009.
❛ 009. la emocionante atracción del amor❜
La tarde siguiente, el 14 de junio, siete días antes del solsticio, su tren llegó a Denver. No habían comido desde la noche anterior en el coche restaurante, en algún lugar de Kansas, donde Olympe claramente se quejó de los precios. Y no se duchaban desde la colina Mestiza. Si eso no se notará, Olympe se volvería hija del Señor D.
—Intentaremos contactar con Quirón —dijo Annabeth—. Quiero hablarle de tu charla con el espíritu del río.
—No podemos usar el teléfono, ¿verdad?
—No esta hablando de teléfonos.
Caminaron sin rumbo por el centro durante una media hora, escuchando como Oly resoplaba cada tanto, aunque Percy no estaba seguro de lo que Annabeth iba buscando. El aire era seco y caluroso, y les parecía raro tras la humedad de San Luis.
Dondequiera que miraran, los rodeaban las montañas Rocosas, como si fueran un tsunami gigantesco a punto de estrellarse contra la ciudad.
Un muy lindo pensamiento
Al final encontraron un lavacoches con mangueras vacío. Se metieron en la cabina más alejada de la calle, con los ojos bien abiertos por si aparecían coches de policía. Eran tres adolescentes rondando en un lavacoches sin coche; cualquier policía que se ganara sus dónuts se imaginaría que no tramábamos nada bueno.
— ¿Qué estamos haciendo exactamente? —preguntó Percy mientras Grover agarraba una manguera.
— Son setenta y cinco centavos —murmuró—. A mí sólo me quedan dos cuartos de dólar. ¿Chicas?
— A mí no me mires —contestó Annie—. El coche restaurante me ha desplumado.
— A mí igual, esos tipos se pasan con los precios.
Percy rebusco el poco cambio que le quedaba y le pasó a Grover un cuarto de dólar, lo que le dejó dos monedas de cinco centavos y un dracma de Medusa.
— Fenomenal —dijo Grover—. Podríamos hacerlo con un espray, claro, pero la conexión no es tan buena, y me canso de apretar.
— ¿De qué estás hablando?
Metió las monedas y puso el selector en la posición « LLUVIA FINA» .
—Mensajería I.
—¿Mensajería instantánea?
—Mensajería Iris —corrigió Olympe—. La diosa del arcoíris, Iris, transporta los mensajes para los dioses. Si sabes cómo pedírselo, y no está muy ocupada, también lo hace para los mestizos.
—¿Invocas a la diosa con una manguera?
Grover apuntó el pitorro al aire y el agua salió en una fina lluvia blanca.
—A menos que conozcas una manera más fácil de hacer un arco iris.
Y vaya que sí, la luz de la tarde se filtró entre el agua y se descompuso en colores.
Annabeth le tendió una palma.
—El dracma, por favor.
Se lo dio.
Levantó la moneda por encima de su cabeza.
— Oh, diosa, acepta nuestra ofrenda. —Lanzó el dracma dentro del arco iris, que desapareció con un destello dorado—. Colina Mestiza —pidió Annabeth.
— Nunca saldrá de mi cabeza que eso suena como un ritual.
Por un instante, no ocurrió nada.
Después tuvieron ante ellos la niebla sobre los campos de fresas, y el canal de Long
Island Sound en la distancia.
Era como si estuvieran en el porche de la Casa Grande. De pie, dándoles la espalda, había un tipo de pelo rubio apoyado en la barandilla, vestido con pantalones cortos y camiseta naranja.
Tenía una espada de bronce en la mano y parecía estar mirando fijamente algo en el prado.
Olympe claramente lo reconoció de inmediato.
— ¡Luke! —lo llamó.
Se volvió, sorprendido. Habría jurado que estaba a un metro delante a través de una pantalla de niebla, salvo que sólo podía verle la parte del cuerpo que cubría el arco iris.
—¡Mel! —Su rostro marcado se ensanchó en una sonrisa—. ¿Y ésa es Annabeth? ¿Percy? ¡Alabados sean los dioses! Eh, chicos, ¿están bien?
—Estamos... bueno... Sí, bien —balbuceó Annabeth. Se alisaba la camiseta sucia y se peinaba para apartarse el pelo de la cara—. Pensábamos que Quirón... bueno...
—Está abajo en las cabañas. —La sonrisa de Luke desapareció—. Estamos teniendo algunos problemas con los campistas. Escuchad, ¿va todo bien? ¿Le ha pasado algo a Grover?
—¡Estoy aquí! —gritó Grover. Apartó el pitorro y entró en el campo de visión de Luke—. ¿Qué clase de problemas?
En aquel momento un enorme Lincoln Continental se metió en el lavacoches con la radio emitiendo hip hop a tope. Cuando el coche entró en la cabina de al lado, el bajo vibró tanto que hizo temblar el suelo.
—Quirón tenía que... ¿Qué es ese ruido? —preguntó Luke.
—¡Yo me encargo! —exclamó Annabeth, aparentemente aliviada por tener una excusa para apartarse de en medio—. ¡Venga, Grover! Tu también, Olympe.
— ¿Qué? —dijo Olympe—. No. Yo quiero hablar con Luke.
—¿Qué? —dijo Grover—. Pero...
—¡Dale a Percy la manguera y ven! Olympe, vamos.—les ordenó.
Grover murmuró algo sobre que las chicas eran más difíciles de entender que el oráculo de Delfos, después le entregó la manguera a Percy y siguió a Annabeth junto a Oly que le dio un golpe en la nuca diciendo que las chicas no eran difíciles de entender. Percy ajusto el pitorro para mantener el arco iris y seguir viendo a Luke. . .
Si había algo que le gustaba a Olympe era asustar a las personas y más a los mortales, así que se puede decir que disfruto mucho asustando a ese tipo.
Olympe, Annabeth y Grover aparecieron por la esquina, riendo, pero se detuvieron al ver la cara Percy. La sonrisa de Annabeth desapareció.
—¿Qué ha pasado, Percy ? ¿Qué te ha dicho Luke?
—No demasiado —mintió, Percy sabia que Olympe no se tragaba la mentira por la forma en la que lo miraba—. Bueno, vamos a buscar algo de cenar.
Unos minutos más tarde estaban sentados en el reservado de un comedor de cromo brillante, rodeados por un montón de familias que zampaban hamburguesas y bebían refrescos.
Al final vino la camarera. Arqueó una ceja con aire escéptico e inquirió: —¿Y bien?
—Bueno... queríamos pedir la cena —dijo Percy.
—¿Tenéis dinero para pagar, niños?
El labio inferior de Grover tembló. Le preocupaba que empezara a balar, o peor aún, a comerse el linóleo. Annabeth parecía a punto de fenecer de hambre. Y Olympe estaba más pálida de lo normal.
Intentaba pergeñar una historia tristísima para la camarera cuando un rugido sacudió el edificio: una motocicleta del tamaño de un elefante pequeño acababa de parar junto al bordillo.
Todas las conversaciones se interrumpieron. El faro de la motocicleta era rojo. El depósito de gasolina tenía llamas pintadas y a los lados llevaba fundas para escopetas... con escopetas incluidas. El asiento era de cuero, pero un cuero que parecía... piel humana.
El tipo de la motocicleta habría conseguido que un luchador profesional llamase a gritos a su mamá.
Iba vestido con una camiseta de tirantes roja, téjanos negros y un guardapolvo de cuero negro, y llevaba un cuchillo de caza sujeto al muslo. Tras sus gafas rojas tenía la cara más cruel y brutal que he visto en mi vida —guapo, supongo, pero de aspecto implacable—; el pelo, cortísimo y negro brillante, y las mejillas surcadas de cicatrices sin duda fruto de muchas, muchas peleas. Lo raro era que su cara le sonaba a Percy. Olympe lo reconoció en el instante en que llegó.
Al entrar en el restaurante produjo una corriente de aire cálido y seco. Los comensales se levantaron como hipnotizados, pero el motorista hizo un gesto con la mano y todos volvieron a sentarse. Regresaron a sus conversaciones. La camarera parpadeó, como si alguien acabara de apretarle el botón de rebobinado.
—¿Tenéis dinero para pagar, niños? —volvió a preguntarles.
—Ponlo en mi cuenta —respondió el motorista.
Se metió en el reservado, que era demasiado pequeño para él, y acorraló a Olympe contra la ventana. Si hubiera sido otra persona Olympe lo hubiera insultado, pero ahora tendría que aguantarse las ganas, no le convenía meterse con ese tipo.
Levantó la vista hacia la camarera, la miró a los ojos y dijo—: ¿Aún sigues aquí?
La muchacha se puso rígida, se volvió como una autómata y regresó a la cocina.
El motorista se quedó mirando a Percy. No le veía los ojos tras las gafas rojas, pero empezaron a hervirle malos sentimientos. Ira, rencor, amargura.
Quería darle un golpe a una pared, empezar una pelea con alguien. ¿Quién se creía que era aquel tipo?
Le dedicó una sonrisa pérfida.
—Así que tú eres el crío del viejo Alga, ¿eh?
—¿Y a ti qué te importa?
Olympe le advirtió con la mirada. No era fan número uno de los dioses pero meterse con ese Dios, era cosa de locos o de Percy.
—Percy, éste es...
El motorista levantó la mano.
—No pasa nada —dijo—. No está mal una pizca de carácter. Siempre y cuando te acuerdes de quién es el jefe. ¿Sabes quién soy, primito?
Entonces Percy cayo en la cuenta. Tenía la misma risa malvada de algunos críos del Campamento Mestizo, los de la cabaña 5.
—Eres el padre de Clarisse —respondió—. Ares, el dios de la guerra.
Ares sonrió y se quitó las gafas. Donde tendrían que estar los ojos, había sólo fuego, cuencas vacías en las que refulgían explosiones nucleares en miniatura.
—Has acertado, pringado. He oído que le has roto la lanza a Clarisse.
—Lo estaba pidiendo a gritos.
—Probablemente. No intervengo en las batallas de mis críos, ¿sabes? He venido para... He oído que estabas en la ciudad y tengo una proposición que hacerte.
La camarera regresó con bandejas repletas de comida: hamburguesas con queso, patatas fritas, aros de cebolla y batidos de chocolate.
Ares le entregó unos dracmas. Olympe empezó a comer rápidamente, tenía hambre y prefería concentrase en la comida que en el Dios a su lado.
La mesera miró con nerviosismo las monedas.
—Pero éstos no son...
Ares sacó su enorme cuchillo y empezó a limpiarse las uñas.
—¿Algún problema, chata?
La camarera se tragó las palabras y se marchó sin rechistar.
—Eso está muy mal —le dijo a Ares—. No puedes ir amenazando a la gente con un cuchillo.
Ares soltó una risotada y luego dijo:
—¿Estás de broma? Adoro este país. Es el mejor lugar del mundo desde Esparta. ¿Tú no vas armado, pringado? Pues deberías. Ahí fuera hay un mundo peligroso. Y eso nos lleva a mi proposición. Necesito que me hagas un favor.
—¿Qué favor puedo hacerle yo a un dios?
—Algo que un dios no tiene tiempo de hacer. No es demasiado. Me dejé el escudo en un parque acuático abandonado aquí en la ciudad. Tenía cita con mi novia pero nos interrumpieron. En la confusión me dejé el escudo. Así que quiero que vayas por él.
Olympe se tensó, todo lo que tuviera que ver con las parejas de su madre la ponían muy incómoda.
—¿Por qué no vas tú?
El fuego en las cuencas de sus ojos brilló con mayor intensidad.
—También podrías preguntarme por qué no te convierto en una ardilla y te atropello con la Harley. La respuesta sería la misma: porque de momento no me apetece. Un dios te está dando la oportunidad de demostrar qué sabes hacer, Percy Jackson. ¿Vas a quedar como un cobardica? —Se inclinó hacia él—. O a lo mejor es que sólo peleas bajo el agua, para que papito te proteja y dejas que la criatura de Afrodita haga todo el trabajo.
Olympe se sonrojó un poco pero logró esconderlo con su cabello antes de que alguien se diera cuenta, el solo pensar que los Dioses sabían lo que hizo la hacía sacar ese pequeño lado tímido que tenía cuando se trataba de sus logros.
Percy tuvo el irreprimible impulso de darle un puñetazo en la cara, aunque sabía que era lo que él estaba buscando. El poder de Ares causaba su ira y le habría encantado que lo atacara. No pensaba darle el gusto.
—No estamos interesados —repuso—. Ya tenemos una misión.
Los fieros ojos de Ares le hicieron ver cosas que no quería ver: sangre, humo y cadáveres en la batalla.
—Lo sé todo sobre tu misión, pringado. Cuando ese objeto mortífero fue robado, Zeus envió a los mejores a buscarlo: Apolo, Atenea, Artemisa y yo, naturalmente. Ahora bien, si yo no percibí ni un tufillo de un arma tan poderosa... —se relamió, como si el pensamiento del rayo maestro le diera hambre— pues entonces tú no tienes ninguna posibilidad. Aun así, estoy intentando concederte el beneficio de la duda. Pero tu padre y yo nos conocemos desde hace tiempo. Después de todo, yo soy el que le transmitió las sospechas acerca del viejo Aliento de Muerto.
—¿Tú le dijiste que Hades robó el rayo?
—Claro. Culpar a alguien de algo para empezar una guerra es el truco más viejo del mundo. En cierto sentido, tienes que agradecerme tu patética misión.
—Gracias —farfulló.
—Eh, ya ves que soy un tío generoso. Tú hazme ese trabajito, y yo te ayudaré en el tuyo. Los prepararé el resto del viaje.
—Nos las arreglamos bien por nuestra cuenta.
—Sí, seguro. Sin dinero. Sin coche. Sin ninguna idea de a qué os enfrentáis. Ayúdame y quizá te cuente algo que necesitas saber. Algo sobre tu madre.
—¿Mi madre?
Sonrió.
—Eso te interesa, ¿eh? El parque acuático está a un kilómetro y medio al oeste, en Delancy. No puedes perderte. Busca la atracción del Túnel del Amor.
—¿Qué interrumpió tu cita? —le preguntó—. ¿Te asustó algo?
Ares le enseñó los dientes, pero ya había visto esa mirada amenazante en Clarisse. Había algo falso en ella, casi como si traicionara cierto nerviosismo.
—Tienes suerte de haberme encontrado a mí, pringado, y no a algún otro Olímpico. Con los maleducados no son tan comprensivos como yo. Volveremos a vernos aquí cuando termines. No me defraudes.
Después de eso, Percy debió desmayarme o caer en trance, porque cuando volvió a abrir los ojos Ares había desaparecido. Habría creído que aquella conversación había sido un sueño, pero las expresiones de Olympe, Annabeth y Grover le indicaron lo contrario.
—No me gusta —dijo Grover—. Ares ha venido a buscarte, Percy. No me gusta nada de nada.
Miré por la ventana. La motocicleta había desaparecido.
¿Sabría Ares de verdad algo sobre su madre, o sólo estaba jugando con el? En cuanto se hubo ido, la ira desapareció por completo de el. Supuso que a Ares le encantaba embarullar las emociones de la gente. Ése era su poder: confundir las emociones al extremo de que te nublaran la capacidad de pensar.
—Quizá no fue más que un espejismo —dijo—. Olvídense de Ares. Nos vamos y punto.
—No podemos —contestó Olympe—. Mira, yo detesto a Ares al igual que a todos los Dioses, pero no se puede ignorar a los Dioses a menos que quieras buscarte la ruina. No bromeaba cuando hablaba de convertirte en un roedor.
Miro su hamburguesa con queso, que de repente no parecía tan apetecible.
—¿Por qué nos necesita para una tarea tan sencilla?
—A lo mejor es un problema que requiere cerebro —observó Annabeth—.
Ares tiene fuerza, pero nada más. Y a veces la fuerza debe doblegarse ante la inteligencia.
—Pero ¿qué habrá en ese parque acuático? Ares parecía casi asustado. ¿Qué haría interrumpir al dios de la guerra una cita con su novia y huir?
Las chicas y Grover se miraron nerviosos.
—Me temo que tendremos que ir a descubrirlo —dijo Annabeth.
El sol se hundía tras las montañas cuando encontramos el parque acuático.
A juzgar por el cartel, originalmente se llamaba « WATERLAND» , pero algunas letras habían desaparecido, así que se leía: « WAT R A D» .
La puerta principal estaba cerrada con candado y protegida con alambre de espino. Dentro, enormes y secos toboganes, tubos y tuberías se enroscaban por todas partes, en dirección a las piscinas vacías. Entradas viejas y anuncios revoloteaban por el asfalto. Al anochecer, aquel lugar tenía un aspecto triste y daba escalofríos.
— Esto parece como una película de terror.—dijo Percy.
— Bueno, tendré que creerte porque nunca vi una película de terror.— Percy miro a Olympe luego de que dijera eso, puso una sonrisita antes de decir:
— Bueno, si salimos vivos de esto tendremos que arreglar eso.
Olympe miro con las cejas levemente levantadas a Percy, algo sorprendida por su atrevimiento.
Cuando le estaba por contestar Percy tuvo que abrir la boca y arruinarlo.
—Si Ares trae aquí a su novia para una cita —dijo mirando el alambre de espino—, no quiero imaginarme qué aspecto tendrá ella.
Olympe apartó rápidamente la mirada del lugar y se giró la cabeza tan rápido que temió haberse roto el cuello. Ella odiaba que juzgaran su apariencia y que juzgaran la apariencia de Afrodita era como juzgarla a ella.
—Percy —le avisó Annabeth, sabiendo cómo era Olympe—, tienes que ser más respetuoso.
—¿Por qué? Creía que odiabas a Ares.
—Sigue siendo un dios. Y su novia es muy temperamental.
—No insultes su aspecto —añadió Grover.
—¿Quién es? ¿Equidna?
— Cuidado, Jackson.—le dijo con enojo contenido Olympe, Percy la miro con extrañeza.
—No; Afrodita... —repuso Grover y suspiró con embeleso—. La diosa del amor.
—Pensaba que estaba casada con alguien —dijo Percy, incomodo por la mirada de Olympe—. ¿Con Hefesto?
—¿Y qué si fuera así?
—Bueno... —Mejor cambiar de tema—. ¿Y cómo entramos?
—Maya! —Al punto surgieron las alas de los zapatos de Grover.
Voló por encima de la valla, dio un involuntario salto mortal y aterrizó en una plataforma al otro lado. Se sacudió los vaqueros, como si lo hubiera previsto todo.
—Vamos, chicos.
Annabeth y Percy tuvieron que escalar a la manera tradicional, aguantándose uno a otro el alambre de espino para pasar por debajo. Una vez del otro lado miraron a Olympe, quien no pasó con ellos.
— ¿Y bien? — Olympe sacó su cuchillo y con un par de movimientos que le enseñó Luke logro abrir el candado y pasó sin problema alguno.
— ¿Porque no hiciste eso antes? —preguntó Percy.
— Ustedes no esperaron.
Las sombras se alargaron mientras recorrían el parque, examinando las atracciones. Pasaron frente a la Isla de los Mordedores de Tobillos, Pulpos Locos y Encuentra tu Bañador.
Ningún monstruo los atacó y no oyeron el menor ruido.
Encontraron una tienda de souvenirs que había quedado abierta. Aún había mercancía en las estanterías: bolas de nieve artificial, lápices, postales e hileras de...
—Ropa —dijo Annabeth—. Ropa limpia.
—Sí —dijo—. Pero no puedes ir y...
—¿Ah, no?
Olympe agarró una hilera llena de cosas y desapareció en el vestidor. A los pocos minutos salió con unos pantalones cortos de flores de Waterland, una camiseta rosa del campamento y unas zapatillas surferas del aniversario de Waterland. También llevaba la mochila de Luke colgada del hombro, llena con más cosas. Olympe se encargó de guardar sus zapatillas rosas allí.
—Qué demonios. —Grover se encogió de hombros.
En pocos minutos estuvieron los cuatro engalanados como anuncios andantes del difunto parque temático. Siguieron buscando el Túnel del Amor. Tenía la sensación de que el parque entero contenía la respiración.
—Así que Ares y Afrodita —dijo para mantener su mente alejada de la oscuridad creciente— tienen un asuntillo.
—Ese chisme es muy viejo, Percy —dijo Annabeth—. Tiene tres mil años.
—¿Y el marido de Afrodita?
—Bueno, ya sabes... Hefesto, el herrero, se quedó tullido cuando era pequeño, Zeus lo tiró monte Olimpo abajo. Así que digamos que no es muy guapo. Habilidoso con las manos, sí, pero a Afrodita no le van los listos con talento, ¿comprendes?
Olympe se mantenía callada, normalmente a ella no le importaba mucho como se sintieran algunos pero lo que nunca hacía era hablar de sus padres delante de ellos y menos de quienes eran sus amigos, entonces que ellos lo hicieran le dolía.
—Le gustan los motoristas.
—Lo que sea.
—¿Hefesto lo sabe?
—Oh, claro —repuso Annabeth—. Una vez los pilló juntos, quiero decir in franganti. Entonces los atrapó en una red de oro e invitó a todos los dioses a que fueran a reírse de ellos. Hefesto siempre está intentando ridiculizarlos. Por eso se ven en lugares remotos como... —se detuvo, mirando al frente—. Como ése.
Era una piscina que habría sido alucinante para patinar, de por lo menos cuarenta y cinco metros de ancho y con forma de cuenco.
Alrededor del borde, una docena de estatuas de Cupido montaba guardia con las alas desplegadas y los arcos listos para disparar. Al otro lado se abría un túnel, por el que probablemente corría el agua cuando la piscina estaba llena. Tenía un letrero que rezaba: « EMOCIONANTE ATRACCIÓN DEL AMOR: ¡ÉSTE NO ES EL TÚNEL DEL AMOR DE TUS PADRES!» .
Grover se acercó al borde.
—Chicos, miren.
En el fondo de la piscina había un bote de dos plazas blanco y rosa con un dosel lleno de corazones. En el asiento izquierdo, reflejando la luz menguante, estaba el escudo de Ares, una circunferencia de bronce bruñido.
—Esto es demasiado fácil —dijo—. ¿Así que bajamos y lo tomamos y ya está?
Annabeth pasó los dedos por la base de la estatua de Cupido más cercana.
—Aquí hay una letra griega grabada —dijo—. Eta. Me pregunto...
—Grover —preguntó—, ¿hueles monstruos?
Olisqueó el viento.
—Nada.
—¿Nada como cuando estábamos en el arco y no olfateaste a Equidna, o nada de verdad?
Grover pareció molesto.
—Aquello estaba bajo tierra —refunfuñó.
—Vale, olvídalo. —Inspiro hondo—. Voy a bajar.
—Te acompaño. —Grover no parecía demasiado entusiasta, pero le dio la impresión de que intentaba enmendarse por lo sucedido en San Luis.
—No —repuso—. Te quedarás arriba con las zapatillas voladoras. Eres el Barón Rojo, un as del aire, ¿recuerdas? Cuento contigo para que me cubras, por si algo sale mal.
A Grover se le hinchó el pecho.
—Claro. Pero ¿qué puede ir mal?
—No lo sé. Es un presentimiento. Annabeth, ven conmigo.
—¿Estás de broma?
—¿Y ahora qué pasa?
—¿Yo, contigo en... —se ruborizó levemente— en la «emocionante atracción del amor» ? Me da vergüenza. ¿Y si me ve alguien?
Olympe la miro con aburrimiento por esa tonta excusa.
—¿Quién te va a ver? —Pero Percy también se ruborizó un poco. Las chicas siempre le buscan tres pies al gato.
Olympe se cansó de tantas vueltas y exclamó:
— ¡Dioses mío! Ustedes parecen bebés. Vamos, Perseus, yo bajaré contigo.—lo tomo de la mano, causando que Percy se sonrojara más, y lo obligó a bajar con ella.
Llegaron al bote. Junto al escudo había un chal de seda de mujer. Percy intento imaginarse a Ares y Afrodita allí, una pareja de dioses que se encontraban en una atracción abandonada de un parque de atracciones.
¿Por qué? Entonces reparó en algo que no había visto desde arriba: espejos por todo el borde de la piscina, orientados hacia aquel lugar. Podíamos vernos en cualquier dirección que miráramos. Eso debía de ser. Mientras Ares y Afrodita se daban besitos podían mirar a sus personas favoritas: ellos mismos.
Recogió el chal. Reflejaba destellos rosa y su aroma era una exquisita mezcla floral. Algo embriagador. Sonrió con aire de ensoñación, y estaba a punto de frotarse la mejilla con el chal cuando Olympe se lo arrebató y se lo metió en el bolsillo.
—Ah, no, de eso nada. Apártate de la magia de mi madre.
—¿Qué?
—Tú recoge el escudo, Percebe, y larguémonos de aquí.
En el momento en que toco el escudo supo que tenían problemas. Su mano rompió algo que lo unía al tablero de mandos. Una telaraña, pensó, pero lo examinó en la palma y vio que era un delgado filamento de metal. Estaba puesto ahí para tropezar con él.
—Esperen —gritó Annabeth desde arriba.
—Demasiado tarde.
—Hay otra letra griega por aquí, otra eta. Esto es una trampa.
Se produjo el chirriante ruido de un millón de engranajes que comenzaban a funcionar, como si la piscina estuviera convirtiéndose en una máquina gigante.
—¡Cuidado, chicos! —gritó Grover.
Arriba, en el borde, las estatuas de Cupido tensaban sus arcos en posición de
disparo. Sin darles tiempo de ponerse a cubierto, dispararon, pero no hacia ellos sino unas a otras, a ambos lados de la piscina. Las flechas arrastraban cables sedosos que describían arcos sobre la piscina y se clavaban en el borde, formando un enorme entramado dorado. Entonces, por arte de magia, empezaron a tejerse hilos metálicos más pequeños, entrelazándose hasta formar una red.
—Tenemos que salir de aquí —dijo.
—¡Vaya genio! —ironizó Olympe.
Percy agarró el escudo y echaron a correr, pero salir de la piscina no era tan fácil
como bajar.
—¡Venga! —los urgió Grover.
Intentaba rasgar la red para abrirles una salida, pero cada vez que la tocaba los hilos de oro le envolvían las manos. De repente, las cabezas de los cupidos se abrieron y de su interior salieron videocámaras y focos que nos cegaron al encenderse. Un altavoz retumbó:
« Retransmisión en directo para el Olimpo dentro de un minuto... Cincuenta y nueve segundos, cincuenta y ocho...» .
—¡Hefesto! —gritó Olympe—. ¡Cómo no me di cuenta antes! Eta es hache. Fabricó esta trampa para sorprender a mi madre con Ares. ¡Ahora van a retransmitirnos en vivo al Olimpo y quedaremos como idiotas totales! ¡Ni siquiera me veo bien!
Casi habían llegado al borde, cuando de pronto los espejos en hilera se abrieron como trampillas y de ellas emergió un torrente de diminutas cosas metálicas...
Annabeth soltó un grito de horror haciéndose para atrás.
Parecía un ejército de bichitos de cuerda: cuerpos de bronce, patas puntiagudas y afiladas pinzas, y se dirigían hacia nosotros como una marabunta, en una oleada de chasquidos y zumbidos metálicos.
—¡Arañas! —exclamó Olympe, horrorizada, haber pasado tantos años con una hija de Atenea con un gran miedo a las arañas le estaba pagando factura.
Percy nunca la había visto así. Trastabilló y cayó hacia atrás, totalmente asustada y asqueada, y las arañas robot casi la cubrieron completamente antes de que lograse levantarla y tirar de ella hacia el bote.
Aquellas cosas seguían apareciendo por doquier, miles de ellas, bajando sin cesar a la piscina y rodeándonos.
Probablemente no estaban programadas para matar, sólo para acorralarlos, morderlos y hacerlos parecer idiotas. Entonces cayeron en la cuenta de que era una trampa para dioses. Y ellos no eran dioses.
Subieron al bote y empezaron a apartar arañas a patadas a medida que trepaban. Percy le grito a Olympe que lo ayudara, Olympe, seguramente, sabiendo que si seguía así quedaría como una total ridícula, empezó a patear arañas.
« Treinta, veintinueve, veintiocho...» , proseguía el altavoz.
Las arañas empezaron a escupir filamentos de metal buscando amarrarlos. Al principio fue fácil zafarse, pero había demasiados y las arañas no dejaban de llegar. Percy le apartó una a Olympe de la pierna, y otra se llevó un trocito de sus zapatillas surferas con las pinzas.
Grover revoloteaba por encima de la piscina con las zapatillas voladoras, intentando perforar la red, pero no cedía.
« Piensa —se dijo Percy—. Piensa» .
Podrían haber huido por la entrada del Túnel del Amor, de no haber estado bloqueada por un millón de arañas robot.
« Quince, catorce, trece...» , contaba sin pausa el altavoz.
« Agua... ¿De dónde sale el agua?» .
Y entonces las vio: los espejos trampilla eran el desagüe de gruesas tuberías de
agua, y por allí habían venido las arañas.
Encima de la red, junto a uno de los cupidos, había una cabina de cristal que debía de contener los mandos.
—¡Grover! —gritó—. ¡Ve a la cabina y busca el botón de encendido!
—Pero...
—¡Hazlo! —Era una esperanza loca, pero nuestra única oportunidad. Las arañas ya rodeaban el bote por completo. Tenían que salir allí.
— ¡Percy! ¿Que tienes en mente?—Olympe sinceramente en este momento, como nunca lo haría, le confiaba su vida a Percy. Creía en el.
— ¡Ya veras!
Grover se metió en la cabina y empezó a pulsar botones a la desesperada.
« Cinco, cuatro...» .
Le hizo señas con las manos, dánde a entender a Percy que había apretado todos los botones pero seguía sin pasar nada.
Olympe vio como Percy cerraba los ojos e igual lo hizo, pero con algo de miedo por no saber que venía.
« Dos, uno, ¡cero!» .
Las tuberías se sacudieron y el agua inundó con un rugido la piscina, arrastrando las arañas. Percy tiro de Olympe para sentarla a su lado y le abrochó el cinturón justo cuando la primera ola les cayó encima y acabó con todas las arañas. El bote viró, se levantó con el nivel del agua y dio vueltas en círculo encima del remolino. El agua estaba llena de arañas que chisporroteaban en cortocircuito, algunas con tanta fuerza que incluso explotaban. Los focos los iluminaban y las cámaras cupido filmaban en directo para el Olimpo.
Percy se concentro en controlar el bote y lograr que siguiera la corriente sin estrellarse contra las paredes. Quizá fue su imaginación, pero el bote pareció responder; por lo menos no se hizo añicos. Dieron una última vuelta cuando el nivel del agua era casi tan alto como para cortarnos en juliana contra la red. Entonces la proa viró en dirección al túnel y se lanzaron a toda velocidad hacia la oscuridad.
Olympe hizo algo que los sorprendió a ambos, se abrazó a Percy, quien le devolvió el abrazo por miedo, fuertemente y gritaron al unísono cuando el bote remontó olas, pasó pegado a las esquinas y se escoró cuarenta y cinco grados al paso de imágenes de Romeo y Julieta y otro montón de tonterías de San Valentín. En la recta final del túnel, la brisa nocturna nos revolvió el pelo cuando el bote se lanzó como un bólido hacia la salida.
Si la atracción hubiese estado en funcionamiento, habrían llegado a una rampa entre las Puertas Doradas del Amor y, de allí, chapoteado sin problemas hasta la piscina de salida. Pero había un problema: las Puertas del Amor estaban cerradas con una cadena. Un par de botes que al parecer habían salido del túnel antes que nosotros se habían estrellado contra las puertas: uno estaba medio sumergido, y el otro partido por la mitad.
—¡Quítate el cinturón! —le gritó a Olympe, ella lo miro como si le hubiera dicho que sus mejores amigos eran los hijos de Ares.
—¿Estás loco?
—A menos que quieras morir aplastada. —se amarró el escudo de Ares al brazo—. Tendremos que saltar. —La idea de Percy era tan sencilla como demencial: cuando el bote chocara, aprovecharían el impulso como trampolín y saltarían por encima de la puerta.
Jamás había oído que nadie sobreviviera a impactos de esa índole, arrojados a diez o doce metros del lugar del accidente. Pero ellos, con un poco de suerte, aterrizarían en la piscina.
Olympe pareció comprender y le agarró la mano. Las puertas se acercaban a gran velocidad.
—Yo doy la señal —dijo Percy.
—¡No! ¡La doy yo!
—Pero ¿qué...?
— Mira, Percy. No estuve teniendo unos muy buenos días —le dijo, cambiando levemente el tono de voz—. Así que yo doy la señal.
Olympe sinceramente esperaba que ahora su embrujo habla no la traicionara, lo último que le quedaba era que los dioses vieran como su don fallaba, además era buena en matemáticas.
Afortunadamente Percy asintió distraídamente.
—¡Vale! —exclamó—. ¡Tú das la señal!
Vaciló... vaciló... y de repente gritó:
—¡Ahora!
Olympe tenía razón.
De haber saltado cuando lo decía Percy, se habrían estrellado contra las puertas.
Consiguió el máximo impulso... más del que necesitaban: el bote se estrelló contra las barcas estropeadas y salieron despedidos violentamente por el aire, justo por encima de las puertas y la piscina, directos al sólido asfalto.
Algo los agarró por detrás.
—¡Ay! —se quejó Olympe.
¡Grover!
En pleno vuelo los había atrapado, a Percy por la camisa y a Olympe por el brazo, e intentaba evitarles un aterrizaje accidentado, pero iban embalados.
—¡Pesan demasiado! —dijo Grover—. ¡Nos caemos!
— ¡No es cierto! —dijo Olympe—. ¡Ese es Percy!
Descendieron al suelo describiendo espirales, Grover esforzándose por amortiguar la caída. Chocaron contra un tablón de fotografías y la cabeza de Grover se metió directamente en el agujero donde se asomaban los turistas para salir en la foto como Noo-Noo la ballena simpática. Percy dio contra el suelo mientras que Olympe caía arriba de él; fue un golpe duro, pero estaban vivos y el escudo de Ares seguía en el brazo de Percy.
— Grover tenía razón pesas demasiado.—dijo Percy, adolorido.
— Oh, cállate.—le respondió luego de darle un golpe en la nuca, causando que Percy se moviera y la tirara de su espalda al piso en un golpe seco.
— ¡Ustedes dos! ¡Dejen de hacer el tonto!
En cuanto recuperaron el aliento, liberaron a Grover del tablón y le dieron las gracias por salvarles la vida. Percy se volvió para contemplar la Emocionante Atracción del Amor. El agua remitía. Su bote, estrellado contra las puertas, había quedado hecho trizas.
Cien metros más allá, en la piscina, los cupidos seguían filmando. Las estatuas habían girado de manera que las cámaras y las luces nos enfocaban.
Percy se miró con Olympe, y como si estuvieran pensando lo mismo, ambos miraron directamente las cámaras.
—¡La función ha terminado! —gritó Percy.
—¡Gracias! ¡Buenas noches! —ambos dieron una reverencia.
Los cupidos regresaron a sus posiciones originales y las luces se apagaron. El parque quedó tranquilo y oscuro otra vez, excepto por el suave murmullo del agua en la piscina de salida de la Emocionante Atracción del Amor. Olympe se preguntó si el Olimpo habría pasado a publicidad y si habrían estado bien de audiencia.
Percy levantó el escudo que llevaba en el brazo y se volvió hacia sus amigos.
—Vamos a tener unas palabritas con Ares.
(n/a) : bueno, este cap planeaba subirlo la semana que viene pero decidí subirlo hoy como celebración de la nueva portada bue Jajsj. Ya quiero escribir el siguiente cap, Oly y Percy van a conocerse un poco más. Este cap fue muy largo pero bueno, cosas de la vida.
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