadáveres que alguna vez pertenecieron a sus enemigos más importantes. Y desde allí, miró de reojo a los tres hombres que se encontraban a la espera de su llegada.

Ellos eran algunos de los que comandaban un grupo de Lycans que le servían exclusivamente a la corona. Hombres lobos fuertes física y mentalmente, de gran altura que vestían uniformes de guerra y recorrían los territorios de la reina para acabar con los intrusos y en sus mejores días, se encargaban de realizar un conteo de habitantes.

Jezabel extendió sus brazos indicándoles a las sirvientas que la vistieran con sus ropas de seda y su joyería de diamantes finos. No tenía vergüenza alguna, nadie se dignaba a elevar la vista del suelo porque la respetaban e incluso algunos la veneraban como una diosa encarnada que había llegado para devolverles el poder que siempre debió ser de los Lycans.

Pero no todos eran capaces de permanecer con la mirada baja. Mientras todos permanecían con la mirada en el suelo de mármol, uno de los hombres se atrevió a mirar de reojo sintiendo cómo la curiosidad le ganaba, queriendo así, confirmar lo que se decía del exuberante cuerpo de su reina y de la belleza de su piel cremosa como la leche espumosa.

Muchos decían que su piel era como de diamante y brillaba como las estrellas, otros decían que su silueta parecía haber sido tallada meticulosamente por el mejor escultor del mundo. Cual fuera que hubiese sido la verdad, entre tantas cosas que había escuchado, deseaba comprobarlo por sí mismo.

—Decapítenlo —ordenó ella sin rodeos.

Su voz, como un eco entre las altas paredes, sonaba firme y desinteresada. «Es una lástima, era muy bueno. Pero uno más, uno menos... siempre llegará alguien mejor », pensó al verlo fijamente.

El hombre, con la mirada horrorizada, pidió clemencia pero la reina ni siquiera se inmutó al escucharlo. Sus órdenes jamás cambiaban.

Los gritos de súplica del desafortunado resonaban en aquel amplio salón ocasionándole una mueca de disgusto. Simplemente sonrió tras escuchar los alaridos del hombre al ser arrastrado fuera de su vista y dejó escapar un suspiro de satisfacción al escuchar las puertas cerrarse detrás de él, acallando sus gritos y sentenciando su muerte.

—Mi señora... —saludó cordialmente otro de ellos que aún permanecía lo suficientemente cuerdo como para no cometer el mismo error que el anterior—... hemos realizado el conteo de los alrededores. Hasta el día de la fecha, han sido diez los nacidos y un mortinato. Esperamos recibir noticias de los nacimientos y muertes de los niños a las afueras.

La reina finalmente se sentó sobre el trono con suma lentitud y clase, algo pensativa. Era una grata noticia no tener tantos niños muertos, sin embargo, todavía debían verificar cuántos de ellos eran Lycans y cuantos humanos.

—De acuerdo, pueden marcharse —mencionó despidiéndolos con un simple gesto de mano sin observarlos.

—Mi señora... —murmuró tímidamente una de las sirvientas, que le ofreció una copa de oro.

Era una copa cargada de sangre, sangre del hombre que le había faltado el respeto.

Sonrió de oreja a oreja, llevó la copa hasta sus labios y dio un sorbo sintiendo el sabor metálico de la sangre, algo desabrida para su gusto, viscosa y demasiado caliente. Sus labios quedaron manchados de un color carmín y con su lengua barrió suavemente los restos que aún quedaban en ellos y de pronto, sintió una punzada en su corazón que la hizo colocar de pie abruptamente, soltando la copa y manchando todo el suelo meticulosamente adornado de mármol blanco.

La sangre corría cuesta abajo por los escalones en forma de hilos delgados que manchaba todo a su paso, recorriendo cada baldosa como si se tratara de las raíces de un árbol viejo. Los sirvientes se sobresaltaron al oír el eco de la copa rebotando por los escalones, contuvieron el aire con miedo y luego exclamaron con preocupación al ver a su reina.

Cuando sus piernas se doblegaron y su cuerpo se fue hacia adelante, Dimitri la sostuvo justo a tiempo antes de que pudiese caer de la impresión que se había llevado, ella no podía creer lo que estaba sintiendo. Una nueva electricidad recorría su cuerpo entero y era aterrador porque no esperaba sentir aquello que era una clara señal de que su alma gemela estaba cerca.

—Jezabel... —susurró Dimitri, mientras la miraba preocupado y la sentía temblar entre sus brazos. Tocarla le dolía, pero verla así, aún más.

—Puedo sentirlo, Dimitri... —susurró apenas audible. El mencionado tomó su rostro entre sus manos y frunció el entrecejo—... ¿cómo es posible?, ¿por qué? —se preguntó.

—¿Qué ocurre? —insistió logrando que ella finalmente le dirigiera una mirada.

—Tengo... tengo un alma gemela y está cerca... —respondió perpleja.

Dimitri, que la escuchaba atento, no pudo evitar sentirse molesto y con completa falsedad dijo:— Mi reina, que alegría oír esas palabras... es de buena suerte, la diosa te ha bendecido con una nueva pareja.

Jezabel no pudo evitar sentir un poco de aflicción en su corazón, hubiera esperado otras palabras de parte de él pero no permitió que esos sentimientos la consumieran y por el contrario a como se sentía, sonrió ampliamente y tomó en puñados, la camisa celeste de Dimitri—¡Iré por él! —exclamó y rápidamente se colocó de pie—. ¡Rápido, quiero mi abrigo! —les ordenó a las sirvientas que permanecían de pie detrás de ellos.

Dimitri suspiró pesadamente mientras se colocaba de pie y sin mirarla, comenzó a descender por las escaleras—Iré a buscar un grupo de escoltas para que la acompañen.

Sin decir más, le dio la espalda y cuando estuvo fuera del campo de visión de la reina, sacudió su cabello castaño con frustración e ira. Odiaba todo de aquella situación porque si no hubiera sido por sus actos cobardes y prematuros, la historia entre ambos sería diferente. Ahora, no era más que un eterno condenado a vivir bajo la sombra de aquellas decisiones.


Al salir del castillo, una moderna camioneta negra blindada y de vidrios polarizados la esperaba. Un hombre vestido en traje negro le abrió la puerta y la ayudó a entrar para luego cerrar la puerta detrás de ella y subir en el asiento de copiloto. Si bien todo en aquel lugar parecía haber quedado atrapado en el pasado, las tecnologías y todo a las afueras del bosque, había seguido con su curso y una era moderna había comenzado. Pero a la reina no le agradaban tanto las nuevas tecnologías, salvo por los nuevos medios de transporte porque no tenía que transformarse en su bestia ni andar desnuda por toda la ciudad una vez que recuperaba su cuerpo humanoide.

El trayecto para salir del bosque era de aproximadamente media hora y de solo pensar que podría tardar más de una hora en tratar de percibir de donde provenía el aroma que sentía, la irritaba. Sin embargo; el trayecto se hizo mucho más corto debido a la rapidez con la que el chofer estaba maniobrando el vehículo a través de los caminos inestables.

Al llegar a la primera ciudad más cercana donde en su mayoría los habitantes eran de la raza humana, percibió un aroma melifluo y otra pequeña corriente eléctrica hacerle cosquillas en el cuerpo. «Ten cuidado...», advirtió una voz en su cabeza.

Dio unas cuantas indicaciones necesarias para llegar al destino esperado y frente a ellos una pequeña casa de los barrios bajos emanaba el aroma más dulce y suave que alguna vez había percibido. Era de color blanca con techo de tejados que alguna vez fueron de un brillante color rojo pero que ahora eran de un viejo color anaranjado óxido, en las paredes del exterior se apreciaban manchas de humedad que levantaban las capas de pintura como si fueran cáscaras. No hacía falta ser un genio o tener un doctorado para darse cuenta que era una completa pocilga.

Bajó de la camioneta algo consternada, acompañada de sus escoltas e ignorando las miradas curiosas de los habitantes que se acercaban temerosamente ante la llegada de la reina, se dirigió a la entrada. Uno de los guardias golpeó la puerta y un rostro desconocido se asomó por ella, clavando sus ojos verdes en la reina. Al darse cuenta de esto, rápidamente agachó la cabeza, permitiendo que mechones de su cabello rubio cayeran sobre su rostro cubriéndolo.

—Mi señora... —murmuró en medio de la reverencia—... no quisiera sonar grosero, ¿pero a qué se debe este honor de tenerla frente a la puerta de mi humilde hogar? —preguntó.

Sus piernas temblaban a pesar de que su voz había sonado segura. La reina tenía un aura de autoridad tan fuerte, que ponía a temblar a cualquiera en su presencia.

—¿Dónde está? —preguntó sin rodeos, con escasa paciencia. Él la miró confundido y algo temeroso—. Una fragancia como ninguna otra me ha traído hasta aquí, sabes lo que eso significa porque eres un Lycan. Dime cuántos viven bajo tu techo.

—S-sólo somos mi esposa, mi hijo recién nacido, y yo —respondió con la voz temblorosa.

Con torpeza, se hizo a un lado dejando entrar a la reina y al grupo de escoltas que la acompañaban. Sin perder tiempo, la guió hasta donde su mujer estaba postrada, cubierta de sangre y con un bebé en brazos que no dejaba de llorar. En su rostro se veía claramente reflejado el cansancio que traía consigo el dar a luz a un niño, pero también había un deje de preocupación y sorpresa, ¿qué hacía la reina en su pobretona morada?, ¿y por qué miraba a su pequeño hijo de una manera tan intensa?

En ese momento, cuando la reina posó sus azulados ojos sobre el bebé, se quedó estática a un par de pasos de distancia. Otra vez, podía sentir una nueva explosión de sensaciones que creía haber olvidado y su impresión fue tanta, que sus rodillas se volvieron a doblegar y llevando su mano en puño a su pecho, se rindió ante la presencia de aquel bebé.

Los escoltas la imitaron como una señal de respeto al comprender de qué se trataba su acción y lo que estaba ocurriendo.

La reina había encontrado finalmente a su predestinado.


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