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004.

























❛ 004. estúpidas Furias ❜































Al salir de la casa grande Olympe lo primero que hizo fue ir a la cabaña once para contarle esta inesperada noticia a su hermano de cariño. Luke Castellan.

Al llegar tocó la puerta esperando que el rubio le abriera. Y así fue, Luke abrió la puerta con aire confuso hasta que la vio.

— Mel, Hola. ¿Que haces aquí? —sonrió un poco confundido por la temprana visita.

— Hola. Muy bien, te lo dire directo y sin anestesia. Voy a una misión.—soltó de golpe

— ¿Qué? —la cara de Luke demostraba toda la sorpresa que le dio esa noticia.

— Si. Iremos Annabeth, Grover y Percy. Al parecer culpan a Percy de robar el rayo de Zeus y todo eso.

— Mélissandre. ¿Estás segura de que quieres ir?—preguntó el rubio, él confiaba en Olympe para poder protegerse, pero no es como si le encantara que ella vaya a una misión así de peligrosa y menos con un hijo de los tres grandes—. Si quieres puedo hablar con Quiron y...

— ¡No! Lo siento, no hace falta que lo hagas, puedo hacerlo. Enserio.

Lo luego de dudar un poco, Luke finalmente asintió, rendido.

— Pero déjame darte algo que necesitaras.—luego de esas palabras entro a su cabaña y luego de un rato salió con una mochila azul con varios parches de bandas. Estaba un poco quemada pero cumplía su función. Cuando estuvo frente a ella se puso de cuclillas—. Es la que utilice en mi primera misión, y bueno la necesitarás.

— Gracias, Luke

— No pasa nada, Mel. Ahora debes ir a darle esta no tan linda noticia a tus hermanos. —luego de decir eso y dejar un beso en su frente, Luke se puso de pie.

— Bien. Pero no llores cuando me esté por ir, porque no me vas convencer de quedarme.

Luke soltó una carcajada

— Te lo aseguro, no lo haré. Mélissandre—dijo esto último con burla.

— Deja de llamarme así.

Fue lo último que dijo antes de irse a su cabaña con los nervios a flote por tener una misión.

Cuando llegó a su cabaña y abrió la puerta, la recibió las miradas interrogantes de todos sus hermanos.

— ¿Y? ¿Para qué te necesitaba Quiron? —le preguntó una de sus hermanas, Valentina Díaz.

— Alguien tiene una misión, y no voy a decir quien soy.—luego de sus palabras hubo un silencio sepulcral hasta que todos empezaron a hablar y moverse por toda la cabaña buscando cosas.

— ¡Silencio! vamos a ponernos todos en orden para ayudar a Olympe a empacar.—luego de las palabras de Silena nadie puso objeción y empezaron empacar en la mochila de Luke.

Silena arrastró a Olympe al tocador para poder peinarla, mientras que Michael le pasaba a Lacy, lo que Valentina le pasaba, para poner en la mochila.

Y así durante un rato donde se decidieron que poner, y que no. Cuando terminaron, en la mochila había, tres mudas de ropa, un set de higiene personal, agua, un poco de comida, 100 dólares, una bolsita de ambrosía, un brillo labial y, porque Olympe lo pidió, unas latas de soda con un libro de arquitectura.

Al estar ya peinada con dos trenzas boxeadoras Olympe se reunió cerca de la puerta con todos sus hermanos en fila preparándose para recibirla. Fue abrazando uno por uno recibiendo mientras le decían todo tipo de comentarios:

— Suerte.

— Tráele gloria a la cabaña 10.

— ¡Tu puedes, Oly!

— Por favor, regresa sana y salva.

— Lo harás bien. Suerte.

— Te vamos a extrañar.

— La cabaña 10 te estará esperando.

— Se que podrás hacerlo. Te quiero, Oly.

Y con las palabras de Silena dejó la cabaña sintiendo ganas de llorar de la ternura que le dio que todos sus hermanos confiaran en ella, hasta Drew le dio un corto abrazo y le deseo suerte. Se encontró con los demás en la tienda del campamento.

En la tienda del campamento les prestaron cien dólares y veinte dracmas de oro. Estas monedas, del tamaño de galletas de aperitivo, representaban las imágenes de varios dioses griegos en una cara y el edificio del Empire State en la otra. Los antiguos dracmas que usaban los mortales eran de plata, les dijo Quirón, pero los Olímpicos sólo utilizaban oro puro. Quirón también dijo que las monedas podrían resultar de utilidad para transacciones no mortales. Les dio a Annabeth, Olympe y a Percy una cantimplora de néctar a cada uno y una bolsa con cierre hermético llena de trocitos de ambrosía, aunque Olympe ya tuviera un poco pero nunca estaba de más, para ser usada sólo en caso de emergencia, si estában gravemente heridos. Era comida de dioses, les recordó Quirón. Los sanaría prácticamente de cualquier herida, pero era letal para los mortales. Un consumo excesivo les produciría fiebre. Una sobredosis los consumiría, literalmente.

Annabeth trajo su gorra mágica de los Yankees, un regalo de su madre cuando cumplió doce años. Llevaba un libro de arquitectura clásica escrito en griego antiguo, para leer cuando se aburriera, y una daga de bronce, oculta en la cintura. Mientras que Olympe llevaba una revista de moda para no aburrirse, su mochila, y un largo cuchillo de bronce, oculto en la cintura entre el pantalón y su camiseta. Percy estaba convencido de que el cuchillo y la daga los delataría en cuanto pasaran por un detector de metales.

Por su parte, Grover llevaba sus pies falsos y pantalones holgados para pasar por humano. Iba tocado con una gorra verde tipo rasta, porque cuando llovía el pelo rizado se le aplastaba y dejaba ver la punta de los cuernecillos. Su mochila naranja estaba llena de pedazos de metal y manzanas para picotear. En el bolsillo llevaba una flauta de junco que su padre cabra le había hecho, aunque sólo se sabía dos canciones: el Concierto para piano n. ° 12 de Mozart y So Yesterday de Hilary Duff, y ninguna de las dos suena demasiado bien con la flauta de Pan.

Se despidieron de los otros campistas, echaron un último vistazo a los campos de fresas, el océano y la Casa Grande, y subieron por la colina Mestiza hasta el alto pino que antaño fuera Thalia, la hija de Zeus.

Quirón los esperaba sentado en su silla de ruedas. Junto a él estaba el tipo con pinta de surfero que había visto Percy durante su pasaje por la enfermería. Según Grover, el colega era el jefe de seguridad del campamento. Al parecer tenía ojos por todo el cuerpo, así que era imposible sorprenderlo. No obstante, como hoy llevaba un uniforme de chófer, sólo le vio unos pocos en manos, rostro y cuello.

— Éste es Argos —le dijo Quirón—. Los llevará a la ciudad y... bueno, les echará un ojo.

Que gracioso.

Oyeron pasos detrás de ellos.

Luke subía corriendo por la colina con unas zapatillas de baloncesto en la mano.

— ¡Eh! —jadeó—. Me alegro de pillaros aún. —Annabeth se sonrojó, como siempre que Luke estaba cerca—. Sólo quería desearos buena suerte —le dijo a Percy—. Y pensé que... a lo mejor te sirven.

Le tendió las zapatillas, que parecían bastante normales. Incluso olían bastante normal.

— Maya! —dijo Luke.

De los talones de los botines surgieron alas de pájaro blancas. Dio un respingo y las dejó caer. Laszapatillas revolotearon por el suelo hasta que las alas se plegaron y desaparecieron.

— ¡Alucinante! —musitó Grover.

Luke sonrió.

— A mí me fueron muy útiles en mi misión. Me las regaló papá. Evidentemente, estos días no las utilizo demasiado... —Entristeció la expresión.

Percy no sabía qué decir. Luke ya se había enrollado bastante viniendo a despedirse. Le preocupaba que le guardara rencor por haberse llevado tanta atención en los últimos días. Pero allí estaba, entregándole un regalo mágico... Percy se sonrojó tanto como Annabeth.

Olympe estaba indignada, Luke no le había querido ni siquiera enseñar a usarlas porque decía que se podía lastimar, y ahí estaba el muy cara dura, entregándolas a un desconocido.

— Eh, tío —dijo Percy—. Gracias.

— Oye, Percy... -Luke parecía incómodo-. Hay muchas esperanzas puestas en ti. Así que... mata algunos monstruos por mí, ¿vale?

Se dieron la mano.

Luke le dio una palmadita a Grover entre los cuernos y un abrazo de despedida a Annabeth, que parecía a punto de desmayarse.

Cuando llego hasta Olympe se dieron un fuerte abrazo donde Luke aprovecho para susurrarle al oído:

— Te amo, Mélissandre. Cuídate, por favor, enserio.

— Te amo, Luke. Y tranquilo, estaré bien.

Cuando Luke se hubo marchado, Percy le dijo a Annabeth:

— Estás hiperventilando.

— De eso nada.

— Pero ¿no le dejaste capturar la bandera a él en lugar de ir tú?

— Oh... Me pregunto por qué querré ir a ninguna parte contigo, Percy.

Descendió por el otro lado de la colina con largas zancadas, hacia donde una furgoneta blanca esperaba junto a la carretera. Argos la siguió, haciendo tintinear las llaves del coche.

Recogió las zapatillas voladoras y de pronto tuvo un mal presentimiento. Miro a Quirón.

— No me aconsejas usarlas, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

— Luke tenía buena intención, Percy. Pero flotar en el aire... no es lo más sensato que puedes hacer.

Percy meneo la cabeza, pero entonces se le ocurrió una idea.

— Eh, Grover, ¿las quieres tú?

Se le encendió la mirada.

— ¿Yo?

En poco tiempo Olympe ayudó Percy a atarle las zapatillas a los pies falsos de Grover, y el primer niño cabra volador del mundo quedó listo para el lanzamiento.

— Maya! —gritó.

Despegó sin problemas, pero al poco se cayó de lado, desequilibrado por la mochila. Las zapatillas aladas seguían aleteando como pequeños potros salvajes.

— ¡Práctica! —le gritó Quirón por detrás—. ¡Sólo necesitas práctica!

— ¡Aaaaah! —Grover siguió volando en zigzag colina abajo, casi a ras del suelo, como un cortador de césped poseso, en dirección a la furgoneta.

Antes de seguirlo, Quirón agarró Percy del brazo, y Olympe se quedó, porque chisme era chisme.

— Debería haberte entrenado mejor, Percy—dijo—. Si hubiera tenido más tiempo... Hércules, Jasón... todos recibieron más entrenamiento.

— No pasa nada. Sólo que ojalá... —Percy se detuvo en seco, porque iba a sonar como un mocoso.

Ojalá su padre le hubiera dado un objeto mágico guay que lo ayudara en la misión, algo tan bueno como las zapatillas voladoras de Luke, o la gorra de invisibilidad de Annabeth.

— Pero ¿dónde tengo la cabeza? —exclamó Quirón—. No puedo dejar que te vayas sin esto.
Sacó algo del bolsillo del abrigo y me lo entregó. Era un bolígrafo desechable normal y corriente, de tinta negra y con tapa.

Probablemente costaba treinta centavos.

— Madre mía —dije—. Gracias.

— Es un regalo de tu padre. Lo he guardado durante años, sin saber que te estaba destinado. Pero ahora la profecía se ha manifestado claramente. Eres tú.

Recordó la excursión al Museo Metropolitano de Arte, cuando pulverizó a la señora Dodds. Quirón le había lanzado un boli que se convirtió en espada. ¿Sería aquél...?

Le quito la tapa, y el bolígrafo creció y se volvió más pesado en su mano. Al instante siguiente
sostenía una espada de bronce brillante y de doble filo, con empuñadura plana de cuero tachonado en oro. Era la primera arma equilibrada que empuñaba. A Olympe le parecía algo genial, pero no tan genial como las zapatillas de luke.

— La espada tiene una larga y trágica historia que no hace falta que repasemos-dijo Quirón-. Se llama Anaklusmos.

— Contracorriente -tradujo, sorprendido de que el griego clásico me resultara tan sencillo.

— Úsala sólo para emergencias, y sólo contra monstruos. Ningún héroe debe hacer daño a los mortales a menos que sea absolutamente necesario, pero esta espada no los lastimará en ningún caso.

Miro la afiladísima hoja.

— ¿Qué quiere decir con que no lastimará a los mortales? ¿Cómo puede no hacerlo?

— La espada está hecha de bronce celestial. Forjado por los cíclopes, templado en el corazón del monte Etna y enfriado en las aguas del río Lete. Es letal para los monstruos y para cualquier criatura del inframundo, siempre y cuando no te maten primero, claro. Sin embargo, a los mortales los atraviesa como una ilusión; sencillamente, no son lo bastante importantes para que la espada los mate. ¡Ah!, y he de advertirte otra cosa: como semidiós, puedes perecer tanto bajo armas celestiales como normales. Eres doblemente vulnerable.

— Es bueno saberlo.

— Ahora tapa el boli.

Toco la punta de la espada con la tapa del bolígrafo y Anaklusmos se encogió hasta convertirse de nuevo en bolígrafo. Se lo metió en el bolsillo, un poco nervioso porque en la escuela era famoso por perder bolis.

— No puedes -dijo Quirón.

— ¿Qué no puedo?

— Perderlo -dijo-. Está encantado. Siempre reaparecerá en tu bolsillo. Inténtalo.

Se mostró receloso, por lo que Olympe cansada de que se tardara tanto, se lo arrebato y lanzó el bolígrafo tan lejos como pudo colina abajo y lo vio desaparecer entre la hierba.

Quiron sonrió con diversión por la cara de sorpresa que puso Percy.

— Puede que tarde unos instantes —dijo Quirón—. Ahora mira en tu bolsillo.

Y, en efecto, el boli estaba allí.

— Vale, esto sí que mola --admitió—, pero ¿qué pasa si un mortal me ve sacando la espada?

Quirón sonrió.

— La niebla siempre ayuda, Percy.

— ¿La niebla?

— Sí. Lee la Ilíada. Está llena de referencias a ese asunto. Cada vez que los elementos monstruosos o divinos se funden con el mundo mortal, generan niebla, y ésta oscurece la visión de los humanos. Tú, siendo mestizo, verás las cosas como son, pero los humanos lo interpretarán de otra manera. Es increíble hasta dónde pueden llegar los humanos con tal que las cosas encajen en su versión de la realidad.

Se metió Anaklusmos otra vez en el bolsillo.
Por primera vez sintió que la misión era real. Estaba abandonando la colina Mestiza. Se dirigía al oeste sin supervisión adulta, sin un plan de emergencia alternativo, ni siquiera un teléfono móvil (Quirón les había contado que los monstruos podían rastrear los móviles; llevar uno sería peor que lanzar una bengala).

El no tenía otra arma más poderosa que una espada para luchar contra monstruos y llegar al Mundo de los Muertos.

— Quirón, cuando dices que los dioses son inmortales... Me refiero a que... hubo un tiempo antes de ellos, ¿no? -preguntó Percy.

Olympe al ya saberse esa historia casi de memoria y empezar a a aburrirse, decidió ir a hacia la furgoneta con Annabeth y Grover.



























Luego de un momento Percy llegó al pie de la colina, volvió la vista atrás. Bajo el pino que había sido Thalia, hija de Zeus, Quirón se erguía en toda su altura de hombre caballo y los despidió levantando el arco. La típica despedida de campamento del típico centauro.

Argo los condujo a la parte oeste de Long Island. A Percy le pareció raro volver a una autopista, con Annabeth y Olympe sentados a su lado como si fueran compañeros de coche habituales y Grover en el asiento de adelante. Tras dos semanas en la colina Mestiza, el mundo real parecía pura fantasía. Descubrió que se quedaba embobado mirando cada McDonald's, a cada chaval en la parte trasera del coche de sus padres, cada valla publicitaria y cada centro comercial. Para Olympe no era muy diferente, después de pasar tantos años sin salir del campamento le era raro estar ahí.

— De momento bien —dijo Percy—. Quince kilómetros y ni un solo monstruo.

Annabeth le lanzó una mirada de irritación. Luego dijo:

— Da mala suerte hablar de esa manera.

— sesos de alga.

— Recuérdenme de nuevo, ¿vale? ¿Por qué me odian tanto?

— No te odio.

— A mi solo me caes mal.

— A ti te lo puedo creer, pero tu pues casi me engañas.

Dobló su gorra de invisibilidad.

— Mira... es sólo que se supone que no tenemos que llevarnos bien. Nuestros padres son rivales.

— ¿Por qué?

— ¿Cuántas razones quieres? —Suspiró--. Una vez mi madre sorprendió a Poseidón con su novia en el templo de Atenea, algo sumamente irrespetuoso. En otra ocasión, Atenea y Poseidón compitieron por ser el patrón de la ciudad de Atenas. Tu padre hizo brotar un estúpido manantial de agua salada como regalo. Mi madre creó el olivo. La gente vio que su regalo era mejor y llamaron a la ciudad con su nombre.

— Deben de gustarles mucho las olivas.

— Eh, pasa de mí.

— Hombre, si hubiera inventado la pizza... eso podría entenderlo.

— ¡Te he dicho que pases de mí!

Argo sonrió en el asiento delantero. No dijo nada, pero le guiñó el ojo azul que tenía en la nuca.

El tráfico de Queens empezó a ralentizarnos. Cuando llegamos a Manhattan, el sol se estaba
poniendo y había empezado a llover.
Argos los dejó en la estación de autobuses Greyhound del Upper East Side, no muy lejos del apartamento de Gabe y su madre. Pegado a un buzón, había un cartel empapado con la foto de Percy: «¿Ha visto a este chico?»

Lo arranco antes de que Olympe, Annabeth y Grover se dieran cuenta. Algo que claramente Olympe vio pero prefirió no decir nada.

Argos descargó su equipaje, se aseguró de que tenían sus billetes de autobús y luego se marchó, abriendo el ojo del dorso de la mano para echarnos un último vistazo mientras salía del aparcamiento.

Percy pensó en lo cerca que estaba de su antiguo apartamento. En un día normal, su madre ya habría vuelto a casa de la tienda de golosinas. Probablemente Gabe el Apestoso estaría allí en aquel momento, jugando al póquer y sin echarla siquiera de menos.

Grover se cargó al hombro su mochila. Miró hacia donde el estaba mirando.

— ¿Quieres saber por qué se casó con él, Percy?

— ¿Me estabas leyendo la mente o qué? —repuso, mirándolo fijamente.

— Sólo tus emociones. —Se encogió de hombros—. Supongo que se me ha olvidado decirte que los sátiros tenemos esa facultad. Estabas pensando en tu madre y tu padrastro, ¿verdad?

Asintió, preguntándose qué más se habría olvidado Grover de contarle.

— Tu madre se casó con Gabe por ti. Lo llamas «apestoso», pero te quedas corto. Ese tipo tiene un aura... ¡Puaj! Lo huelo desde aquí. Huelo restos de él en ti, y ni siquiera has estado cerca desde hace una semana.

— Gracias —respondió—. ¿Dónde está la ducha más cercana?

— Tendrías que estar agradecido, Percy. Tu padrastro huele tan asquerosamente a humano que es capaz de enmascarar la presencia de cualquier semidiós. Lo supe en cuanto olfateé el interior de su Cámaro: Gabe lleva ocultando tu esencia durante años. Si no hubieses vivido con él todos los veranos, probablemente los monstruos te habrían encontrado hace mucho tiempo. Tu madre se quedó con él para protegerte. Era una señora muy lista. Debía de quererte mucho para aguantar a ese tipo... por si te sirve de consuelo.

No le servía de ningún consuelo, pero se abstuvo de expresarlo. «Volveré a verla -pensó -. No se ha ido

Percy se preguntaba si Grover seguiría leyendo sus emociones, mezcladas como estaban. Se alegraba de que Grover, Olympe y Annabeth estuvieran con el, pero se sentía culpable por no haber sido sincero con ellos. No les había contado el motivo por el que había aceptado aquella loca misión.

La verdad era que le daba igual recuperar el rayo de Zeus, salvar el mundo o siquiera ayudar a mi padre a salir del lío. Cuanto más pensaba en ello, más rencor le guardaba a Poseidón por no haberlo visitado nunca, ni haber ayudado a su madre, ni siquiera haberles enviado un miserable cheque para la pensión. Sólo lo reclamaba porque necesitaba que le hicieran un trabajito.

Lo único que le importaba era su mamá. Hades se la había llevado injustamente, y Hades iba a devolvérsela.

«Serás traicionado por quien se dice tu amigo -susurró el Oráculo en su mente-. Al final, no
conseguirás salvar lo más importante.» «Cierra la boca», le ordenó.

La lluvia no cesaba.

La espera los impacientaba y decidieron jugar a darle toquecitos a una manzana de Grover. Annabeth y Olympe eran increíble. Hacían botar la manzana en su rodilla, codo, hombro, lo que fuera. Percy tampoco era muy malo.
El juego terminó cuando le lanzó la manzana a Grover demasiado cerca de su boca. En un megamordisco de cabra engulló nuestra pelota. Grover se ruborizó e intentó disculparse, pero Annabeth, Olympe  y Percy estaban muriéndose de risa.

Por fin llegó el autobús. Cuando se pusieron en fila para embarcar, Olympe notó como Grover empezó a mirar alrededor, olisqueando el aire como si oliera su plato favorito de la cafetería: enchiladas.

— ¿Qué pasa? -le preguntó Percy.

— No lo sé. A lo mejor no es nada.

Pero se notaba que sí era algo. Percy empezó a mirar también por encima del hombro.

Se sintió aliviado cuando por fin subieron y encontraron asientos juntos al final del autobús.

Guardaron sus mochilas en el portaequipajes, menos Olympe quien estaba pegada a su mochila y ni siquiera la dejó, por si tuvieran que escapar y no perder tiempo. Annabeth no paraba de sacudir con nerviosismo su gorra de los Yankees contra el muslo.

Cuando subieron los últimos pasajeros, Olympe le apretó la rodilla a Percy.

— Percy.

Una anciana acababa de subir. Llevaba un vestido de terciopelo arrugado, guantes de encaje y ungorro naranja de punto; también llevaba un gran bolso estampado. Cuando levantó la cabeza, sus ojos negros emitieron un destello.

Olympe no podía creer que hubiera alguien con la decencia de usar un outfit tan horroroso y se notaba a leguas que su bolso era todo menos de diseñador.

Percy se agachó en su asiento.

Detrás de ella venían otras dos viejas: una con gorro verde y la otra con gorro morado. Por lo
demás, tenían exactamente el mismo aspecto que la primera: las mismas manos nudosas, el mismo bolso estampado, el mismo vestido arrugado. Un trío de abuelas diabólicas.

Se sentaron en la primera fila, justo detrás del conductor. Las dos del asiento del pasillo miraron hacia atrás con un gesto disimulado pero de mensaje muy claro: de aquí no sale nadie.

El autobús arrancó y se encaminaron por las calles de Manhattan, relucientes a causa de la lluvia.

— No ha pasado muerta mucho tiempo —dijo Percy intentando evitar el temblor en su voz—. Creía que habías dicho que podían ser expulsadas durante una vida entera.

— Dije que si tenías suerte —repuso Olympe—. Evidentemente, no la tienes.

— Las tres —sollozó Grover—. Di immortales!

— No pasa nada —dijo Annabeth, esforzándose por mantener la calma—. Las Furias. Los tres peores monstruos del inframundo. Ningún problema. Escaparemos por las ventanillas.

— No se abren —musitó Grover.

— ¿Hay puerta de emergencia?

No la había. Y aunque la hubiera, no habría sido de ayuda. Para entonces, estaban en la Novena Avenida, de camino al puente Lincoln.

— No nos atacarán con testigos —dijo el peli negro—. ¿Verdad?

— Los mortales no tienen buena vista -le recordó Olympe-. Sus cerebros sólo pueden procesar lo que ven a través de la niebla.

— Verán a tres viejas matándonos, ¿no?

Pensó en ello.

— Es difícil saberlo, aunque eso sería traumático. Pero no podemos contar con los mortales para que nos ayuden. ¿Y una salida de emergencia en el techo...?

Llegaron al túnel Lincoln, y el autobús se quedó a oscuras salvo por las bombillitas del pasillo. Sin el repiqueteo de la lluvia contra el techo, el silencio era espeluznante.

La furia se levantó. Como si lo hubiera ensayado, anunció en voz alta:

— Tengo que ir al aseo.

— Y yo -añadió la segunda furia.

— Y yo -repitió la tercera.

— Mejor aguántense.

Y las tres echaron a andar por el pasillo.

— Percy, ponte mi gorra —le urgió Annabeth.

— ¿Para qué?

— Te buscan a ti. Vuélvete invisible y déjalas pasar. Luego intenta llegar a la parte de delante y escapar.

— Pero ustedes...

— Hay bastantes probabilidades de que no reparen en nosotros. Eres hijo de uno de los Tres Grandes, ¿recuerdas? Puede que tu olor sea abrumador.

— No puedo dejarlos.

— Percy, ponte la maldita gorra.—Olympe lo dijo de una forma tan suave que ni siquiera se notaba que estaba utilizando su embrujohabla.

Percy totalmente impulsado por algo agarró la gorra de los Yankees y se la puso.

Cuando Olympe miró a su lado Percy ya no estaba, entonces volvió a mirar al frente, deseando que Percy se fuera.

La furia se detuvo, olisqueó y se quedó mirándolo fijamente. El corazón le latía
desbocado. Al parecer no vio nada, pues las tres siguieron avanzando.

Por los pelos, pensó, y continuó hasta la parte delantera del autobús. Ya casi salían del túnel Lincoln. Estaba a punto de apretar el botón de parada de emergencia cuando oyó unos aullidos espeluznantes en la última fila.
Las ancianas ya no eran ancianas. Sus rostros seguían siendo los mismos -supuso que no podían volverse más feas-, pero a partir del cuello habían encogido hasta transformarse en cuerpos de arpía marrones y coriáceos, con alas de murciélago y manos y pies como garras de gárgola. Los bolsos se habían convertido en fieros látigos.

Las Furias rodeaban a Olympe, Grover y Annabeth, esgrimiendo sus látigos.

— ¿Dónde está? ¿Dónde? -silbaban entre dientes.

Los demás pasajeros gritaban y se escondían bajo sus asientos.

Bueno, por lo menos ven algo. Pensó Olympe mientras sacaba su cuchillo.

— ¡No está aquí! -gritó Annabeth-. ¡Se ha ido!

Las Furias levantaron los látigos.

Annabeth sacó la daga de bronce. Grover agarró una lata de su mochila y se dispuso a lanzarla. Entonces ocurrió algo a lo que Olympe solo pudo darle el mérito a Percy

El autobús giró abruptamente hacia la izquierda. Todo el mundo aulló al ser lanzado hacia la derecha, y Percy oyó lo que esperaba fuera el sonido de tres Furias aplastándose contra las ventanas.

— ¡Eh, eh! ¿Qué dem...? -gritó el conductor-. ¡Uaaaah!

Salieron del túnel Lincoln a toda velocidad y volvimos a la tormenta, hombres y monstruos dando tumbos dentro del autobús, mientras los coches eran apartados o derribados como si fueran bolos.

De algún modo, el conductor encontró una salida. Dejaron la autopista a todo trapo, cruzamos media docena de semáforos y acabamos, aún a velocidad de vértigo, en una de esas carreteras rurales de Nueva Jersey en las que es imposible creer que haya tanta nada justo al otro lado de Nueva York. Había un bosque a la izquierda y el río Hudson a la derecha, hacia donde el conductor parecía dirigirse.

El autobús aulló, derrapó ciento ochenta grados sobre el asfalto mojado y se estrelló contra los árboles. Se encendieron las luces de emergencia. La puerta se abrió de par en par. El conductor fue el primero en salir, y los pasajeros lo siguieron gritando como enloquecidos. Percy se metió en el asiento del conductor y los dejo pasar.

Las Furias recuperaron el equilibrio. Revolvieron sus látigos contra Annabeth, mientras ésta amenazaba con su daga, Olympe con su cuchillo y les ordenaban que retrocedieran en griego clásico. Grover les lanzaba trozos de lata.

Percy observo la puerta abierta. Era libre de marcharse, pero no podía dejar a sus amigos.

De un momento a otro, Olympe volvió a ver a Percy y tuvo ganas de golpearse al ver que Percy no se había ido.

— ¡Eh!

Las Furias se volvieron, le mostraron sus colmillos amarillos y de repente la salida le pareció a Percy una idea fenomenal. La primera furia se abalanzó hacia Percy por el pasillo, como hacía en clase justo antes de entregarle un muy deficiente en el examen de matemáticas. Cada vez que su látigo restallaba, llamas rojas recorrían la tralla. Sus dos horrendas hermanas se precipitaron saltando por encima de los asientos como enormes y asquerosos lagartos.

— Perseo Jackson —dijo la señora Dodds con tono de ultratumba—, has ofendido a los dioses. Vas a morir.

— Me gustaba más como profesora de matemáticas -le dijo.

Gruñó.

Olympe, Annabeth y Grover se movían tras las Furias con cautela, buscando una salida.

Olympe vio como Percy sacaba el bolígrafo de su bolsillo y lo destapaba. Anaklusmos se alargó hasta convertirse en una brillante espada de doble filo.

Las Furias vacilaron.

La señora Dodds ya tenía el dudoso placer de conocer la hoja de Anaklusmos.

Evidentemente, no le gustó nada volver a verla.

— Sométete ahora —silbó entre dientes— y no sufrirás tormento eterno.

— Buen intento -contestó el imprudente de Percy.

— ¡Percy, cuidado! —le advirtió Annabeth.

La señora Dodds enroscó su látigo en su espada mientras las otras dos Furias se le echaban encima.

Sintió la mano como atrapada en plomo fundido, pero consiguió soltar a Anaklusmos. Golpeo a la Furia de la izquierda con la empuñadura y la envió de espaldas contra un asiento. Se volvió y le asestó un tajo a la de la derecha. En cuanto la hoja tocó su cuello, gritó y explotó en una nube de polvo.

Annabeth aplicó a la señora Dodds una llave de lucha libre y tiró de ella hacia atrás, mientras Grover le arrebataba el látigo.

— ¡Ay! -gritó él-. ¡Ay! ¡Quema! ¡Quema!

Olympe estaba ocupada con una furia que la tiró al suelo arañándole un poco el brazo en el proceso. Olympe se miró el brazo con el enojo pintado en su cara.

— Muy bien, ahora si me enoje.

Olympe se levantó agarrando fuertemente su cuchillo antes de abalanzarse contra el monstruo. La furia viendo lo que estaba por hacer se hizo a un lado, pero Olympe en un rápido movimiento de brazo le apuñalo en el estómago, causando que la furia se deshiciera en una nube de polvo.

Percy, que vio todo eso, miraba con un creciente respeto a Olympe mientras se replanteaba lo de hacer enojar a la de ojos azules.

Mientras la furia intentaba quitarse a Annabeth de encima. Daba patadas, arañaba, silbaba y mordía, pero Annabeth aguantó mientras Grover le ataba las piernas con su propio látigo. Al final ambos consiguieron tumbarla en el pasillo. Intentó levantarse, pero no tenía espacio para batir sus alas de murciélago, así que volvió a caerse.

— ¡Zeus te destruirá! -prometió-. ¡Tu alma será de Hades!

— Braceas meas vescimini! -le gritó Percy. Olympe no estaba muy segura de dónde salió el latín. Pero sabía que significaba «Y un cuerno».

Un trueno sacudió el autobús. Se le erizó el vello de la nuca.

— ¡Salgan! -ordenó Annabeth-. ¡Ahora!

No necesitaron que lo repitiera.

Antes de salir corriendo, Olympe agarró su mochila intentó agarrar otra pero Annabeth la tomó de la mano, fuera se encontraron a los demás pasajeros vagando sin rumbo, aturdidos, discutiendo con el conductor o dando vueltas en círculos y gritando impotentes.

— ¡Vamos a morir! -Un turista con una camisa hawaiana les hizo una foto antes de que Percy pudiera tapar la espada.

— ¡Nuestras bolsas! -dijo Grover-. Hemos dejado núes...

¡BUUUUUUM!

Las ventanas del autobús explotaron y los pasajeros corrieron despavoridos. El rayo dejó un gran agujero en el techo, pero un aullido enfurecido desde el interior les indicó que la señora Dodds aún no estaba muerta.

— ¡Corran! —exclamó Olympe—. ¡La muy maldita está pidiendo refuerzos! ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Se internaron en el bosque bajo un diluvio, con el autobús en llamas a sus espaldas y nada más que oscuridad ante ellos.





















































n/a: listo, me tarde una banda porque en mi escuela nos dejaron muchísima tarea, so. Quería perder disculpas por qué las partes "sentimentales" sean muy secas, es que se me da fatal eso, but también quiero pedir perdón por la poca imaginación, se que no justifica pero la escuela ya me está teniendo mal. También estuve editando un poco los capítulos porque no me convencían, en fin espero que estén pasando una linda tarde/noche. xoxo

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