Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑡𝑒𝑛



𝐷𝑖𝑎𝑛𝑎'𝑠 𝑐ℎ𝑎𝑚𝑏𝑒𝑟𝑠, 𝐵𝑟𝑖𝑑𝑔𝑒𝑟𝑡𝑜𝑛 𝐻𝑜𝑢𝑠𝑒


Jane no le había preguntado tantas veces a Diana si se encontraba bien en los años que llevaba trabajando para su familia como ese día. Mientras la doncella terminaba de arreglar el cabello de la joven Bridgerton, a esta se le caían los párpados, dejando ver que el cansancio de esos días —físico y mental— estaba pudiendo con su voluntad. 

—¿Está segura de que quiere bajar, Miss Bridgerton? Puedo dejarle saber a Lady Bridgerton que prefiere cenar en su habitación.

—No, Jane. Estoy bien —aseguró la rubia antes de frotarse los ojos—. Es la cena de compromiso de Daphne. No puedo perdérmela.

—Se la perderá de todos modos si se queda dormida sobre el consomé, Miss. 

—Eso sería una escena que no olvidaría nunca.

Benedict había entrado en silencio en la habitación de su hermana y se reclinado contra el marco de la puerta, mirando en dirección al tocador en el que se arreglaba la joven. Jane se apresuró en hacerle una reverencia al segundo de los Bridgerton y miró a Diana, preguntándole con la mirada si estaba satisfecha con su trabajo.

—Muchas gracias, Jane. Puedes retirarte. Bajaré con Benedict enseguida.

—Sí, Miss Bridgerton.

Benedict asintió con la cabeza en dirección a Jane como despedida y permaneció en silencio, esperando que Diana fuera la primera en iniciar la conversación. La rubia notó el cambio en la actitud de su hermano y alzó una ceja, analizando la figura de Benedict a través del cristal de su espejo.

—No me gusta cuando guardas silencio, Ben.

—¿Por qué, hermanita?

—Siempre tienes algo que decir, excepto cuando estás pensando demasiado en algo o pretendes meterme en problemas. Son los únicos momentos en los que mantienes la boca cerrada.

Benedict frunció la nariz en un intento de reprimir su sonrisa, provocando que Diana le regalara una mirada cómplice. La rubia tenía la habilidad de conocer al detalle a todos sus hermanos; algo que, para ellos, podía ser una bendición o una maldición. Finalmente, Benedict entrelazó sus manos tras su espalda y caminó con lentitud hacia su hermana.

—Bueno...

—Sabía que tenías algo que decir —bufó Diana, riendo ante la mirada de reproche de su hermano—. Lo siento, lo siento. ¿Decías?

—Anthony me ha contado que el conde de Beverly ha abandonado Londres —dijo con sutileza, como si estuviera tanteando las aguas—. En realidad no ha querido contarme demasiado, pero mencionó que no volveríamos a verlo por aquí.

Diana asintió, sin saber muy bien lo que decir. No es que no quisiera contarle la verdad a Benedict, pero no encontraba las palabras para hacerlo. La sola mención de Theodore Spencer había resucitado la conversación que había mantenido con él en el salón, donde toda la verdad había salido a la luz, generado que el desprecio brillara en los ojos de la joven. Benedict se levantó de la cama y caminó hacia su hermana, rodeando los hombros de la rubia y apoyando la barbilla cabeza sobre la de Diana.

—Di, no tienes que contarme lo que ha pasado —dijo Benedict de nuevo—. Sé que nunca has querido casarte con él, pero estoy seguro de que ese no es el motivo por el que Anthony está tan... susceptible. 

—¿Hay algún momento en el que Anthony no esté susceptible? —ironizó la joven, sacándole una risa a su hermano mayor— No tienes que preocuparte por nada, Ben. La marcha del conde es algo que nos beneficia a todos. 

—¿Quiénes somos todos? —preguntó, manteniendo el contacto visual con su hermana mediante el espejo— ¿Hay algo...? ¿Hay algo que quieras contarme? Ya sabes que puedes contarme lo que sea, Di.

—¿Como qué? 

—No sé, como que Brighton y tú...

—¡Benedict!

La voz de Diana había salido estridente, como si hubiera sido empujada al borde de un precipicio y todos sus sentidos se hubieran puesto en alerta. La rubia se giró hacia Benedict con los ojos abiertos como platos y el rostro pálido, esperando una justificación razonable para la hipótesis de su hermano. Este, sin embargo, levantó las manos en defensa y retrocedió lentamente, sus ojos tan abiertos como los de Diana por la sorpresa.

—Está bien, no hace falta que me mires así. Madre mía...

—¿Por qué...? —balbuceó la joven— ¡Claro que no! ¿Como si quiera has podido pensar algo así, Benedict? 

—¡Ni siquiera me has dejado terminar! ¿Cómo sabías lo que iba a decir? —preguntó Benedict, llevándose ambas manos a las caderas y adoptando una postura defensiva. Las comisuras de sus labios, sin embargo, ya comenzaban a mostrar la sonrisa que quería ocultar.

—Te conozco lo suficiente como para saber lo que ibas a decir, hermano.

—No es tan descabellado teniendo en cuenta lo que he visto, hermanita.

Diana tragó saliva, observando con nerviosismo la media sonrisa en el rostro de Benedict. Una mueca que empleaba cada vez que sabía algo que los demás no y que siempre significaba problemas. La rubia se levantó del tocador y caminó hacia la cómoda, cogiendo los guantes de seda para colocárselos con rapidez.

¿Significaba eso que Benedict los podía haber visto salir de esa pequeña habitación en Somerset House? ¿O tal vez salir? Desde luego, el segundo de los Bridgerton jamás había hecho mención a tal acontecimiento. Como fuera, Diana no quería mirar en los ojos azules de su hermano mayor en ese momento, pues sabía que Benedict leería en los suyos más de lo que quería contar.

—No sé lo que quieres decir...

—El otro día, cuando Anthony tuvo la estúpida idea de retar a Hastings a un duelo y caíste del caballo —suspiró Benedict, gesticulando apresuradamente con las manos—... Brighton fue el primero en llegar a tu lado. Vi cómo se preocupó por ti, cómo te trató... Vi cómo os hablabais el uno al otro, Di. 

—¿Te refieres al desprecio que nos mostramos mutuamente? —bufó Diana mientras negaba con la cabeza— Nada en el mundo le fastidia más que mi presencia.

Dos toques en la puerta interrumpieron la conversación de los hermanos Bridgerton, que se giraron para encontrar la pequeña figura de Jane en la entrada del dormitorio.

—Los carruajes de los invitados ya están aquí, Miss Bridgerton.

Diana suspiró profundamente, desviando la mirada de su doncella hacia Benedict por un breve segundo.

—Gracias, Jane. Vamos enseguida.

Jane se despidió de ambos con una reverencia y desapareció de sus campos de visión, alejándose escaleras abajo. Diana bajó la mirada, no queriendo aguantar los fulminantes ojos azules de su hermano. Sin embargo, escuchó los pasos de Benedict cada vez más cercanos a su posición, hasta que las manos del joven se posicionaron sobre sus hombros.

—A la complicidad Diana. Me refiero a la complicidad —susurró Ben, dando un paso hacia atrás antes de ofrecerle el brazo a su hermana—. ¿Bajamos?

Diana asintió, sin palabras, y aceptó el brazo de Benedict. Los hermanos Bridgerton no volvieron a mencionar el delicado tema de conversación y guardaron silencio hasta que llegaron al pie de las escaleras, caminando hacia el salón donde debían estar reunidos los invitados con el resto de la familia. 

—Lord Bridgerton, Miss Bridgerton —saludó Humboldt. El mayordomo extendió un brazo en dirección a su derecha—. Los invitados ya se encuentran en el salón. 

—Gracias, Humboldt.

Antes de llegar a la puerta de la sala, Benedict frenó el paso y tomó la mano de su hermana, haciendo que esta se girara hacia él. Diana frunció ligeramente el ceño al ver la gran sonrisa que se había formado en los labios de su hermano mayor, quien no tardó en acariciar las mejillas de la rubia. 

—No hagas nada que yo no haría. 

Y con eso, Benedict se adelantó a su hermana e hizo su presentación en el salón. Diana negó con la cabeza, sonriendo con sinceridad por primera en lo que parecía una eternidad. La joven alisó su vestido y caminó lentamente hacia el umbral de la puerta, escuchando el murmullo de las voces entremezcladas y las risas de sus hermanos pequeños. La vizcondesa fue la primera en notar la presencia de su hija y abandonó su conversación con Lady Danbury para acercarse a ella. 

—¡Oh, querida! Estás magnífica.

—Gracias, mamá —sonrió la rubia antes de comenzar a caminar junto a su madre hacia el resto de invitados—. Siento la tardanza.

—Nuestros invitados acaban de llegar —dijo Violet, acariciando la mano de su hija—. No me habías contado que habías conocido a una de las hermanas del duque de Brighton. 

—Sí, esta mañana...

—¡Miss Bridgerton! —interrumpió Lady Danbury. La mujer caminó hacia ellas con su habitual sonrisa en los labios— Permítame decirle que está deslumbrante esta noche. ¿Alguna razón en particular?

«Juro por dios que esta mujer debe tener un tercer ojo o a un espía bajo mi cama», pensó Diana. La rubia se vio obligada a sonreír, aunque la astucia de Lady Danbury la empujara a querer saltar desde el punto más alto de Londres.

—Bueno, esta es una ocasión especial, ¿no es así? No todos los días se celebra un compromiso. 

—Exactamente lo que pienso yo —respondió la mujer, agitando animadamente su bastón—. Creo que recuerda a la hermana del duque, la señorita Ophelia Fitzgerald.

La niña apareció tras las faldas del vestido de Lady Danbury, con sus mejillas sonrosadas y su mirada tímida. Diana sonrió y, antes de saludar a la niña, pudo notar que el duque de Brighton y su hermano menor no estaban en la sala.

—Por supuesto —sonrió la joven Bridgerton, estirando una mano en dirección a Ophelia—. Es un placer volver a verla, Miss Ophelia. 

—El placer es mío, Miss Bridgerton.

El hilo de voz y la timidez de la niña provocaron una reacción instantánea en Diana y Violet Bridgerton, que rieron enternecidas ante la pequeña Fitzgerald. Diana desconocía el motivo por el que la niña llevaba el apellido del duque, si bien ella era fruto del segundo matrimonio de la difunta duquesa de Brighton con Lord Wentworth. Pero mirándola a los ojos, no podía negar el parecido entre la dulce niña y Peter Fitzgerald. 

—¡Ah! Aquí estás, querida —exclamó de repente Lady Danbury, fijando su mirada sobre alguien que se encontraba tras Diana—. Miss Bridgerton, le presento a la otra hermana del duque de Brighton, la señorita Victoria Fitzgerald. 

Diana se dio la vuelta rápidamente, encontrándose con los ojos brillantes de la pequeña Victoria. La niña tenía el pelo considerablemente más oscuro que Ophelia, pero ambas compartían los hoyuelos y la característica forma de sus narices. Algo que, sin duda, compartían también con su hermano mayor.

Victoria no había aparecido sola ante Diana, sino que había llegado del brazo de Hyacinth. Las dos niñas parecían haber congeniado instantáneamente y Diana pudo suponer que se debía a que ambas tenían ese brillo travieso en sus miradas. 

—Miss Victoria, es un placer conocerla —dijo Diana.

—El placer es mío, Miss Bridgerton —dijo la niña con alegría tras hacerle una reverencia a la joven—. Mi hermano me ha hablado mucho de usted. Dice que tiene un don para la pintura.

—Vaya —exclamó Violet con sorpresa, llevándose una mano al pecho. La vizcondesa miró a su hija y tomó su mano—. Querida, eso sí que es un halago. 

—Sí, sí que lo es —respondió entre titubeos Diana. La rubia se percató de que la mirada de Lady Danbury se había fijado sobre ella, por lo que decidió cambiar el rumbo de la conversación—. Ahora que lo dice... le prometí a su hermana que pintaríamos algo juntas. Tal vez a usted también le gustaría unirse.

Victoria abrió los ojos con emoción y asintió rápidamente con la cabeza, dibujando una gran sonrisa en sus labios que consiguió ablandar el corazón de Diana. 

—¡Sí, por favor! Nuestro hermano y Simon pasan todo el día fuera y no hay mucho que podamos hacer con nuestra institutriz.

—¡Victoria! —le regañó Lady Danbury, aunque una risa terminó por brotar de sus labios. La mujer se giró hacia Diana y Violet— La institutriz de los niños se quedó en la residencia del duque de Brighton por motivos de salud y han tenido que contratar una nueva institutriz que cuide de los pequeños mientras permanezcan en Londres. Digamos que a Victoria le resulta... poco agradable su nueva institutriz. 

—He oído cosas similares durante más de veinte años —dijo Violet, dedicándole una mirada a su hija. Diana rió, negando con la cabeza—. La de ocasiones que Benedict y Colin me han obligado a buscar nuevas institutrices... 

—Y con razón. Pero no culpes a las pobres institutrices. Tus hijos siempre se las han ingeniado para que esas muchachas acabaran renunciando —afirmó Diana entre risas.

Las mujeres rieron, aunque Violet se llevó la mano al temple, como si el recordar aquellos días le hubiese provocado jaqueca. Diana se fijó en que la pequeña Ophelia seguía agarrada a la falda del vestido de Lady Danbury con la vista fija en el suelo, inmune a la conversación que tenía lugar a su alrededor. Diana casi podía verse reflejada en la niña, sintiéndose identificada con la mueca en su rostro y la tristeza de sus ojos. 

—Aún queda un poco para la cena ¿no es así, mamá? —dijo la joven de repente, llamando la atención de las dos mujeres frente a ella.

—Bueno, eso creo. Cook dijo que estaría en unos cinco minutos. ¿Por qué, querida?

—Me gustaría llevar a las señoritas al salón de dibujo —respondió Diana, iluminando el rostro de las dos niñas de inmediato— Si no es ninguna molestia, Lady Danbury.

—¡En absoluto! —dijo Lady Danbury, y Diana tenía la sospecha de que había hecho justo lo que la mujer deseaba que hiciera.

Diana tuvo que aguantarse las ganas de abrazar a Ophelia cuando la niña abandonó su escondite tras el vestido de Lady Danbury y corrió hacia ella, tomando su mano cuando llegó a su lado. Victoria y Hyacinth permanecieron con sus brazos entrelazados y siguieron la estela de Diana, entablando una conversación en la que la pequeña Bridgerton le explicaba a la hermana del duque la repercusión de la famosa revista de Lady Whistledown. 

Diana sonrió al ver que Hyacinth establecía amistad con una niña de su edad, pues la niña solo se relacionaba con la menor de los Featherington, Felicity, y en ocasiones con sus primos cuando los visitaban en Aubrey Hall. Victoria compartía la astucia de Hyacinth y poseía un carácter bondadoso. Algo que, según había oído comentar a Lady Danbury en alguna ocasión, heredó de su difunta madre. 

Diana abrió la puerta de la sala de dibujo, aún sujetando la mano de Ophelia, e indicó a las niñas que pasaran primero. Hyacinth se apresuró a enseñarles a las Fitzgerald el último cuadro que había pintado Diana, provocando que la rubia sonriera con emoción; su hermana pequeña siempre encontraba un momento para idolatrarla y hablar de lo excelente pintora que era, y eso era algo que siempre enternecía a Diana. 

—Este lo pintó el invierno pasado. Es Aubrey Hall, nuestra casa en Kent. Estas ventanas de aquí dan a mi habitación, y estas a la habitación de Gregory...

Diana se quedó observando a las niñas, riendo con ternura cuando se dio cuenta de que las pequeñas Fitzgerald contemplaban embobadas sus pinturas y escuchaban los relatos de Hyacinth sin parpadear, y el dolor que se había instalado en su pecho había desaparecido por completo al ver que Ophelia jugaba con un par de pinceles que le había pasado Hyacinth. Casi sentía una responsabilidad hacia la pequeña; el mismo tipo de responsabilidad que había sentido hacia sus hermanos menores tras la muerte de su padre. Se veía reflejada en la manera en la que la niña se evadía del mundo que la rodeaba, porque en ese mundo faltaban las personas más importantes de su vida, por lo que no podía evitar sentir un apego hacia la hermana pequeña del duque. 

—¿Y él quién es? —preguntó Victoria, alzando el dedo índice para señalar un cuadro mediano que colgaba de la pared.

Diana se estremeció al ver que la joven Fitzgerald se refería a uno de los tantos retratos que había pintado de Edmund Bridgerton a lo largo de los años. Darle vida a través de la pintura era la mejor forma que había encontrado para mantener vivo el recuerdo de su difunto y adorado padre.

—Ese es nuestro padre, Edmund. Murió poco antes de que naciera yo. 

Diana nunca había escuchado a Hyacinth hablar de la muerte de su padre. No había llegado a conocerle y era algo que visiblemente apenaba a la niña, pero que nunca había vocalizado frente a su madre o sus hermanos. 

—Nuestro padre también murió —dijo Victoria, apartando la mirada del retrato del vizconde—. Le echamos de menos. Y a mamá...

Diana suspiró y se acercó a las niñas, agachándose a su altura y sujetando las manos de las Fitzgerald.

—Echar de menos es un sentimiento que puede parecer doloroso, pero ¿sabéis una cosa? —las niñas negaron con la cabeza, incluida Hyacinth, que había apoyado sus manos en el hombro de su hermana— Cuando echamos de menos a alguien significa que le hemos amado profundamente y que ese amor permanece con nosotros. Al recordar a nuestros seres queridos, aunque nos ponga tristes, mantenemos vivos sus recuerdos. 

Diana tomó uno de los pinceles que estaban sobre la mesa más cercana y se lo pasó a Victoria, dándole un tierno achuchón a la mano de Ophelia que ya sujetaba un pincel. 

—Pintar cosas que me hacen feliz me ayuda a no estar tan triste... Y a sentir a mi padre cerca —añadió la rubia—. ¿Os gustaría probar?


Al otro lado de la puerta podían oírse las voces animadas de las niñas acompañadas de la risa de Diana. El duque de Brighton fue el primero en escuchar la melodía, frenando sus pasos al escuchar las voces de sus hermanas; la voz de Ophelia, que tan rara vez tenía el placer de oír. El duque de Hastings y Anthony también escucharon el ruido proveniente de la sala de dibujo y se giraron en la dirección en la que ya miraba Fitzgerald. El vizconde resopló mientras negaba con la cabeza, caminando de nuevo hacia la sala.

—Mi hermana pasa demasiado tiempo encerrada en esa sala. Un día será incapaz de limpiarse la pintura de las uñas... ¡Así nunca podré encontrarle marido!

—Dale un respiro, Bridgerton —protestó Simon, aguantando a su amigo de la infancia por el brazo—. La pobre chica ya ha tenido suficiente, ¿no crees?

Anthony iba a responderle a Hastings cuando Peter Fitzgerald dio un paso al frente, colocándose las manos en las caderas mientras ponía su mejor mueca de severidad.

—Yo me ocupo —dijo el duque de Brighton—. Es bastante probable que la culpa la hayan tenido mis hermanas. Me temo que a mí también me resulta complicado distanciarlas de los lienzos y el óleo.

—Buena idea —intervino Simon—. Debemos decirle a Daphne y a la vizcondesa que el arzobispo de Canterbury nos ha negado la licencia especial para adelantar la boda. Será mejor que lo hagamos cuanto antes. 

Anthony terminó por aceptar a regañadientes y se marchó en dirección al salón principal, aunque no sin darle una última mirada de advertencia al duque de Brighton. No te atrevas a tocar a mi hermana, le había intentado decir, como si pudieran comunicarse a través de la mente. Peter negó con la cabeza y se giró hacia la puerta de la sala de dibujo, donde se seguían escuchando las voces y risas de sus hermanas pequeñas y de las Bridgerton que las acompañaban. 

—¡Qué árbol más feo! —había escuchado decir a Ophelia, seguido de la risa de la más pequeña.

El duque de Brighton se atrevió a mirar, apoyando el costado y el brazo izquierdo en el umbral de la puerta para echar un vistazo al interior. Casi quería prohibirse el lujo de poder contemplar tal escena: Victoria, riendo con Hyacinth y pintando como mejor podía un paisaje; Ophelia, en el regazo de Diana Bridgerton mientras la rubia guiaba los trazos de la pequeña, aportando su participación a la pintura de Victoria. No pasó desapercibido para Peter el vuelco que le dio el corazón al ver lo cómodas y felices que parecían sus hermanas en presencia de Diana, a quien se le veía encantada de estar con las niñas Fitzgerald. 

El duque bajó la mirada, intentando recordar cuando fue la última vez que había visto sonreír así a Ophelia. Demonios, ni siquiera recordaba cuando era la última vez que él había sonreído. Nada había generado en él una felicidad tan suprema que superara la pena que habían instalado en él la muerte de sus seres más queridos y la responsabilidad de cuidar de sus tres hermanos. Pero en ese mismo momento, cuando volvió a alzar la mirada y vio a Ophelia y Victoria escuchando con atención a Diana, observando cómo les enseñaba a hacer trazos exactos con el pincel, Peter fue consciente de que la sonrisa ya había llegado a sus labios. Una sonrisa que se ensanchó cuando, como por arte de magia, su mente tuvo el descaro de recordarle una de las conversaciones que había mantenido con Diana Bridgerton.

—Una lástima que usted no contemple buscar marido, Miss Bridgerton —le había dicho con sorna a Diana durante la cena en la residencia de su familia—. Parece atraer a todos los caballeros de Londres.

—¿A todos? —le había respondido Diana, furiosa por la actitud y el descaro del duque hacia ella— Lo lamento profundamente, excelencia, pero una cara bonita no es suficiente para tentarme. Siéntase libre para marcharse con su entusiasmo a otra parte.

Peter Fitzgerald se sorprendió a sí mismo cuando una pequeña risa brotó de su garganta, y el leve ruido que hubiera podido causar fue suficiente para alertar a su hermana Victoria.

—¡Hermano! ¡Mira! —exclamó con emoción, abandonando su posición para correr hacia el duque— Miss Bridgerton nos está enseñando a dibujar correctamente un fresno. 

El duque de Brighton no tuvo más remedio que aceptar el ser arrastrado por su hermana y siguió los pequeños pasos de Victoria hasta quedar frente al lienzo. Diana no tardó en levantarse de su asiento, depositando a Ophelia en el suelo para hacerle una reverencia a Fitzgerald. Al parecer, ella estaba tan sorprendida como él.

—Excelencia...

—Disimule su entusiasmo, Miss Bridgerton —dijo Peter, dibujando una media sonrisa en su rostro—. Pareciera que hubiera visto usted a un fantasma.

Diana guardó silencio, incapaz de encontrar una respuesta inteligente a la insinuación del duque de Brighton. La joven se limitó a ver y escuchar las explicaciones que Ophelia y Victoria le daban a su hermano mayor, que estaba encantado de recibir una pequeña clase por parte de sus adorables hermanas. 

—¡Deberíais ver el cuadro de Diana que hay en el comedor! —dijo Hyacinth, recordando la obra que había pintado Diana hacía un par de años— Incluso al duque le pareció admirable. ¿Verdad, excelencia?

Diana, que no salía de su asombro, se giró hacia el aludido, esperando una respuesta. La joven Bridgerton se preparó para un desplante del duque, cualquier cosa menos un halago que saliera de sus labios. Peter, sin embargo, desvió su mirada entre Hyacinth y Diana, ampliando su sonrisa antes de decir:

—Más que admirable, Miss Hyacinth. Es toda una obra de arte. 

Sus palabras habían ido más dirigidas a afectar a Diana que a responder a Hyacinth, esperando obtener la menor reacción de la rubia. Desconocía el por qué, pero se moría por cualquier interacción o mirada que pudiera otorgarle la hermana de su amigo. 

—¡Vamos! —le dijo Hyacinth a las hermanas del duque— ¡Os lo enseñaré!

—¡Hyacinth, espera! —intervino Diana, pero su hermana pequeña ya había salido de la sala de dibujo tirando de Victoria y Ophelia Fitzgerald.

El silencio se hizo en la habitación y tanto el duque como Diana no se atrevían a decir una palabra, ambos mirando en la dirección por la que acababan de marcharse las niñas. La joven Bridgerton notó que Fitzgerald había fijado su atención en ella, por lo que alzó la mirada para encontrarse con sus ojos oscuros mirándola con intensidad. Diana quería encontrar una salida rápida a la tensión en la que ambos se encontraban envueltos, pero su mente no parecía dispuesta a razonar en ese momento. Por suerte para ella, el duque carraspeó y juntó sus manos tras su espalda, dándole a entender a la joven que había encontrado —por fin— un tema de conversación con el que llenar el silencio.

—Veo que Victoria y su hermana han congeniado bastante bien. Resulta conciliador... No es habitual verlas relacionarse con otros niños —dijo en voz baja Peter, dando un paso hacia el lienzo en el que habían estado pintando sus hermanas y Diana—. Hacía demasiado tiempo que no escuchaba la risa de Ophelia. 

—Debe ser muy difícil para ellas —murmuró Diana, apenada—. Son demasiado pequeñas para comprender qué pasa, y aún así son más que conscientes de la ausencia de sus padres. 

El duque de Brighton emitió un sonido de aprobación, dejando ver que estaba de acuerdo con lo que había dicho Diana. Fitzgerald se giró hacia Diana, quien tenía los orbes fijados en uno de los tantos retratos de su padre que decoraban la habitación.

—Me recordáis mucho a él —susurró el duque, y cuando Diana alzó la cabeza para mirarle con un brillo confuso en los ojos, añadió—. A vuestro padre. Siempre me fascinó el poder que tenía su simple presencia, con su carisma y magnetismo. Usted genera esa misma atracción en todo aquel que le rodea, Miss Bridgerton. No me cabe duda de que refleja las mejores cualidades de su padre.

Diana inspiró profundamente mientras luchaba contra las lágrimas que amenazaban con escapar de sus ojos. Para ella no había halago más valioso en el mundo que la comparación con el difundo vizconde Bridgerton, y nunca había tenido el privilegio de escucharlo. El hecho de que unas palabras tan sinceras hubieran salido del corazón del duque de Brighton fue lo que más sacudió sus adentros; su corazón bombeaba sangre a gran velocidad y sus manos temblaban ante la declaración de Peter Fitzgerald y su cálida cercanía. 

Nunca en su vida había sentido la necesidad de refugiarse en los brazos de un hombre. 

Nunca, hasta ese preciso momento.

—Excelencia...

—Me temo que, si tardamos un minuto más en llegar al salón, su hermano acudirá en su búsqueda —dijo el duque, recomponiéndose a la vez que se erguía—. Será mejor que nos apresuremos, antes de que el vizconde empiece a pedir mi cabeza servida en una bandeja.

Diana rió brevemente y asintió, tratando de ignorar el nudo en su garganta y tomó el brazo que le ofrecía el duque de Brighton. Los dos caminaron en silencio hasta el salón, donde el resto reposaba a la espera de que los entrantes estuvieran servidos en el comedor. Violet Bridgerton y Lady Danbury, siempre hablando en susurros e hilando planes, fueron las primeras en hacerse eco de su llegada. 

—¡Diana, querida! —exclamó Violet mientras se sentaba junto a Lady Danbury, maravillada con la vista ante ella— Justo estábamos hablando de ti.

«Maravilloso», pensó Diana. En contra de sus deseos más profundos, la rubia alejó su mano del brazo del duque, quien pareció entender que su atención no era requerida en esa conversación. Sin embargo, tan pronto como iba a despedirse de Diana, Lady Danbury alzó la voz, deteniéndolo en el acto.

—No tan rápido, excelencia. Esto también le incumbe a usted. 

Diana y el duque de Brighton intercambiaron una mirada llena de confusión, aunque la de la joven Bridgerton derrochaba preocupación y desconocimiento a partes iguales. 

—Lady Danbury también asistirá a la boda de Abigail Crawford. ¿No es maravilloso?

—Oh.

«Oh».

Diana sintió que el aire volvía a llegarle a los pulmones tan pronto como conoció el rumbo de la conversación. Cielos, juraría que casi se le había parado el corazón.

Con el ajetreo de la boda de Daphne y todo lo que había conllevado desenmascarar al conde de Beverly, la invitación de la boda entre Abigail y el conde de Waterford casi había pasado inadvertido para los Bridgerton. Pero en cuanto Diana leyó el contenido de la carta que los invitaba oficialmente al enlace de su querida amiga con el hombre que le había cambiado la vida, sintió la emoción llenar su pecho después de mucho tiempo.

—Es una sorpresa muy agradable —terminó por decir la joven, esbozando una sonrisa sincera. Después de todo, Lady Danbury era una compañía amigable—. Pensábamos que no conoceríamos a nadie. Lady Crawford nos dijo que será una boda pequeña y teniendo en cuenta que es en Waterford...

—¿Cuándo he faltado yo a un evento de tal calibre, querida? —replicó la mujer— Además, el duque también irá con sus hermanos, ¿verdad, excelencia?

—Oh.

«¿Podrías parar de repetir eso, por favor?»

—Aún no lo he decidido, Lady Danbury —le dijo el duque y, por la sonrisa forzada que se había obligado a formar, Diana juraría que Fitzgerald se moría por decirle "como ya le he mencionado en varias ocasiones"—. William es muy pequeño aún y...

—¡Tonterías! El joven va a cumplir cinco años. Que a usted le guste protegerlo en exceso no implica que el pequeño no pueda pasar un par de horas en un barco —exclamó Lady Danbury sin interés para después girarse hacia las Bridgerton— El conde de Waterford es familia del duque. Es primo de su madre, si no recuerdo mal.

—Recuerda usted perfectamente bien, Lady Danbury.

Diana no pudo evitar sonreír al reconocer el tono sarcástico del duque, que por primera vez no iba dirigido hacia ella. Peter pareció captar el gesto de la rubia y tuvo que recomponerse rápidamente para no mostrar lo mucho que le había afectado una reacción tan natural.

—A sus hermanos les vendrá bien dejar Weavington por unos días —dijo la mujer con su habitual tono conciliador—. Y me atrevería a decir que usted lo necesita más que ellos. Brighton no se caerá a pedazos porque usted se ausente para celebrar la unión de un familiar. 

—Lady Danbury tiene razón, excelencia —añadió Violet—. Sus hermanos parecen disfrutar de su compañía y del cambio de aires. Seguro que agradecerán pasar unos días con usted en la tranquilidad de la casa de campo de los Waterford. 

Diana percibió la dubitación emanando de la forma del duque de Brighton a borbotones, por lo que decidió unirse al bando vencedor. O, más bien, al que a ella le gustaría que fuera el bando vencedor.

—Podría ser una buena oportunidad para que Victoria y Ophelia aprendan a dibujar paisajes —dijo Diana con sutileza, ganándose la mirada de los tres; la de su madre, en especial, estaba cargada de asombro—. Y Lady Danbury tiene razón. Sólo serán tres días y puede aprovechar para pasar más tiempo con sus hermanos y descansar. 

—Lo pensaré, Miss Bridgerton.

Diana asintió, satisfecha con la respuesta del duque. Fitzgerald parecía dispuesto a añadir un comentario hasta que, de la nada, Anthony se interpuso en su campo de visión, robándole toda visión de la figura de Diana Bridgerton.

—¿Me he perdido algo?

—Querido —habló Violet, percibiendo la incipiente tensión entre los jóvenes frente a ella—, hablábamos de la boda de Miss Crawford.

—Oh, sí —asintió el vizconde, haciendo una mueca con el rostro que manifestaba su disconformidad—. Lamento mucho que no podáis asistir. 

—¿Qué?

—Pero, Anthony —dijo su madre, levantándose del diván—. Querido, ¿qué estás diciendo? Ya hemos confirmado nuestra asistencia.

—Diana y tú no podéis viajar solas a Irlanda. Sería impensable y si os pasara algo...

—¿Es que tú no vienes? —preguntó Violet, contrariada ante la actitud de su hijo.

—Tengo demasiados deberes que atender, madre. Y no puedo dejar que toméis un barco hasta Waterford por vuestra cuenta.

—No iremos solas —intervino Diana con rapidez. Nada ni nadie le impediría asistir a la boda de su amiga—. Benedict quiere venir.

—¿Qué? —exclamó el aludido desde la distancia con la boca llena de lo que sea que estuviera comiendo— ¿Ir adonde?

—A la boda de Abigail, ¿recuerdas? —dijo Diana pausadamente, lanzándole una mirada de súplica a su hermano mayor— Antes, en mi habitación, me dijiste que te morías de ganas por ver Irlanda y pintar un cuadro allí. 

Benedict y Diana permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro ante el silencio de los que eran partícipes en la conversación. Benedict comenzó a asentir lentamente, imitando el movimiento de cabeza de su hermana, hasta que terminó por ceder, dejando escapar un suspiro. 

—Es cierto —cedió Ben—. Le dije a Diana que asistiría con ella y con madre si había algún problema. Y... parece que lo hay. Y parece que asistiré... a la boda.

—Problema resuelto —le dijo Diana al vizconde con entusiasmo, abandonando su lado y corriendo hacia Benedict.

Cuando la joven Bridgerton llegó al lado de su hermano predilecto y comenzó a llenarle la cara de besos, Violet y Lady Danbury compartieron unas risas cómplices. Anthony, por otro lado, pareció no estar muy satisfecho con el resultado de la conversación.

—No te preocupes, Bridgerton —le dijo Brighton, dándole una palmada en la espalda—. Llevaré a mis hermanos a esa dichosa boda y cuidaré de tu madre y tu hermana. Tienes mi palabra. 

Sus palabras, que habían estado destinadas a calmar la irritación de su amigo, parecieron surtir el efecto completamente contrario. Girándose hacia él, Anthony le dedicó una mirada fulminante y colocó el dedo índice en el pecho del duque de Brighton en señal de advertencia.

—Tu palabra no me sirve de nada, Brighton. Ya habéis arruinado la vida de una de mis hermanas. Si te acercas a Diana...

—Yo nunca haría nada que comprometiera a tu hermana o a tu familia, Anthony —interrumpió el duque, ofendido por las palabras del vizconde—. Que si quiera te atrevas a mencionarlo es una desfachatez.

—No te acerques a ella —repitió, bajando el tono de voz amenazadoramente—. No me importa que hayas sido como parte de mi familia, Peter. Mi hermana es inalcanzable, y se merece una felicidad que tú no sabrás darle.

El vizconde no le dio oportunidad a Fitzgerald de decir una sola palabra más. Dando media vuelta, se apresuró a hablar con una de las doncellas para preguntar cuánto más iba a tardar la cena, murmurando un maravilloso cuando le respondieron que ya estaba lista para ser servida. El duque de Brighton suspiró, y aunque no culpaba a Anthony de su reticencia, detestaba que pagara los pecados de Simon con él. 

—Hay mucho trabajo que hacer, por lo que veo —dijo Lady Danbury a sus espaldas, llamando su atención por completo—. Sobre todo con el vizconde.

—No sé a qué se refiere, Lady Danbury. Y a estas alturas, preferiría que me hablara sin acertijos ni rodeos.

Lady Danbury emitió un sonido de aprobación, pero no sin darle intencionadamente un pistotón en el pie con su bastón al duque.

—Oh, discúlpeme, excelencia —le dijo, fingiendo como una experta su sonrisa de disculpa—. Soy mayor y a veces no veo por donde piso. Aunque eso no me impide ver todo lo que sucede a mi alrededor. Creo que es algo que he ido perfeccionando con la edad.

—Apostaría todo mi dinero a ello —respondió el duque, aún doliéndose del pie—. Aún así, sigo sin saber lo que pretende decir.

Lady Danbury desvió su mirada hacia Diana, que ahora se encontraba rodeada de sus hermanos menores y las niñas Fitzgerald. Gregory jugaba a dar palmadas con su hermana mayor, mientras que los demás niños se peleaban por ver quién jugaría a continuación con el diamante de la temporada. 

—He oído que el clima en Irlanda hace maravillas en esta época del año —terminó por decir la mujer—. Quién sabe, excelencia. Tal vez obre un milagro y termine por abrirle los ojos de una vez por todas.


❀⊱ ────────────── ⊰❀

























Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro