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𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑡𝑤𝑒𝑙𝑣𝑒



𝐷𝑟𝑜𝑚𝑜𝑙𝑎𝑛𝑑 𝐶𝑎𝑠𝑡𝑙𝑒, 𝑊𝑎𝑡𝑒𝑟𝑓𝑜𝑟𝑑 𝐶𝑜𝑢𝑛𝑡𝑦


Peter Fitzgerald sentía por primera vez en años la serenidad por sus venas; sentía la tranquilidad de poder disfrutar de la compañía de sus hermanos sin que las memorias del pasado corrieran a atormentarlo y arrebatarle cualquier pequeño atisbo de felicidad. Algo había cambiado en su interior en estos últimos meses; o quizás era él quien había cambiado. Lo había notado en la manera en la que había dejado de fruncir el ceño constantemente, en sus ganas de abandonar sus aposentos por la mañana y, especialmente, en la forma en la que su cuerpo había vuelto a vibrar con vida. 

Peter reflexionó sobre cómo había cambiado su relación con Diana durante el par de meses que había pasado en la temporada social londinense. Había pasado de ver en ella a una niña malcriada de lengua afilada a ver a la mujer hermosa, inteligente y libre que era. Ni siquiera sabía por qué se había obligado a apartar a Diana de él en primer lugar, pero tal vez había sido un instinto; una señal de su interior de que aquella chica estaba destinada a cambiar su mundo y convertirse en el centro del mismo. Maldita sea, estuvo a punto de besarla antes, arriesgando su reputación y la de su familia. Pero la deseaba; deseaba a Diana Bridgerton, no sólo su cuerpo, sino también su alma. Estaba completamente consagrado a ella, y ahora, esperando a que apareciera ante él en el lago, donde aguardaba con sus hermanos pequeños, no veía la hora de que fuera suya.

El pequeño William jugaba con las rocas que iba encontrando en la orilla del río mientras sus hermanas preparaban los lienzos y los pinceles que su hermano tan amablemente les había prestado. Victoria estaba ordenando de forma cromática los colores mientras Ophelia limpiaba los pinceles con sumo cuidado, ambas entusiasmadas por la llegada de Diana a Dromoland Castle. Peter se encontró sonriendo inconscientemente de nuevo, preguntándose si era posible que la sola presencia de Diana Bridgerton en un lugar pudiera levantarle el ánimo al alma más apesadumbrada de la tierra.

Victoria fue la primera en notar la presencia de Diana en el gran jardín de los Wilberforce. La joven Bridgerton portaba una gran sonrisa, aunque sus ojos estaban un poco oscurecidos, tal vez por el cansancio. Peter se sintió culpable al instante, pensando que él y sus hermanos eran la razón de que Diana no hubiera tenido un momento de descanso desde que ella y su familia llegaron a Waterford. Pero a la joven no parecía importarle en absoluto, mucho menos cuando Victoria dejó lo que estaba haciendo para salir corriendo hacia la rubia.

—¡Miss Bridgerton!

Diana rió en alto cuando la niña se abalanzó sobre ella, abrazando su cintura con fuerza. Ophelia no tardó en imitar el acto de su hermana y corrió hacia la joven Bridgerton, rodeándole las caderas con los brazos al tener una estatura menor que su hermana. Diana se agachó a la altura de las niñas mientras hablaba animadamente con ellas, aunque Peter era incapaz de averiguar cuál era el tema de conversación. Realmente no le importaba. Estaba demasiado perdido en la belleza de Diana Bridgerton y en la felicidad que esta le contagiaba a sus hermanas. 

Peter se irguió y tomó a William de la mano. El niño parecía igual de entusiasmado de saludar a Diana que sus hermanas, aunque no había tenido el mismo trato que Victoria y Ophelia con la chica. Mientras Diana avanzaba hacia ellos con las Fitzgerald de la mano, el duque se permitió regalarle a Diana una de las sonrisas más sinceras que había esbozado en toda su vida. 

—Miss Bridgerton —saludó el duque con una reverencia. 

—Excelencia.

Peter avanzó hacia la joven y, sin saber con certeza lo que había tomado el control de su cuerpo, tomó con delicadeza la mano de Diana y plantó un beso sobre sus nudillos, sintiendo la calidez de la palma desnuda de la joven bajo sus labios. Las mejillas de Diana no tardaron de teñirse de un carmín oscuro; su mano seguía en contacto con la del duque y sus orbes no habían apartado la mirada del otro. 

—Parece cansada —dijo finalmente Peter, sintiendo el peso del silencio sobre él—. Tal vez deberíamos dejar la pintura para otro momento...

—Oh, en absoluto. Me encuentro perfectamente, excelencia —respondió la joven con una sonrisa—. Además, tenía muchas ganas de poder disfrutar de la compañía de sus hermanas. Y de conocer al joven William, por supuesto.

William se sonrojó ante el comentario de Diana, provocando la risa de la joven. Diana no comprendía cuál era el motivo por el que se sentía como en casa en compañía de los hermanos de Peter Fitzgerald, y mucho menos por qué se sentía cada vez más atraída hacia la figura del duque de Brighton. Sabía, sin embargo, que se estaba convirtiendo en un sentimiento mutuo, como si ninguno de los dos pudiera pasar mucho tiempo sin respirar el mismo aire que el otro.

—Miss Bridgerton, le hemos traído un lienzo.

—Sois muy amables —le respondió a Victoria, dejando que la niña le guiara hacia el lienzo en cuestión—. Pero, por favor, llamadme Diana. Soy partidaria de dejar las formalidades a un lado cuando estoy rodeada de personas a las que aprecio —Diana se giró hacia el duque, como si le estuviera pidiendo permiso—. Si a su excelencia no le importa, por supuesto.

El duque chasqueó la lengua y frunció el ceño, como si quisiera hacer ver que estaba molesto con la propuesta de Diana. Sin embargo, no tardó en sonreír de nuevo, asintiendo con conformidad.

—Por supuesto.

Diana también asintió y dejó que las niñas le guiaran hasta su lienzo, colocándose cada una de las niñas a un lado de la rubia para observar atentamente cada movimiento que provenía de sus manos. Peter, por su parte, se limitó a arrodillarse junto a William mientras se deleitaba con la escena ante él. Sabía perfectamente que la petición para dejar las formalidades a un lado iba exclusivamente para sus hermanas, pero el duque no podía negar el deseo que sentía por poder llamarla Diana. No Miss Bridgerton, sino Diana


Tal vez habían pasado dos horas, o quizá más. William se había quedado dormido sobre las mantas y cojines que habían extendido en el césped y las niñas seguían aprendiendo las técnicas de pintura que Diana les iba enseñando. El rol de Peter se había limitado a alabar el trabajo de sus hermanas cuando las niñas pedían su opinión, sonriéndole a Diana cada vez que sus miradas se cruzaban, y a dibujar en su pequeño cuaderno de bocetos. Uno que no había utilizado desde hacía años por falta de inspiración. En ese momento, ante él, podía encontrar toda la inspiración y la belleza que necesitaba. 

Uno de los lacayos de Lord Wilberforce se acercó a paso ligero hacia ellos, llamando la atención del duque de Brighton.

—Disculpe, excelencia. Lord Wilberforce desea que les acompañen en el té. Miss Crawford ha insistido en que Miss Bridgerton también se una a ellos. 

—Iremos enseguida —dijo Peter, cerrando su cuaderno antes de levantarse—. Por favor, acompañe a mis hermanos adentro. Miss Bridgerton y yo le seguiremos enseguida. 

Diana giró rápidamente la cabeza al escuchar las palabras del duque. El lacayo asintió y, tras una breve persuasión por parte de Peter, sus hermanos aceptaron acompañar al lacayo al interior del castillo Dromoland. Diana se había quedado congelada en la silla, sujetando el pincel tan firmemente que juraría estar apunto de romperlo por la mitad en cualquier momento. De un momento a otro, el silencio envolvió a Diana y al duque y ambos se encontraron a solas una vez más. La última vez que habían estado a solas había sido horas atrás, y ninguno de los dos parecía haber gestionado de manera adecuada sus impulsos. Tal vez no era la mejor idea que se les dejara solos por el momento.

—Si me disculpa...

Diana fue a levantarse, pero el duque de Brighton ya estaba a su lado. Peter le tendió la mano, esperando a que la joven soltara el pincel para que tomara su mano. Una vez en pie, apenas distancia entre sus cuerpos, el duque desvió la mirada hacia sus manos entrelazadas, acariciando gentilmente los nudillos de la joven. Algo pareció llamar su atención, pues acercó la mano de Diana a su rostro para analizarla más detalladamente. Diana percibió rastros de pintura y casi se sintió avergonzada sin motivo alguno. Casi, porque el duque ya le había dado un apretón delicado antes de soltar su mano para aproximarse a la orilla del río.

—Permítame —susurró, tomando la mano de Diana tras sumergir su pañuelo en el agua limpia del río.

—Oh, no es necesario...

—Insisto —dijo Peter con voz grave, como si algo en su interior hubiera provocado ese cambio en su voz.

Diana no tuvo que decir una sola palabra más para sentir el frío y húmedo pañuelo sobre la palma de su mano y sus dedos. Un contraste curioso, pensó la joven; el frío del pañuelo comparado con la calidez que le transmitía el cuerpo del duque, a tan solo centímetros del suyo; la aspereza de sus dedos comparada con la delicadeza de su tacto. Aquel gesto le pareció inesperado, pero generoso a la par que natural. Como si ambos estuvieran habituados a la cercanía y al contacto entre sus pieles. Diana no podía apartar la mirada de las manos de Peter, que trabajaban con tanta dedicación para eliminar cualquier rastro de pintura de sus dedos; la joven Bridgerton quería alejar el deseo de besar las manos del duque, de sentirlas por todo su cuerpo sin importarle que el resto de invitados pudieran ver un acto tan inapropiado y prohibido para jóvenes como ella. 

Peter sintió que el calor aumentaba en su interior en cuanto entrelazó sus dedos con los de Diana una vez que había limpiado todo rastro de óleo. Su mirada bajó hasta sus manos entrelazadas y sintió la sensación de tocar la piel más allá de lo que el vestido de la joven dejaba ver. La piel de Diana era suave como la seda y cada vez que sus dedos la rozaban sentía una descarga de placer. El impulso de inclinarse hacia ella y besarla era demasiado fuerte para resistirlo, y no estaba seguro si podría aguantar mucho más tiempo ignorando el deseo que ardía en su interior. Fitzgerald guardó el pañuelo en el bolsillo del pantalón y volvió a mirarla a los ojos. Su caricia subió hasta la muñeca de Diana, donde contempló la curva de su brazo y la delicadeza de su piel. Diana exhaló nerviosa, sintiendo la calidez expandirse por todo su cuerpo, y la ternura del tacto del duque ascendiendo desde su hombro hasta su clavícula. Estaba hipnotizada por sus ojos, oscurecidos por la lujuria pero brillantes por la devoción. Y Diana encontró el cuerpo del duque tan interesante como él encontraba el suyo; la rubia recorrió con la mirada su cuello, su pecho y sus brazos; no llevaba chaqueta y tenía las mangas de la camisa remangadas a la altura de los codos, haciendo que los músculos de sus brazos estuvieran más a la vista, como una obra de arte en una exposición. Ella suspiró, sintiendo las manos de él en su cuello y su pulgar acariciando su mandíbula. 

De repente, el duque comenzó a negar con la cabeza. Parecía estar en contra de la situación en la que se encontraba, pero no había hecho nada en absoluto para poner algo de distancia entre él y Diana Bridgerton.

—No puedo.

—¿No puede...? —susurró Diana, animando a Brighton a que terminara su frase. 

Peter cerró los ojos, incapaz de soportar un solo segundo más la mirada de la joven sobre la suya. La mano que había estado acariciando el cuello de Diana se aferró a su nuca, acercando instintivamente a la joven aún más hacia él, acabando con por completo con la distancia entre sus cuerpos. No obstante, la privación de la vista le permitió a Peter percibir el olor que la joven emanaba a lilas. El duque comprendió entonces que aquello había sido un completo error, el perfume que emanaba Diana cegando por completo la poca cordura que le quedaba.

—No seré capaz de parar, Miss Bridgerton. 

Diana no sabía exactamente a qué se refería el hombre frente a ella, pero algo dentro de ella le decía que no necesitaba saberlo. También ella había sido cegada por el deseo y la lujuria que había despertado Peter Fitzgerald en su interior, y en ese momento prefería que le demostrara qué quería decir a que se lo explicara. El aliento del duque se había mezclado con el suyo a esas alturas, la calidez de este acariciando sus mejillas, su cuello y sus labios. 

—No lo haga.

—Su reputación —insistió él, queriendo convencerse a sí mismo de que lo que estaba a punto de suceder era un error. Aún así, sus manos no dejaron de vagar por el cuerpo de Diana—... Tu familia... No puedo permitirlo. 

Peter retrocedió rápidamente un par de pasos, queriendo negarse a sí mismo el placer de sentir de una vez por todas los labios de Diana Bridgerton sobre los suyos. Pero esta partida a la que ambos habían estado jugando desde que se conocieron, pretendiendo que odiaban el detalle más minúsculo e insignificante del otro había cansado hasta la saciedad a Diana. La joven Bridgerton negó con la cabeza, observando al duque pasarse una mano por el rostro mientras resoplaba con frustración.  No podía soportar que esta tensión se prolongara un solo segundo más. 

No podía soportar seguir obligándose a odiar al hombre frente a ella.

—Peter...

La dulce llamada de Diana paralizó al duque. Su nombre había sonado tan mágico en su voz que casi se sentía hechizado, una fuerza sobrenatural forzándolo a encontrarse con la mirada de Diana Bridgerton una vez más. En los ojos de la joven encontró el mismo deseo que ardía en su interior, el mismo que ambos habían estado reprimiendo durante meses, probablemente desde la primera vez que se conocieron en el baile de debutantes de Lady Danbury. 

Diana sintió que su cuerpo entero temblaba con anticipación y que sus piernas iban a ceder en cualquier momento, dejándola caer al suelo. Sin embargo, todo pensamiento se esfumó cuando, en dos zancadas, las manos de Peter se aferraron de nuevo a su cuerpo, eliminando la distancia entre ellos y acercando su cara peligrosamente a la de la joven. 

—Me estás matando, Diana.

—Tú eres el que se niega a besarme. 

Las palabras de Diana fueron la gota que colmaron el vaso. La mano que había estado acariciando el pómulo de la joven se aferró como un ancla a su nuca, provocando que Diana dejara escapar un jadeo de sus labios. Y en el momento en el que Peter vio la reacción de la rubia, supo que había perdido el control. El duque no pudo reprimir sus instintos un solo segundo más y cubrió los labios de Diana con los suyos, queriendo consumir hasta el último milímetro del alma de la joven; queriendo ser el único hombre que pudiera hacer cantar de esa forma al cuerpo de Diana. 

Queriendo que Diana fuera suya.

Un gruñido bajo brotó de los labios de Peter cuando volvió a escuchar su nombre de los labios de Diana, sintiendo las manos temblorosas de la rubia aferrarse a su pecho como si temiera que el duque fuera a esfumarse en cualquier momento. Fitzgerald recorrió cada centímetro del cuerpo de la joven que la tela de su vestido le permitía, y se sorprendió a sí mismo al privarse de los lugares que verdaderamente quería explorar por respeto a su reputación; su devoción por Diana era aún mayor que el deseo que sentía por hacerla suya. 

Diana no había sido consciente de que habían retrocedido unos pasos, demasiado sumergida en los besos y caricias del duque como para darse cuenta. Su espalda estaba ahora apoyada contra el tronco de un árbol y, antes de que tuviera oportunidad de recobrar unos segundos de oxígeno, los labios de Peter habían vuelto a atacar los suyos. Un gemido casi inaudible brotó de su garganta ante la fuerza del beso y sus manos se aferraron a la espalda de Fitzgerald, haciendo presión para sentir la calidez del cuerpo del duque contra el suyo. Aquella sensación desconocida que había sentido por primera vez bailando con Peter volvió a su vientre, haciendo hervir su sangre y aumentando su deseo por sentir más; por conocer más.

—Siento... 

—¿Qué sientes? —preguntó él con voz ronca, sabiendo perfectamente la sensación a la que se refería Diana. El hecho de que él fuera el primero en hacerla experimentar el deseo casi lo empuja a tomarla allí mismo. 

—Siento —repitió, incapaz de encontrar las palabras adecuadas cuando los labios de Peter estaban devorando la piel de su cuello de una manera tan cegadora—... Siento... 

—Dilo, Diana. Dime qué sientes. 

Una de las manos del duque descendió por su clavícula, acariciando levemente uno de sus pechos hasta llegar a su cadera, deslizando sus dedos por la fina tela del vestido antes de rodear su cuerpo, acercándola a él todo lo que la gravedad le permitía. 

—Quiero —dijo con voz temblorosa, gimiendo cuando el duque apretó su trasero para acercarla aún más hacia él—... Necesito sentir... 

—Dilo. Una palabra y te daré lo que quieras. 

Te quiero a ti, quería decirle. Pero la lujuria había cegado su cordura hacía muchos minutos atrás y no parecía que que la joven fuera capaz de articular ningún tipo de frase en ese preciso momento. Su mente sólo podía pensar en los labios de Peter, las manos de Peter, el cuerpo de Peter. Todo lo que sabía en ese momento es que necesitaba al hombre frente a ella; ese al que había estado odiando en silencio durante meses.

Peter sabía a la perfección lo que Diana quería pedirle. El duque no podía esperar un segundo más para entregarse a sus deseos más profundos y hacer los de Diana realidad, la anticipación de sentirla entre sus brazos nublando su juicio por completo. Casi cede ante la dulzura de la rubia, rozando los labios rosados de la joven con su pulgar antes de intentar besarlos de nuevo. No obstante, una voz en la lejanía los sobresaltó a ambos, provocando que el duque retrocediera varios pasos con rapidez mientras Diana trataba de recomponerse contra el tronco del árbol. La rubia reconoció a la perfección la voz de su doncella, Jane, llamando su nombre. 

—Es mi doncella —jadeó Diana, alisando la tela de su vestido rápidamente antes de erguir su espalda—. Cielos... 

Peter no podía disimular su decepción. Quería disfrutar de la compañía de Diana, explicarle el por qué de esas nuevas sensaciones que no sabía identificar y besarla hasta que le pidiera que parara. Pero ambos tenían un rol y unas obligaciones que cumplir en el castillo de los Wilberforce y su presencia era requerida. El duque se estremeció, notando la falta de calidez que le había aportado el cuerpo de Diana hasta hacía apenas unos segundos. Casi sentía que su olor a lilas se esfumaba a cada paso que tomaba, estableciendo una distancia prudente entre ellos.

—No tienes de que preocuparte. No ha visto nada. 

Diana resopló, intentando acomodar los mechones de pelo que se habían escapado del recogido que la misma Jane le había hecho antes de salir de la habitación. Peter sonrió, atreviéndose a avanzar hacia la joven cuando sabía que su doncella podría ver un gesto tan íntimo como aquel, y tomó el mentón de Diana con una mano, recogiendo los mechones de cabello y colocándolos en su lugar con la otra mano. 

—Ya está. Arreglado.

—Gracias —susurró Diana, incapaz de desviar la mirada de los labios de Peter—... Debo... debo irme.

—Por supuesto —dijo él, realizando una reverencia cuando percibió que ambos ya se encontraban en el campo de visión de Jane. El duque avanzó un paso hacia ella, como si se estuviera despidiendo formalmente de Diana, pero susurró con voz ronca—. Te dije que no sería capaz de parar, y no lo haré. No pararé hasta que seas mía. 

Diana tragó saliva lo mejor que pudo y guardó silencio, observando cómo el duque tomaba su mano y depositaba un beso sobre sus nudillos desnudos. Para entonces, Jane ya había llegado hasta ellos. 

—¡Oh! Ahí está, Miss Bridgerton. He estado buscándola por todas partes. 

—Me temo que ha sido culpa mía —habló Peter, retomando su fachada fría e indiferente ante la aparición de la doncella—. He entretenido a Miss Bridgerton con historietas sobre mis hermanos. No la retendré más. 

Jane emitió una disculpa por lo bajo por no haber visto al duque e hizo una reverencia. Peter asintió y se giró nuevamente hacia la joven Bridgerton, escaneando su apariencia con deseo por última vez antes de despedirse una última vez.

—La veré en la recepción de esta noche, Miss Bridgerton. Ha sido deleitante disfrutar de su compañía. 


❀⊱ ────────────── ⊰❀ 


Diana no había podido tomar un sólo sorbo del té que tan amablemente le había ofrecido la condesa de Waterford. Podía jurar que sus mejillas habían permanecido sonrojadas durante la hora que había compartido con los Wilberforce y los Crawford, en compañía de su madre y su hermano. El sofocante calor no la había abandonado en ningún momento y, en más de una ocasión, Abigail le había preguntado si necesitaba salir a tomar el aire fuera porque parecía acalorada. Estoy bien, gracias, había repetido en un par de ocasiones, mirando cada cierto tiempo a la entrada del salón, esperando la llegada del duque de Brighton. Pero Peter nunca hizo su entrada. Sí lo hicieron sus hermanas, que corrieron a enseñarle a los condes y sus hijos lo que habían pintado con ayuda de Diana.

—Qué familia tan acogedora —dijo la vizcondesa Bridgerton mientras ella y sus hijos subían hacia sus habitaciones—. Y esos niños... Son un cielo. Después de todo lo que han debido pasar, es de admirar la labor que el duque ha hecho con ellos. Y están encantados contigo, Diana. Lo encuentro realmente encantador. 

Diana solo pudo asentir, dedicándole una sonrisa forzada a su madre. Si escuchaba una sola mención más del duque iba a vomitar.

—Sí... Y parece que el duque también está encantado contigo —dijo Benedict.

Diana se detuvo en seco para mirar a su hermano, como también lo hizo Violet. La sonrisa de la vizcondesa distaba de la mueca de su hija, que analizaba el rostro de Benedict con ansiedad. 

—Estoy de acuerdo, Ben. El duque es un caballero admirable y parece que eres de su agrado, querida —dijo Violet. 

—Yo no estaría tan segura. 

—¿De qué parte? —preguntó su hermano, provocando que la joven levantara una ceja. 

Bastardo, pensó, sabes algo.

—No empecéis a discutir. Debéis empezar a vestiros para la recepción de esta noche o llegaremos tarde. Y hoy no tienes excusa para retrasarte, Benedict. 

El segundo de los Bridgerton bufó por lo bajo y rodó los ojos cuando vio la victoria reflejada en los ojos de su hermana menor, quien le regaló una mueca divertida. Violet entró en su habitación y Diana tenía la intención de refugiarse en la suya cuando la mano de Benedict en su antebrazo la hizo detenerse. 

—Di, espera. 

La rubia se giró hacia el moreno, esperando escuchar una broma de las suyas. Cuando se encontró con el rostro serio de su hermano y sus brazos cruzados, algo dentro de ella cambió. 

—¿Te lo has pasado bien en el jardín?


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