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15


Una vez Kioto engañó a Berlín para que pensara que desde que su hermano y ella se conocieron empezaron a tener relaciones sexuales. Pero lo cierto era que Sergio era demasiado mayor para una niña de quince, y sin mencionar que su padre siempre estuvo atento de Sergio por si hacía algo incorrecto. 

Kioto solo quería demostrar que Berlín gustaba de ella mediante los celos, lo cual consiguió casi al instante. Le dejó varios días en donde se encontró a su hermano y a la chica en diferentes situaciones que podrían malinterpretarse, por ello era que Berlín siempre se moría de celos. Porque si alguien dice que Berlín no es celoso, está mintiendo. 

Por ello, Berlín estaba apretando con mucha fuerza el respaldo de la silla de Kioto mientras miraba a Arturo. Estos días estaban siendo muy calurosos y Kioto decidió dejarse el mono enredado en las caderas para poder llevar solo su top. Los ojos de Arturo no se apartaban de los abultados pechos de la chica, pero la estrategia de Kioto siempre era seducir y atacar, por lo que no le importaba que la mirara. Siempre sacaba todo lo que quería cuando el contrario estaba distraído. 

—¿Alguna vez has pensado en ponerte un precio, Arturo?

Kioto se inclinó hacía delante y Berlín fulminó tanto con la mirada a Arturo que esté se dio cuenta. Su mirada estaba puesta en la cara de Kioto, solo para que Berlín no le hiciera nada, pero cuando se distraía, bajaba la mirada sin descaro. 

—Hemos pensado en un millón de euros. —la chica aplaudió con entusiasmo. — Así, sin más, sin intereses ni impuestos. ¿Qué opina?

—A mi no me vais a engañar. Sé como va todo esto. — Kioto apoyó una mano en su barbilla mostrando interés, cuando en realidad solo quería que se callara.

—¿Estas seguro? Es eso o la segunda opción, usted verá. 

—¿Cuál es mi segunda opción?

—Salir. Sales de aquí como un pájaro libre, pero con las manos vacías. — la chica se encogió de hombros desinteresada. 

—¿Cómo se supone que sacaré de aquí un millón? ¿Escondidos en los calzoncillos? —Arturo estaba de lo más intrigado. Pero sobre todo, hablaba para quedarse más tiempo admirando la figura de Kioto. 

—Sencillo, tú me das un nombre y dirección de un primo, amigo o lo que sea. —notó las manos de Berlín sobre sus hombros cuando Arturo volvió a bajar la mirada, estaba marcando territorio. — Le mandó un sobre con el millón y listo. Eso sí, a los cinco o seis meses, para no levantar sospechas. Tú piénsalo Arturo, un millón o la libertad. 

El hombre salió despacio del despacho, a los pocos segundos de que se cerrara la puerta Berlín había atacado los labios de Kioto con firmeza. La chica, algo confundida, siguió el ritmo del beso igual abriendo la boca cuando él pidió permiso. Kioto ya estaba encima de la mesa con las piernas rodeando la cintura de Berlín, ellos se rozaban para aliviarse pero no era suficiente. 

—Quítate el mono bihotza.  murmuró Kioto entre los labios de Berlín. 

—¿Qué? ¿Estas segura?— puede que era lo que más deseara en esos momentos, tener sexo real con su aún esposa, pero quería estar seguro de que era consentido.

—Sí, quitatelo. Ahora. 

Berlín no tardó en obedecer y bajar la cremallera con rapidez, se quitó las mangas para que el mono se deslizara solo y mostró su camiseta gris. Alzó los ojos para seguir besando a Kioto, pero sus ojos captaron los pechos desnudos de la chica. Los piercings de corazón que adornaban sus pezones los hacían mas hermosos y no tardó en abalanzarse a ellos. 

Kioto se retorcía en las manos de Berlín, una mano estaba en su pecho derecho apretando con fuerza mientras que la otra estaba bajando peligrosamente a la intimidad de la chica. Gimió con fuerza cuando Berlín agarró el piercing y lo estiró con fuerza, aprovechó ese instante para deshacer el nudo que tenía Kioto para agarrar el mono a su cintura y metió la mano entre su ropa interior. 

—¿Solo clítoris? —La chica asintió agarrando del pelo a Berlín para que siguiera ahora con su otro pecho. 

Kioto siempre se sintió extraña en el sexo. Ella era muy sincera al respecto y nunca se avergonzó de ello, pero era difícil encontrar a un hombre que te escuchara para no cometer errores en el acto. Kioto aprendió a callarse y a no hablar antes del sexo, ya que la mayoría de los hombres no hacían caso, pero luego llegó Berlín. 

La primera vez que se acostaron Kioto fue a lo rápido, sabía que él querría empezar cuando antes y se desnudó, pero él se sentó en la cama tranquilo y esperando. Fue entonces cuando Berlín le preguntó sobre sus gustos sexuales, ya que quería hacerla sentir bien, y él contó los suyos para que ninguno hiciera una locura. 

Se sintió comprendida y deseada. Por ello, Kioto le explicó que cuando la masturbaban no le gustaba que metieran los dedos, ya que se le hacía incomodo. Aceptada todo lo demás, pero prefería que los dedos se dedicaran solo a su punto más débil y es por eso que, para Kioto, nadie a podido superar la masturbación salvo Berlín. 

El hombre, más feliz que nunca, empezó a acariciar el clítoris de su chica con firmeza, demostrando una vez más que no podía compararse con nadie. Kioto se restregó en la mano del hombre sin ningún pudor y Berlín empezó a subir sus besos al cuello de la chica. Los dos sabían que el ataque que estaba teniendo en su cuello dejaría marcas, por lo que ella también empezó a arañar su pecho y espalda. 

Berlín sonrió con entusiasmo al escuchar los gemidos desiguales de Kioto, ya que su orgasmo estaba cerca y sus piernas empezaron a temblar. Kioto acercó la cara de Berlín para poder besarse, pero el ruido de la puerta logró cortar el clima sexual en un instante. 

La chica se bajó del escritorio y volvió a ponerse el top y se ajusto el mono en la cintura. Cuando vio a Berlín con el mono sin poner y con el pelo despeinado lo mandó debajo del escritorio. 

—¿Qué? No, no me pienso esconder. — susurró Berlín. Era irónico, no se quería esconder pero susurraba para que no lo escucharan. 

Otro golpe en la puerta. 

—Métete debajo de la mesa ahora mismo. — susurró ella de vuelta. Berlín, al ver la mirada decidida de Kioto decidió hacerle caso y ponerse debajo del escritorio en muy mala postura. Pero toda la incomodidad se fue cuando vio a Kioto sentarse en la silla en frente de él y darle una magnífica vista. Al parecer, no se había atado bien el mono. —¡Pasa!

Helsinki entró por la puerta tranquilamente. No sospechaba nada, porque supuestamente Berlín debería de estar en la fábrica ayudando a Nairobi. 

—Helsi. ¿Necesitas algo?

Kioto fue a dar un pequeño saltó en la silla para acomodarse mejor, pero lo único que logró fue que Berlín aprovechara ese instante para bajarle el mono por completo, dejándola en tanga y medias de red. 

—Me gustaría que aceptaras una propuesta. 

—Claro, cuéntame. — señaló la silla que estaba en frente del escritorio y el hombre se sentó allí. 

Kioto intentó con todas sus fuerzas aguantar cualquier gemido o jadeo cuando berlín apartó a un lado su ropa interior y acercó su boca para besar sus muslos internos. Los dedos de Berlín empezaron a hacer su trabajo mientras Kioto mantenía la compostura como podía.

—Quiero un castigo para Arturo. — habló el hombre. 

—¿Arturo? ¿Por qué él?— Kioto se tosió a posta cuando empezó la primera lamida de Berlín en su intimidad. Colocó una mano en su boca para dar la impresión de que el tosido no era fingido. 

—Denver contó que se lo dijo él sobre fuga. — la chica asintió atenta a sus palabras, o al menos lo más que podía. 

Berlín lamía con destreza toda su intimidad mientras agarraba las nalgas de Kioto con fuerza. Algo que aprendió la chica de él mientras vivían juntos era que le encantaba darla placer. Para él era tan apasionante y estimulante que siempre empezaban con ella para que él disfrutara, con solo eso él era un hombre feliz. Por ello no se sorprendió cuando escuchó un gruñido de su parte y apretó más sus nalgas. 

Helsinki alzó una ceja y Kioto volvió a toser para fingir que escuchó mal. Intentó cerrar las piernas cómo advertencia, pero Berlín agarró sus muslos y los colocó encima de sus hombros y la obligó a abrir más para él. 

Pero el serbio no era tonto, ese gruñido no venía de ella. Helsinki, al tener tanta confianza con Kioto, ya que era uno de los pocos del grupo que sabían sobre su antigua relación, señaló el escritorio como una señal de si alguien estaba allí debajo. 

—Haz lo que quieras con Arturo, luz verde. Puedes irte. 

Helsinki asintió con una sonrisa divertida y se alejó hacía la puerta. 

—Hasta luego Berlín. 

La puerta se cerró detrás de él y ella se carcajeó cuando el hombre paró y miró a Kioto para saber que sucedía. Ella se agacho para darle un beso en los labios y no tardó mucho en seguir con su labor. 



Berlín estaba muy enfadado, no era la primera vez que no había podido intimar con Kioto por culpa de las necesidades de los rehenes. Por ello no dudó en demostrarlo en todo momento, y más, cuando ordenó que fuera Kioto quién hablara con ellos. 

Todos los rehenes estaban reunidos a un lado del vestíbulo mientras Nairobi dibujaba con tiza una línea recta en el suelo. Kioto estaba de pie al final de las escaleras, detrás suyo Tokio y Helsinki con sus armas en alto, mientras que ella no tenía ningún arma a la vista cómo era costumbre. 

—Muy bien polluelos. Os veo con caras largas ¿no habéis comido?—el sarcasmo se notaba en la voz de la chica. —Ha llegado la hora de elegir. El millón o la libertad. Cómplices o cobardes. ¡Pasar la línea quien quiera la libertad!

No pasó mucho tiempo para que varios rehenes cruzaran la línea. Entre ellos solo había tres enfermos y la embarazada, ni un adolescente y nadie mayor de sesenta. Kioto sonrió orgullosa de su trabajo, ya que la mayoría no quería salir por el miedo que les había causado Kioto con las amenazas. La última vez les dijo que si no iban a estar con ella solo les esperaría la muerte, y muchos de los rehenes se lo tomaron en serio. Solo cuatro personas detrás de la línea. 

Kioto alzó la mirada para ver a Berlín con una gran sonrisa, pero no le duró mucho la felicidad cuando se encontró al hombre junto a Ariadna. La rehén que intentó ligar con su hombre para conseguir privilegios. Ellos dos discutían algo, lamentablemente Kioto llevaba los audífonos y no escuchaba nada de lo que decían. 

—¡Se terminó el tiempo! Todo aquel que no haya cruzado la línea se queda con el millón, los demás con Tokio. 

La mencionada bajó los escalores sobrantes y les ordenó que se pusieran la manos en la cabeza, y se fue directamente al almacén. En donde no saldrían hasta que todo terminara. Kioto sentía un poco de pena, pero no hacía ellos, si no hacía Nairobi. Ella miraba a los rehenes marcharse con pena y más a la embarazada. Pobre de ella. 

Kioto se fue directa a su propio despacho cuando su reloj inteligente captó algo en su sistema. Sacó su portátil y enseguida pudo ver las cámaras de la finca de Toledo llena de coches patrulla, pudo ver un coche rojo acercarse y de allí bajarse la inspectora y el Profesor. Él, en cuanto vio la cámara con una luz roja, fijó su mirada sabiendo que ella estaba del otro lado y con un pequeño gesto supo que el plan máscara estaba en marcha. 







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