
𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑠𝑖𝑥
𝐵𝑟𝑖𝑑𝑔𝑒𝑟𝑡𝑜𝑛 𝐻𝑜𝑢𝑠𝑒
"𝑆𝑒 𝑑𝑖𝑐𝑒 𝑞𝑢𝑒 𝑙𝑎𝑠 𝑎𝑝𝑎𝑟𝑖𝑒𝑛𝑐𝑖𝑎𝑠 𝑒𝑛𝑔𝑎𝑛̃𝑎𝑛, 𝑝𝑒𝑟𝑜 𝑒𝑛 𝑒𝑙 𝑐𝑎𝑠𝑜 𝑑𝑒𝑙 𝑏𝑜𝑏𝑎𝑙𝑖𝑐𝑜́𝑛 𝑏𝑎𝑟𝑜́𝑛 𝐵𝑒𝑟𝑏𝑟𝑜𝑜𝑘𝑒, 𝑠𝑢 𝑑𝑒𝑠𝑎𝑔𝑟𝑎𝑑𝑎𝑏𝑙𝑒 𝑎𝑠𝑝𝑒𝑐𝑡𝑜 𝑟𝑒𝑝𝑟𝑒𝑠𝑒𝑛𝑡𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑓𝑒𝑐𝑡𝑎𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑜𝑐𝑢𝑟𝑟𝑒 𝑏𝑎𝑗𝑜 𝑠𝑢 𝑡𝑒𝑐ℎ𝑜. 𝑁𝑜 𝑚𝑒 𝑠𝑜𝑟𝑝𝑟𝑒𝑛𝑑𝑒𝑟𝑖́𝑎 𝑞𝑢𝑒 𝐿𝑜𝑟𝑑 𝐵𝑒𝑟𝑏𝑟𝑜𝑜𝑘𝑒 𝑠𝑒 𝑎𝑢𝑠𝑒𝑛𝑡𝑎𝑠𝑒 𝑝𝑎𝑟𝑎 𝑎𝑡𝑒𝑛𝑑𝑒𝑟 𝑐𝑖𝑒𝑟𝑡𝑜𝑠 𝑎𝑠𝑢𝑛𝑡𝑜𝑠. 𝐴𝑠𝑢𝑛𝑡𝑜𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑝𝑜𝑑𝑟𝑖́𝑎𝑛 𝑒𝑠𝑡𝑎𝑟 𝑟𝑒𝑙𝑎𝑐𝑖𝑜𝑛𝑎𝑑𝑜𝑠 𝑐𝑜𝑛 𝑙𝑜𝑠 𝑝𝑎𝑔𝑜𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑙𝑒 𝑑𝑒𝑏𝑒 𝑎 𝑢𝑛𝑎 𝑎𝑛𝑡𝑖𝑔𝑢𝑎 𝑐𝑟𝑖𝑎𝑑𝑎 𝑠𝑢𝑦𝑎 𝑦 𝑎 𝑠𝑢 ℎ𝑖𝑗𝑜. 𝐸𝑠𝑝𝑒𝑟𝑒𝑚𝑜𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑙𝑎 𝑐𝑟𝑖𝑎𝑡𝑢𝑟𝑎 𝑠𝑎𝑙𝑖𝑒𝑟𝑎 𝑎 𝑠𝑢 𝑚𝑎𝑑𝑟𝑒."
—Solo mamá podría lograr algo así. ¡Su mente es realmente brillante!
Diana tarareó en señal de afirmación y continuó desenredando el cabello de Hyacinth, quien había estado leyendo en voz alta el último artículo de Lady Whistledown. La noche ya había caído sobre Grosvenor Square y, por primera vez en tres días, los Bridgerton pudieron respirar con alivio.
Tras el baile organizado por los Crawford, el drama de Lord Berbrooke había resurgido con más fuerza que nunca. El barón había aparecido el día del gran picnic en Hyde Park con la cara destrozada y con los documentos necesarios para su supuesto casamiento con Daphne, acontecimiento que casi forzó a la mayor de las mellizas Bridgerton a contraer matrimonio con él. Por suerte, el ingenio y la perspicacia de la vizcondesa viuda sirvieron como armas para ganarle la batalla a ese caballero tan indeseable.
—No puedo imaginarme lo que habría pasado si mamá no hubiera encontrado nada en contra de Lord Berbrooke —murmuró Diana—. No podría soportar ver a Daphne viviendo una vida infeliz junto a ese hombre.
—Me pregunto por qué motivo tendría así el rostro. ¡Qué feo estaba! Ni siquiera podía abrir bien los ojos.
—Sí, yo también me lo pregunto —dijo la rubia, aunque podía imaginarse quién había sido el causante de las heridas—... Pero no debemos reparar más en el tema. Cuanto antes olvidemos este escándalo de Berbrooke, antes podremos volver a la normalidad.
—Y antes le hará una proposición el duque a Daphne —añadió Hyacinth. Sus ojos brillaban con emoción al recordar la relación de su hermana mayor con Hastings—. ¡Hacen una pareja preciosa! Seguro que incluso Lady Whistledown halagaría su unión.
—Eso no es lo que verdaderamente importa, Hyacinth. Daphne aceptará la propuesta del duque... o de cualquier otro pretendiente... cuando esté segura de que está tan profundamente enamorada de él que no podría pasar un día de su vida sin contar con su presencia.
Diana se sorprendió a sí misma por sus palabras. Ella era la que menos esperaba oírse hablar de tal forma acerca del matrimonio. Tal vez las palabras habían abandonado su pensamiento con tanta fluidez al tratarse de la vida de Daphne y no de la suya. ¿Pero podía ser tan diferente la perspectiva que percibía del matrimonio sólo por no ser ella la futura esposa de la que hablaba?
—Me pregunto cómo te pedirá la mano el conde —dijo la niña—... En un baile, quizás; o en uno de vuestros paseos por el parque... ¡Oh, ya sé! ¡En Beverly! El conde mencionó un viaje a Beverly. ¿Recuerdas?
—Sí, lo recuerdo —respondió Diana con una sonrisa para nada sincera en sus labios.
—Sería tan romántico... Aún no comprendo a qué se debe la tardanza del conde para hacerte una proposición. Aceptarás cuando te pida la mano, ¿verdad, Diana?
Hubo un breve momento de silencio tras la pregunta de Hyacinth. La pequeña, sentada sobre la cama, se giró hacia su hermana al no escuchar respuesta alguna. Hyacinth tenía intención de volver a efectuar una pregunta cuando ambas captaron la figura del primogénito de la familia apoyado contra el marco de la puerta.
—Diana se casará con el conde si esa es su decisión —dijo Anthony. Su comentario parecía severo, pero su tono era delicado e indefenso—. Ya deberías estar en la cama, Hyacinth.
La pequeña resopló por lo bajo antes de incorporarse y darle un beso de buenas noches a Diana, que seguía mirando a su hermano mayor como si hubiera visto a un fantasma. La joven debutante no sabía en qué momento de la conversación había llegado el vizconde, pero estaba segura de que había escuchado las últimas palabras que le había dedicado a Hyacinth.
—Jane, ¿podrías llevar a Hyacinth a su habitación y asegurarte de que se va a dormir, por favor?
La doncella asintió conforme con la petición de Diana y tomó a la niña de la mano, acompañándola hacia el otro ala de la casa. Mientras tanto, Anthony caminó en dirección a su hermana, sentándose al borde de la cama frente a la rubia. Durante un par de minutos, el vizconde se dedicó a mirar las manos de Diana en silencio; si estuviera en otras circunstancias, le regañaría por tener restos de pintura en sus dedos. Pero ahora intentaba encontrar las palabras adecuadas para disculparse.
—Tenías razón. Tenías razón desde el principio.
—Anthony —
—Lo siento —interrumpió el vizconde, ganándose una mirada sorprendida por parte de su hermana—... Por todo lo que os he hecho pasar estas semanas. Mi intención nunca fue que os casarais en contra de vuestra voluntad, aunque mis actos dijeran lo contrario.
Diana asintió en silencio y respiró profundamente. Anthony debía estar realmente arrepentido; después de todo, conseguir que el primogénito de los Bridgerton se disculpara era tarea imposible.
—No intento justificar cómo he obrado, pero espero que entiendas que mis intenciones no podrían haber sido mejores —continuó—. Mi empeño por encontraros un marido... Bueno, imagino que pensaba que, de esa forma, ambas podrías tener un futuro garantizado. Un buen futuro... Pero infeliz.
—No debes castigarte, Anthony. Sé que tus intenciones eran las mejores.
—¿Lo eran? —bufó el vizconde, pasándose una mano por la cara con frustración— Si el asunto de Berbrooke no se hubiera solucionado —
—Pero se ha solucionado —interrumpió la rubia—. Lord Berbrooke ha abandonado Londres. Tal vez tardemos años en volver a verle y, para cuando suceda, todo habrá quedado en un recuerdo desagradable.
Anthony suspiró, fijando la mirada en los ojos claros de su hermana. Agradecía que su hermana no le castigara por su reciente comportamiento, uno que podría haber dictaminado la vida de las mellizas para siempre. Sin embargo, Diana no frunció el ceño ni le miró con rencor; la rubia optó por tomar la mano de su hermano mayor, indicándole que ya le había perdonado.
—A partir de ahora obraré de otra forma. No quiero que sintáis que os estoy presionando a hacer algo que no deseéis —dijo en voz baja. Y aunque había bajado la guardia, siguió manteniendo la compostura—. Me gustaría que os sintierais cómodas para pedirme consejo, si así lo deseáis. De ahora en adelante me ceñiré al papel que represento y me mantendré alejado de vuestras decisiones personales en la medida que me sea posible.
—Gracias, Anthony.
—Ahora deberías descansar —dándole un último apretón a la mano de Diana, Anthony hizo el intento de levantarse. Pero el agarre de su hermana no se desvaneció—. ¿Ocurre algo?
—Sí. Bueno... No estoy segura —balbuceó—. ¿Tienes noticias del conde de Beverly? La última vez que tuve noticias suyas fue el día del baile de los Crawford. No mencionó un viaje inminente, ni mucho menos que estuviese programado para esta semana.
—El conde es un hombre de negocios, Di. Tal vez le surgió un imprevisto y tuvo que regresar a su condado.
—¿Y por qué hay rumores de que se ha marchado a Aylesbury? —preguntó, la inquietud visible en su tono. Anthony frunció el ceño— Dios, y cuando Cressida mencionó que le había prometido un baile...
—No deberías escuchar los rumores, hermana. Ni dejar que te cieguen los celos.
—¿Celos? —bufó, apresurándose a negar con la cabeza— No son celos lo que me ciega, hermano, sino la más profunda desconfianza hacia el género masculino. Desearía poder decir que no recelo de las verdaderas intenciones del conde, pero no puedo evitar el sospechar ante su comportamiento.
Anthony observó a su hermana durante un momento, que respiraba con dificultad ante la presión que sentía en su pecho. Odiaba verla así, tan alejada de su resplandeciente personalidad. Pero, muy a su pesar, no podía hacer nada por acallar los rumores sobre el conde de Beverly. En realidad, la confesión de Diana no había hecho más que sembrar el desconcierto en su cabeza.
—Me reúno con unos caballeros esta noche en el White's. Podría hacer un par de preguntas...
—No, en absoluto. Eso solo haría empeorar el chismorreo de Lady Whistledown —cortó Diana— El conde aún tiene que confirmar su asistencia para la cena de mañana con Lady Danbury. Si no viene... Entonces podremos preguntarnos por su ausencia.
—De acuerdo. Pero insisto, no debes preocuparte. El conde parecía muy aplicado con su proyecto para renovar Beverly. Seguro que vuelve con magníficas y exitosas noticias del condado.
Diana ansiaba el momento en que pudiera darle la razón a su hermano acerca del conde. Tal vez estaba nerviosa por lo acontecido los últimos días con Berbrooke; o simplemente se había dejado embaucar por los chismorreos de Lady Whistledown de los que se había hecho eco en Londres. Fuera lo que fuera, no podría solucionar sus dudas hasta que no tuviera a Theodore Spencer frente a ella.
A ser posible, con una buena explicación.
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𝐷𝑎𝑛𝑏𝑢𝑟𝑦'𝑠 𝐻𝑜𝑢𝑠𝑒
Si algo podía hacer que la temporada de 1813 resultara más apetecible y excitante de lo que ya estaba siendo, era la llegada de un príncipe. Tan pronto como se prendió la chispa del rumor, las calles de Londres corrieron la voz de que el sobrino de la reina Charlotte, el príncipe Friedrich de Prusia, llegaría a la capital en los siguientes días. Y no sólo se comentaba eso; sino también que dicho príncipe tendría la intención de buscar una esposa entre la amplia colección de debutantes.
—¡Cielos! Imagínalo, querida. Seguro que su majestad le ha hablado al príncipe de vosotras. Después de todo, sois los diamantes de la temporada.
—La última vez que escuché a Di hablar en alemán tenía diez años —rió Colin mientras atravesaban la gran puerta de la entrada—. La institutriz pasó tres días sin venir después de que Diana la insultara en el idioma.
—¡Tú y Benedict me dijisteis que era un saludo típico del imperio alemán! —protestó Diana, agarrada del brazo del vizconde. Anthony regañó a sus hermanos con la mirada brevemente, recordando el imprevisto— Después de aquel día no volvió a preguntarme por el significado de una palabra.
—Sí. Y vuestro padre tuvo que suplicarle a Miss Wright que retomara su puesto. Aún sigo sin saber en qué estabais pensando, niños.
Violet tenía razón. El pobre Edmund Bridgerton tuvo que disculparse en más de una ocasión con la institutriz de sus hijas, que llevaba años en la familia, para que continuara con su labor sin mencionar el incidente. Pero tan pronto como tuvo a sus hijos delante, rió durante horas al rememorar la cara de espanto de Miss Wright.
—¡Oh, aquí estáis! Qué imagen tan encantadora.
—Lady Danbury —saludó la vizcondesa viuda—. Qué maravilla que podamos reunirnos todos al fin.
—¿Todos? ¿Es que el conde de Beverly va a agraciarnos finalmente con su presencia?
La sonrisa de la mujer decayó instantáneamente al contemplar el cambio en el rostro de Diana Bridgerton. La joven había bajado la mirada, avergonzada por tener que responder ante la ausencia del caballero. Sin embargo, la amiga de su madre se apresuró en cambiar de tema, no queriendo presionar a Diana.
—¡Pasen, por favor! Los duques ya se encuentran en el salón —Lady Danbury esperó en la entrada hasta que Anthony y Diana estaban apunto de atravesar el umbral—. Si me permite, Lord Bridgerton, yo acompañaré a su hermana al interior.
—Por supuesto, Lady Danbury.
Anthony frunció ligeramente el ceño con confusión antes de avanzar tras sus hermanos, ingresando al cálido recibidor de la majestuosa casa.
—Espero que la partida del conde no haya marchitado su ánimo, Miss Bridgerton. Si bien lamento que no nos acompañe hoy, estoy segura de que podrá disfrutar de la compañía de los duques de igual forma.
—No debe preocuparse, Lady Danbury —sonrió genuinamente. Agradecía que aquella mujer a la que admiraba se preocupara por ella—. Con ocho hermanos no encuentro ocasión para angustiarme por asuntos del corazón.
—Me alegra oírlo. Una joven tan inteligente como usted no debe malgastar su valioso tiempo. Y mucho menos si el caballero en cuestión se empeña en no apreciar dicho tiempo.
Ambas compartieron una mirada cómplice, comprendiendo lo que pasaba por sus mentes. Lady Danbury sabía que Diana no tenía sentimientos hacia el conde; al menos, no románticos. Y la joven Bridgerton captó lo que Lady Danbury quería transmitirle.
—Le agradezco sus palabras, Lady Danbury. Significa mucho viniendo de una mujer a la que admiro como usted.
Lady Danbury frenó sus pasos antes de entrar al salón, donde el sonido de la animada charla de los invitados podía oírse. La mujer, con la mano que no sujetaba su bastón, sostuvo la mano de Diana, dándole un amistoso apretón.
—No me dé las gracias ahora, Miss Bridgerton. Hágalo cuando comience a seguir mi consejo.
Sin tardar un segundo más, Lady Danbury dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas del salón principal. Diana siguió sus pasos de cerca, sintiéndose por un momento un pequeño cachorro tras la figura de la imponente mujer.
—¡Magnífico! Ya estamos todos.
A la vez que Lady Danbury daba la instrucciones a su mayordomo sobre la cena y le preguntaba si los entremeses ya estaban servidos, Diana dirigió la mirada a su familia. Los Bridgerton se encontraban en la maravillosa compañía de los duques de Hastings y Brighton.
—Querida —llamó Violet al ver que su hija había llegado—. Estábamos hablando de ti.
«Qué excelente noticia», pensó. Esbozando su mejor sonrisa, Diana inspiró profundamente antes de caminar hacia su madre. La vizcondesa viuda colocó una mano sobre la espalda de su hija antes de mirar hacia los duques.
No fue hasta ese momento en el que lo tuvo frente a ella que Diana reparó en la presencia de Peter Fitzgerald. El duque se había dejado crecer algo más la barba en la semana que había pasado sin verle, algo que no pasó desapercibido para la rubia. Los oscuros ropajes que llevaba no hacía más que resaltar la belleza de su rostro y favorecer su esbelta forma.
Diana pareció notar los ojos del duque sobre ella y, tragando el nudo de su garganta, se atrevió a subir la mirada.
—Excelencia, es un honor volver a verle —saludó cortésmente al duque de Hastings, recibiendo el mismo tratamiento por parte de Basset. Volviéndose hacia Brighton, realizó una reverencia—. Excelencia.
—Miss Bridgerton.
Fitzgerald se limitó a hacerle una ligera reverencia a la joven, sin dedicarle un solo segundo más de su tiempo. Diana agradeció que el resto de presentes estuvieran centrados en sus propias conversaciones, ajenos al tenso momento entre la rubia y el duque.
El duque de Brighton aprovechó que la mirada de Diana estaba perdida para observar su figura. Empezando por los bajos de su vestido bordado hasta las pestañas rubias que descansaban en sus párpados. Fitzgerald, perdido entre los detalles de la joven Bridgerton, no notó que Lady Danbury se encontraba analizando la escena con una ceja alzada.
—Bien, pasemos al salón —dijo la anfitriona—. Los entremeses están servidos. Por favor, acompáñenme.
Diana fue a seguir los pasos de los demás cuando una mano extendida apareció en su campo de visión. Giró la cabeza a la derecha y, cuando vio al duque con el ceño fruncido y la mirada puesta en la puerta, bufó en voz alta.
—No tiene por qué expresar con tanta claridad cuánto me desprecia, excelencia.
—¿Así como usted podría no rebatir cada acto o palabra que lleve mi sello?
Diana guardó silencio. Se limitó a desplazar la mirada entre la mano —aún extendida hacia ella— del duque y sus ojos oscuros. No sabía si era la rabia contenida en su cuerpo la que le había hecho estremecerse, pero Diana tuvo que guardar la compostura para evitar que su estado se hiciera visible.
—Tome mi mano; la acompañaré al comedor y luego podremos volver a ignorarnos y odiarnos en silencio.
—Así que no solo me desprecia, sino que me odia. Sus palabras son realmente halagadoras, excelencia.
—No tergiverse mis palabras —contraatacó él con molestia.
—Nadie salvo usted ha mencionado que exista odio entre nosotros.
—Tome mi mano, Miss Bridgerton...
—No acataré sus órdenes, excelencia —interrumpió Diana. La rubia se arrepintió al instante, especialmente cuando notó el calor provocado por la impotencia en su rostro.
El duque de Brighton maldijo en voz baja antes de dar un paso hacia la rubia. Diana contuvo el aire ante el poco espacio que los separaba y subió el mentón, encontrándose con los orbes de Fitzgerald quemándole el alma.
—Miss Bridgerton, creía que la paciencia era una de mis mejores virtudes hasta que usted se cruzó en mi camino.
Diana estaba preparada para devolverle el comentario. Ella siempre lo estaba. Pero al notar la agitada respiración del duque chocar contra sus labios, perdió todo atisbo de cordura. Sus labios permanecieron semiabiertos, como si estuvieran a la espera de un milagro y las palabras fueran a brotar por arte de magia.
Peter se atrevió a bajar la mirada y, en el momento en el que lo hizo, supo que había perdido cualquier oportunidad de ganar la partida. Cerró los puños con fuerza, intentando contener sus deseos y dio gracias de que Diana hubiera cerrado los ojos, pues de ese modo la rubia no vería la derrota en los suyos. Y, cuando luchaba contra las últimas gotas de sensatez que quedaban en su mente, el gran portón de la entrada se abrió.
Ambos dieron un gran paso hacia atrás, rompiendo la cercanía que los había unido. El mayordomo de Lady Danbury, que parecía bastante preocupado con sus propios asuntos, no percibió la presencia de Diana y de Fitzgerald en el recibidor hasta que estuvo frente a ellos.
—Disculpen. Excelencia, Miss Bridgerton —hizo una reverencia seguida de una pausa y gesticuló hacia la puerta—. Ha llegado el carruaje del conde de Beverly.
El corazón de Diana dio un brinco al escuchar la mención de aquel título. El mayordomo se marchó para anunciar la llegada del conde al comedor, donde el resto de los invitados debían estar ya sentados alrededor de la mesa.
La joven Bridgerton escuchó a Fitzgerald reír por lo bajo con incredulidad, como si no pudiera llegar a creerse lo que estaba sucediendo. Diana sintió renacer su furia cuando vio al duque negando con la cabeza y frotándose el mentón. Esa mueca de desprecio se había apoderado de las facciones de Brighton una vez más tan pronto como había oído el nombre del conde.
«Hablando de Roma...»
Theodore Spencer, vestido con capa de viaje y portando una caja entre sus manos, hizo su entrada al recibidor con una gran sonrisa. Una misma sonrisa que tantas veces le había visto Diana a sus hermanos pequeños el día de Navidad; y es que eso era lo que caracterizaba al conde de Beverly, pensó Diana: una gran sonrisa y un carácter impecable. Sin embargo, cualquier rastro de la felicidad más furtiva se desvaneció cuando captó la figura de Diana acompañada del mismísimo duque de Brighton.
—Miss Bridgerton... No sé como expresar mis disculpas —dijo, ignorando momentáneamente la presencia del duque mientras caminaba hacia la joven—. Tuve que marcharme a Hertfordshire tan pronto como nos despedimos aquella mañana. No tuve ocasión de recibir la carta que me escribió. He venido tan pronto como como he llegado a Londres.
—No debe disculparse, milord. Entiendo que tiene ocupaciones...
—Ninguna más importante que usted, se lo aseguro.
Diana esbozó una sonrisa, aunque no la más sincera. A su lado, el duque seguía con una expresión incrédula y con una sonrisa de sorna. No solo por la interrupción, sino por la desfachatez del conde de Beverly.
—Beverly, qué sorpresa. Debo admitir que no le esperábamos.
«¿Cómo puede ser tan descarado?» pensó Diana, tragando saliva sin dedicarle una mirada más al duque.
—Excelencia, es un placer volver a verle —Theodore le saludó con un gesto de cabeza antes de devolver su atención a la joven—. Miss Bridgerton, ¿me haría el honor de acompañarme al comedor? Me temo que, como dice el duque, aún no se han acabado las sorpresas para usted.
—Oh —balbuceó Diana.
La rubia tomó la mano del conde y avanzaron hacia el comedor, dejando al duque de Brighton riendo con sorna. Si al conde de Beverly le gustaban las sorpresas, él tenía preparadas un par de preguntas que seguro no esperaría.
—¡Milord! —exclamó Lady Danbury mientras se levantaba de su silla— Qué maravilla que haya decidido agraciarnos con su presencia.
Los Bridgerton y Lady Danbury se turnaron para darle la bienvenida a Spencer, a quien se le acopló unos cubiertos justo al lado del asiento de Diana. De ese modo, la joven Bridgerton quedaría sentada entre el conde y el duque de Brighton.
Mientras le servían el consomé, Beverly deleitó a los presentes con los negocios que había hecho a lo largo de la semana. Al parecer, el conde había pactado con varios caballeros de alto poder adquisitivo para que financiaran los progresos de Beverly.
—Sin duda es usted un visionario, milord —comentó Violet con admiración—. ¿Viaja muy a menudo?
—Debo admitir que últimamente no encuentro descanso. Pero disfruto de lo que hago, Lady Bridgerton. Al fin y al cabo mi difunto tío me confió el futuro de Beverly. Ver cómo prospera y cómo mis esfuerzos dan frutos... Es una sensación indescriptible.
A la vez que Daphne halagaba la voluntad de Spencer, Diana alcanzó a oír el carraspeo que brotó de la garganta del duque de Brighton. Fitzgerald se limpió las comisuras de los labios antes de girar la cabeza hacia el conde, ignorando el par de ojos verdes que le miraban expectantes.
Cualquiera diría que Diana Bridgerton le conocía lo suficiente como para saber que estaba a punto de hacer un comentario relevante en la conversación.
—¿Ha disfrutado de Hertfordshire, conde?
—¿Disculpe? —dijo Spencer con confusión.
El duque se encogió brevemente de hombros e hizo una mueca, como si estuviera buscando en los recuerdos de su mente.
—Antes mencionó que había tenido que partir hacia Hertfordshire. Teniendo en cuenta que es un condado dedicado a la ganadería y a la agricultura habrá tenido mucho tiempo libre, puesto que usted busca inversores.
A continuación se produjo un tenso momento de silencio entre ambos. Mientras el extremo opuesto de la mesa seguía con su conversación, el conde aprovechó para beber de su copa, probablemente meditando la respuesta que iba a darle a Fitzgerald. Las mellizas Bridgerton, por otro lado, intercambiaron una mirada confusa. Y al otro lado de la mesa, frente al duque, Basset examinaba a su fiel amigo con la intención de averiguar su propósito.
—¿Me equivoco?
—No, no se equivoca —respondió Theodore—. Hertfordshire fue solo la primera parada. Una vez allí hicimos el regreso a Londres por el este. Tuvimos la suerte de encontramos con grandes inversores por el camino.
—¿Por el este, dice?
—Así es.
Brighton reprodujo un sonido con la garganta, como si sopesara las palabras del conde. Su atención se detuvo por un instante en Diana; era evidente en sus ojos que había pasado de la frustración al desconcierto en un par de minutos a causa de la conversación entre los dos caballeros.
—Es una pena. Conozco a varios caballeros en Aylesbury a los que les habría interesado su plan turístico para Beverly.
—Miss Bridgerton —intervino con rapidez el duque de Hastings—, debería probar el consomé.
Pero la mediación fue en vano. Diana había captado como la sangre abandonaba el rostro del conde, dejando al joven con una expresión fúnebre tan pronto como el duque de Brighton había terminado su frase.
—Debería tener en cuenta el expandirse hacia el oeste la próxima vez, Beverly —añadió Fitzgerald—. Las mejores oportunidades para su negocio tal vez se encuentren allí.
Spencer asintió con brevedad y optó por guardar silencio, centrándose nuevamente en los entrantes que tan deliciosamente reposaban frente a él.
Simon le dedicó una mirada de reproche al duque, quien no tardó en rodar los ojos ante la reprimenda de su amigo. Basset era consciente del peligro que suponía sentar en la misma mesa a Peter con el conde de Beverly, pero la aversión de su amigo por el conde estaba levantando un descarado aire de tensión entre ellos.
Diana, que se encontraba justo en el medio de la batalla, no sabía qué decir ni adónde mirar. Para ella era bien conocido a estas alturas el sarcasmo del duque y sabía que siempre llevaba una intención escondida tras sus palabras. Y a juzgar por la reacción de Spencer, el conde sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo.
—Si su propósito de esta noche era incomodarnos a mí y al conde, debo darle la enhorabuena —dijo tras meditar unos segundos sus palabras.
Brighton la miró con el ceño fruncido y esperó a que la joven se girara a mirarlo para darle una respuesta. Cuando Diana se negó a darle una sola mirada más, el duque inhaló profundamente. Cuánto le gustaría confesarle a la joven todo lo que había escuchado sobre su adorado pretendiente. Pero al fin y al cabo, solo eran rumores.
—Si esa hubiera sido mi voluntad, Miss Bridgerton, el conde no habría tenido oportunidad de acompañarnos a la mesa.
—¿Y por qué se molesta tanto en hacerle preguntas? Ni siquiera le interesan sus negocios, mucho menos lo que hace con su tiempo libre. No entiendo por qué cuestiona su viaje.
Brighton inspiró de nuevo e intentó preservar la compostura. Girando la cabeza hacia Beverly, comprobó que estaba sumido en una conversación con Colin antes de inclinarse hacia el oído de Diana sutilmente.
—Pregúntele al conde por qué motivo ha ocultado su viaje a Aylesbury. Tal vez descubra por qué le ha engañado desde el principio.
—¿De qué demonios está hablando?
Un carraspeo cercano hizo que Diana diera un brinco en la silla. A su lado, el conde de Beverly esperaba con una sonrisa que la joven se girara completamente hacia él.
—Cuando llegué le dije que tenía una sorpresa para usted. Me gustaría enseñarle algo.
Spencer se disculpó antes de abandonar su asiento y dirigirse hacia el mayordomo. A los pocos segundos, el hombre regresó con el abrigo del conde en las manos. Spencer cogió una pequeña caja aterciopelada
—De regreso a Londres pasé por una de las joyerías más extraordinarias que jamás haya visto... La belleza era tal que me vi obligado a hacer una parada. Cuando entré y lo vi no pude resistirme.
Para entonces todo el mundo había guardado silencio. Se había generado un ambiente de expectación y todos se encontraban observando la escena con nerviosismo, en especial los Bridgerton.
Y algún que otro caballero.
—No debió haberse tomado la molestia, milord...
—Las ocasiones especiales requieren obsequios especiales, Miss Bridgerton.
Instantes antes de que el conde abriera la caja, los duques de Brighton y Hastings habían intercambiado una mirada. Sabiendo lo que podía ocultar, no podían permitir que Diana Bridgerton contrajera matrimonio con aquel caballero.
Pero en el momento en que la tapa de terciopelo rojo se levantó, la burbuja explotó.
En el interior de la caja no había una sortija de compromiso, como todos habían esperado ver; sino un broche de oro blanco y plata, cubierto con diamantes y que formaban una flor.
—Admito que su recuerdo no abandonó mi mente ni un solo segundo, Miss Bridgerton. El pensar que podría guardarme rencor por mi partida no me dejaba conciliar el sueño por las noches. Espero que cada vez que vea este broche me tenga presente, como yo a usted. Siempre.
—Qué regalo tan exquisito, milord —habló Violet—. Diana, querida, ¿no es maravilloso?
Diana, aunque preferiría que le tragase la tierra en ese mismo momento, sonrió y asintió tras las palabras de su adorada madre.
—Lo es. Gracias, milord.
Los halagos no tardaron en llegar para el gran detalle del conde. «¡Qué atento!», había exclamado Hyacinth con efusividad. Pero con el paso al primer plato, la conversación se desvió hacia otro tópico.
Diana agradeció que nadie más reparara en la cortesía de Spencer, quien tampoco volvió a mencionar lo sucedido. La rubia no veía el momento de llegar a Grosvenor Square y meterse bajo las sábanas; escapar sonaba como una buena alternativa a la velada que estaba obligada a sobrellevar.
Y cuando se dispuso a —al menos— disfrutar de la comida, percibió el nudo que le cerraba la garganta. Las palabras del duque se había instalado en su cabeza y habían extendido el malestar por todo su cuerpo.
Claro que se había dado cuenta del extraño comportamiento del conde. No necesitaba que nadie le avisara de ello. Pero nunca se habría llegado a plantear que fuera porque estuviera ocultándole algo; mucho menos que estuviera engañándola.
Por un momento se permitió escuchar lo que Brighton le había dicho, aunque luego se culpara por ello. No podía pensar en un solo motivo por el que debiera confiar en aquel hombre y mucho menos después de todo lo sucedido entre ellos. Pero ella misma vio algo en los ojos de Spencer que la empujó a la desconfianza.
Y una vez en el profundo pozo del recelo, a Diana le costaría salir a la superficie.
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Mayfair había sucumbido a la oscuridad de la noche. Ya entrada en la madrugada, Londres había apagado su brillo y la mayoría de la gran ciudad dormía. Pero el hogar de los Bridgerton aún irradiaba algo de tenue luz, anunciando que la destacada familia se preparaba para sus horas de descanso.
Ninguno de los hermanos se había dirigido a Diana para hablarle del conde. Incluso los más pequeños habían notado la incomodidad de su hermana y habían preferido no hacer comentarios al respecto.
Pero la vizcondesa viuda había visto la amargura en los ojos de su preciada hija y no podía pasar por alto lo ocurrido.
—Hola, querida.
Diana levantó la vista del diario en el que escribía y le dedicó una sonrisa a su madre.
—Ya iba a irme a la cama.
—Lo sé. Solo quería hablar contigo... sobre lo que ha pasado en la cena.
Diana suspiró con cansancio antes de abandonar el escritorio.
—Podemos llenar al conde de halagos a primera hora de la mañana si lo deseas, mamá —dijo la rubia—. Ahora, si me disculpas, preferiría irme a la cama.
—Sé que no quieres casarte con el conde, cariño.
El jadeo de Diana fue casi inaudible para ambas. La joven detuvo su paso y se giró hacia su madre, que ya vestía con su túnica de noche. La vizcondesa viuda avanzó hacia ella con delicadeza y tomó una de sus manos, guiándola hacia el pie de cama.
—Sé que hay algo que no me estás contando; algo que ha cambiado tu perspectiva en torno al cortejo del conde. No te pido que me lo cuentes, pero sí que compartas conmigo qué te preocupa tan profundamente.
Diana trató de tragar el nudo que se había formado de nuevo en su garganta, sin éxito. No sabía cómo tratar el tema de su desconfianza hacia Spencer, mucho menos cuando contaba con la intervención del duque de Brighton.
—Puedes confiar en mí, querida.
—Lo sé. Es solo que —inspiró, intentando hallar las palabras adecuadas—...
—¿Es por el duque?
«¿Lo sabe?»
—Mamá...
—He visto cómo te mira, querida. Y sé que hay complicidad entre vosotros. ¿Es por eso que no te decides a casarte con el conde?
—¿Qué? ¡No! —exclamó Diana con rapidez— Puedo asegurarte que lo último que hay entre nosotros es complicidad, mamá. El duque es una de las personas más... despreciables y narcisistas que jamás he conocido.
Violet soltó una pequeña risa, sorprendida por la elección de palabras de su hija.
—¿Por eso no soportáis estar el uno cerca del otro? —dijo con ironía— Mi querida hija, te conozco. Sé lo que significan todas y cada una de tus miradas y acciones. No veo desprecio en tus ojos cuando tú y el duque estáis en la misma habitación.
Diana sacudió la cabeza, negándose a escuchar ni un segundo más lo que su madre tenía que decir acerca de su supuesta atracción por Peter Fitzgerald.
—Sé cuales son mis sentimientos hacia el duque. Y esos sentimientos se han confirmado hoy más que nunca.
—¿Qué quieres decir con eso?
—El duque... Bueno, ha insinuado que las intenciones del conde no son honorables.
Violet jadeó con sorpresa y se llevó una mano al pecho.
—¡Dios mío! ¿Es que el duque ha oído algo?
—¿Por qué deberíamos fiarnos de la palabra de ese hombre? No es que sus intenciones sean muy respetables, después de todo.
—Puede que no confíes en él, cariño —dijo la vizcondesa on dulzura—. Pero has considerado su revelación lo suficiente como para recelar del conde.
Diana suspiró de nuevo antes de cerrar los ojos. El cansancio mental de toda la semana estaba llevándola al límite. Lo último que necesitaba era al duque de Brighton echándole leña al fuego.
—Yo no dudo de tu criterio, hija. Si necesitas tiempo para comprobar que las sospechas contra el conde son fundamentadas, que así sea. Pero ¿qué pasará si todo resulta ser falso? ¿Accederías acaso a casarte con él si pidiera tu mano?
«No.»
—No lo sé, mamá.
Violet acarició la mejilla de su hija y depositó un beso en su frente. La vizcondesa odiaba ver a sus hijos sufrir más que nada en el mundo; podía sentir la intranquilidad de Diana irradiar a grandes cantidades y haría cualquier cosa en el mundo por conseguir que su hija respirara en paz.
—El corazón nos lleva a donde queremos estar, querida. No tomes una decisión de la que sabes que te arrepentirás el resto de tu vida.
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