Capítulo 20.
Jezabel se removió entre las sábanas, se sentía observada y se puso alerta aún estando medio dormida. Se sentó de repente en la cama y miró a quién estaba de pie frente a ella. Raymond. No entendía muy bien como el anciano había llegado hasta ella.
Un carraspeo a su lado, captó su atención. Bernabett. Quien estaba sentado sobre un borde saliente de la ventana, con los ojos perdidos en el horizonte a su lado.
—Me explicas, ¿por qué este anciano decrépito ha puesto a dormir a todo mi pueblo? —preguntó el joven macilento, ahora clavando sus ojos rojos en ella.
Jezabel dirigió su mirada a Raymond, esperando una respuesta—No dejaría que me mordieran un par de flacuchos muertos de hambre —respondió con fastidio.
Ella carcajeó—¿Qué sucede, Ray? —preguntó con diversión. Era evidente que aquellos dos no se agradaban.
—Como bien sabe, estoy obligado a seguirla y obedecer sus órdenes —miró su colgante, que ahora estaba sobre el cuello de ella, Jezabel llevó una de sus manos a el. No estaba muy segura de en que momento se lo colocó—. Estoy conectado a ese objeto, a donde usted vaya, iré —informó, Jezabel sacudió su manos en el aire indicándole que prosiga luego del silencio—. Bien, he de informar, que la buscan, pero no por creer que usted sea la responsable de la muerte del alfa, sino, para que tome su puesto como única heredera. Y le recuerdo, que ha partido dejando a sus hermanos atrás.
Jezabel pareció pensar un momento y fijó su vista en Bernabett—Intenta calmar al pueblo, diles... que he emprendido un viaje para fortalecerme y poder mantenerlos seguros en mi regreso. Que mis hermanos no salgan de la mansión, queda prohibido el ingreso o salida de cualquier persona sin antes notificarme. Reduce a la servidumbre y aumenta los guardias a los alrededores —dijo.
Se abrió paso el silencio y a las miradas cruzadas
—Ya oíste anciano, largo —continuó Bernabett luego de unos minutos, sonriendo a medias.
Raymond se marchó no sin antes mirar de reojo a Jezabel, se sentía preocupado por lo que aquel joven pudiese enseñarle y aunque quisiera quedarse, no podía desobedecer una orden.
Jezabel suspiró dejándose caer, se sentía fastidiada y a apenas comenzaba su día. Sintió como se hundía la cama a su lado y pronto, abrió sus ojos mirando a Bernabett.
—Arriba preciosa joya, tienes mucho que aprender —habló suavemente, apartando un mechón rojizo del rostro de ella. Le resultaba el ser más hermoso que sus ojos alguna vez han visto, le sonrió cuando vio un pequeño destello rojo en sus luceros azules.
Jezabel se levantó, dejando caer el borde de su camisón blanco. Bernabett se marchó dándole privacidad y luego entraron dos mujeres, que la ayudaron a bañarse y vestirse.
Hace tiempo que no recibía esa clase de atención, ni siquiera cuando había logrado salir del sótano donde pasó la mayor parte de su infancia, pues su padre había dado la orden, de que nadie de la servidumbre la atendiera.
Apretó el vestido entre sus manos, pensar en su padre la llenaba de odio. Siendo guiada por una joven, llegó hasta el comedor. Se encontró con una amplia mesa como para más de veinte personas y en un extremo, se encontraba sentado Bernabett, a su lado, había un perfecto juego de vajilla de porcelana y oro.
Jezabel tomó asiento a su lado mientras llegaban más mujeres y le servían la comida. Notó que Bernabett no tenía intenciones de comer, frunció el entrecejo, sabía poco y casi nada sobre los vampiros.
—Entiendo que no sabes nada de mi especie —comentó Bernabett, sin apartar la mirada de ella—. Para comenzar, no nacemos como vampiros. Nos formamos como tal, una vez nos transforman —explicó—. Tenemos muy pocas familias completas transformadas, no es algo muy común entre nosotros. No tengo padres, antes tenía una vida ordinaria como la de cualquier mundano, hasta que un día, una mujer me transformó.
Jezabel lo escuchaba atenta mientras disfrutaba de las delicias que le servían en su plato.
—¿Quién? —preguntó interesada.
Bernabett meneó la cabeza jugando con un mechón del cabello de ella—Eso no importa, preciosa joya —dijo—. La maté en cuanto tuve oportunidad, de esa forma pude llegar hasta tener esta posición.
—¿Algo más? —preguntó ella.
—Evidentemente has notado que no consumo ninguna clase de alimento, solo sangre y todos somos estériles —le sonrió—. Lamento que no podré darte hijos, preciosa joya.
—¿Qué me enseñarás? —preguntó ella, mirándolo de reojo y cambiando de tema. Ocultó su risa ante aquel atrevimiento, ni siquiera se le había cruzado por la cabeza semejante cosa.
Por un momento se permitió pensar en Dimitri. Cerró sus ojos sintiendo las caricias que él le había dado, los besos que tanto le habían provocado retorcerse entre los fornidos brazos de él.
Bernabett sonrió inclinando su cabeza de lado aún sin dejar de ver su comportamiento repentino—Tu primera lección, es que no debes dudar a la hora de matar —respondió provocando que abriera sus ojos—. Duda un segundo y acabarás muerta.
Jezabel lo miró fijamente, buscando cualquier rastro de diversión en sus ojos pero no había nada. Se le habían oscurecido los ojos y pudo ver a través de ellos, el brillo de su propia mirada.
Él tenía razón.
Ahora debía ser más fuerte que antes, pensó en la manera que Raymond le hizo entender que el dolor era debilidad y se preguntó si Bernabett la sometería a los mismos tratos para convertirla en la mujer sanguinaria que debía ser.
«Aún así, debo intentarlo», pensó.
«Por el bien de mis hermanos», justificó.
Por un lado, su lado más humano no quería hacer daño a nadie. Quería disfrutar de su juventud, de la vida, pero «¿Qué vida?, si me lo han arrebatado todo», se le atravesó aquel pensamiento. Nuevamente pensó en su padre, y comenzó a sentirse furiosa y herida. No era tarde para cambiar, pero no estaba segura si era gracias a las voces en su cabeza o a la mordida de Bernabett que, por algún motivo, ya no podía pensar con claridad y simplemente había algo mucho más fuerte que tomaba control sobre ella.
Tal vez si era una asesina como el escuálido le había dicho, después de todo, no sintió remordimiento alguno luego de matar a aquella joven rubia. Por el contrarío, lo disfrutó.
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