Capítulo 18.
Jezabel se removió en la cama al sentir las yemas de los dedos de él sobre sus cicatrices. Se levantó rápidamente envolviéndose con la sábana, sentía un escozor.
-¿Qué son aquellas marcas? -preguntó él de inmediato.
-No debiste verlas -respondió, sintiendo como algo en ella comenzaba a cambiar. Dimitri le sostuvo el rostro fijo para que lo mirara-. Piensa, se que eres lo suficientemente inteligente para deducirlo -sonrió, él no dijo nada, pues realmente no tenía idea-. Cada marca de corte en mi piel, aún duele, como recién hecha. Esto que me han hecho... -se señaló las marcas más visibles-... se debe a mis padres, que me abandonaron en aquel sótano, despojada de todo, cautiva como un sucio rebelde.
Dimitri la miró asombrado, no tenía palabra alguna para decir ante al tono de odio con el que había dicho aquellas palabras. Estaba petrificado y se preguntaba una y otra vez «¿Qué tanto habrá sufrido?, ¿qué tantas atrocidades le hicieron?».
Sintió enojo y pena, pena por el sufrimiento que le causaron. Se perdió en sus pensamientos y apenas y se dio cuenta cuando Jezabel se había cambiado, marchándose de allí, no sin antes, cruzar miradas.
Dimitri sintió que se quedó sin aire en sus pulmones, ella tenía los ojos rojos. Todo en su cuerpo le gritaba peligro. Rápidamente se vistió sintiéndose torpe, pues podía transformarse y alcanzarla.
Pero hacerlo, implicaba dejar expuesto el aroma de Jezabel sobre su cuerpo y aún no estaba listo para aquello. Gruñó cuando sus pies tocaron tierra, la joven era demasiado rápida.
Jezabel se le había perdido de vista entre los árboles y en menos de lo que esperó, ella llegó hasta la mansión. Su respiración era errática, podía escuchar el latido de su corazón como si lo tuviese pegado al oído. Gruñó en cuanto dos guardias quisieron detenerla, ella podía sentir el miedo que ellos tenían, no podía ver con claridad. Sus ojos eran de un chispeante color carmín y se movían de un lado a otro con rapidez, observando los movimientos de aquellos hombres.
Ella fue rápida, sacó sus garras y al primer hombre que se le aproximó, le dio un zarpazo rasgándole la piel desde el estómago hasta la garganta. La sangre se expandió con velocidad sobre el suelo y le salpicó el vestido. El siguiente hombre comenzó a transformarse, pero de un golpe, Jezabel lo desorientó y acabó con su vida, tomándolo de la cabeza y tirando de ella, desprendiéndola de su cuerpo.
Necesitaba más.
Entró en la mansión siendo persuadida por la voz de los espíritus que habitaban en ella. A su paso dejaba huellas con la sangre de los guardias y de sus manos goteaba sangre. Estaba a media transformación. Con las garras fuera y sus filosos dientes asomándose.
Recorrió los pasillos estando segura de que los guardias ya sabían de lo que sucedía o por lo menos, podían sentir el peligro. Se cruzó con varios guardias y a todos los destrozó como a los primeros, a algunos los destripó de un solo zarpazo, con otros debió luchar un poco más.
-¿Jezabel? -escuchó un murmuro, una dulce voz. Sergey. Ella se aproximó con rapidez, no podía ver claramente-. ¿Qué sucede? ¿Por qué estás llena de sangre? -preguntó rápidamente, sintiendo miedo.
-¡Sergey, no! -escuchó el grito de su otro hermano, Oleg. Por algun motivo, la sensación de pesar la azotó.
Ella no iba a matarlos, estaba segura de eso y era porque, no eran de su sangre, no intentaban matarla y... porque los quería, les tenía mucho cariño a ese par idéntico de niños de siete años.
-No quiero hacerles daño -dijo relajando los músculos de su cuerpo, estaba tensa y no lo había notado-. Son lo que más quiero, espero que comprendan algún día que, esto que estoy haciendo, a sido para protegerme, para protegernos.
-¿Protegernos de qué? -preguntó Sergey.
-De Cristine y Sacha -respondió-. Ellos me han abandonado, permitieron que me dañen y lo mismo harán con ustedes. Pero yo no, yo los protegeré... -sus labios de curvaron en una sonrisa torcida. Había perdido la cordura.
Sin decirles nada más, continuó con su andar, no dejaría que nada la detuviera. Oyó los pasos de los niños a lo lejos, no quería que presenciaran la atrocidad que cometería, pero no podía evitarlo porque la curiosidad les haría buscar la manera de presenciar los actos de su hermana.
Cerró sus ojos y agudizó su olfato y oído, Cristine estaba afuera, del otro lado de la mansión. Sonrió con parsimonia acelerando su paso y se abalanzó sobre ella.
De un movimiento rápido, la tomó por el cuello y la elevó por los aires, su cuerpo se sacudía en busca de aire como si se tratara de un gusano fuera de la tierra. Miró a su hija, no reconocía aquellos ojos rojos que chispeaban odio. Cerró sus ojos y dejó correr libremente sus lágrimas que le quemaban la piel cuando caían en línea recta o daban curvas de improvisto.
-Lo si-siento... -murmuró con dificultad, pues Jezabel le apretaba el cuello con más fuerza.
-Adiós, madre -dijo con semblante serio y no dudó ni un segundo en clavar sus garras en el estómago. Su madre abrió la boca dejando escapar un quejido e inmediatamente, la sangre comenzó a brotar de aquella herida y también, no tardó en llegar hasta su garganta, provocando que se ahogara y que terminara escupiendo aquel líquido viscoso que sabía a hierro.
Acabó con su sufrimiento, rompiéndole el cuello. De todas formas, ella no era su objetivo principal. Se oyó un gruñido que le heló la sangre a todos los habitantes, quienes temerosos se resguardaron en sus casas. El alfa estaba furioso.
Sacha llegó al lugar tambaleándose, había sentido como si le desgarraran la piel y supo que Cristine había muerto. Sus pálpitos acelerados le indicaban a Jezabel que él corrió hasta ella, siguiendo el aroma de su madre que yacia muerta, en medio de su jardín de flores.
-¡Cristine! -exclamó sollozando y la ira se incrementó al ver a aquel monstruo salpicando aquel lugar con sus pies, como si se tratara de los charcos de agua que se formaban luego de grandes lluvias.
Arremetió contra ella, pero lo esquivó fácilmente-No lo intentes, Sacha. Ambos sabemos que morirás -dijo la última palabra separándola en sílabas con un tono burlón y una sonrisa de alegría maliciosa.
-¡Debí matarte mientras eras una mocosa! -gritó proporcionándole un puñetazo en el rostro a la joven, pero esta ni se inmutó.
-No debiste hacer eso -escupió un poco de sangre, Sacha la miró perplejo.
«¿Qué tan fuerte es?», pensó. Había utilizado toda su fuerza en aquel golpe y ella no se movió ni un centímetro.
Con agilidad, Jezabel se las ingenió para derribar a su padre pateando sus piernas, provocando que pierda el equilibro. La sensación le agradó y comenzó a patearlo en el torso hasta que oyó el crujido de sus costillas al romperse y el grito de su padre al sentir su pulmón perforado.
-El dolor es debilidad, ¿qué no te lo han enseñado? -preguntó ella, mirándolo desde lo alto-. Porque a mi si. Me han maltratado tanto, querido padre, y todo por tu mezquinidad.
-¿Qué se supone que debía hacer? -susurró esforzándose para sanar sus heridas, pero estaba muy malherido-. Eras una amenaza y ¡mírate!, estaba en lo cierto. No eres más que un monstruo -le escupió los pies.
Jezabel apretó sus puños sin apartar la mirada de su padre, aquellas palabras le habían calado en su interior. Ella no tenía la culpa.
«Si tan solo hubieras actuado más como mi padre y no como un egoísta», pensó. Sintió como le ardía el pecho y los ojos, estaba reteniendo las lágrimas.
-Adiós, padre -dijo fríamente. Se agachó quedando a su altura, acarició su rostro con gentileza y lo degolló.
La ira que sentía era demasiada, aún no estaba satisfecha. Con odio le dio zarpazos en su torso, rasgando sus capas de piel hasta llegar al músculo y escudriñó entre sus entrañas, llenándose de sangre. Sangre que frotó sobre ella, mientras dejaba caer lágrimas.
Sintió una oleada de arrepentimiento, no estaba del todo consciente cuando hizo aquello. No entendía el odio inmenso que le estrujaba el corazón.
«¿En qué momento?», se preguntó.
-Hey, flacuchenta -mencionó un joven que la observaba desde lo alto de un árbol-. Deja algo para nosotros -se rió al notar a la joven bañada en sangre y rodeada de cuerpos inertes.
-¿Quién eres? -preguntó mirando sus ojos, que también eran rojos.
El chico pareció dudar unos instantes y meneó la cabeza-Mi nombre es Bernabett y soy como tú -respondió.
-¿Cómo yo? -preguntó Jezabel y miró sus manos, apretó sus puños y vio como la sangre goteaba de ellas. Aún seguía arrodillada frente a los restos de su padre.
-¿Nadie te ha dicho que los vampiros, somos demonios? -preguntó bajando del árbol, acercándose a medida que ella se limitaba a negar con su cabeza-. Deseosos de sangre también. Como tú -la observó-. Eres la joya más preciosa que he visto, ven conmigo y te enseñaré más sobre los demonios.
-¿Qué me asegurará el que no intentarán dañarme? -preguntó ella, observando como de entre los árboles, aparecían más como él. De piel pálida y ojos rojos.
-Te hemos visto en acción, dudo que alguien intentaría algo después de aquello -sonrió-. A demás, entre seres demoníacos nos cuidamos la espalda -finalizó, extendiendo su mano hacia ella.
Dudosa, pensó en sus opciones. Nadie intentaría ayudarla después de acabar con los líderes de aquella manera, sería acusada de traición a la manada y la matarían. Seguramente, ya estarían buscándola.
Asintió tomando su mano y dejando que él la ayudara a ponerse de pie. Caminó a su lado sintiéndose vacía y cerró sus ojos con dolor en cuanto sintió su aroma.
-Jezabel... -oyó su voz llamándola. Podía sentir la decepción y principalmente, el miedo.
Detuvo su andar y giró su cuerpo para observarlo, de pie frente a ella, lo único que los separaba, eran los cuerpos sin vida de sus padres. Sintió un apretón en su mano, Bernabett.
-Lo siento... -murmuró dándole la espalda.
Dimitri cayó de rodillas sin poder creerlo, la maldición se había vuelto tan real ahora. Observó como el cuerpo de su predestinada se perdía en el bosque y no pudo ir detrás de ella, las piernas le fallaban.
Se arrastró hasta donde yacía el cuerpo de Cristine, la tomó en brazos y con su mano temblorosa, bajó sus párpados para no observar lo opacos que estaban aquellos luceros. Se permitió sollozar, el dolor haciéndose presente en su pecho.
Cristine era su más valiosa amiga.
La estrechó en su fornido pecho, besando su fría frente.
Ya no vería el brillo de sus ojos, ni podría oír su dulce voz o su escandalosa risa.
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