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020.























❛ 020. Las locas hermanas grises ❜























Reencontrarse con Annabeth fue como una caricia al alma, había estado pasando por tanto estrés que el volver a ver a su mejor amiga la ayudó. Tuvo que explicarle a Annabeth que Devon también era un semidiós y que se habían enterado de eso hace tan solo unas horas.

Le dio la ropa que había empacado inicialmente para ella pero a Annabeth le hacía más falta.

Se encontraban siguiendo a Percy que iba hacia su escuela, primero intentaron por la ventana de su habitación, no funcionó.

—Entonces, ¿vamos a acosarlo todo el día? Suficiente tuve con verlo babearse.

—Devon, no podemos irnos al campamento sin Percy.

—Lo sé, simplemente digo que podríamos esperar hasta que él salga de la escuela y luego nos vamos los cuatro felices de la vida.

—Mientras antes Percy sepa lo que sucede, mejor.

Olympe miro a Annabeth y Devon como si de una partida de tenis sé tratará. Estaba cansada, le dolían las piernas de tanto caminar, su cabeza estaba a punto de explotar.

—¿Podemos apurarnos? Estoy cansada de estar parada como idiota, Percy ya tomo el tren.

Apresuraron el paso para seguirlo. Tuvieron que detenerse en varias ocasiones para tomar un respiro, caminar tantas cuadras no era fácil, para nada.

Cuando llegaron por fin a la escuela de Percy, él ya debía encontrarse en su tercera clase del día.

Percy se encontraba en Sociales, mientras dibujaban mapas de latitud—longitud, abrió su cuaderno de anillas y miró la foto que guardaba dentro: su amiga Olympe, de vacaciones en Francia. Iba con ropa elegante de marca, llevaba su pelo blanco suelto y posaba de pie frente a una pasarela de Victoria Secrets, con los brazos cruzados y el aire de estar muy satisfecha consigo misma, como si ella hubiera creado la marca y fuera su propio desfile. Ya sabes, Olympe de mayor quiere tener su propia marca de moda y belleza. Es un poquito rara en este sentido. Le había enviado la fotografía por e—mail después de las vacaciones de Pascua, y Percy la miraba de vez en cuando para recordarse que Olympe era real y que el Campamento Mestizo no era un producto de su imaginación.

Percy deseaba que ella hubiese estado con él en aquel momento; ella habría sabido qué significaba su sueño. Nunca lo reconocería en su presencia, pero, a decir verdad, ella era más lista que él, por muy irritante que resultara a veces.

Estaba a punto de cerrar el cuaderno, cuando Matt Sloan alargó el brazo y arrancó la foto de las anillas.

—¡Eh!

Sloan le echó un vistazo a la foto y abrió los ojos como platos.

—Ni hablar, Jackson. ¿Quién es? ¿No será tu novia?

—Dámela. —Olympe fuera esquivo la mirada divertida que le lanzó Annabeth y la interrogativa de Devon.

Sloan pasó la foto a sus espantosos compinches, que empezaron a soltar risitas y romperla en pedacitos para convertirlos en proyectiles. Debían de ser alumnos nuevos que estaban de visita, porque todos llevaban aquellas estúpidas placas de identificación («Hola, me llamo...») que daban en la oficina de inscripción. Y debían de tener también un extraño sentido del humor, porque habían escrito en ellas nombres extrañísimos como «Chupatuétanos», «Devoracráneos» y «Quebrantahuesos».

Olympe se indignó de que fueran capaces de romper su foto, ella había salido tan linda.

Olympe carraspeo antes de hablar.

—Esos tipos... ¿no les parecen algo extraños?

—¿Aparte de tener un mal sentido del humor?

—Si te refieres a que podrían ser monstruos, entonces si, me parecen muy extraños.

Olympe miró con el ceño fruncido como ese tipo molestaba a Percy.

—Annie, dame tu gorra, ustedes esperen afuera, seguiré a Percy.

—¿Estas segura?

—Si.

Annabeth le entregó su gorra y antes de ponérsela se giró a mirar a Devon.

—Quedas a cargo de Annabeth, hazle caso en lo que te diga.

—¡No soy un bebé!

—¡Camina!

Eso fue lo último que escucho antes de empezar a seguir a Percy.

—¡Percy!

Vio a Percy darse la vuelta escudriñando la zona de las taquillas, antes de que ella pudiera hacer algo un montón de chicos cruzaron el pasillo arrastrando a Percy y al cíclope.


•[💌]•


—Se acerca mi almuerzo. —Levantó el brazo para lanzarle el proyectil, y Percy se preparó para morir.

De repente, el cuerpo del gigante se puso todo rígido y su expresión pasó del regodeo al asombro. En el punto exacto donde debía de tener el ombligo se le desgarró la camiseta y apareció algo parecido a un cuerno. No, un cuerno no: era la punta reluciente de una hoja de metal.

La bola se le cayó de la mano. El monstruo bajó la mirada y observó el cuchillo que le había traspasado desde la espalda.

—Uf—murmuró, y estalló en una llameante nube verde. Un gran disgusto, supongo, para sus Ricuras...

De pie, entre el humo que se iba disipando, vi a Olympe. Tenía la cara mugrienta y arañada; llevaba al hombro una mochila andrajosa y la gorra de béisbol metida en un bolsillo. En la mano sostenía un cuchillo de bronce. Aún brillaba en sus ojos azules una mirada enloquecida, como si hubiera peleado contra miles de fantasmas y ella hubiera perdido.

Matt Sloan, que había permanecido mudo de asombro todo el tiempo, pareció recobrar por fin el juicio. Miró parpadeando a Olympe, como si la recordase vagamente por la fotografía de mi cuaderno.

—Ésta es la chica... La chica...

Olympe lo tumbó de un puñetazo en la nariz.

—Deja a mi amigo en paz, Idiota.

El gimnasio estaba en llamas mientras los chavales seguían gritando y corriendo en todas direcciones. Oyeron el aullido de las sirenas y una voz confusa por megafonía. Por las ventanillas de las puertas de emergencia divisó al director, el señor Bonsái, que luchaba furiosamente con la cerradura rodeado por un montón de profesores agolpados a su espalda.

—Olympe... —balbuceó—. ¿Cuánto tiempo llevas...?

—Prácticamente toda la mañana —respondió mientras envainaba su cuchillo de bronce—. He intentado encontrar una ocasión para hablar contigo, pero nunca estabas solo.

—La sombra que he visto esta mañana... —La cara le ardía—. Ay, dioses. ¿Estabas mirando por la ventana de mi habitación?

Olympe lo miro divertida.

—Sigues babeando cuando duermes —le dijo, Percy estaba seguro que debía tener la cara como un tomate—. Escucha...

—¡Allí! —gritó una mujer.

Las puertas se abrieron con un estallido y todos los adultos entraron de golpe.

—Te espero fuera —dijo Olympe—. Y a él también. —Señaló a Tyson, que seguía sentado con aire aturdido junto a la pared, y le lanzó una mirada de repugnancia que no acabo de entender—. Será mejor que lo traigas.

—¡Qué dices!

—¡No hay tiempo! —dijo—. ¡Date prisa!

Se puso la gorra de béisbol de los Yankees, un regalo mágico de Atenea a Annabeth, y se desvaneció en el acto.

Se encontró con Annabeth y Devon en un callejón y esperaron a que Percy llegara.

Tanto Olympe como Annabeth se tensaron cuando tuvieron cerca a Percy con el cíclope.

Percy miró con confusión a Devon, quien sólo le hizo un movimiento de cabeza como saludo.

—¿Quien es él?

—Es Devon, iba conmigo a la academia, también es un semidiós.

—Ah.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Annabeth, señalando a Tyson.

En otras circunstancias Percy se habría alegrado mucho de verla, casi tanto como a Olympe.

—Es amigo mío.

—¿Es un sin techo?

—¿Qué tiene eso que ver? Puede oírte, ¿sabes? ¿Por qué no se lo preguntas a él?

Ella pareció sorprendida.

—¿Sabe hablar?

—Hablo —reconoció Tyson—. Tú eres preciosa.

—¡Puaj! ¡Asqueroso! —exclamó apartándose de él.

—Tyson —dijo con incredulidad—. No tienes las manos quemadas.

—Claro que no —dijo Olympe entre dientes—. Me sorprende que los lestrigones hayan tenido las agallas de atacarte estando con él.

—Tu pelo es como la nieve.

Tyson parecía fascinado por el pelo de las chicas. Intentó tocarlo, pero Annabeth le apartó la mano con brusquedad y Olympe se hizo para atrás chocando con Devon, quien le agarró los antebrazos.

Percy frunció el ceño ante Devon.

—Olympe —dijo—, ¿de qué estás hablando? ¿Lestri... qué?

—Lestrigones. —respondió Annabeth— Esos monstruos del gimnasio. Son una raza de gigantes caníbales que vive en el extremo norte más remoto. Ulises se tropezó una vez con ellos, pero yo nunca los había visto bajar tan al sur como para llegar a Nueva York...

—Lestri... lo que sea, no consigo decirlo. ¿No tienen algún nombre más normal?

Annabeth reflexionó un momento.

—Canadienses —decidió por fin—. Y ahora, vamos. Hemos de salir de aquí.

—La policía debe de estar buscándome.

—Ése es el menor de nuestros problemas —dijo Olympe—. ¿Has tenido sueños últimamente?

—Sueños... ¿sobre Grover?

Annabeth palideció y Olympe lo miro alarmada.

—¿Grover? No. ¿Qué pasa con Grover?

Les contó su pesadilla.

—¿Por qué me lo preguntan? ¿Sobre qué han soñado ustedes?

La expresión de los ojos de Annabeth era sombría y turbulenta, como si tuviera la mente a cien mil kilómetros por hora.

—El campamento —dijo por fin—. Hay graves problemas en el campamento.

—¡Mi madre me ha dicho lo mismo! ¿Pero qué clase de problemas?

—No lo sé con exactitud, pero algo no va bien. Tenemos que llegar allí cuanto antes. Desde que salí de Virginia me han perseguido monstruos intentando detenerme. ¿Tú has sufrido muchos ataques?

Meneo la cabeza.

—Ninguno en todo el año... hasta hoy.

—¿Ninguno? ¿Pero cómo...? —Se volvió hacia Tyson—. Ah.

—¿Qué significa «ah»?

Tyson levantó la mano, como si aún estuviera en clase.

—Los canadienses del gimnasio llamaban a Percy de un modo raro... ¿Hijo del dios del mar?

Los cuatro se miraron.

—Grandullón, ¿has oído hablar de esas viejas historias sobre los dioses griegos? Afrodita, Zeus, Poseidón, Atenea...

—Sí.

—Bueno, pues esos dioses siguen vivos. Es como si se desplazaran siguiendo el curso de la civilización occidental y vivieran en los países más poderosos, de modo que ahora se encuentran en Estados Unidos. Y a veces tienen hijos con los mortales, hijos que nosotros llamamos «mestizos».

—Vale —dijo Tyson, como esperando que llegara a lo importante.

—Bueno, pues Olympe, Annabeth y yo somos mestizos —dijo Percy, dejando pasar intencionalmente de que Devon también lo era—. Somos como... héroes en fase de entrenamiento. Y siempre que los monstruos encuentran nuestro rastro, nos atacan. Por eso aparecieron esos gigantes en el gimnasio. Monstruos.

—Vale.

—Entonces... ¿me crees?

Tyson asintió.

—Pero ¿tú eres... el hijo del dios del mar?

—Sí. Mi padre es Poseidón.

El frunció el ceño. Ahora sí parecía desconcertado.

—Pero entonces...

Se oyó el aullido de una sirena y un coche de policía pasó a toda velocidad por delante del callejón.

—No hay tiempo para esto ahora —dijo Annabeth—. Hablaremos en el taxi.

—¿Un taxi hasta el campamento? ¿Sabes lo que nos puede costar?

—Tú confía en nosotras.

Titubeo.

—¿Y Tyson? No podemos dejarlo aquí —decidió—. Se vería metido en un buen aprieto.

—Ya. —Annabeth adoptó una expresión sombría—. Tenemos que llevárnoslo, no hay duda. Venga, vamos.


•[💌]•


—Un momento. —Olympe se detuvo en la esquina de las calles Thomas y Trimble, y rebuscó en su mochila—. Espero que aún me quede alguna.

Su aspecto era incluso peor de lo que había parecido al principio. Tenía un corte en el brazo y su cabello estaba atado con una corbata roja, que para el disgusto de Percy parecía ser de Devon. Llevaba lo que parecía ser el uniforme de su colegio, su falda tableada roja tenía arañazos parecidos sospechosamente a las marcas de unas garras.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Percy.

Sonaban sirenas por todas partes.

—Encontré una.

Annabeth sacó de la mochila un dracma.

—Annabeth —le dijo Percy—, ningún taxista de Nueva York va aceptar esa moneda.

—Tu confía, ya verás.—le dijo Olympe.

—Stéthi —gritó Annabeth en griego antiguo—. ¡Ó hárma diabolés!

Devon miro sorprendido Olympe cuando entendió el griego antiguo.

—Dime que eso de condenación es solo una broma.

—Ya verás.

Annabeth arrojó la moneda a la calle. Pero en lugar de tintinear como es debido, el dracma se sumergió en el asfalto y desapareció.

Durante unos segundos no ocurrió nada.

Luego, poco a poco, en el mismo punto donde había caído la moneda, el asfalto se oscureció y se fue derritiendo, hasta convertirse en un charco del tamaño de una plaza de parking... un charco lleno de un líquido burbujeante y rojo como la sangre. De allí fue emergiendo un coche.

Era un taxi, de acuerdo, pero a diferencia de cualquier otro taxi de Nueva York no era amarillo, sino de un gris ahumado. Quiero decir: parecía como si estuviese formado por humo, como si pudieras atravesarlo. Tenía unas palabras escritas en la puerta —algo como HREMNAS SIGRS—, pero la dislexia impedía descifrarlas.

El cristal de la ventanilla del copiloto se bajó y una vieja sacó la cabeza. Unas greñas grisáceas le cubrían los ojos, hablaba raro, farfullando entre dientes, como si acabara de meterse un chute de novocaína.

—¿Cuántos pasajeros?

—Cinco al Campamento Mestizo —dijo Annabeth.

Abrió la puerta trasera y les indicó que subiera, como si todo aquello fuese normalísimo.

—¡Agg! —chilló la vieja—. No llevamos a esa clase de gente. —Señalaba a Tyson con un dedo huesudo.

—Ganará una buena propina —prometió Olympe—. Tres dracmas más al llegar.

—¡Hecho! —graznó la vieja.

Annabeth subió primero. Tyson se embutió en medio. Devon les siguió y luego Percy se subió a regañadientes. Cuando Olympe se iba a subir, miró con la boca entreabierta al ver que no había espacio.

Annabeth la miró con una cara de disculpa, como si hubiera previsto que eso pasaría y hubiera decidido sacrificar a Olympe.

—Tendrás que sentarte en las piernas de alguien.

—Que difícil es ser yo.

—Yo te llevaré, Olympe, tranquila.

Percy se odiaba por se tan impulsivo. Apenas Olympe estaba por subirse y sentarse en las piernas de Devon, él la agarró del brazo y la hizo sentarse en sus piernas. Sintió como la cara se le enrojecía cuando todos lo miraron sorprendidos—excepto Devon que lo miró con una ceja levantada— y las viejas se rieron.

El interior del taxi era de un gris ahumado, pero parecía bastante sólido; el asiento estaba rajado y lleno de bultos, o sea que no era muy diferente de la de los taxis. No había un panel de plexiglás que nos separase de la anciana dama que conducía... Un momento... No era una dama. Eran tres las que se apretujaban en el asiento delantero, cada una con el pelo grasiento cubriéndole los ojos, con manos sarmentosas y vestidos de arpillera gris.

—¡Long Island! —dijo la que conducía—. ¡Bono por circular fuera del área metropolitana! ¡Ja!

Pisó el acelerador y Olympe se golpeó la cabeza con la frente de Percy, a la vez que él la agarraba de la cintura. Por los altavoces sonó una voz grabada: «Hola, soy Ganímedes, el copero de Zeus, y cuando salgo para comprarle vino al Señor de los Cielos, ¡siempre me abrocho el cinturón!»

Bajo la vista y encontró una larga cadena negra en lugar del cinturón de seguridad. Decidió que tampoco era tan imprescindible... al menos de momento.

El taxi aceleró mientras doblaba la esquina de West Broadway, y la dama gris que se sentaba en medio chilló:

—¡Mira por dónde vas! ¡Dobla a la izquierda!

—¡Si me dieras el ojo, Tempestad, yo también podría verlo!

La conductora viró bruscamente para esquivar un camión que se les venía encima, se subió al bordillo con un traqueteo como para astillarse los dientes y voló hasta la siguiente manzana.

—¡Avispa! —le dijo la tercera dama a la conductora—. ¡Dame la moneda de la chica! Quiero morderla.

—¡Ya la mordiste la última vez, Ira! —contestó la conductora, que debía llamarse Avispa—. ¡Esta vez me toca a mí!

—¡De eso nada! —chilló la tal Ira.

—¡Semáforo rojo! —gritó la que iba en medio, Tempestad.

—¡Frena! —aulló Ira.

En lugar de frenar, Avispa pisó a fondo, volvió a subirse al bordillo, dobló la esquina con los neumáticos chirriando y derribó un quiosco.

—Perdone —dijo Percy—. Pero... ¿usted ve algo?

—¡No! —gritó Avispa, aferrada al volante.

—¡No! —gritó Tempestad, estrujada en medio.

—¡Claro que no! —gritó Ira, junto a la ventanilla del copiloto (o del artillero, en las películas).

Miro a Olympe.

—¿Son ciegas?

—Algo así —contestó ella—. Tienen un ojo.

—¿Un ojo?

—Sí.

—¿Cada una?

—No. Uno para las tres.

Tyson soltó un gruñido al lado de Devon y se aferró al asiento.

—No me siento bien.

—Ay, dioses. Aguanta, grandullón. ¿Alguien tiene una bolsa o algo así?

Las tres damas grises iban demasiado ocupadas riñendo entre ellas como para prestar atención. Devon miró a Olympe, que se agarraba como si en ello le fuera la vida al asiento, y le echo una mirada de cómo—me—has—hecho—esto—a—mí.

—Bueno —le dijo Annabeth—, el Taxi de las Hermanas Grises es la manera más rápida de llegar al campamento.

—¿Entonces por qué no lo tomaste desde Virginia?

—Eso no cae en su área de servicio —replicó, como si fuera la cosa más evidente del mundo—. Sólo trabajan en la zona de Nueva York y alrededores.

—¡Hemos llevado a gente famosa en este taxi! —exclamó Ira—. ¡A Jasón, por ejemplo! ¿Os acordáis?

—¡No me lo recuerdes! —gimió Avispa—. Y en esa época no teníamos taxi, vieja latosa. ¡Ya hace tres mil años de aquello!

—¡Dame el diente! —Ira intentó agarrarle la boca a Avispa, pero ella le apartó la mano.

—¡Sólo si Tempestad me da el ojo!

—¡Ni hablar! —chilló Tempestad—. ¡Tú ya lo tuviste ayer!

—¡Pero ahora estoy conduciendo, vieja bruja!

—¡Excusas! ¡Gira! ¡Tenías que girar ahí!

Avispa viró por la calle Delancey. Ella siguió dando gas y salimos propulsados por el puente de Williamsburg a ciento y pico por hora.

Las tres hermanas se peleaban ahora de verdad, o sea, a bofetada limpia. Ira trataba de agarrar a Avispa por la cara y ésta intentaba agarrársela a Tempestad. Mientras se gritaban unas a otras con los pelos alborotados y la boca abierta, ninguna de ellas tenía dientes, salvo Avispa, que lucía un incisivo entre amarillento y verdoso. En lugar de ojos, tenían los párpados cerrados y hundidos, con excepción de Ira, que sí disponía de un ojo verde inyectado en sangre que lo escrutaba todo con avidez, como si no le pareciera suficiente nada de lo que veía.

Finalmente fue ella, Ira, que llevaba ventaja con su ojo, la que logró arrancarle el diente de un tirón a su hermana Avispa. Esta se puso tan furiosa que rozó el borde del puente de Williamsburg, mientras chillaba:

—¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!

Tyson gimió y se agarró el estómago.

—Tal vez para ustedes esto sea normal, pero por si no se dieron cuenta —dijo Devon—, ¡vamos a morir!

—No te preocupes —dijo Annabeth, aunque sonaba superpreocupada—. Las Hermanas Grises saben lo que hacen. Son muy sabias, en realidad.

Corrían a toda velocidad por el borde mismo del puente, a cuarenta metros del East River.

—¡Sí, muy sabias! —Ira les lanzó una ancha sonrisa a través del retrovisor y aprovechó para lucir el diente que acababa de apropiarse—. ¡Sabemos cosas!

—¡Todas las calles de Manhattan! —dijo Avispa fanfarroneando, sin dejar de abofetear a su hermana—. ¡La capital de Nepal!

—¡La posición que andas buscando! —añadió Tempestad.

Sus hermanas se pusieron a aporrearla desde ambos lados, mientras le gritaban:

—¡Cierra el pico! ¡Ni siquiera lo ha preguntado!

—¿Cómo? —dijo Percy—. ¿Qué posición? Yo no estoy buscando...

—¡Nada! —dijo Tempestad—. Tienes razón, chico. ¡No es nada!

—Dímelo.

—¡No! —chillaron las tres.

—¡La última vez que lo dijimos fue terrible! —dijo Tempestad.

—¡El ojo arrojado a un lago! —asintió Ira.

—¡Años para recuperarlo! —gimió Avispa—. Y hablando de eso, ¡devuélvemelo!

—¡No! —aulló Ira.

—¡El ojo! —se desgañitó Avispa—. ¡Dámelo!

Le dio un mamporro a Ira en la coronilla. Se oyó un ruido repulsivo —¡plop!— y algo le saltó de la cara. Ira lo buscó a tientas, intentó atraparlo, pero lo único que logró fue golpearlo con el dorso de la mano. El viscoso globo verde salió volando por encima de su hombro y fue a caer directamente en las piernas de Olympe. Dio una arcada al sentir el ojo en su piel.

—¡Dioses míos, esta en mis piernas, que asco!

Dio un salto tan brutal que se golpeó la cabeza con el techo y el globo ocular cayó rodando.

—¡No veo nada! —berrearon las tres hermanas.

—¡Dame el ojo! —aulló Avispa.

—¡Dale el ojo! —gritó Annabeth.

—¡Yo no lo tengo! —dijo Olympe.

—Ahí, lo tienes al lado del pie —dijo Annabeth—. ¡No lo pises! ¡Recógelo!

—¡No pienses que voy a tocar eso!

El taxi golpeó la barandilla y continuó derrapando, pegado a aquella barra de metal, con un espantoso chirrido de afilar cuchillos. El coche temblaba y soltaba una columna de humo gris, como a punto de disolverse por pura fricción.

—¡Me voy a marear! —avisó Tyson.

—Annabeth —gritó Percy—, ¡déjale tu mochila a Tyson!

—¿Estás loco? ¡Recoge el ojo!

Avispa dio un golpe brusco al volante y el taxi se separó de la barandilla. Se lanzaron hacia Brooklyn a una velocidad muy superior a la de cualquier taxi humano. Las Hermanas Grises chillaban, se daban mamporros unas a otras y reclamaban a gritos el ojo.

Al final, Percy se armó de valor. Rasgo un trozo de su camiseta de colores, que ya estaba hecha jirones de tan chamuscada, y recogió el globo ocular.

—¡Buen chico! —gritó Ira—. ¡Devuélvemelo!

—No lo haré hasta que me digas a qué te referías. ¿Qué era eso de la posición que estoy buscando?

—¡No hay tiempo! —chilló Tempestad—. ¡Acelerando!

No había duda: árboles, coches y barrios enteros pasaban zumbando por nuestro lado, convertidos en un borrón gris. Ya habían salido de Brooklyn y estábamos atravesando Long Island.

—Percy —le advirtió Annabeth—, sin el ojo no podrán encontrar nuestro destino. Seguiremos acelerando hasta estallar en mil pedazos.

—Es cierto. Olvídalo y dales el ojo o terminaremos de nuevo en el inframundo.

—Primero han de decírmelo —contesto Percy—. O abriré la ventanilla y tiraré el ojo entre las ruedas de los coches.

—¡No! —berrearon las Hermanas Grises—. ¡Demasiado peligroso!

—¡Hermano, solo dales el ojo!

Percy le lanzó una breve mirada aireada a Devon.

—Estoy bajando la ventanilla.

—¡Espera! —gritaron las hermanas—. ¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce!

—¿Y eso qué es? ¡No tiene ningún sentido!

—¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce! —aulló Ira—. No podemos decirte más. ¡Y ahora devuélvenos el ojo! ¡Ya casi llegamos al campamento!

Habían salido de la autopista y cruzaban zumbando los campos del norte de Long Island. Ya veía al fondo la colina Mestiza, con su pino gigantesco en la cima: el árbol de Thalia, que contenía la energía vital de una semidiosa heroica.

—¡Perseus! —dijo Olympe con tono de advertencia—. ¡Dales el ojo ahora mismo!

Decidió no discutir. Soltó el ojo en el regazo de Avispa.

La vieja dama lo agarró rápidamente, se lo colocó en la órbita como quien se pone una lentilla y parpadeó.

—¡Uau!

Frenó a fondo. El taxi derrapó cuatro o cinco veces entre una nube de polvo y se detuvo chirriando en mitad del camino de tierra que había al pie de la colina Mestiza.

Tyson soltó un eructo monumental.

—Ahora mucho mejor.

—Está bien. Decidme qué significan esos números.

—¡No hay tiempo! —Annabeth abrió la puerta—. Tenemos que bajar ahora mismo.

Olympe bajó a toda prisa al ver la colina mestiza.

En la cima había un grupo de campistas. Y los estaban atacando.






























                            wandi's notes

parece ser que a alguien no le agrada Devon, aun que él no le haya hecho nada.

TENGO UN NUEVO FANFIC

se llama i can see you, es de percy con una mortal

Percy cuando Devon:

escribirlos va a ser muy divertido

xoxo

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