
𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑠𝑒𝑣𝑒𝑛
𝑆𝑜𝑚𝑒𝑟𝑠𝑒𝑡 𝐻𝑜𝑢𝑠𝑒
Por primera vez desde el comienzo de la temporada, Diana podía decir que se había preparado con ganas para asistir a un evento social. Cuando la joven Bridgerton escuchó que la apertura de una nueva ala en Somerset House tendría lugar esa misma semana y que toda la alta sociedad estaba invitada al evento, Diana no encontró otro tema de conversación para compartir con sus hermanos.
Y la joven estaba agradecida de haber encontrado una distracción que le alejara de lo sucedido en Danbury House hacía unos días. Diana había llegado a pensar que, si le daba más vueltas al asunto del conde, perdería la poca cordura que le quedaba.
Mientras Violet Bridgerton aprovechaba la ocasión para recomendarle a su primogénito las debutantes más adecuadas para convertirse en la próxima vizcondesa de la familia, Diana y Hyacinth se adentraron en la galería. La pequeña no era una apasionada de la pintura como sus hermanos mayores, pero el compartir un rato en sociedad con Diana, a quien admiraba profundamente, le hizo sentir como si ella también fuera una debutante.
—¡Mira, Diana! Parece que están en movimiento.
La rubia rió con ternura al ver el entusiasmo de Hyacinth. Su hermana pequeña tiraba de su mano cada vez que una obra de arte llamaba su atención, arrastrándola por la sala y animándola a que le explicara el significado de la pintura o escultura que tuvieran ante ellas.
—Sí, eso parece. Es una figura realmente maravillosa, ¿verdad?
—Parece que están enamorados —dijo la pequeña—. ¿Tú qué crees, hermana?
Diana analizó la escultura con atención, observando los cuerpos entrelazados de la pareja de mármol blanco. Ciertamente, a la joven también le parecía encantadora la escena; dos jóvenes que parecían abrazarse después de estar separados, como si las ganas por tocarse fueran superiores a su razón.
—¡Oh, mira ese! Iré a buscar a Benedict para que nos acompañe.
—¡Hyacinth!
La llamad de la rubia no alcanzó los oídos de Hyacinth, que salió corriendo entre los grupos de asistentes para buscar a su hermano mayor. Diana suspiró y se volvió hacia la escultura, esperando encontrar a algún miembro de su familia antes de que alguien entablara conversación con ella.
Pero una vez más, la suerte no estaría de su lado.
—Miss Bridgerton, se ha convertido en toda una señorita.
—Lord Ingleby —saludó la joven—. Es un placer ver que se une a la temporada. ¿Qué tal su viaje por Escocia?
Los Ingleby y los Bridgerton habían sido familias muy cercanas desde los tiempos de los abuelos de Diana. Los hijos mellizos de Lord y Lady Ingleby habían ido a la universidad con Colin y ahora estaban viviendo en Escocia, donde habían comenzado un exitoso negocio con una empresa industrial extranjera. Lord Ingleby y su esposa habían pasado dos años viviendo allí con uno de sus hijos tras el nacimiento de su primer nieto.
—Debo admitir que ha sido encantador. Uno de mis hijos contrajo matrimonio hace dos años y su mujer dio a luz a un niño precioso.
—¡Cuánto me alegra oírlo! —dijo con sinceridad. Después de todo, Lord Ingleby había sido un buen amigo de su difunto padre— Bueno, espero que no le resulte pesado volver a Londres, milord.
El caballero rió, dando un paso hacia la joven mientras negaba con la cabeza.
—De hecho, esperaba poder hablar con usted, Miss Bridgerton. Anoche estuve en el White's y escuché que el conde de Beverly es uno de sus pretendientes.
El comentario de Lord Ingleby tomó por sorpresa a la rubia, que no supo dar una respuesta clara. El hombre frente a ella, sin embargo, volvió a reír y esbozó una tierna sonrisa.
—Tranquila, Miss Bridgerton. Tan solo quería felicitarla. Conocí al joven James Spencer hace ya unos años y me pareció un joven encantador. No me cabe duda de que serán muy felices juntos.
—¿James? —repitió Diana, confundida.
La joven frunció aún más el ceño cuando vio al caballero asentir, como si lo que hubiera dicho fuera lo más evidente del mundo.
—Un joven de grandes ideas, sin duda alguna. Aún recuerdo las alabanzas de su difunto tío acerca de él... Nunca tuvo dudas sobre dejar el condado en sus manos —suspiró—. Por otro lado, su sobrino menor... Era un buen chico, desde luego, pero parecía no tener muy claro cuál era su propósito en la vida.
Diana notó que se le helaba la sangre por un momento y se le secaba la garganta. La joven procedió a asentir tras las palabras de Joseph Ingleby, esperando a que la saliva volviera a sus labios para darle una respuesta.
No estaba comprendiendo absolutamente nada de lo que estaba sucediendo.
—Se refiere a Theodore. Theodore Spencer, ¿no es así?
—El difunto conde no encontraba muy buenas palabras para él. El chico no era muy bueno con las finanzas, si sabe a lo que me refiero —dijo, reparando en el pálido rostro de la joven— Jovencita, tienes mala cara. ¿Te encuentras bien?
—Disculpe, Lord Ingleby. Quizás haya un malentendido. Theodore Spencer es el conde de Beverly.
Lord Ingleby frunció el ceño rápidamente, aunque no pasó mucho tiempo hasta que pareció darse cuenta de algo y abrió los ojos con sorpresa.
—Cielos. Yo... Mis disculpas —se apresuró a decir el caballero—. No pretendía ofenderla, Miss Bridgerton. Ya sabe el afecto que le profeso a su familia.
Diana negó con la cabeza y le sonrió al hombre, intentando que su sonrisa apaciguara su repentina intranquilidad.
—No ha hecho tal cosa, Lord Ingleby. Se lo aseguro —la rubia tomó aire antes de continuar—. Pero debo preguntarle, ¿está seguro de que el hermano mayor de Theodore era el heredero de Beverly?
Lord Ingleby miró a su alrededor, como asegurándose de que nadie escuchaba su conversación. Después, asintió con la cabeza y volvió a acercarse a la joven.
—Jamás he estado tan seguro de algo en mi vida, jovencita. El mismo conde me aseguró que esos eran sus deseos, especialmente tras la muerte de la esposa de su sobrino mayor. El joven James había quedado destrozado y necesitaba un propósito en la vida... Beverly era lo que más le importaba en el mundo.
—No sabía que el hermano del conde era viudo —dijo Diana en voz baja—. De hecho, desconocía todo lo que me acaba de confiar.
—Quizás tenga usted razón y sea todo un malentendido, Miss Bridgerton. Las sucesiones y herencias son asuntos complejos que escapan de la racionalidad humana.
Diana notó que Joseph Ingleby pretendía alentarla, pues su rostro reflejaba la incertidumbre y la desconfianza que habían despertado sus palabras. Pero incluso ella vio el recelo en los ojos de aquel hombre al que conocía de hacía tantos años.
La rubia asintió y alzó la cabeza, divisando una cabeza pelirroja caminando en su dirección.
—¡Lord Ingleby! —exclamó Daphne cuando llegó a su lado— Qué sorpresa. ¿Ha disfrutado de Escocia?
Daphne y el amigo de su difunto padre se sumieron en una conversación sobre los hijos de este durante unos minutos. Mientras Joseph le contaba a la joven lo rápido que había empezado a andar su nieto, que ya pronunciaba sus primeras palabras, Diana se dedicó a mirar por la habitación, intentando distraerse.
Cuando le habló de su hermano en Hyde Park, Theodore omitió el detalle de que se trataba de su hermano mayor. Un hermano mayor al que, aparentemente, el difunto conde adoraba e iba a nombrar heredero de Beverly. Ese detalle cambiaba por completo las cosas. Y tal vez le daba más veracidad a la historia que acababa de escuchar.
—Debe disculparnos, Lord Ingleby —intervino Diana con su mejor sonrisa—. Anthony nos busca. Ya sabe cómo es.
—Oh, sí. Por supuesto. Ha sido un placer volver a verlas, jovencitas.
Daphne se despidió del caballero con rapidez, notando como la mano de su hermana había tomado la suya con temblor. La pelirroja buscó la mirada de Diana mientras esta las guiaba por la galería, buscando un lugar tranquilo en el que pudiera contarle lo que acababa de decirle Lord Ingleby.
—Di, ¿qué sucede? Estás pálida.
—Tú lo estarás cuando te cuente mi conversación con el viejo Ingleby —respondió entre dientes.
Daphne frunció el ceño y aligeró su paso, caminando entre la gente hasta llegar a un ala que estaba completamente vacía. La mayor miró con preocupación a su melliza, quien se aseguró de que nadie caminaba hacia donde ambas se encontraban.
—¿Y bien? Empiezas a asustarme.
—Hay algo que no te conté sobre la cena de Lady Danbury —dijo—. Algo sobre el duque de Brighton.
—¿Por fin has decidido contarme de qué hablasteis mientras el resto de nosotros acompañábamos a Lady Danbury al comedor?
Diana rodó los ojos y bufó con desesperación. La rubia avanzó hacia su hermana y tomó sus manos, algo que siempre hacía cuando quería que la escucharan con atención.
—Lord Ingleby dice que el conde no era el heredero legítimo de Beverly.
Daphne abrió los ojos con sorpresa y meditó las palabras de Diana durante unos segundos.
—Dice que el difunto conde había nombrado al hermano de Theodore como heredero; a su hermano mayor.
—Quizá el difunto conde cambiara de opinión antes de morir...
—Estaba seguro de lo que decía, Daphne —respondió la rubia—. Según Ingleby, el conde no tenía intención alguna de dejarle Beverly a Theodore. Incluso ha insinuado que la decisión se debía a su mal uso del dinero y que jamás se habría planteado que la sucesión recayera en él.
Daphne jadeó, sorprendida, y echó un vistazo a la sala, asegurándose de que seguían solas. La pelirroja le dio un apretón a las manos de su melliza antes de hablar.
—Esa es una acusación muy grave. Pero no entiendo... ¿qué tiene que ver el duque de Brighton en esto?
—En la cena de Lady Danbury me dijo que el conde de Beverly me había estado engañado desde el principio.
A Diana le costaba articular palabra. Tanto a ella como a Daphne le sorprendía que estuviera dándole credibilidad a las palabras de un hombre al que tanto detestaba.
—Insistió en que le preguntara por qué había mentido sobre su viaje. Algo sobre Aylesbury... No lo sé, Daph —suspiró, notando de nuevo esa desagradable sensación en el pecho—. Y aunque fuera cierto no comprendo por qué me lo contaría. Después de todo, el duque se ha empeñado en hacer que me sienta miserable en su presencia.
—Tal vez su desprecio no sea real, hermana. Puede que el duque sepa mucho más sobre este asunto y esa sea la razón por la que te advirtió. Sé que no es agradable, ¿pero no crees que sería adecuado preguntarle?
Diana negó rápidamente con la cabeza y miró a la pared tras su hermana, en la que una pintura de grandes dimensiones colgaba sobre un marco dorado.
—Diana...
—Ni hablar. No, Daph. Sería darle a entender que he confiado en su palabra y no voy a darle ese placer.
Las hermanas dejaron a un lado la conversación cuando alcanzaron a oír un par de pasos aproximándose a donde ambas se encontraban. Las mellizas Bridgerton se giraron hacia la puerta del ala norte y divisaron una cabeza de rizos dorados y una sonrisa que derretiría el más frío de los corazones.
—Miss Bridgerton. Esperaba verla hoy.
Las jóvenes sonrieron al príncipe Friedrich y le hicieron una reverencia, esperando a que el sobrino de la reina caminara hacia ellas.
—Alteza —saludó Daphne—. Creo que aún no ha conocido a mi hermana, Diana.
—Me temo que no he tenido el placer.
Friedrich tomó la mano de Diana y depositó un beso sobre el guante que cubría sus nudillos.
—Es un honor conocerle al fin, alteza. Daphne cuenta que sois una pareja de baile extraordinaria.
—Su hermana es demasiado noble —rió el príncipe—. Aunque me atrevería a decir que ella sí que es una compañera encantadora en la pista de baile.
Las mellizas rieron ante los halagos de Friedrich, que parecía estar ante la presencia de los mismos ángeles con sólo mirar a Daphne Bridgerton.
Diana detestaba el simple pensamiento de ver a su hermana partir hacia otro país, pero le agradaba la idea de que, si se diera el caso, fuera del brazo de un joven tan encantador como el príncipe de Prusia.
—Le prometí a Hyacinth que la llevaría a ver el Tiziano del ala sur —dijo la rubia, elaborando una sonrisa de disculpa—. Ha sido un placer, alteza. Espero verle en el baile de este fin de semana.
Tras dedicarle una última reverencia al sobrino de la reina, Diana dejó a su hermana en compañía de Friedrich y regresó a la sala principal con la esperanza de localizar a algunos de sus hermanos o a su querida madre.
Mientras caminaba entre la multitud y saluda a alguna que otra persona, Diana se deleitaba en la exquisita colección de cuadros que decoraban la estancia. Desde autores ingleses del siglo pasado a las finas obras de artistas italianos del siglo XVI, Diana sentía por primera vez que encajaba entre la alta sociedad. No por los elegantes vestidos o las palabras sin emoción que pretendían conquistarla, sino porque entre pinceles y acuarelas se sentía como en casa.
Tras un último vistazo a la sala y sin éxito en su búsqueda del resto de los Bridgerton, Diana dio media vuelta y caminó hacia la entrada del nuevo ala, en el que ya solo quedaban un par de grupos. Diana se adentró en la sala y, cuando creyó que su búsqueda debía continuar en otro lado, escuchó la voz de la pequeña Hyacinth.
Diana giró la cabeza a la derecha y vio a su hermana con cara de emoción y los ojos muy abiertos, un gesto que siempre hacía cuando estaba prestando total atención. A su lado, una figura esbelta y elegante señalaba el cuadro frente a ellos, como si le explicara a la pequeña cuál era su significado.
A Diana no le hizo falta acercarse para averiguar de quién se trataba.
—Veo que has encontrado el Tiziano sin mí, Hyacinth.
Dos pares de ojos se fijaron en ella en ese momento. Los de su hermana pequeña, con emoción. Y los oscuros ojos del duque de Brighton, con sorpresa.
—¡Diana! —la pequeña se aferró al brazo de su hermana— El duque estaba explicándome el relato de Baco y Ariadna.
Diana miró brevemente en dirección a Fitzgerald y, por un momento, pensó que estaba en la presencia de otra persona. El duque sonreía ligeramente a la vez que observaba a la pequeña y su entusiasmo. La joven, confundida, no comprendía por qué un simple gesto había hecho que le diera un vuelco el corazón.
—Excelencia —saludó la rubia—. Lamento si mi hermana le ha importunado. Me temo que le he contagiado mi entusiasmo por venir a ver la exposición.
—Al contrario, Miss Bridgerton. Me sentía un poco solo y su hermana me ha agraciado con su compañía. Después de todo, tendría que darle las gracias.
—¡Soy yo quien debe agradecerle! —exclamó Hyacinth— El duque sabe muchísimas cosas sobre arte, Di. ¡Seguro que a ti también puede enseñarte!
Diana separó los labios pero no consiguió elaborar una respuesta. Jamás había visto al duque de Brighton sonreír y nunca imaginó que llegaría a presenciar tal hecho. Mucho menos pensó que sonreiría en su presencia y a su adorada hermana menor.
La rubia notó como los ojos de Peter quemaban sobre su piel. La joven decidió apartar la mirada del duque y analizó brevemente la pintura frente a ellos.
Baco y Ariadna. Tiziano (1520-1523).
—Dime, ¿qué te ha enseñado su excelencia? —preguntó Diana, acariciando los rizos de la pequeña.
—Ariadna era la hija del rey de Creta. Ella se enamoró de Teseo, quien había ido a Creta a matar al minotauro que vivía en el laberinto, y decidió ayudarlo para que escapara del laberinto con vida.
La voz de Hyacinth pareció pasar a un segundo plano cuando el duque dio un paso al frente, colocándose a la izquierda de la joven. La chaqueta negra del duque rozó la piel de Diana intencionadamente, haciendo que la joven no pudiera reprimir el escalofrío que recorrió su cuerpo. Diana giró la cabeza hacia el hombre, pero Peter seguía con la mirada fija en la pintura de Tiziano.
—Los dos escaparon de Creta juntos con la intención de casarse en Atenas, la tierra de Teseo. Pero cuando hicieron escala en la isla de Naxos, Teseo abandonó a Ariadna cuando esta dormía.
Diana asintió ligeramente a las palabras de su hermana. Reconocía la pintura de Tiziano y también el mito.
—Teseo la utilizó para su beneficio y, cuando ya no era de utilidad, la abandonó como si de un mísero objeto se tratase.
La voz del duque era sutil, apenas audible, pero su significado fue más que claro para Diana. Fitzgerald no había despegado la vista del cuadro, sus manos estaban unidas tras su espalda y su ceño estaba ligeramente fruncido. Diana se permitió analizar la erguida postura del caballero antes de que la voz de Hyacinth resonara en su cabeza.
—Pero el dios Baco la vio, desolada y deprimida por la marcha de Teseo, y se enamoró profundamente de ella.
Diana bufó por lo bajo, ganándose la atención completa de Peter. El duque de Brighton alzó una ceja y dibujó una mueca divertida en su rostro, mirando a la joven Bridgerton con sorna.
—¿Qué ocurre, Miss Bridgerton? ¿El mito de Ariadna y Baco no es de su agrado?
—En absoluto, excelencia —respondió Diana empleando el mismo tono—. Pero dudo que una joven como Ariadna necesitara ser salvada. Y mucho menos por el dios del vino y la lujuria.
—¡Pero se casaron en el Olimpo, Diana! ¿No crees que es romántico?
—Eso no significa que fuera feliz con él, hermana —le respondió a su hermana pequeña.
Diana no quería estropear el único día que estaba disfrutando como debutante por culpa del engreído y osado Peter Fitzgerald. Después de su conversación con Lord Ingleby se prometió a sí misma que disfrutaría de Somerset House y, cuando volvieran a Mayfair, discutiría con su melliza lo que había descubierto acerca del Conde de Beverly.
Y ahora, frente a ella, el hombre que había atormentado sus pensamientos desde que comenzó la temporada la examinaba cuidadosamente, paseando sus orbes oscuros desde los labios de Diana hasta sus ojos.
—Tal vez si Ariadna no hubiese sido tan confiada con Teseo los acontecimientos habrían sido completamente diferentes —dijo el duque.
Diana abrió por acto reflejo la boca y sus ojos se agrandaron tras el comentario del caballero.
«¡Pero será...! ¿Cómo se atreve?»
—Tal vez si Ariadna conociera la historia de Teseo y no le hubieran ocultado la verdad sus decisiones habrían sido distintas.
—Si escuchara con atención los consejos de los demás...
—¿Por qué haría eso? —interrumpió la joven, que notaba como la vena de su cuello se volvía más y más prominente a la vez que el calor se expandía furiosamente por su cuerpo— Pensaba que había dicho que Ariadna no debería ser confiada.
—No debería haber confiado en Teseo...
—¿Qué le hace pensar que sí confiaría en Baco?
—Me he perdido —intervino Hyacinth— No sabía que eso también era parte del mito.
Diana se giró hacia su hermana con rapidez, habiendo olvidado por completo su presencia junto a ella y el duque. Ambos habían convertido el mito de la pintura de Tiziano en una metáfora de sus vidas, enzarzándose en una discusión y ni siquiera habían recordado que se encontraban en un recinto público, rodeados de la alta sociedad de Inglaterra.
La rubia suspiró con pesadez y tomó la mano de su hermana pequeña. La niña la miraba con confusión, sin comprender qué sucedía a su alrededor.
—¿Por qué no buscas a madre o a Anthony? Si llevan mucho tiempo sin saber dónde estás, pensarán que estás haciendo alguna trastada con Gregory.
—Pero...
—Hyacinth —replicó Diana, acariciando los rizos de la pequeña cuando esta resopló por lo bajo—. Vamos, cielo. Estaré a tu lado antes de que comiences a echarme de menos. Te lo prometo.
La menor de los Bridgerton bufó por última vez para después despedirse del duque de Brighton, caminando deprisa entre las esculturas hasta la puerta que daba al ala norte de la galería.
Cuando su hermana estuvo lo suficientemente alejada y comprobó que solo quedaban unas cinco personas en la misma habitación, Diana se armó de valor y se giró hacia el duque. Estaba exhausta mentalmente después de tantas semanas de incertidumbre y no estaba segura de cuánto tiempo podría seguir aguantando la compostura.
—Mi hermana tiene diez años pero no es ingenua, excelencia —espetó Diana—. Haría bien en escoger sus palabras con más cuidado la próxima vez que se dirija a mí.
Peter rió por lo bajo a la vez que negaba con la cabeza, incrédulo. El duque optó por el silencio mientras que la rabia crecía a cada segundo que pasaba en el interior de Diana.
—Oh, así que ahora guarda silencio. Cuán caballerosas son sus intenciones, excelencia...
—¿Es que mis palabras servirán de algo para usted, Miss Bridgerton? —dijo con impotencia, dando un paso hacia la joven— No importa lo que diga ni cuáles sean mis intenciones. Ahí estaréis siempre para recriminarme de algún modo u otro.
—¿Acaso pretende que le de las gracias? ¡Acusó a un caballero y ni siquiera me dio razones para confiar en usted!
—¿Me creeríais si lo hiciera?
Un breve y tenso silenció se estableció entre los dos, esperando una respuesta de Diana que nunca llegó. Cuando la rubia desvió la mirada con incomodidad, el duque volvió a reír con amargura.
—Por supuesto que no. Ariadna ya ha caído rendida a los encantos de Teseo.
—¿Debo pensar que creéis que sois Baco? —contestó con rabia la joven— ¿El dios que ha bajado desde el Olimpo para salvarme de mi desdichada vida? Si tuviera que casarme, el conde de Beverly es el caballero más parecido a la imagen de buen marido que que conozco. Si pensáis que por un solo momento me plantearía renunciar a mi amistad con Theodore por usted...
Fitzgerald emitió un sonido similar a un gruñido. Un sonido que apenas fue audible para los oídos de Diana, pero lo suficiente como para que su piel se erizara de pies a cabeza.
Sin esperar un segundo más, el duque cogió a Diana de la muñeca y la arrastró fuera de la sala. Las piernas de la joven, considerablemente más cortas que la del caballero que tiraba de ella, apenas podían seguir el ritmo apresurado de Peter. El duque de Brighton, al ver una puerta al final del largo pasillo, la abrió y, tras comprobar que estaba vacía, entró en la pequeña sala de artefactos.
Diana trató de coger aire después de la rápida caminata a la que le había sometido el duque, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. Tan pronto como se cerró la puerta de la pequeña habitación —en la que aparentemente se guardaban óleos, estanterías y lienzos antiguos—, el duque tomó sus antebrazos y la presionó contra la pared.
—¿Qu-qué está haciendo?
Diana no sabía por qué le temblaba la voz. No sabía si se trataba por encontrarse en una sala a solas con el hombre al que detestaba tan profundamente, por la cercanía entre sus cuerpos o por el aliento cálido que chocaba contra su clavícula.
—Excelencia, le ruego que me suelte. Si alguien nos ve...
—Escúcheme con atención, Miss Bridgerton, porque solo se lo diré una vez —interrumpió Peter, dando un paso hacia atrás pero sin acabar con la cercanía entre sus rostros—. Spencer no es el hombre que creéis que es. Sé que jamás creeréis una sola palabra que proceda de mis labios, pero sé que recapacitaréis si lo escucháis de otra joven.
Diana colocó ambas manos en el pecho del duque, buscando encontrar algo de espacio para mirar al hombre a los ojos. Tenía la tendencia desde pequeña de saber si una persona mentía por cómo le brillaban los ojos, y en ese preciso momento necesitaba mirar en los oscuros orbes de Peter Fitzgerald.
Tan pronto como lo hizo, sin embargo, se encontró con los brillantes ojos del duque mirándola con ira; pero no iba dirigida hacia ella. Sino probablemente a la situación en la que estaban envueltos.
—No sé de qué me habla, excelencia.
—Hable con Miss Crawford. Vaya a verla mañana y pregúntele por el conde de Beverly.
El duque soltó los antebrazos de la joven Bridgerton y dio dos pasos hacia atrás, dejando a la joven apoyada contra la fría pared.
—Si después de escuchar lo que tiene que decir acerca del caballero usted decide ignorar mis advertencias... Prometo que no volveré a acercarme a usted. Será como si nunca nos hubiéramos conocido.
«Eso no es lo que yo quiero».
—¿Por qué hace esto?
La voz de Diana pendía de un hilo, como si no se atreviera a pronunciar palabra alguna. El duque pareció impactado por el estado de la rubia y su rostro se tornó sombrío.
—Durante un tiempo, su hermano fue lo más parecido a una familia que tuve. Proteger a su hermana de una vida infeliz es lo mínimo que puedo hacer.
Diana bajó la cabeza, escuchando una respuesta que no era la que imaginaba escuchar. Tampoco sabía qué era lo que pretendía oír exactamente. Después de todo, esta era la conversación más prolongada que había conseguido mantener con Peter.
El duque suspiró y se frotó la sien durante unos segundos, meditando sus próximas palabras. Después, avanzó hacia la puerta y se asomó al pasillo por una pequeña ranura, comprobando que no había nadie que pudiera verlos salir de la habitación.
—Usted saldrá primero. Encuentre a su familia y haga como que esta conversación no ha ocurrido. Yo la seguiré cuando pasen unos minutos.
—Pero —
—Por una vez, haga lo que le digo.
Diana cerró la boca y se quedó mirando al duque por unos segundos. Estaba a punto de hacer lo que había ordenado cuando una cálida mano se posó en su brazo cuidadosamente. Al subir la mirada, Diana se encontró con la abatida expresión de Peter.
—Discúlpeme, Miss Bridgerton. No pretendía hablarle de ese modo.
«Ya estoy acostumbrada a que lo hagas», pensó, aunque no se encontraba con los ánimos para contraatacar. Estaba presenciando por primera vez la debilidad en los ojos y las palabras de un hombre al que consideraba infranqueable.
Ella había conseguido ver esa parte de él.
—Está bien.
Diana caminó hacia la puerta y agarró el pomo con nerviosismo. Hasta ese momento no se había percatado de que le empezaban a sudar las manos y de que su pecho subía y bajaba agitadamente.
Antes de girar el pomo, Diana giró la cabeza sobre su hombro para encontrarse con los oscuros ojos del duque sobre ella. Con un movimiento de cabeza, Peter animó a la joven a dar el paso. Diana inspiró profundamente antes de abrir la puerta y salir de forma apresurada de la habitación, sin volver a mirar hacia atrás.
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𝑀𝑎𝑦𝑓𝑎𝑖𝑟
Dos días habían pasado desde la apertura del nuevo ala en Somerset House. Dos días que Diana había pasado en la compañía de sus pinceles y lienzos, sin querer asistir a los picnics ni paseos que organizaba su madre. Alegando que se encontraba indispuesta, Diana se quedaba a solas en el hogar familiar, escuchando las charlas de alguna que otra doncella y de Humboldt, el mayordomo. Escuchar algo que no fuera la charlatanería de la alta sociedad londinense era tan relajador como necesario.
Esa mañana, cuando los carruajes en los que viajaban sus hermanos y su madre ya no estaban a la vista, Diana corrió hacia el piso superior para coger unos guantes y un chal. La joven no perdió el tiempo y, una vez estuvo lista, recorrió nuevamente el pasillo y bajó las escaleras a toda prisa, encontrándose a Jane con una bandeja de plata a las puertas del salón.
—Miss Bridgerton, pensaba que estaría dibujando. Lady Bridgerton comentó que se sentía indispuesta, así que he pedido que le preparen un té.
—Eres muy amable, Jane. Pero quería pedirte que me acompañaras.
Jane pareció percatarse de que la rubia llevaba guantes, un chal en las manos y joyas que no llevaría en caso de permanecer en la residencia familiar.
—¿Necesita algo, Miss Bridgerton? Sabe que puedo ir al mercado si necesita acuarelas o pinceles.
—No, no —contestó apresuradamente—. Le prometí a Miss Crowford que iría a visitarla. Ha pasado un año fuera con sus tíos y llegó ayer para unirse a la temporada.
—¡Qué fantástica noticia! Seguro que Lord y Lady Crowford están muy contentos de tener a su única hija en casa.
Diana asintió y caminó hacia Jane, echando un vistazo a la puerta principal para comprobar que Humboldt no estuviera a la vista.
—Pero debemos salir por la puerta del servicio. No quiero que mi madre se entere de que he salido, o se pensará que estoy escabulléndome de mis responsabilidades como debutante.
—Su secreto está a salvo conmigo, Miss.
La rubia no podía haber pedido una mejor y más leal joven como doncella que Jane. La chica, apenas un par de años más mayor que ella, se había convertido en alguien muy cercano para ella desde que comenzó a trabajar en el hogar de los Bridgerton.
Diana no recordaba haber visto Mayfair tan tranquilo en mucho tiempo. La mayor parte de la alta sociedad estaba congregada en Hyde Park, disfrutando de la fría pero soleada mañana. Era habitual encontrarse con las familias que habitaban el más lujoso barrio de Londres paseando por las calles de este. Pero el silencio, en el que reinaba el canto de los pájaros, había transformado Mayfair en un lugar irreconocible. Diana, sin embargo, agradecía que así fuera.
«No querría tener que responder a la pregunta de por qué estoy aquí mientras mi familia está en Hyde Park».
La joven Bridgerton vio la casa de los Crawford a unos metros de ella y recordó las veces que había acompañado a su madre a tomar el té con Lady Crawford. Ella y Daphne tenían la edad de su hija, Abigail, por lo que las tres niñas estaban a menudo juntas cuando las familias se trasladaban a Londres para la temporada social.
Diana subió las escaleras de la entrada del hogar de los Crowford y fue recibida por el mayordomo, que se adentró en la casa para anunciar a la joven.
—Miss Diana Bridgerton, milady.
La esposa de Lord Crawford se levantó del diván con entusiasmo y extendió los brazos hacia la rubia, dibujando una enorme sonrisa en su rostro.
—¡Oh, cielo! Qué sorpresa tan agradable. ¿Por qué no te has unido a la familia para el picnic?
—Escuché que Abigail regresaba ayer a Londres y supuse que estaría descansando después de tan largo viaje —respondió con dulzura la joven, tomando las manos de la mujer—. Tenía muchas ganas de verla. Espero que no le moleste, Lady Crawford.
—¡En absoluto! A mi querida Abigail le vendrá bien un poco de compañía.
Diana sonrió ampliamente y tomó el brazo de la mujer, escuchando las historias de la elegante mujer. Aparentaba ser más mayor que Violet, aunque creía recordar que las mujeres rondaban la misma edad.
Lady Crawford detuvo su paso ante una gran puerta de madera blanca, tocando dos veces antes de girar el pomo para abrirla un poco.
—Querida, Diana ha venido a hacerte una visita.
—¿Diana? ¿Diana Bridgerton? —alcanzó a escuchar.
—¡Por supuesto! ¿Qué Diana va a ser si no? —rió la mujer.
Lady Crawford abrió la puerta por completo e invitó a Diana a pasar a la habitación de su amiga de la infancia. La única hija de los Crawford descansaba en su cama, recostada sobre una pila de cojines y almohadas, con ojos visiblemente cansados y una pequeña sonrisa.
—Diana —saludó Abigail con una gran sonrisa—. Mamá, ¿te importaría dejarnos?
—Desde luego, cielo.
Lady Crawford besó a su hija en la frente y apretó cariñosamente el hombro de Diana antes de abandonar la habitación y regresar al salón principal.
Diana tomó asiento en la cama junto a su vieja amiga y tomó la mano de la chica. Con una sonrisa en los labios, la joven Bridgerton echó un vistazo a la habitación de Abigail.
—Parece más pequeña desde la última vez que estuve aquí.
—Es que tú estás más mayor —rió Abigail, dejando a un lado la bandeja para incorporarse sobre los cojines—. No esperaba visitas tan pronto.
—Ni yo que regresaras a Inglaterra antes de que terminara la temporada. ¡Tienes que contármelo todo! ¿Cómo es Irlanda?
—Húmeda —respondió, frunciendo los labios. Diana dibujó una mueca en su rostro y la joven Crawford no tardó en reír—. ¿Qué? No es tan diferente a Inglaterra como pensé. Pero los paisajes son idílicos, Diana. Estoy segura de que te encantaría pintarlos.
Diana extendió su sonrisa como por instinto. En la presencia de Abigail no tenía que esconder su pasión desmedida por las artes ni fingir que adoraba la idea de ser debutante algún día. Después de todo, esa era la razón por la que se habían convertido en tan buenas amigas.
—Dime, ¿qué tal el viaje?
—Inspirador. Debo admitir que al principio no quería marcharme, pero ha sido una experiencia más que enriquecedora. Pasar un tiempo fuera de la vida ajetreada que llevamos en sociedad ha sido la mejor decisión que mis padres hayan tomado por mí.
—Realmente te envidio —suspiró Diana—. Ojalá pudiera haberme ido contigo para evitar todo este espectáculo de convertirme en debutante.
—¡Pero eres el diamante de la temporada! —exclamó Abigail con emoción— Madre me ha contado que Daphne y tú estuvisteis deslumbrantes ante la reina. ¡No deben faltaros los pretendientes!
«Así que no lo sabe».
—Daph hace un trabajo magnífico para deslumbrar a todos los caballeros de la ciudad mientras yo me centro en espantarlos —dijo irónicamente—. Casi todas las mañanas vienen caballeros diferentes a las recepciones en casa, aunque me atrevería a decir que sólo tengo un verdadero pretendiente.
—¡Oh! Jamás pensé que te escucharía decir esas palabras. ¿Quién es el caballero?
Diana se armó de valor y tomó aire. No quería apartar la mirada de la de Abigail, pues quería ver cómo reaccionaba su amiga ante la mención del conde de Beverly. Sin embargo, no podía evitar estar más que asustada ante lo que pudiera suceder a continuación.
—Theodore Spencer, el conde de Beverly.
Abigail abrió los ojos de tal forma que parecían apunto de salirse de sus órbitas. La joven parecía más que inquieta ante el nombre del conde e, incluso, alarmada. Diana no tardó en percibir el cambio de humor en la joven, por lo que se apresuró en darle un cálido apretón a su mano.
Aunque de lo único que tuviera ganas fuera de salir corriendo.
—Abigail, ¿qué ocurre? ¿Conoces al conde?
—¿Theodore... está en Londres?
—Sí —dijo Diana, intentando mantener la calma—. ¿Estás bien? ¿Lo conoces?
—No debería, Diana... Lo siento —balbuceó Abigail con temor.
Las lágrimas eran visibles en los ojos azules de la hija de los Crawford y Diana sintió que el corazón se le caía a pedazos. Abigail era una joven dulce y noble, jamás sería capaz de hacerle daño a nadie de forma deliberada. Por eso le costaba entender que lo más mínimo pudiera llegar a pasarle a una persona tan buena como ella.
Y mucho menos podía concebir que el daño pudiera proceder del Theodore Spencer que ella conocía.
—Está bien, de verdad. No tienes que hablar de ello si no quieres...
Abigail negó con la cabeza y tomó una bocanada de aire, como si se estuviera preparando para lo que iba a contar.
—Siento que si no se lo cuento a alguien voy a terminar por explotar —dijo en voz baja—. Eres la única persona en la que confío, Diana. Solo mis padres y mis tíos están al tanto.
—¿Estás... estás segura de que quieres contármelo? No quiero que...
—Sí. Estoy segura.
Diana asintió de nuevo y guardó silencio, esperando a que su amiga encontrara las palabras para transmitirle lo que le había pasado. Aunque, en lo más profundo de su ser, Diana sentía que no estaba preparada para ver cómo sus peores sospechas se hacían realidad.
—El conde... Theodore.... Qué engañada estuve, Diana.
Diana notó que sus propios ojos se llenaban de lágrimas ante la escena que presenciaba. Abigail se tapó el rostro con ambas manos mientras sollozaba, dejando que la joven Bridgerton la envolviera en un abrazo.
—No estás lista para hablar de ello, Abby. Y está bien.
—Tú no lo entiendes, Diana —dijo entre llantos la joven—. No puedes acercarte a él. No permitiré que te haga lo mismo que a mí.
—Pero, Abigail... No entiendo...
—Estaba embarazada, Diana. Dejé Londres porque estaba embarazada de Theodore.
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