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Epílogo.

Subió a la camioneta y ordenó que la llevaran de regreso al palacio.

—Jezabel, ya no te atormentes... —habló Dimitri—... aquí estoy —le dio consuelo mientras observaba una vez más, como su reina era destruida por un hombre.

Primero él, luego Dorian... ella sin dudas no soportaría a un tercero y último, ya que ellos, no podían tener más de tres parejas destinadas.

Ella se aferró a su camisa celeste y Dimitri acarició su cabello que tanto le encantaba, inhaló el aroma a orquídeas que ella desprendía y sonrió depositando un casto beso sobre su cabeza.

Él la amaría siempre.

No le importaba si sentía aquello por aquel encantamiento que le hizo hace años, él estaba seguro de que la amaba más allá de aquella locura.

—No logro comprender, Dimitri —murmuró.

—Tal vez, era cosa del destino y no podías cambiarlo de una u otra forma —comentó—. Después de todo, aún eres mía —sostuvo su mentón con su dedo índice y le sonrió con calidez.

Pero algo había cambiado en ella. Sus ojos eran una extraña mezcla de rojo, azul y dorado.

«No de nuevo», pensó él.

—¡Frena el coche! —gritó al conductor e inmediatamente la bajó, sosteniéndola en brazos.

Sentía como su cuerpo daba espasmos fuertes, aunque la rodeara con sus brazos, no podía mantenerla firme. Se preocupó cuando comenzó a gruñir y sus garras salieron.

Él se arrodilló en el suelo de tierra con ella en brazos, no la soltaría por nada en el mundo.

—Dimitri, debes saber como acabar con esto... —murmuró entre quejidos, sin dejar de temblar. Tomó una cuchilla que siempre portaba oculta en una liga que llevaba en su pierna, se la ofreció a él, quien confuso la tomó en manos—... mátame —pidió tomando la mano de él, para posicionar la punta de la cuchilla en su pecho, justo sobre su corazón.

—No, no me pidas eso... —respondió él, con la voz temblorosa mientras sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

—De-debes hacerlo, es la única manera... —gruñó sintiendo dolor, estaba haciendo un gran esfuerzo para evitar que Evilyn y Gefion la controlaran—... mátame mientras ellas sigan dentro de mi.

—¡Jezabel! —exclamó y dejó escapar un sollozo.

—Busca a Raymond, él te llevará con ella... —susurró mientras gruñía y se retorcía.

Acarició el rostro de él, quería guardar cada pequeño detalle en su memoria.

Raymond tenía razón, su debilidad siempre serían sus emociones porque era lo único capaz de controlarla. Dimitri era el indicado para acabar con aquello, a pesar de que se negara, lo haría.

Él la miró fijamente, observó confuso como aquellos ojos azules perdían intensidad y poco a poco, comenzaban a tornarse negros. Gritó tan fuerte como pudo y finalmente, precionó la cuchilla en el pecho de ella.

—Te amo, Jezabel... —susurró entre sollozos, cerró sus ojos y aún teniéndola en brazos, se movió meciéndola, como cuando ella era una bebé.

Ya no había vuelta atrás.

Raymond sintió que algo iba mal decidió que debía ir en busca de la reina, al llegar, se encontró con la peor de las escenas. Ella estaba muerta, en los brazos de él.

«¡Lo sabía! Él acabaría con ella...», se dijo.

—Dime su secreto... —murmuró Dimitri aún con los ojos cerrados—... dime, que era aquello que tanto le ocultaba al mundo.

—Ve por ti mismo —se limitó a decir, dando un paso al costado.

Dimitri abrió sus ojos y con la mirada perdida, observó a la figura femenina que se hallaba de pie, detrás del anciano decrépito.

Sintió que el aire se le escapaba de los pulmones, no podía creer lo que sus ojos veían. Miró nuevamente al cuerpo entre sus manos y la estrechó con mayor fuerza, llorando en silencio.

—Ahora lo entiendo... —murmuró contra la piel de la frente fría y pálida de su amada—... ¿cuál es tu nombre? —preguntó apartándose con dolor de Jezabel. Raymond la recibió en brazos, ocupando el lugar de Dimitri.

Observó como los cabellos castaños caían por sobre sus hombros y con una penetrante mirada azul dijo—Mi nombre es Mazikeen, hija de Luna Roja.

Lentamente se le acercó, extendió su mano temblorosa hacia ella y le acarició la mejilla. Tenía los mismos preciosos ojos que su madre, besó su frente cálida y la abrazó como si su vida dependiera de ello.

Aún le quedaba una parte de su amada y no dejaría que nada le sucediera.

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