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021.























❛ 021. Las vacas malas ❜























Olympe cuando creyó que volvería a ver el campamento, pensó que sería ella llegando y encontrándose con sus hermanos, sus amigos y hablarían sobre lo que hicieron en el mundo mortal.

Bueno eso no fue lo que pasó.

Lo primero que vio referente al campamento, fueron tres toros atacando a un grupo de campistas con armadura completa.

Que linda bienvenida.

En cuanto bajaron, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera aguardaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarlos a un lado del camino. Allí estaban: Annabeth, con su mochila y su daga por todo equipaje; Olympe y Devon con tan solo una mochila y el cuchillo de ella, y Tyson y Percy, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada.

—Oh, dioses —dijo Annabeth observando la batalla, que proseguía con furia en la colina.

Lo más inquietante y preocupante de todo el asunto, era que los toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Thalia. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.

—Creí que me dijiste que este lugar era seguro para nosotros—dijo Devon observando el panorama.

—Se supone.

Uno de los héroes gritó:

—¡Patrulla de frontera, a mí! —Era la voz de una chica: una voz que Olympe conocía muy bien.

«¿Patrulla de frontera?». En el campamento no había ninguna patrulla de frontera.

—Es Clarisse —dijo Annabeth—. Venga, tenemos que ayudarla.

Normalmente, correr en socorro de Clarisse no habría ocupado un lugar muy destacado en la lista de prioridades de Olympe; era una de las peores abusonas de todo el campamento. Cuando se conocieron la empujó en un asqueroso barro.
Aun así, estaba metida en un aprieto. Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas, como un fogoso mohawk. La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.

Olympe desenvainó su cuchillo a la vez que tiraba su mochila a un lado.

—Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos.—dijo Percy.

—¡No! —dijo Annabeth—. Lo necesitamos.

—Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede...

—Percy, ¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS Cincuenta Mil de Medea, o acabaremos carbonizados.

—¿Qué cosa... de Medea?

Annabeth hurgó en su mochila y soltó una maldición.

—Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesilla de noche de mi casa. Tenía que haberlo traído, jolines. Olympe, tu siempre traes esas cosas.

—Lo lamento, Annie, pero no tuve tiempo ni de cambiarme.

Tanto Percy como Devon, se miraron confundidos.

—Mira, no sé de que estás hablando, pero no voy a permitir que Tyson acabe frito.

—Percy...

—Tyson, mantente alejado. —Alzó su espada—. Vamos allá.

—Olympe—Devon la tomó del brazo, con repentina determinación—, quiero ayudar.

—Devon...—suspiró— no tienes entrenamiento, es peligroso. No voy a dejarte hacerlo.

Él sacó la linterna de su bolsillo y cuando apretó la parte de abajo, se extendió en un leve temblor una katana. El mango era de cuero negro y la hoja de bronce celestial.

—Tal vez no tenga entrenamiento, pero tengo con que defenderme.

Olympe suspiró irritada.

—Más te vale que no te maten.

Empezó a correr colina arriba escuchando los pasos de Devon, hacia Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.

Por desgracia, Clarisse sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas. Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido. El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse.

Olympe se encargó de llamar la atención del toro n.° 3, y así lograr quitarles un peso de encima a los chicos. El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.

De pronto, Olympe sintió ese familiar dolor punzante en su cabeza, la vista se me nubló y sentía un pitido en sus oídos, perdió completamente la concentración.

Sintió como era empujada a un lado y caía al suelo.

—¿¡Qué te pasa!?—era Devon.

—¿Qué?—estaba desconcertada.

—¡Esas cosas casi te matan! ¡Estabas totalmente quieta!—tiene razón, vio como el toro se giraba aún molesto hacia ellos.

—¡Mantengan la formación! —escucharon ordenar a Clarisse a sus guerreros.

De Clarisse podían decirse muchas otras cosas, pero no que no fuera valiente. Era una chica más bien grandullona, con los ojos crueles de su padre, y parecía haber nacido para llevar la armadura griega de combate. Aun así, yo no veía cómo se las iba a arreglar para resistir la embestida de aquel toro.

Por si fuera poco, el otro toro se cansó de buscar a Annabeth y, girando sobre sí, se situó a espaldas de Clarisse, dispuesto a embestirla por la retaguardia.

—¡Detrás de ti! —chilló Percy—. ¡Cuidado!

No debería haber dicho nada, porque lo único que conseguí fue sobresaltarla. El toro n.° 1 se estrelló contra su escudo y la falange se rompió; Clarisse salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada y todavía llena de brasas. Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y echaron a correr, mientras el toro n.° 2 se dirigía hacia Clarisse para liquidarla.

Para mejor las cosas, el toro n.° 3 estaba demasiado entretenido intentando matar a Olympe y a Devon. Se acercó a gran velocidad a ellos y apenas lograron esquivarlo. No la había tocado, aunque percibió el calor de su pellejo metálico; con aquella temperatura corporal fue capaz de quemas levemente su uniforme escolar.

Vio a Percy dejar a Clarisse en un montículo junto al pino y como se volvía para hacer frente a los toros. Ahora estaban en la parte interior de la colina y desde allí se dominaba el valle del Campamento Mestizo: las cabañas, los campos de entrenamiento, la Casa Grande; todo aquello corría peligro si los vencían los toros.

Annabeth ordenó a los demás héroes que se dispersaran y mantuvieran distraídos a aquellos monstruos.

El n.° 3 describió un amplio círculo para volver a atacarlos. Mientras cruzaba la cima de la colina, donde los límites mágicos deberían haberlo detenido, redujo un poco la velocidad, como si estuviera luchando con un fuerte viento; pero enseguida lo atravesó y continuó acercándose al galope. Tanto ella como Devon se pusieron en posición de ataque, y cuando lo tuvieron cerca, ella le dio un mandoble en uno de los flancos, que no lo hizo más que chirriar y tambalear, pero cuando iba a acercarse a ella a atacarla, Devon le clavó su lanza atravesándole por completo la cabeza. Empezó a sentir su mano calentarse en una energía rosa y cuando tuvo una pequeña esfera en su mano la tiró hacia el toro.

Se hicieron a un lado cuando el toro dio su última llamarada de fuego.

—En serio eres cool—dijo Devon mirando a Olympe con los ojos bien abiertos.

—¡Mierda! —Olympe empezó a apagar el fuego de su falda, lo miró—. Gracias.

Olympe miró con preocupación al toro acercarse a Percy, que parecía estar herido.

—¡Tyson, ayúdalo! —gritó.

No muy lejos, cerca ya de la cima, Tyson gimió:

—¡No puedo... pasar!

—¡Yo, Olympe Bellemort, te autorizo a entrar en el Campamento Mestizo!

Un trueno pareció sacudir la colina y, de repente, apareció Tyson como propulsado por un cañón.

—¡Percy necesita ayuda! —gritó.

Se interpuso entre el toro y Percy justo cuando el monstruo desataba una lluvia de fuego de proporciones nucleares.

—¡Tyson!

La explosión se arremolinó a su alrededor como un tornado rojo. Sólo se veía la silueta oscura de su cuerpo.

Pero cuando las llamas se extinguieron, Tyson seguía en pie, completamente ileso; ni siquiera sus ropas andrajosas se habían chamuscado. El toro debía de estar tan sorprendido como yo, porque antes de que pudiese soltar una segunda ráfaga, Tyson cerró los puños y empezó a darle mamporros en el hocico.

—¡¡Vaca mala!!

Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a salirle por las orejas. Tyson lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta del revés como un guante.

—¡Abajo! —gritaba Tyson.

El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y su cabeza abollada empezó a humear.

Olympe se acercó apresurada hacia Percy para ver cómo se encontraba, escuchando los pasos de sus amigos detrás de ella.

Percy notaba el tobillo como lleno de ácido, pero cuando Olympe le dio de beber un poco de néctar olímpico de su cantimplora y le empezó a masajear el tobillo, enseguida volvió a sentirse mejor. Percy no podía creer lo linda que se veía luego de pelear contra un toro, ni siquiera le importó el olor a quemado que desprendía de él mismo.

—¿Y el otro toro? —preguntó.

Ella señaló hacia el pie de la colina. Clarisse se había ocupado de la Vaca Mala n. ° 2. Le había atravesado la pata trasera con una lanza de bronce celestial. Ahora, con el hocico medio destrozado y un corte enorme en el flanco, intentaba moverse a cámara lenta y caminaba en círculo como un caballito de carrusel.

Clarisse se quitó el casco y vino a su encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta.

—¡Lo has estropeado todo! —le gritó a Percy—. ¡Lo tenía perfectamente controlado!

Quedó demasiado estupefacto para poder responder. Annabeth le soltó entre dientes:

—Yo también me alegro de verte, Clarisse.

—¡Arggg! —gruñó ella—. ¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más!

—Clarisse —dijo Annabeth—, tienes varios heridos.

Eso pareció devolverla a la realidad; incluso ella se preocupaba por los soldados bajo su mando.

—Vuelvo enseguida —masculló, le dio una mirada a Devon—. No pareces tan patético, chico—y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.

Percy miró a Tyson.

—No estás muerto.

Tyson bajó la mirada, como avergonzado.

—Lo siento. Quería ayudar. Te he desobedecido.

—Es culpa mía —dijo Olympe—. No tenía alternativa, debía dejar que Tyson cruzara la línea para salvarte, si no, serías sushi.

—¿Dejarle cruzar la línea? —preguntó—. Pero...

—Percy —dijo ella—, ¿has observado a Tyson de cerca? Quiero decir, su cara; olvídate de la niebla y míralo de verdad.

Tanto Percy como Devon miraron directamente a Tyson—Devon más que nada por curiosidad—. Intentaron concentrarse en sus labios, su abultada nariz y en sus ojos.

No, no en sus ojos.

En su ojo. Un enorme ojo marrón en mitad de la frente, con espesas pestañas y grandes lagrimones deslizándose por ambas mejillas.

—Ty... son —tartamudeo Percy—. Eres un...

—Un cíclope —confirmó Annabeth—. Casi un bebé, por su aspecto. Probablemente por esa razón no podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Tyson es uno de los huérfanos sin techo.

—¿De los qué?

—Están en casi todas las grandes ciudades —dijo Annabeth con repugnancia—. Son... errores, Percy. Hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces... Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habrás encontrado con éste, pero es evidente que le caes bien. Debemos llevarlo ante Quirón para que él decida qué hacer.

—Pero el fuego... ¿Cómo...?

—Es un cíclope. —Annabeth hizo una pausa, como si estuviese recordando algo desagradable—. Y los cíclopes trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego. Eso es lo que intentaba explicarte.

Olympe se mantenía en silencio, aturdida por los desagradables recuerdos y los nuevos sucesos que habían en su vida.

Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello. La ladera de la colina seguía ardiendo y los heridos requerían atención. Y aún había tres toros de bronce escacharrados de los que había que deshacerse y que, mucho le temía, no cabrían en sus contenedores de reciclaje.

Clarisse regresó y se limpió el hollín de la frente.

—Jackson, si puedes sostenerte, ponte de pie. Tenemos que llevar los heridos a la Casa Grande e informar a Tántalo de lo ocurrido.

—¿Tántalo?

—Si, ¿quien diablos es Tantalo?

—El director de actividades —aclaró Clarisse con impaciencia.

—El director de actividades es Quirón. Además, ¿dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería estar aquí.

Clarisse puso cara avinagrada.

—Argos fue despedido. Han estado demasiado tiempo fuera, ustedes tres. Las cosas han cambiado.

—Pero Quirón... Él lleva más de tres mil años enseñando a los chicos a combatir con monstruos; no puede haberse ido así, sin más. ¿Qué ha pasado?

—Pues... que ha pasado —espetó, señalando el árbol de Thalia.

Olympe se tapó la boca, sorprendida por lo que veía.

Todos los campistas conocían la historia de aquel árbol, y Olympe se había encargado de que Devon no fuera la excepción. Tres años atrás, Olympe, Grover, Annabeth y otros dos semidioses llamados Thalia y Luke habían llegado al Campamento Mestizo perseguidos por un auténtico ejército de monstruos. Cuando los acorralaron finalmente en la cima de la colina, Thalia, una hija de Zeus, había decidido hacerles frente allí mismo para dar tiempo a que sus amigos se pusieran a salvo. Su padre, Zeus, al ver que iba a morir, se apiadó de ella y la convirtió en un pino. Su espíritu había reforzado los límites mágicos del campamento, protegiéndolo contra los monstruos, y el pino había permanecido allí desde entonces, lleno de salud y vigor.

Pero ahora sus agujas se habían vuelto amarillas; había un enorme montón esparcido en torno a la base del árbol. En el centro del tronco, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala de donde rezumaba savia verde.
Fue como si un puñal de hielo me atravesara el pecho. Ahora comprendía por qué se hallaba en peligro el campamento: las fronteras mágicas habían empezado a fallar porque el árbol de Thalia se estaba muriendo.

Alguien lo había envenenado.

—No puede ser—dijo Olympe totalmente impactada.

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