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016.
























❛ 016. Por fin a casa ❜

























Una lancha guardacostas los recogió, pero estaban demasiado ocupados para retenerlos mucho tiempo o preguntarse cómo cuatro niños vestidos con ropas de calle habían aparecido en medio de la bahía. Había que ocuparse de aquel desastre. Las radios estaban colapsadas con llamadas de socorro.

Los dejaron en el embarcadero de Santa Mónica con unas toallas en los hombros y botellas de agua en las que se leía: «¡SOY APRENDIZ DE GUARDACOSTAS!» . Luego se marcharon a toda prisa para salvar a más gente.

Tenían la ropa empapada. Olympe se sentía terriblemente incómoda estando toda empapada desde el cabello hasta sus zapatos. Percy iba descalzo, pues le había dado sus zapatos a Grover. Mejor que los guardacostas se preguntaran por qué uno de ellos iba descalzo que por qué tenía pezuñas.

A Olympe ni siquiera le importo lo mojada que estaba y se desplomó sobre la arena junto a sus amigos y observaron la ciudad en llamas, recortada contra el precioso amanecer. Se sentía como si acabara de volver de entre los muertos; cosa que había hecho literalmente. Le dio una mirada de pena a Percy, enserio tenía mala suerte ese chico.

—No puedo creerlo —comentó Annabeth—. Hemos venido hasta aquí para...

—Para nada —dijo Olympe con un bufido.

—Fue una trampa —dijo Percy—. Una estrategia digna de Atenea.

—Eh.

—Pero ¿es que no lo pillas?

Bajó la mirada y se sosegó.

—Sí. Lo pillo.

—¡Bueno, pues yo no! —se quejó Grover—. ¿Va a explicarme alguien...?

—Percy —dijo Annabeth—. Siento lo de tu madre. No te puedes imaginar cuánto...

—La profecía tenía razón —añadió—. « Irás al oeste, donde te enfrentarás al dios que se ha rebelado» . Pero no era Hades. Hades no deseaba una guerra entre los Tres Grandes. Alguien más ha planeado el robo. Alguien ha robado el rayo maestro de Zeus y el yelmo de Hades, y me ha cargado a mí el mochuelo por ser hijo de Poseidón. Le echarán la culpa a Poseidón por ambas partes. Al atardecer de hoy, habrá una guerra en tres frentes. Y la habré provocado yo.

Grover meneó la cabeza, alucinado. Luego preguntó:

—¿Quién podría ser tan malvado? ¿Quién desearía una guerra tan letal?

—Probablemente no la diosa de la flores.

—Veamos, déjame pensar —dijo Percy, mirando alrededor.

Y ahí estaba, esperándolos, enfundado en el guardapolvo de cuero negro y las gafas de sol, un bate de béisbol de aluminio apoyado en el hombro. La moto rugía a su lado, y el faro volvía rojiza la arena.

—Eh, chaval —llamó Ares, al parecer complacido de ver a Percy—. Deberías estar muerto.

—Me has engañado. Has robado el yelmo y el rayo maestro.

Ares sonrió.

—Bueno, a ver, yo no los he robado personalmente. ¿Los dioses toqueteando los símbolos de otros dioses? De eso nada. Pero tú no eres el único héroe en el mundo que se dedica a los recaditos.

—¿A quién utilizaste? ¿A Clarisse? Estaba allí en el solsticio de invierno.

Olympe negó con la cabeza. Conocía a Clarisse, podía ser todo lo que quieran pero ella no sería capaz de algo así.

La idea pareció divertir a Ares.

—No importa. Mira, chaval, el asunto es que estás impidiendo los esfuerzos en pos de la guerra. Verás, tenías que haber muerto en el inframundo. Entonces el viejo Alga se hubiese cabreado con Hades por matarte. Aliento de Muerto hubiera tenido el rayo maestro y Zeus estaría furioso con él. Pero Hades aún sigue buscando esto... —Se sacó del bolsillo un pasamontañas, del tipo que usan los atracadores de bancos, y lo colocó en medio del manillar de su moto, donde se transformó en un elaborado casco guerrero de bronce.

—El yelmo de oscuridad —dijo Grover, ahogando una exclamación.

—Exacto —repuso Ares—. A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, Hades se pondrá hecho un basilisco tanto con Zeus como con Poseidón, ya que no sabe cuál le robó el yelmo. Muy pronto habremos organizado un bonito y pequeño festival de mamporros.

—¡Pero si son tu familia! —protestó Annabeth.

Ares se encogió de hombros.

—Los enfrentamientos dentro de una misma familia son los mejores, los más sangrientos. No hay como ver reñir a tu familia, es lo que digo siempre.

—Claro, no hay cómo causar una tercera guerra mundial, súper lindo.

—Me diste la mochila en Denver —dijo Percy—. El rayo maestro ha estado aquí todo el tiempo.

—Sí y no —contestó Ares—. Quizá es demasiado complicado para tu pequeño cerebro mortal, pero debes saber que la mochila es la vaina del rayo maestro, sólo que un poco metamorfoseada. El rayo está conectado a ella, de manera parecida a esa espada tuya, chaval. Siempre regresa a tu bolsillo, ¿no?

No estaba seguro de cómo Ares sabía aquello, pero supongo que un dios de la guerra suele estar informado sobre las armas.

—En cualquier caso —prosiguió Ares—, hice unos pequeños ajustes mágicos a la vaina para que el rayo sólo volviera a ella cuando llegaras al inframundo. De ese modo, si hubieses muerto por el camino no se habría perdido nada y yo seguiría en posesión del arma.

—Pero ¿por qué simplemente no conservaste el rayo maestro? ¿Para qué enviarlo a Hades?

De repente Ares se quedó absorto y pareció estar escuchando una voz interior.

—¿Por qué no...? Claro... con ese poder de destrucción... —Seguía absorto. Intercambiaron miradas los tres extrañados, pero de pronto Ares salió de su extraño trance—. Porque no quería problemas. Mejor que te pillaran a ti con las manos en la masa, llevando el trasto.

—Mientes —dijo Percy—. Enviar el rayo maestro al inframundo no fue idea tuya.

—¡Claro que sí! —De sus gafas de sol salieron hilillos de humo, como si estuvieran a punto de incendiarse.

—Tú no ordenaste el robo —insistió—. Alguien más envió a un héroe a robar los dos objetos. Entonces, cuando Zeus te envió en su busca, diste con el ladrón. Pero no se lo entregaste a Zeus. Algo te convenció de que lo dejaras ir. Te quedaste los objetos hasta que otro héroe llegara y completara la entrega. La cosa del foso te está mangoneando.

—¡Soy el dios de la guerra! ¡Nadie me da órdenes! ¡No tengo sueños!

Olympe levantó las cejas, Percy no había dicho nada sobre sueños.

—¿Quién ha hablado de sueños?

Ares parecía agitado, pero intentó disimularlo con una sonrisa.

—Volvamos a lo nuestro, chaval. Estás vivo y no permitiré que lleves ese rayo al Olimpo. Ya sabes, no puedo arriesgarme a que esos imbéciles testarudos te hagan caso. Así que tendré que matarte. Nada personal, claro.

Chasqueó los dedos. La arena estalló a sus pies y de ella surgió un jabalí, aún más grande y amenazador que el que colgaba encima de la cabaña 5 del Campamento Mestizo. El bicho pateó la arena y me miró con ojos encendidos mientras esperaba la orden de matar a Percy. Olympe en otra ocasión hubiera disfrutado ver eso, pero ahora realmente se lo estaba replanteando.

—Pelea tú mismo conmigo, Ares —lo desafió Percy y Olympe deseo darle un golpe por lo valiente o impertinente.

Se rió con cierta incomodidad.

—Sólo tienes un talento, chaval: salir corriendo. Huiste de Quimera. Huiste del inframundo. No tienes lo que hace falta.

— ¿Asustado?

—Qué tonterías dices. —Pero las gafas habían comenzado a fundírsele por el calor que despedían sus ojos—. No me implico directamente. Lo siento, chaval, no estás a mi nivel.

—¡Percy, corre! —exclamó Annabeth.

Olympe soltó un suspiro al ver que Percy lograba apartarse y darle un mandoble al jabalí, cortándole uno de los colmillos, mandándolo de lleno al agua.

—¡Ola!

Una ola repentina surgió de ninguna parte y envolvió al jabalí, que soltó un mugido y se revolvió en vano. Al instante desapareció engullido por el mar.

Se volvió hacia Ares.

—¿Vas a pelear conmigo ahora? —le espetó—. ¿O vas a esconderte detrás de otro de tus cerditos?

Ares estaba morado de rabia.

—Ojo, chaval. Podría convertirte en...

—... ¿una cucaracha o una lombriz? Sí, estoy seguro. Eso evitaría que patearan tu divino trasero, ¿verdad?

Las llamas danzaban por encima de sus gafas.

—No te pases, niño. Estás acabando con mi paciencia y te convertiré en una mancha de grasa.

—Si ganas, conviérteme en lo que quieras y te llevas el rayo. Si pierdes, el yelmo y el rayo serán míos y tú te apartas de mi camino.

Ares resopló con desdén y esgrimió su bate de béisbol.

—¿Cómo lo prefieres? ¿Combate clásico o moderno?

Percy le mostró su espada.

—Para estar muerto tienes mucha gracia —contestó—. Probemos con el clásico.

Entonces el bate se convirtió en una enorme espada cuya empuñadura era un cráneo de plata con un rubí en la boca.

—Percy, no lo hagas... —le advirtió Annabeth—. Es un dios.

—Es un cobarde —repuso.

—Pero eso no quita que sea un dios —repuso Olympe.

Annabeth tragó saliva y dijo:

—Por lo menos lleva esto, para que te dé suerte. —Se quitó el collar de cuentas y el anillo de su padre y lo puso en el cuello de Percy—. Reconciliación —añadió —. Atenea y Poseidón juntos.

Percy se ruborizó un poco, pero consiguió sonreír.

—Gracias.

—Y toma este amuleto de la suerte —terció Grover, y le tendió una lata aplastada que llevaba en el bolsillo—. Los sátiros estamos contigo.

—Grover... no sé qué decir.

Le dio una palmada en el hombro. Se metí la lata en el bolsillo trasero.

—Perseus —lo llamó Olympe, a la vez que se acercaba sacándose su anillo. Agarro la mano de Percy y se lo puso—. Buena suerte, Percy Jackson.

Percy estaba completamente rojo.

—Yo... Olympe...

—¿Ya has terminado de despedirte de tu novia, chaval? —Ares avanzó hacia Percy. El guardapolvo negro ondeaba tras él, su espada refulgía como el fuego al amanecer—. Llevo toda la eternidad luchando, mi fuerza es ilimitada y no puedo morir. ¿Tú que tienes?

« Menos ego» , pensó Percy, pero no dijo nada en parte porque se puso aun más rojo por la insinuación de Olympe siendo su novia. Mantuvo los pies en el agua y se adentró un poco hasta que le llegó a los tobillos

Olympe se tapó los ojos cuando un mandoble fue dirigido a la cabeza de Percy, pero él ya no estaba allí. Dejo unos espacios entre sus dedos para poder ver. El agua lo hizo botar y lo catapultó hacia su adversario, y cuando bajaba descargué su espada. Pero Ares era igual de rápido: se retorció y desvió con su empuñadura el golpe que debería haberle dado directamente en la cabeza.

Sonrió socarrón.

—No está mal, no está mal.

Olympe sentía como Annabeth se agarraba con fuerza de su brazo derecho y Grover de su brazo izquierdo, mientras la pelea seguía avanzando. Ella cada tanto se tapaba del todo los ojos.

Vio como Percy se metió en el campo de acción de Ares con una estocada, pero Ares estaba esperándolo. Le arrancó la espada de las manos con un brutal mandoble y le dio un golpe en el pecho. Salió despedido hacia atrás, ocho o diez metros. Se habría roto la espalda de no haber caído sobre la blanda arena de una duna.

—¡Percy! —chilló Annabeth—. ¡La policía!

Percy veía doble y sentía el pecho como si acabaran de atizarle con un ariete, pero consiguió ponerse en pie. Olympe sintió como sus amigos dejaban de apretar sus brazos con tanta fuerza a la vez que ella suspiraba con alivio.

Percy no dejó de mirar a Ares por miedo a que lo partiera en dos, pero con el rabillo del ojo vi luces rojas parpadear en el paseo marítimo. Se oyeron frenazos y portezuelas de coche.

—¡Están allí! —gritó alguien—. ¿Lo ve?

Una voz malhumorada de policía:

—Parece ese niño de la tele... ¿Qué diantres...?

Olympe miro hacia donde ellos se encontraban.

—Va armado —dijo otro policía—. Pide refuerzos.

Olympe estaba nerviosa no sabía si porque le pasara algo a Percy o a su anillo.

Percy corrió hacia su espada, la recogió y volvió a lanzar una estocada al rostro de Ares, quien volvió a desviarla. Parecía adivinar sus movimientos justo antes de que los ejecutara.

—Admítelo, chaval —gruñó Ares—, no tienes ninguna posibilidad. Sólo estoy jugueteando contigo.

Sus sentidos estaban haciendo horas extra. Entendió entonces lo que las chicas le habían dicho sobre que el THDA lo mantenía vivo en la batalla. Estaba totalmente despierto, reparaba en el más mínimo detalle. Veía cómo se tensaba Ares e intuía de qué modo atacaría. Asimismo, en todo momento era consciente de que Olympe, Annabeth y Grover se hallaban a diez metros a su izquierda. Un segundo coche de policía se acercaba con la sirena aullando. Los espectadores, gente que deambulaba por las calles a causa del terremoto, habían empezado a  arremolinarse. Olympe diciéndoles desde donde se encontraba a la multitud y a la policía que no se acerquen. Entre la multitud me pareció ver algunos que caminaban con los movimientos raros y trotones de los sátiros disfrazados. También distinguía las formas resplandecientes de los espíritus, como si los muertos hubieran salido del Hades para presenciar el combate.

Más sirenas.

Olympe estaba tan concentrada en intentar que nadie se acercara con su embrujohabla que se estaba perdiendo la pelea.

Una voz ordenó por un megáfono:

—¡Tiren las escopetas! ¡Tírenlas al suelo! ¡Ahora!

¿Escopetas?

Olympe giró la cabeza y miró el arma de Ares, que parecía parpadear: a veces parecía una escopeta, a veces una espada.

Ares se volvió para lanzar una mirada de odio a su público, lo que le dio un respiro a Percy. Había ya cinco coches de policía y una fila de agentes agachados detrás de ellos, apuntándolos con sus armas pero sin avanzar gracias a Olympe. Empezaba a sentirse debilitada por usar el embrujohabla.

—¡Esto es un asunto privado! —aulló Ares—. ¡Lárguense!

Hizo un gesto con la mano y varias lenguas de fuego hicieron presa en los coches patrulla. Los agentes apenas tuvieron tiempo de cubrirse antes de que sus vehículos explotaran. La multitud de mirones se desperdigó al instante.

Ares estalló en carcajadas.

—Y ahora, héroe de pacotilla, vamos a añadirte a la barbacoa.

Olympe dejó de prestarle atención a la multitud justo para ver cómo montado en una ola, Percy salió despedido bruscamente por encima del dios.

Un muro de dos metros de agua le dio de lleno y lo dejó maldiciendo y escupiendo algas. Aterrizo detrás de él y amago un golpe a su cabeza, como había hecho antes. Se dio la vuelta a tiempo de levantar la espada, pero esta vez estaba desorientado y no se anticipó a su truco. Cambio de dirección, salto a un
lado y hundió Anaklusmos por debajo del agua. Le clavo la punta en el talón.

El alarido que siguió convirtió el terremoto de Hades en un hecho sin relevancia. Hasta el mismo mar se apartó de Ares, dejando un círculo de arena mojada de quince metros de diámetro. Icor, la sangre dorada de los dioses, brotó como un manantial de la bota del dios de la guerra. Su expresión iba más allá del
odio. Era dolor, desconcierto, imposibilidad de creer que lo habían herido.

Annabeth estaba boquiabierta, tan así que Olympe puso su mano en su barbilla y le cerró la boca. Pero Olympe no podía culparla, hasta ella misma se encontraba impactada.

Vio como Ares cojeó hacia Percy, murmurando antiguas maldiciones griegas, pero algo lo detuvo. Fue como si una nube ocultase el sol, pero peor. La luz se desvaneció, el sonido y el color se amortiguaron, y entonces una presencia fría y pesada cruzó la playa, ralentizando el tiempo y bajando la temperatura abruptamente. Olympe le recorrió un escalofrío y sintió que en la vida no había esperanza, que luchar era inútil.

La oscuridad se disipó.

Ares parecía aturdido.

Los coches de policía ardían detrás de ellos. La multitud de curiosos había huido. Olympe, Annabeth y Grover estaban en la playa, conmocionados, mientras el agua rodeaba de nuevo los pies de Ares y el icor dorado se disolvía en la marea.

Ares bajó la espada.

—Tienes un enemigo, diosecillo —le dijo—. Acabas de sellar tu destino. Cada vez que alces tu espada en la batalla, cada vez que confíes en salir victorioso, sentirás mi maldición. Cuidado, Perseus Jackson. Mucho cuidado.

Su cuerpo empezó a brillar.

—¡Percy, no mires! —gritó Annabeth.

Olympe se tapó los ojos antes de terminar desintegrada en un montón de cenizas.

El resplandor se extinguió.

Volvió a mirar. Ares había desaparecido. La marea se apartó para revelar el yelmo de oscuridad de Hades. Vio como Percy lo recogía y se dirigí hacia ellos, pero antes de llegar oyó un aleteo. Tres ancianas con caras furibundas, sombreros de encaje y látigos fieros bajaron del cielo planeando y se posaron frente a él.

La furia del medio, la que había sido la señora Dodds, dio un paso adelante. Enseñaba los dientes, pero por una vez no parecía amenazadora. Más bien parecía decepcionada, como si hubiera previsto comerlos aquella noche y luego hubiese decidido que podía resultar indigesto.

—Lo hemos visto todo —susurró—. Así pues, ¿de verdad no has sido tú?

Le lanzó el casco, que agarró al vuelo, sorprendida.

—Devuélvele eso al señor Hades. Cuéntale la verdad. Dile que desconvoque la guerra.

Vaciló y la vieron humedecerse los labios verdes y apergaminados con una lengua bífida.

—Vive bien, Percy Jackson. Conviértete en un auténtico héroe. Porque si no lo haces, si vuelves a caer en mis garras...

Estalló en carcajadas, saboreando la idea. Después las tres hermanas levantaron el vuelo hacia un cielo lleno de humo y desaparecieron. Olympe, Grover y Annabeth lo miraban atónitos.

—Percy... —dijo Grover—. Eso ha sido alucinante...

—Ha sido terrorífico —terció Annabeth.

—¡Ha sido genial! —se obstinó Grover.

—Ha sido de locos —siguió Olympe.

Percy no se sentía aterrorizado, tampoco genial y tal vez si un poco loco. Estaba agotado y le dolía todo.

—¿Han sentido eso... fuera lo que fuese?

Asintieron, inquietos.

—Deben de haber sido las Furias —dijo Grover.

Pero Olympe no estaba tan segura. Alguien había evitado que Ares matara a Percy, y era mucho más fuerte que las Furias. Cruzo una mirada de comprensión con Percy y Annabeth.

Olympe también miró dentro de la mochila cuando Percy se la pidió a Grover. El rayo maestro seguía allí. Vaya menudencia para provocar casi la Tercera Guerra Mundial.

—Tenemos que volver a Nueva York—dijo Percy—. Esta noche.

—Eso es imposible —contestó Annabeth—, a menos que vayamos...

—... volando —completó.

Olympe se le quedó mirando como si se le hubiera salido otra cabeza.

—¿Volando?... ¿Te refieres a ir en un avión, sabiendo que así te conviertes en un blanco fácil para Zeus si éste decide reventarte, y además transportando un arma más destructiva que una bomba nuclear? —siguió Annabeth.

—Sí —dijo—. Más o menos eso. Vamos.

—Tu enserio estas loco —Olympe soltó un suspiro.

•[💌]•

Es curioso cómo los humanos ajustan la mente a su versión de la realidad. Olympe ya sabia eso pero de igual forma no dejaba de sorprender lo cabezas duras que podían ser los mortales.

Según los noticiarios de Los Ángeles, la explosión en la playa de Santa Mónica había sido provocada por un secuestrador loco al disparar con una escopeta contra un coche de policía. Los disparos habían acertado a una tubería de gas rota durante el terremoto.

El secuestrador (alias Ares) era el mismo hombre que había raptado a Olympe hace años, y junto a Percy y a otros dos adolescentes en Nueva York los había arrastrado por todo el país en una aterradora odisea de diez días.

Después de todo, el pobrecito Percy Jackson no era un criminal internacional. Había causado un buen revuelo en el autobús Greyhound de Nueva Jersey al intentar escapar de su captor (a posteriori hubo testigos que aseguraron haber visto al hombre vestido de cuero en el autobús: « ¿Por qué no lo recordé antes?» ). El psicópata había provocado la explosión en el arco de San Luis; ningún chaval habría podido hacer algo así. Una camarera de Denver había visto al hombre amenazar a sus secuestrados delante de su restaurante, había pedido a un amigo que tomara una foto y lo había notificado a la policía. Al final, el valiente Percy Jackson se había hecho con un arma de su captor en Los Ángeles y se había enfrentado a él en la playa. La policía había llegado a tiempo. Pero en la espectacular explosión cinco coches de policía habían resultado destruidos y el secuestrador había huido. No había habido bajas. Percy Jackson, Olympe Bellemort y sus dos amigos estaban a salvo bajo custodia policial.

Fueron los periodistas quienes les proporcionaron la historia. Ellos solo se limitaron a asentir, llorosos y cansados (lo cual no fue difícil), y representando los papeles de víctimas ante las cámaras.

—Lo único que quiero —dijo Percy tragándose las lagrimas—, es volver con mi querido padrastro. Cada vez que lo veía en la tele llamándome delincuente juvenil, algo me decía que todo terminaría bien. Y sé que querrá recompensar a todas las personas de esta bonita ciudad de Los Ángeles con un electrodoméstico gratis de su tienda. Éste es su número de teléfono.

La policía y los periodistas estaban conmovidos, pero antes de que pudieran hacer algo un policía se acercó hacia Olympe y le dijo:

—Señorita, tiene una llamada de... su familia.

Sinceramente Olympe hubiera deseado quedarse haciendo su papel de victima en vez de tener que hablar con su abuela que no dejaba de decir cuánto estaba feliz de escuchar su voz y de que estuviera bien. Lo bueno de eso fue que su abuela le dijo que uno de los jets privados de la familia se encontraba en el aeropuerto y los llevaría hasta Nueva York lo antes posible.

Obligó a que Olympe anotara su número telefónico y le rogó que prometiera que en algún momento llamaría—no prometió nada—. Aun que intento sacarle más información a Olympe ella simplemente colgó sin dejar hablar más a su abuela.

Ella nunca lo aceptaría pero tenia la mínima esperanza de que quien la hubiera llamado hubiera sido su padre.

Al menos consiguieron la manera en la que regresarían a Nueva York.

No tenían otra elección que volar, así que confiaron en que Zeus aflojara un poco, dadas las circunstancias.

Cuando llegaron a donde se encontraba el avión, a Percy le costó subir al avión. Se sentó al lado de Olympe. El despegue fue una pesadilla. Las turbulencias daban más miedo que los dioses griegos. Intento buscar consuelo mirando a Olympe, tal vez ella le diría que todo estaría bien o siendo realistas le daría un golpe capaz de noquearlo y dormirlo, pero ella estaba completamente dormida. Percy no soltó los reposabrazos hasta que aterrizaron sin problemas en La Guardia. La prensa local los esperaba fuera, pero consiguieron evitarlos gracias a Annabeth, que los engañó gritándoles con la gorra de los Yankees puesta: « ¡Están allí, junto al helado de yogur! ¡Vamos!» . Y después volvió con ellos a recogida de equipajes.

Se separaron en la parada de taxis. Percy les dijo que volvieran al Campamento Mestizo e informaran a Quirón de lo que había pasado. Olympe no le hizo caso y le dijo que lo acompañaría, que no sea tonto para ir solo a un lugar que no conocía, mucho menos al Olimpo. Protestaron, pero al final Olympe ganó y ambos vieron a Grover y Annabeth marcharse.

Subieron a un taxi y se encaminaron a Manhattan. Aunque Percy no lo diría en voz alta, estaba agradecido de tener a Olympe con él, realmente saber que tendría compañía de alguno de sus amigos al momento de su muerte lo calmaba un poco pero esperaba que no la mataran a ella.

Treinta minutos más tarde entraban en el vestíbulo del edificio Empire State. Debian de parecer unos niños de la calle, vestidos con prendas ajadas y con el rostro arañado. Olympe al menos había dormido un poco en el avión. Se acercaron al guardia del mostrador y le dijo:

—Quiero ir al piso seiscientos.

Leía un grueso libro con un mago en la portada. Olympe no sabia mucho sobre libros que no sean de griegos y arquitectura—a ver, Annabeth todos los días le contaba sobre los libros que leía— pero debía de ser bueno porque le costó levantar la mirada.

—Ese piso no existe, chaval.

—Necesito una audiencia con Zeus.

Les dedicó una sonrisa vacía.

—¿Una audiencia con quién?

—Ya me ha oído.

Percy estaba apunto de decirle a Olympe que aquel tipo no era más que un mortal normal y corriente, y que mejor se largaran antes de que llamara a los loqueros, cuando dijo:

—Sin cita no hay audiencia, chaval. El señor Zeus no ve a nadie que no se haya anunciado.

—Bueno, me parece que hará una excepción. —Se quito la mochila y la abrió.

El guardia miró dentro el cilindro de metal y, por un instante, no comprendió qué era. Después palideció.

—¿Esa cosa no será...?

—Oh, claro que lo es, en vivo y en directo—le dijo Olympe—. ¿Quiere que lo saquemos y lo probemos?

—¡No! ¡No! —Brincó de su asiento, buscó presuroso un pase detrás del mostrador y me tendió la tarjeta—. Inserten en la ranura de seguridad. Asegúrense de que no haya nadie más en el ascensor.

Así lo hicieron. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, metieron la tarjeta en la ranura. En la consola se iluminó un botón rojo que ponía « 600» . Lo apretó y esperaron, y esperaron. Se oía música ambiental y al final « ding» . Las puertas se abrieron. Salieron y por poco a Percy le da un infarto.

Estaban de pie sobre una pequeña pasarela de piedra en medio del vacío. Debajo tenía Manhattan, a altura de avión. Delante, unos escalones de mármol serpenteaban alrededor de una nube hasta el cielo.

Desde lo alto de las nubes se alzaba el pico truncado de una montaña, con la cumbre cubierta de nieve. Colgados de una ladera de la montaña había docenas de palacios en varios niveles. Una ciudad de mansiones: todas con pórticos de columnas, terrazas doradas y braseros de bronce en los que ardían mil fuegos. Los caminos subían enroscándose hasta el pico, donde el palacio más grande de todos refulgía recortado contra la nieve. En los precarios jardines colgantes florecían olivos y rosales. Un mercadillo al aire libre lleno de tenderetes de colores, un anfiteatro de piedra en una ladera de la montaña, un hipódromo y un coliseo en la otra. Era una antigua ciudad griega, pero no estaba en ruinas. Era nueva, limpia y llena de colorido, como debía de haber sido Atenas dos mil quinientos años atrás.

Percy miró a Olympe impactado, ella le devolvió la mirada como diciendo «Lo sé, es increíble, yo también lo viví»

Su viaje a través del Olimpo discurrió en una neblina. Pasaron al lado de unas ninfas del bosque que se reían y les tiraron olivas desde su jardín. Los vendedores del mercado les ofrecieron ambrosía, un nuevo escudo y una réplica genuina del Vellocino de Oro, en lana de purpurina, como anunciaba la Hefesto Televisión. Las nueve musas afinaban sus instrumentos para dar un concierto en el parque mientras se congregaba una pequeña multitud: sátiros, náyades y un puñado de adolescentes guapos que debían de ser dioses y diosas menores. Nadie parecía preocupado por una guerra civil inminente. De hecho, todo el mundo parecía estar de fiesta. Varios se volvieron para ver pasar a Percy y susurraron algo que no podían oír.
Subieron por la calle principal, hacia el gran palacio de la cumbre. Era una copia inversa del palacio del inframundo. Allí todo era negro y de bronce; aquí, blanco y con destellos argentados.
Hades debía de haber construido su palacio a imitación de éste. No era bienvenido en el Olimpo salvo durante el solsticio de invierno, así que se había construido su propio Olimpo bajo tierra. A pesar de la mala experiencia de Percy con él, lo cierto es que el tipo le daba un poco de pena. Que te negaran la entrada a aquel sitio parecía de lo más injusto.

Amargaría a cualquiera.

Unos escalones conducían a un patio central. Tras él, la sala del trono.

Percy se detuvo y se volteó cuando no sintió a Olympe caminar a su lado, se había detenido.

—¿Que sucede?

—No entraré.

—¿Que? ¿Enserio?

—Súper enserio.

—¿Por que?

—Porque no y listo, que tanto.

—No me digas que tienes miedo.

—¡Claro que no! —chilló indignada.

—Entonces entra conmigo.

—Que no.

—Que si.

—Que no.

—No seas miedosa.

—Te golpeare.

—Esta bien, entrare solo —dijo antes de susurrar por última vez—. Miedosa.

Realmente Olympe si tenía un poco de miedo, bueno no, la ponía nerviosa la idea de tener que estar en la misma sala donde estuvieran Poseidon y Zeus justo en el momento donde más de malas debían estar.

¡Vamos! Es supervivencia básica.

Se quedó parada en el mismo lugar de manera incómoda, sin saber que hacer. O al menos eso fue hasta que escucho:

—¡Oly-pokie!

De pronto sintió unos brazos cálidos envolverla, e hizo algo que Afrodita nunca esperó y le dieron ganas de chillar de la emoción, le devolvió el abrazo con la misma fuerza.

En esos momentos Olympe estaba tan exhausta y desbordada mentalmente que ni siquiera le importo que normalmente ella no soportara el contacto físico, solo quería un abrazo de su madre a la cual veía en muy pocas ocasiones.

—Mírate, mi bebe, estas tan arruinada, pero fuiste tan valiente que hasta ganas de llorar me dan.

—Madre...

Olympe se quedó en silencio cuando vio cómo los ojos de Afrodita parecían una mezcla de dos colores que Olympe no sabría describir.

—Oh, Oly. Ven, vamos a arreglarte y tu misma me contarás todo lo que sucedió. Espero que te haya gustado y servido el regalo de mami.

•[💌]•

Cuando Percy salió y no encontró a Olympe se preocupó demasiado, regresó caminando por la ciudad de los dioses buscando con la mirada a Olympe, las conversaciones se detuvieron. Las musas interrumpieron su concierto. Todos, personas, sátiros y náyades, se volvieron hacia él con expresiones de respeto y gratitud, y cuando pasé junto a ellos se inclinaron como si fuera un héroe de verdad.

Cuando llego al final de la ciudad la vio. Se encontraba comiendo una barra de chocolate y antes de poder seguir se dio la vuelta y lo miro.

Percy sintió que se le iba el aire. Olympe se encontraba totalmente limpia, llevaba un vestido rosa corto y al estilo griego. Su cabello blanco estaba totalmente suelto y sus ondas estaban más marcadas, también llevaba una corona de flores rosas.

Percy fingió inclinarse como si fuera un príncipe haciendo una reverencia hacia Olympe que le correspondió con una sonrisita, agarrando los lados de su vestido y haciendo una leve flexión con sus rodillas.

Percy se sintió patético, si al lado de Olympe cualquiera debía verse no muy atractivos, en ese momento ella viéndose como una princesa y él como un niño de la calle, Percy sentía que debía parecer un adefesio al lado de Olympe.

—Hola.

—Hola.

—Entonces... ¿todo está bien? ¿Ya no más guerra?

—Ya no más guerra.

Olympe le extendió lo que le quedaba de chocolate.

—Vamos, cuéntame todo.

Y así lo hizo.

Quince minutos más tarde, Percy aún en trance y embriagado del perfume de Olympe, ya estaban de vuelta en las calles de Manhattan.

Olympe no tuvo problema en acompañar a Percy en taxi hasta el apartamento de su madre. Percy por un momento sintió vergüenza de que alguien como Olympe viera donde vivía, pero luego se dio cuenta que a ella no parecía importarle, claro vivió en la calle. Llamó al timbre y allí estaba: Olympe vio una mujer preciosa de cabello castaño, cuyo cansancio y preocupación desaparecieron de su rostro al ver a Percy.

—¡Percy! Oh, gracias al cielo. Oh, mi niño.

Le dio un fuerte abrazo y se quedaron en el pasillo, mientras ella sollozaba y le acariciaba el pelo. Percy también tenía los ojos llorosos.

Olympe vio todo eso desde más atrás y sintió envidia, su padre jamás reaccionaría de esa forma, o nadie de su familia. Ahí entendió porque Percy estaba tan seguro de querer ir al inframundo por su madre, y lo hizo, con una madre así ¿quien no lo haría?

Sally pareció reparar en una cabecita blanca que los miraba desde mucho más atrás dándoles su espacio.

—Oh, Hola, cariño. Percy ¿por que no me la presentaste? ¿Es tu novia?

Olympe intentó disimular la mueca de asco ante la idea de Percy siendo su novio, si podía ser algo lindo y todo lo que quieran, pero no era su tipo.

—Él ya quisiera que yo fuera su novia.

—¿¡Que!? ¡Mamá! Ella es Olympe, es solo mi amiga, me acompaño todo este tiempo.

—Es un gusto, señora Jackson.

—Dime Sally, cariño, no hace falta que me llames señora —dijo para luego acariciar el cabello de Olympe, haciendo que se le calentara el corazón por ese gesto—. Ahora cuéntenme todo.

Percy empezó a contar su historia.

Intentaron suavizarla para que pareciera menos horrible de lo que en realidad había sido, pero no era tarea fácil. Estaban a punto de llegar a la pelea con Ares cuando la voz de un hombre interrumpió desde el salón.

—¡Eh, Sally ! ¿Ese pastel de carne está listo o qué?

Cerró los ojos.

—No va a alegrarse de verte, Percy. La tienda ha recibido hoy medio millón de llamadas desde Los Angeles... Algo sobre unos electrodomésticos gratis.

—Ah, sí. Sobre eso...

Consiguió lanzarle una sonrisita.

—No lo enfades más, ¿vale? Venga, pasen.

—Ehh... esto... yo esperaré aquí afuera.

—¿Estas segura, cariño?

—Totalmente.

•[💌]•

Cuando Percy salió de su departamento vio a Olympe apoyada en la pared mirando su cabello, como si intentara saber la razón por la cual es tan blanco.

—¿Y bien, Aliento de pez? ¿Listo para volver al campamento como todo un héroe?

—Listo, Ángel endemoniado.

—Dioses, eres malísimo poniendo apodos, cabeza de percebe.

Percy se quejó diciendo que si parecía un ángel endemoniado mientras Olympe tiraba de él para que empezara a caminar.

Por fin volvían a casa.















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wandi's notes

llegue yo la divaza
actualice con 5700 palabras estoy loca

sé que estoy loco

más o menos así se vería la hermosa de olympe pero bing no hace bien su trabajo


xoxo 💋

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