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𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑡ℎ𝑖𝑟𝑡𝑒𝑒𝑛



𝐷𝑟𝑜𝑚𝑜𝑙𝑎𝑛𝑑 𝐶𝑎𝑠𝑡𝑙𝑒, 𝑊𝑎𝑡𝑒𝑟𝑓𝑜𝑟𝑑 𝐶𝑜𝑢𝑛𝑡𝑦


Diana permaneció muda durante unos segundos mientras analizaba la postura de Benedict. Sus ojos azules conservaban su brillo habitual y sus cejas permanecían alzadas. El rostro habitual de Benedict Bridgerton cuando quería salirse con la suya, o sabía algo que iba a aprovechar para fastidiar a sus hermanos. 

—Los hermanos del duque son unos niños maravillosos —dijo por fin Diana—. Desde luego, ha sido una tarde encantadora. Pero comenzaba a refrescar y lo último que quiero es pillar un resfriado. Ahora, si me disculpas, preferiría que nuestra madre no volviera a regañarnos por llegar tarde. Si ve que somos los últimos en llegar a la recepción, nos mandará de vuelta a Londres en el primer barco que zarpe del puerto. Y no estoy dispuesta a perderme la boda de Abigail. 

—Oh, qué disgusto se llevaría el pobre duque de Brighton...

Diana tragó saliva y señaló a Benedict con un dedo acusador, mirando a derecha e izquierda antes de decir una sola palabra.

—No sé a dónde quieres llegar con esa palabrería y esas miradas tuyas, pero...

—¿Yo? —se señaló a sí mismo, haciéndose el sorprendido— Hermanita. Mi querida Diana... 

—Benedict. Suéltalo. 

Ben suspiró y volvió a cruzarse de brazos. El moreno encogió los hombros e inclinó la cabeza hacia su hermana menor.

—Os vi volviendo del jardín. A Brighton y a ti. No quiero que me malinterpretes. No podrían importarme menos las reglas de esta sociedad, pero a ti deberían importarte. Sé que no te gusta escucharlo, pero sigues siendo mi hermana y no quiero que te suceda lo mismo que le pasó a Daphne. Odiaría ver que toda tu vida se desperdiciara por un error.

Un error. ¿Era eso lo que había sido? ¿Se había equivocado al dejar que sus sentimientos por Peter tomaran el control de sus acciones?

Pero Ben había dicho que los había visto regresar del jardín. No había hecho referencia en ningún momento al encuentro que había compartido ella con el duque. Dudaba que hubiera visto nada, de hecho. Posiblemente, Benedict habría corrido hacia ellos y se habría lanzado sobre el duque por arruinar la reputación e inocencia de su pobre hermana.

—Odio tener que ser yo el que te diga esto porque ni siquiera encuentro la forma de hacerlo apropiadamente, pero... Bueno —continuó, rascándose la nuca con nerviosismo—. Se supone que madre debería prevenirte de este tipo de cosas. O Anthony. Pero dios sabe que Anthony es demasiado terco y...

—Cielos santo, Benedict —le interrumpió Diana—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué prevención?

La brusquedad con la que se abrió la puerta de la habitación de su madre sobresaltó a los hermanos Bridgerton. Benedict se llevó una mano al pecho y maldijo por lo bajo, mientras que Diana dejó salir el aire que había estado reteniendo de golpe. Pensaba que su madre era la intervención divina que la salvaría del interrogatorio de Ben.

Qué equivocada estaba. 

—Benedict, querido. ¿Por qué no vas a cambiarte? Tu hermana y yo te avisaremos cuando estemos listas para bajar. 

Los hermanos guardaron silencio, observando como la vizcondesa viuda les regalaba una de sus carismáticas sonrisas que significaba una única cosa: no tenían otra opción que hacer lo que les estaba pidiendo. A pesar de eso, Benedict y Diana supieron leer más allá de la calmada apariencia de su madre: Violet, curtida en el arte de los susurros y chismorreos de la sociedad londinense, había estado escuchando detrás de la puerta la conversación que mantenían sus hijos. 

—Sí. Yo me iba ya. Si me disculpáis —señaló él a sus espaldas, mirando a su hermana pequeña una última vez antes de marcharse a gran velocidad. 

—Querida, vamos.

Violet permaneció en el umbral de la puerta, señalando el interior de la habitación con la elegancia habitual en la vizcondesa. Y Diana, por primera vez, se sintió como uno de sus hermanos mayores, caminando cabizbaja hacia lo que parecía una intensa charla por su mal comportamiento. Casi sentía que volvía a tener 10 años. 

—Mamá...

—Ven, mi niña. Siéntate a mi lado.

Diana no tardó en ejecutar la orden de su madre, que tan dulcemente la seguía con la mirada. La rubia tomó la mano de Violet y ambas se sentaron en un sillón junto a la ventana, disfrutando por un momento de las vistas del jardín. 

Diana quería decir algo, cualquier cosa que alejara la intención de su madre de hablar sobre la conversación que tan astutamente había oído hacía unos instantes. Pero Violet, que tras nueve hijos se sabía todas las artimañas posibles para salir del paso, fue más rápida y astuta que su hija. 

—Bueno —comenzó la vizcondesa, riendo con nerviosismo—... Así que el duque de Brighton. 

—Mamá, no sé exactamente qué habrás escuchado. Pero...

—No es lo que he escuchado, querida. Que te aseguro ha sido lo suficiente —dijo, tomando las manos de su hija—. Es lo que llevo viendo meses. Cuando organizamos la cena al principio de la temporada e invitamos a los duques... Vi algo entre vosotros dos. No sabía por qué tú y el duque de Brighton os mirabais de esa forma, como si buscarais constantemente una forma de retar al otro —Violet suspiró antes de continuar—.  Todas esas veces que he intentado descifrar de qué hablabais, tratando de averiguar qué tipo de relación tenías con el duque... Había una especie de pacto sin sellar entre vosotros dos que me preocupaba originalmente. Luego vi cómo se comportó el duque en la cena de Lady Danbury, cuando todos pensábamos que el conde de Beverly iba a pedir tu mano... Ahí comencé a abrir los ojos. Y creo que tú también. 

Diana bajó la mirada a sus manos entrelazadas y echó la vista atrás. El descaro con el que Fitzgerald se había dirigido aquella noche hacia el conde de Beverly había sido evidente para la joven —que había condenado cualquier comportamiento deleznable proveniente de Peter—, aunque aún no conocía los motivos de su rechazo hacia Theodore Spencer. Ahora, con el paso del tiempo y después de que la verdad hubiera salido a la luz, muchas cosas comenzaban a tener sentido. 

—Por eso te pregunté esa noche si el motivo por el que no querías casarte con Theodore Spencer era que tuvieras sentimientos por el duque —continuó la vizcondesa—. Era incapaz de ver el desprecio del que me hablabas entre el duque y tú. Y a medida que pasaba el tiempo, vi cómo te ibas habituando a su presencia; casi apreciándola, diría. Y cuando os vi bailando juntos en el baile de Lady Trowbridge supe que había algo que no me estabas contando —la mujer negó con la cabeza, aunque esbozando una sonrisa en sus labios—. Lo supe en el momento en que os vi en la cena de compromiso de Daphne, regresando juntos del salón de dibujo con las hermanas del duque de tu mano. Cielos, querida. Ojalá pudiera representar la devoción con la que ese muchacho te miraba. 

Diana sonrió tímidamente. Principalmente porque sabía la mirada de la que hablaba su madre. El simple recuerdo de los ojos oscuros de Peter Fitzgerald había conseguido calmar sus nervios e instalar una calidez inexplicable en su pecho, haciéndola sonreír como una tonta enamorada.

«¿Enamorada?»

—Una vez me dijiste que el conde no te miraba como tu padre solía mirarme a mí —dijo Violet en voz baja, casi en un susurro—. Sé que las comparaciones son odiosas y que nadie podrá llegar a reemplazar a tu padre, nunca. Pero sé reconocer el amor cuando lo veo, mi querida niña. He visto como sus ojos siguen todos y cada uno de tus movimientos siempre que estás presente; cómo ha dejado su rechazo por la temporada londinense a un lado para compartir el más mínimo momento contigo... Y he visto cómo te has convertido en una mujer y te has replanteado todos y cada uno de tus ideales desde que lo conociste. Lo que tú y el duque sentís por el otro no es un amor cualquiera, querida; sino un amor tan pasional que te quita la respiración y te consume por completo. Esa clase de amor puede sorprenderte al principio, e incluso hasta asustarte. Pero no debes distanciarte de él. Deja que te consuma y te guíe, mi niña. Solo entonces podrás encontrar la verdadera felicidad.

Diana asintió brevemente, empapándose de la sabiduría de su adorada madre. Sabía que cualquier consejo que viniera de la vizcondesa sería crucial para su vida y lo guardaría como oro en paño. Sin embargo, el simple pensamiento de tener que afrontar la situación que se desenvolvía frente a ella le aterraba. No sabía cómo gestionar sus sentimientos en asuntos del corazón; ninguna institutriz le había enseñado a hacerlo cuando leían a Platón o le enseñaban idiomas. Pero contaba con la ayuda de su madre, que en ese preciso momento le estaba teniendo la mano como un ángel de la guarda para sacarla de la oscuridad de sus pensamientos. Y con eso, sabía que era más que suficiente.

—No sé cómo actuar, mamá —dijo Diana—. Nunca me he sentido así antes.

—Eso es porque nunca antes habías estado enamorada, mi vida.

Su piel se erizó casi por inercia. Así que era eso. Esa sensación incómoda a la par que placentera que sentía en el pecho cada vez que Peter Fitzgerald hacía una aparición estelar en sus pensamientos; esa sensación de que le faltaba el aire cuando se encontraba en la misma habitación que él, cuando el duque rozaba su piel con la calidez de sus dedos o cuando su aliento chocaba contra el cuello de ella. Amor, eso que tanto se había jurado a sí misma que no iba a sentir nunca por puro temor a qué pasaría el día que acabara. 

O el día que se lo arrebataran, como a su pobre madre le pasó con su difunto padre.

—Debes actuar acorde a lo que te pida tu corazón —añadió Violet, acariciando el rostro de su hija—. Tienes un corazón más especial de lo que crees, Diana. Si el duque ha sido capaz de ganárselo, es porque es más que merecedor de tu amor. Y soy incapaz de pensar lo contrario... ese muchacho ha perdido la cabeza por ti. ¿Acaso crees que habría accedido a venir a Irlanda si tú no se lo hubieras pedido? Está perdidamente enamorado de ti. ¡Los dos lo estáis! Pero los dos parecéis ser demasiado necios como para daros cuenta de ello.

 —Él es más necio que yo —bufó Diana, provocando que su madre soltara una risa—. ¿Qué? ¡Es cierto! Si piensas que yo soy obstinada es porque no has llegado a conocer al duque realmente.

—No lo pongo en duda, querida —rió la vizcondesa. De pronto, su expresión se tornó más seria—. Diana... ¿Cuánto has llegado a conocer al duque?

—¿A qué te refieres?

—Dios santo —murmuró Violet, violentada por lo que tenía que decir a continuación—. No debería hablarte sobre esto hasta el momento en el que fueras a casarte... Cielos, ni siquiera tuve ocasión de preparar correctamente a tu hermana. Pero... Supongo que las circunstancias requieren lo contrario. 

Diana frunció el ceño y observó a su madre llevarse una mano al vientre. Ese gesto no precedía nada bueno para ella, pues vislumbraba preocupación o nerviosismo en la vizcondesa Bridgerton. Aunque creía saber a lo que se estaba refiriendo su madre, teniendo en mente la conversación con Abigail Crawford en la que la joven le contó la traición que sufrió por parte del conde Spencer, Diana no tenía ni idea de la conversación que le esperaba.  

—¿Preparar a Daphne para qué? Mamá, no tengo ni idea de lo que me estás hablando.

—Hay un... acto —comenzó la mujer antes de hacer una breve pausa— reservado a los matrimonios. Ese acto... el acto conyugal, por así llamarlo... Bueno, sé que tú y el duque, por lo que he escuchado... No sé si él y tú...

—No hemos realizado ningún acto, mamá —intervino rápidamente Diana, parcialmente escandalizada por la asunción de su madre.

Violet suspiró, aliviada. La vizcondesa viuda se sentía extremadamente incómoda ante la situación. No porque se tratara de Diana, sino porque mirando a sus ojos veía los de su pequeña hija, una a la que debía advertir de los peligros de la seducción si quería evitar que su vida tomara el rumbo equivocado.

—Me tranquilizas, querida. No me malinterpretes, yo no te culparía si hubieras accedido a ello. No entiendo por qué esta sociedad nuestra se escandaliza al escuchar que una pareja enamorada ha llevado a cabo un acto de lo más natural sin haber contraído matrimonio. 

—Pero, ¿en qué consiste este acto? —preguntó Diana, confundida como nunca lo había estado en su vida— Si es un acto natural, ¿por qué lo consideramos un escándalo?

—Verás —sonrió la mujer con nerviosismo—... Es un acto natural y reservado para el matrimonio porque a través de él, se cumple una de las voluntades de la unión entre un hombre y una mujer. 

Diana asintió lentamente, captando lo que su madre quería explicarle. Pero seguía sin saber por qué era incapaz de ser directa sobre el tema, y en su lugar optaba por rodeos y pistas. Quería decirle que tenía un mero conocimiento del tema, aunque fuera casi nulo, porque sabía que Abigail había estado embarazada del conde de Beverly antes de perder al bebé. Estaba profundamente confundida, pero tampoco podía poner el dedo acusatorio sobre su amiga.

—El acto... conyugal —repitió Diana—... ¿Sirve para que una mujer se quede embarazada?

—¡Exacto! —rió la vizcondesa con alivio— Sí, eso es. 

—Y.. ¿Ese acto requiere que un hombre y una mujer... se besen?

—Bueno... yo no diría que es un requisito como tal. Pero es de lo más natural que ambas vayan de la mano. ¿Por qué lo preguntas?

Diana abrió y cerró la boca un par de veces, como si estuviera tratando de encontrar las palabras. No sabía cómo iba a reaccionar su madre si le admitía que ella y el mismísimo duque de Brighton se habían besado. De lo que estaba segura es de que iba a omitir muchos de los detalles de aquel... encuentro.

—El duque y yo... A lo que Benedict se refería antes cuando decía lo del jardín...

—¿Sí...?

Diana cerró los ojos e inspiró profundamente antes de armarse de valor.

—Nos besamos. 

Violet jadeó, llevándose una mano a los labios de la sorpresa. Sin embargo, cuando sus labios volvieron a estar a la vista de Diana, la rubia pudo ver como una sonrisa se había dibujado en ellos. La vizcondesa volvió a llevarse una mano al vientre mientras con la otra acariciaba la mano de su hija. 

—¡Vaya! Eso es... ¿Cómo fue?

—¿El qué?

—¿Qué va a ser? —exclamó la vizcondesa antes de acercarse a su hija y susurrar— ¡El beso!

La joven Bridgerton parpadeó, sorprendida a la par que confundida ante la petición de su madre. ¿De verdad le estaba pidiendo que le relatara un momento que, si alguien hubiera sido testigo de él, habría echado por tierra su reputación y la de su familia?

Pero esto no era Inglaterra. Estaban en el campo irlandés, rodeada de algunas de las mejores personas y más liberales que había conocido en la vida. Si había un sitio en el que Diana podía vivir con libertad y experimentar, era ese.

—Ha sido —la rubia se detuvo para suspirar, notando como se le erizaba la piel al recordar cómo se sentían los labios de Peter sobre los suyos—... maravilloso.

Violet sonrió ampliamente al ver el rubor en las mejillas de su hija. Diana había sido la más rebelde de sus nueve vástagos y una vez llegó a pensar que jamás conseguiría encontrarle un marido con el que fuera todo lo feliz que se merecía. Le tranquilizaba profundamente ver que su hija había sido capaz de encontrar su propio camino por sí sola, que había madurado en el proceso y que en él había encontrado al hombre que se encargaría de amarla y hacerla feliz por el resto de sus días. 

—Lo amas, ¿verdad?

—No lo sé... Eso creo —rió Diana—. Jamás había sentido algo así antes y es profundamente frustrante. En ocasiones no sé si quiero reír o llorar; si lo amo con la pasión más cegadora o si le odio profundamente; si le echo de menos o si preferiría no verlo nunca más, porque sé que así no tendría que enfrentarme a lo que verdaderamente me da miedo.

—¿Qué es lo que te da miedo, mi niña?

Diana guardó silencio durante unos segundos, fijando su mirada en las caricias que su madre dejaba sobre el dorso de su mano. Tenía miedo de tantas cosas que ni siquiera sabía por dónde empezar.

—Me aterra amarle demasiado. Que me aferre a ese amor con tantas fuerzas que me ciegue y que, algún día, eso me sea arrebatado.

La vizcondesa viuda bajó la mirada y asintió, apesadumbrada. Sabía perfectamente a lo que se estaba refiriendo su hija. 

—Te da miedo que te pase lo que a mí me pasó con tu padre —dijo la mujer en voz baja—. Me apena profundamente que pienses eso, Diana. Y no sabes cuánto lo lamento. 

—Oh, no. No es tu culpa, mamá.

—Sé cómo actué esos días, justo después de la muerte de tu padre... Nadie puede prepararte para un golpe así, querida. Te lo aseguro. Pero aunque fue la época más dura de mi vida y el pensar que no podré volver a estar en los brazos tu padre me mata por dentro, escogería volver a enamorarme de él todos los días de mi vida —Violet limpió las lágrimas que habían caído por sus mejillas antes de volver a sonreír—. Porque el amor que nos profesábamos era tan puro y grandioso que volvería a pasar por todos los infiernos con tal de sentirlo de nuevo.

Diana sonrió con dificultad, conmovida por el profundo amor que su madre aún sentía por el difunto Edmund Bridgerton. Aunque pasaran los años, Violet seguía llevando por bandera la relación que había mantenido con su marido. El cariño que profesaba al padre de sus nueve hijos no había disminuido en lo más mínimo desde el día en el que falleció, y es algo que Daphne y Diana habían comentado en diversas ocasiones y que las había llevado a las lágrimas en todas ellas. 

—Merece la pena, hija mía; cada segundo de sufrimiento. Porque el amor verdadero supera a todo eso. 


❀⊱ ────────────── ⊰❀


Hacía tantos años que no visitaba Irlanda que había olvidado lo pacífico que le resultaba ese lugar. No porque fuera tranquilo, o porque el aire fuera mucho más respirable que el de Londres. Sino porque Peter, rodeado de algunos miembros de la familia de su difunta madre, sentía que los trozos de su corazón volvía a unirse de nuevo. 

El duque de Brighton permanecía de pie junto a una de las tantas columnas de mármol que decoraban la sala, observando a los invitados charlar y reír entre ellos. Una sonrisa apareció en sus labios cuando vio a Lord Wilberforce subir a Victoria sobre sus pies y comenzó a bailar con la niña, dando vueltas alrededor de la multitud. Sus hermanos también parecían haber encontrado un poco de felicidad en Waterford, pues el cambio en el humor de los más pequeños había sido más que evidente. Aunque Peter dudaba si dicho cambio se debía a su llegada a tierras irlandesas, o a la incorporación de una nueva presencia a su círculo más interno. 

«Diana.»

Peter cerró los ojos por un instante, maldiciéndose a sí mismo por permitirse recordar el olor a lilas y la calidez de la joven Bridgerton. La simple existencia de Diana estaba volviéndolo loco, apoderándose de todos y cada uno de sus sentidos a cada segundo que pasaba a pensando en ella. Y teniendo en cuenta que la rubia no abandonaba su mente en ningún momento del día, la cordura del duque estaba rozando su límite.

—Ah, excelencia. Ahí estáis. 

Peter giró la cabeza hacia su derecha, de donde venía la aterciopelada voz, y vio a Lady Danbury caminar hasta detenerse a su lado. La mujer sostuvo su bastón con ambas manos mientras le dedicaba una amplia sonrisa al duque de Brighton, observando la elegante indumentaria que había escogido para la velada de esa noche. 

—Lady Danbury —saludó Fitzgerald.

—Veo que está usted engalanado para la ocasión. Incluso le he visto sonreír. Cualquiera se atrevería a decir que está pasándoselo estupendamente. 

—Debo admitir que así es. Hay muchas cosas que valoro de esta velada. 

—Desde luego —dijo Lady Danbury, echando un vistazo al rededor del salón—. La familia de su difunta madre, reunida de nuevo; sus hermanos... ¿Se me pasa algo, excelencia?

Peter conocía ese tono a la perfección. Lady Danbury era una mujer astuta como la que más, y sabía provocar que la persona más privada del mundo derramara todos sus secretos con un simple juego de palabras. Pero el duque la había conocido por demasiado tiempo y conocía a la perfección a dónde quería llegar Agatha con esto. Sin embargo, y sorprendiéndose a sí mismo, Peter se encontró entrando en el juego de Lady Danbury.

—De hecho, creo que se le olvidó añadir a alguien a su lista.

Lady Danbury pareció haberse sorprendido por la respuesta del duque, pero solo mostró su flaqueza durante un momento. Rápidamente, la mujer se recompuso y cambió su expresión a una de satisfacción, como si llevara demasiado tiempo esperando oír algo así brotar de los labios del duque. 

—Así que, finalmente, has decidido seguir mi consejo. ¿Va a ser sincero consigo mismo? ¿Está preparado para elegir su propia felicidad esta vez?

Como si el destino se hubiera disfrazado de la mismísima Agatha Danbury, los Bridgerton hicieron su entrada estelar en el salón. Peter irguió su espalda casi de inmediato, aumentando el agarre que ejercía con la mano sobre la copa de cristal. Lady Danbury percibió el cambio en el lenguaje corporal de Fitzgerald y tuvo que reprimir la risa sincera que subía por su garganta. Estaba disfrutando verdaderamente de ese momento al ver como el joven duque de Brighton abandonaba esa fachada de hombre frío y sin corazón que le había costado la felicidad en los últimos años. Pero, sobre todo, disfrutaba al ver que había tenido razón desde el principio.

La vizcondesa Bridgerton divisó a su amiga y al duque y no tardó en avanzar hacia ellos, haciendo que Benedict y Diana siguieran sus pasos.

—¡Lady Bridgerton! —exclamó Agatha, alzando sus brazos con entusiasmo— Dichosos los ojos. Miss Bridgerton, confío en que esté disfrutando de Irlanda. Definitivamente el aire puro le está sentando de maravilla. 

—Gracias, Lady Danbury —respondió la joven con una sonrisa, ignorando el calor que se había instalado en sus mejillas. La rubia se giró hacia el duque antes de dedicarle una reverencia—. Excelencia.

Peter tuvo que reprimir la sonrisa divertida que casi se dibuja en sus labios. Ver a Diana avergonzada por los constantes cumplidos que recibía jamás dejaría de fascinarle. El duque le devolvió a Diana la reverencia y entreabrió sus labios, buscando una respuesta que potenciara el rubor en las mejillas de la joven.

—Miss Bridgerton. Me complace darle la razón a Lady Danbury. Realmente está más deslumbrante que nunca.

La escena resultó de lo más divertida para Agatha. Diana y Peter, por un lado, devorándose con los ojos y luchando por no abalanzarse a los brazos del otro; la vizcondesa Bridgerton, por otro lado, deleitada con la forma en la que el duque halagaba y miraba a su hija con la más pura devoción; y luego estaba Benedict, que parecía no entender del todo bien qué se desarrollaba delante de sus ojos. 

—Lord Bridgerton —habló Lady Danbury, aproximándose al joven—. ¿Sería tan amable de acompañarme a la mesa de los refrigerios? Debo admitir que, aunque me mantengo de espíritu joven, mis pies ya notan el paso de los años. 

—Oh, me uniré a vosotros —dijo Violet—. Este clima tan húmedo... 

—La comprendo, Lady Bridgerton. Excelencia, entiendo que no será un problema para usted hacerle compañía a Miss Bridgerton. 

—En absoluto, Lady Danbury.

—Estupendo —zanjó la mujer, dando un golpe en el suelo con su bastón antes de dar media vuelta con Benedict y Lady Bridgerton. 

Diana dejó escapar de golpe el aire que estaba reteniendo en sus pulmones. Sabía que si su madre y Lady Danbury continuaban con sus descaradas labores de casamenteras, algunas de las dos acabaría haciendo un comentario que los incomodara profundamente. El duque pareció notar lo tensa que estaba la joven, por lo que, delicadamente y con el mayor disimulo, rozó el brazo enguantado de Diana con sus nudillos. La rubia no pudo evitar el escalofrío que recorrió su cuerpo, y el gesto no pasó desapercibido para Brighton. 

—Relájese, Miss Bridgerton. Pareciera que ha pasado de disfrutar de mi compañía a detestarla por completo.

Diana no pudo evitar el jadeó que brotó de sus labios, negando con la cabeza mientras sonreía con burla.

—Diría que se tiene en muy alta estima, excelencia. Nunca he llegado a pronunciar esas palabras.

Peter se mordió la parte interna de la mejilla a la vez que ría por lo bajo, negando con la cabeza al reconocer el tono en la voz de la rubia. Su Diana, pensó. Tan testaruda y orgullosa como la primera vez que intercambió una palabra con ella frente a la pintura satírica de Hogarth. El duque se detuvo a admirar el perfil de la joven Bridgerton, que se deleitaba con la fabulosa decoración del salón de baile. Peter tuvo que reprimir sus impulsos para evitar acariciar la mejilla de Diana, rodearla con sus brazos y besarla hasta que le pidiera que parara. Cuando pensaba que no tenía el suficiente autocontrol para poner distancia entre él y la joven, la grave voz del conde de Waterford lo sacó de sus impuros pensamientos. 

—¡Ah, aquí estás, muchacho! —exclamó el conde con entusiasmo. Lord Wilberforce agrandó sus sonrisa al ver a Diana junto a su sobrino— Ya veo por qué no te has molestado en ir a hablar con este pobre anciano. Reconozco que la compañía de Miss Bridgerton debe ser infinitamente más fascinante que la mía. 

—No puedo discutírselo, tío. 

Diana esperaba una respuesta diferente. Quizá no distante ni fría, pero tampoco una que evidenciara que Peter Fitzgerald, el aparentemente apático e insensible duque de Brighton, prefería estar al lado de Diana Bridgerton y no de cualquier otra persona. Y por ese motivo, los ojos verdes de la joven comenzaron a brillar de forma especial al mirar a Peter, algo que, para un conde de sesenta y pocos años y con demasiadas experiencias en la vida, no pasó desapercibido. El conde asintió enérgicamente, sonriendo de forma divertida ante el color carmesí que se había instalado en las mejillas de la chica Bridgerton. 

—En ese caso, estoy seguro de que podréis uniros a Declan y Miss Crawford en el primer baile. ¡Esta es su última noche como prometidos! 

—Será todo un placer, milord —respondió Diana con cortesía, sonriendo con sinceridad.

—Sabía que podía contar con usted, Miss Bridgerton —el conde se giró hacia su sobrino y le dio una palmada en el hombro—. Hazte un favor a ti mismo y sé el primero en pedirle que te acompañe a la pista de baile. Sé que hay una larga lista de jóvenes lores que hacen cola para bailar con el diamante de la temporada y no desaprovecharán la oportunidad si la ven sin pareja. A ninguno nos gustaría eso. ¿Verdad, Peter?

El conde le dio una última palmada a su sobrino y le dedicó una reverencia a Diana antes de dar media vuelta y marcharse por donde había venido. Lord Wilberforce caminó hacia la orquesta para anunciarles que la gran pareja iba a abrir el baile de esa noche y, sus espaldas, Diana y el duque permanecieron en silencio, asimilando las palabras del conde de Waterford. Peter se sintió casi avergonzado, como si hubiera regresado a los días de su niñez en los que su madre le regañaba por no hacer lo que se le pedía. Diana, por su parte, sentía que le iba a explotar el rostro de la vergüenza; jamás en su vida había estado tan ruborizada.

—Me temo que el deber nos llama, Miss Bridgerton —dijo Peter, juntando las manos tras su espalda—. Sería descortés de nuestra parte rechazar la petición de nuestro anfitrión, ¿no cree? Quiero decir, por mucho que usted me odie con cada centímetro de su ser y yo desprecie su existencia. 

Diana reprimió la sonrisa ante la burla del duque y decidió entrar en su juego. La joven Bridgerton aceptó la mano que le había tendido el duque y dio un paso hacia él, inclinando la cabeza para mirar a Peter a los ojos.

—No crea que me complace lo más mínimo tener que bailar con usted, excelencia. De hecho, lo categorizaría como una de las actividades más repulsivas que he realizado a lo largo de mi vida. Tanto, que incluso me cuesta respirar. 

—Sí, conozco esa sensación —respondió el duque en voz baja, dando otro paso hacia Diana mientras recorría el rostro de la joven con sus ojos oscuros—. En cuanto pone un pie en la habitación, mi pecho se oprime de tal forma que pienso que se va a partir en dos. No importa cuan lejos esté, ese maldito perfume a lilas me inunda por completo y me hace perder la poca cordura que me queda desde que la conocí. 

Los repentinos aplausos de los invitados sacaron a Diana y al duque de su burbuja, haciéndoles poner instintivamente algo de distancia entre sus cuerpos. El centro del salón se había despejado para que Abigail y Declan Wilberforce abrieran el baile y algunas parejas se habían sumado a los prometidos a la espera de que la orquesta comenzara a tocar. 

Peter carraspeó e irguió su espalda, volviéndose a girar hacia Diana. Iba a mantener la compostura; se prometió a sí mismo que lo haría. Pero cuando la expresión en el rostro de la joven frente a él, sonriéndole con ese brillo en los ojos, como si estuviera dejar todo lo conocido por él, Peter supo que había perdido el juego. 

Se había enamorado perdidamente de Diana Bridgerton.

—Baila conmigo, Diana. 

No era una petición, sino más bien una súplica. El duque de Brighton se había convertido en una nueva persona desde que comenzó la temporada londinense de 1813 y había encontrado una razón para su existencia; una diosa a la que profesarle toda su devoción. Ahora necesitaba que Diana Bridgerton siguiera otorgándole el aire que respiraba, porque Peter detestaría volver a ser el caballero frío y sin corazón que había sido previamente. 

Diana no le respondió al duque, pero se limitó a darle un apretón a la mano que sostenía la suya. Ambos compartieron una pequeña sonrisa antes de caminar hacia el centro del salón. Las miradas sobre el par no tardaron en llegar, especialmente por parte de la familia del duque. La rubia no tardó en incomodarse, odiando que todas las miradas de la habitación se posaran sobre ella. Y Peter, que sintió el cambio en la joven, no tardó en acercarla hacia él, inclinando su rostro hacia abajo para hacer contacto visual con Diana. 

—¿Prefieres no hacerlo?

—No —respondió ella, subiendo una mano hacia el hombro del duque—. A no ser que sea una excusa para no bailar conmigo. En ese caso, me debatiré entre satisfacerle y alejarme de usted o convertirme en su peor pesadilla.

Peter rió por lo bajo, negando con la cabeza. La orquesta comenzó a tocar los primeros acordes y las parejas realizaron una reverencia de cortesía, señalando el inicio del baile.

—¿Y arriesgarme a que caiga en manos de un lord lo suficientemente adecuado para ser su pretendiente? No. Prefiero mantenerme a su lado y seguir tormentándola durante un poco más.

—¿Es que no le gustaría verme bailando con alguien más? —preguntó Diana con sorna mientras danzaban por el salón, abriendo los ojos con sorpresa cuando el agarre que ejercía el duque sobre su cintura se intensificó— Vaya, excelencia. No os tenía por un hombre celoso.

—Soy un caballero, Miss Bridgerton —respondió él en voz baja—. Esperaría a que el hombre en cuestión abandonara el baile para tener una conversación privada con él. 

—¿Y qué le diría?

—Trataría de disuadirle para que mantuviera las distancias con usted, ya que, después de todo, no tiene intención de casarse —Peter alzó sus manos entrelazadas y le dio una vuelta a la joven, rodeando su cintura y pegando su pecho a la espalda de Diana—. Si no me escuchara, tomaría medidas más convincentes para que se alejara de usted. Solo para asegurarme de que cumplo con mi cometido de espantar a todos los pretendientes de este país. 

Diana suspiró al notar el aliento de Peter contra su cuello. Su piel se había erizado instantáneamente y sus piernas comenzaron a temblar. La joven creía estar viviendo un auténtico martirio en ese momento.

—Me pregunto qué ganaría usted con eso, excelencia. 

—Yo también me lo preguntaba, Miss Bridgerton. Hasta que averigüé el porqué. 

Peter tomó la mano de la joven y la hizo girar de nuevo para rodear su cintura con el otro brazo, deleitándose en la cercanía con le cuerpo de la joven. Diana volvió a rodear los hombros del duque mientras le daba una mirada desconcertada, con esos ojos verdes relucientes y sus labios fruncidos. Ante esa vista, el duque de Brighton solo podía sonreír con ternura. Podría permanecer así para el resto de su vida.

Y eso era lo que planeaba hacer.

Al terminar el baile, el restado de invitados aplaudieron y Diana y el duque se vieron obligados a poner algo de distancia entre ellos de nuevo. Ya no había excusa para las caricias disimuladas y los roces entre sus pieles, algo que molestó profundamente a Peter. Apenas unos segundos y ya se encontraba extrañando la piel de Diana.

Antes de que pudiera volver a dedicarle una palabra más a la joven, Abigail Crawford se lanzó sobre su amiga, hablando animadamente sobre la celebración y lo nerviosa que estaba por la boda. Peter entendió que debía desaparecer de la escena y dio media vuelta, retrocediendo sobre sus pasos y retomando su posición original a un lado de la sala. 

Peter Fitzgerald se sentía como un niño de nuevo. Nervioso, emocionado y profundamente feliz. Ansiaba que pasara rápido el tiempo para poder pasar tiempo de nuevo con Diana y ya tenía en mente todas las actividades que podría hacer con ella si tan solo tuviera la oportunidad: llevarla a conocer los alrededores de Brighton; enseñarle el hermoso lago en el que nadaba cada vez que necesitaba encontrar la paz; recorrer Europa juntos con un par de lienzos para que pudiera pintar todo lo que quisiera... Sin darse cuenta, había planeado toda una vida en su cabeza con Diana Bridgerton. Y, por primera vez en mucho tiempo, Peter estaba dispuesto a permitirse ser feliz.

«Cuando volvamos a Londres hablaré con tu hermano para pedirle tu mano en matrimonio», pensó mientras observaba a Diana desde la distancia. «Sé que convencer a Anthony será una tarea difícil... Pero te prometo que, si es lo que deseas, haré todo lo posible para que seas mi esposa. Te dije que no pararía hasta que fueras mía, Diana. Y pienso cumplir mi palabra.»


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