
𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑜𝑛𝑒
𝐿𝑜𝑛𝑑𝑟𝑒𝑠, 𝟷𝟾𝟷𝟹
El sol brillaba sobre la típicamente fría y mojada capital británica aquella mañana de verano. La temporada londinense había dado comienzo aquella misma mañana para muchas jóvenes, cuyo único pensamiento y deseo más profundo era causar la mejor de las impresiones a la reina. Sus reputaciones y futuros dependían de la opinión que su presentación generara en la soberana, ya fuera para bien o para mal.
El acontecimiento matutino había transcurrido tal cual lo esperado: jóvenes que pasaban desapercibidas, otras que no causaban especialmente buena impresión, y solo un par que levantó suspiros y arrebató la atención de los allí presentes. Las únicas dos jóvenes que habían acaparado la curiosidad e interés de la reina de Inglaterra y de toda la clase alta británica aquella mañana eran las dos hijas de la vizcondesa viuda Bridgerton.
—¡«Impecable»! —exclamó Daphne, repitiendo las palabras que la soberana les había dedicado hacía un par de horas atrás. La sonrisa no había abandonado el rostro de la chica desde entonces— ¡Y después nos besó en la frente! ¿Puedes creerlo, hermana?
A diferencia de su melliza, Diana había reaccionado de manera más indiferente ante el gesto afectivo con el que ambas habían sido "bendecidas", como su madre había canturreado antes de subir al carruaje. La rubia solo podía pensar en llegar a la casa familiar para escapar del rígido corsé que le presionaba las costillas y le restringía la respiración.
—Querida —habló Violet, logrando que su hija saliera de la burbuja en la que se veía sumida con normalidad—. Hoy es un día especial, ¿no estás feliz? ¡Vuestro debut ha sido extraordinario!
—Por supuesto, mamá —respondió rápidamente mientras esbozaba una sonrisa. Lo último que quería Diana era desanimar a su madre.
—Son los nervios —intervino Anthony, que colocó su mano sobre la de su hermana de manera afectuosa a la vez que le sonreía a su madre de manera tranquilizadora.
Diana agradeció que el mayor de sus hermanos se encontrara presente en un día como hoy. Y es que, aunque su relación con él no hubiera sido siempre gratificante debido a la infancia rebelde de la rubia, su relación se encontraba en el mejor momento.
Siendo siempre una niña independiente, inclinada hacia las artes y, en especial, a la pintura —una pasión que Benedict había despertado en ella—, Diana siempre se había mostrado reacia de la vida de la clase alta; los bailes, los vestidos caros, los estrictos modales que una dama debe seguir... Y, sobre todo, del matrimonio. La joven Bridgerton jamás había llegado a comprender cómo una dama debía lanzarse de temporada en temporada a los salones de las mansiones más elegantes de Londres en busca de un marido, como si de ganado se tratase. Claro, que su actitud no hizo más que empeorar cuando su padre falleció. Diana se refugió en las artes y en sus hermanos mayores para evitar que la realidad de la pérdida de Lord Bridgerton cayera sobre sus hombros. Anthony, con tiempo, paciencia y el más puro amor hacia su hermana, logró sacarla del pozo sin fondo en el que se había introducido, aunque eso llevara a discusiones y rifirrafes entre ambos. Sin embargo, en aquel verano de 1813, los dos hermanos estaban seguros que aquella etapa de duelo no había hecho más que crear un vínculo puramente inseparable entre ellos.
De vuelta al hogar de los Bridgerton, Diana suspiró aliviada cuando escapó de las firmes ataduras de su corsé y pudo abandonar su blanco vestido de debutante. Con ayuda de su doncella y ante la presencia de sus hermanas, las mellizas se encontraban cambiándose de atuendo mientras la mayor de ella recordaba con entusiasmo el éxito de ambas.
—Habéis estado deslumbrantes —concordó Hyacinth, ganándose la mirada placentera de Daphne.
—Diana ha estado espléndida. Yo solo me he puesto un vestido bonito y he sonreído, como todas.
—No, como todas no —protestó Francesca desde su sitio, junto a Eloise. La última no tardó en levantar la vista del artículo que se encontraba leyendo cuando un pensamiento atravesó su cabeza.
—Debería ir a ver a Penelope.
—Pobre niña —musitó Diana, esperando a que la doncella terminara de recoger su pelo mientras se examinaba en el espejo—. No quiero imaginarme lo que esa bruja Featherington le hará pasar.
—Su presentación ha sido de todo menos... ¿Qué os ha dicho la reina?
—«Impecable» —recitaron las mellizas a la vez. Salvo que el entusiasmo de la mayor de ellas no era en absoluto equiparable con el de la rubia.
Eloise notó inmediatamente la ironía en el semblante de Diana, a quien había tomado de ejemplo desde que tenía uso de razón. La independencia y la racionalidad que caracterizaban a su hermana mayor era algo de lo que le gustaría gozar en un futuro. Por no hablar del nulo entusiasmo que las dos compartían hacia una institución como el matrimonio.
—Es increíble que su majestad nos haya elegido entre 200 jóvenes para dedicarnos unas palabras.
—Sí, qué honor —dijo Eloise con sorna, hundiéndose cada vez más en el sillón en el que se encontraba leyendo—. Y ahora, esas 200 jóvenes tienen dos rivales en común. Suerte, hermanas.
—¡Eloise! —exclamó Hyacinth con cansancio.
—No tendrán que preocuparse por mí en absoluto —comentó Diana con tranquilidad, alisando su vestido antes de girar sobre sus talones para mirar a sus hermanas—. Casarme con un Lord de sesenta años solo para entrar en sociedad no entra en mis planes.
—¡Diana! —exclamó Daphne, horrorizada por lo que decía su melliza. No porque le sorprendiera, al contrario; estaba más que acostumbrada a escuchar a la rubia hacer ese tipo de comentarios. Sino porque lo estaba diciendo delante de sus hermanas pequeñas, quienes tendrían que pasar por la misma situación que ellas en unos años.
—Tiene razón —contraatacó Eloise, siempre del lado de la melliza menor.
Mientras Diana le guiñaba un ojo a su hermana pequeña, Daphne se limitó a suspirar con frustración. Sabía de primera mano la pésima opinión de su hermana sobre el matrimonio, pues habían discutido sobre eso en diversas ocasiones. Pero ella no abandonaría su esfuerzo de que su melliza encontrara a alguien que fuera lo suficientemente digno como para casarse con ella.
—El éxito de nuestros matrimonios influirá en vuestro futuro —habló finalmente Daphne, dirigiéndose a las menores de los Bridgerton—. Todas tendremos que encontrar el amor algún día. Un amor tan puro como el que compartieron mamá y papá, si tenemos suerte.
—Si tenemos suerte, exactamente —repitió Diana. Su intención no era desalentar a su melliza en la ardua tarea de encontrar un esposo en su primera temporada, sino que comprendiera por qué a ella no le resultaba excitante en absoluto.
Como si de una paloma de la paz se tratase, la vizcondesa Bridgerton hizo acto de presencia en el dormitorio de las mellizas seguida por dos de sus doncellas.
—¡Vuestros vestidos han llegado!
—Qué suerte —musitó Diana mientras observaba a sus hermanas recogerse los bajos de los vestidos y echar a correr en dirección a su madre. Eloise, a su lado, le dio una mirada sabionda—. Seguro que estarás encantadora con tu vestido esta noche, querida.
Ambas rieron por la imitación de Violet efectuada por la mayor de las dos y se acercaron a ver el espectáculo de exclamaciones y risas protagonizado por sus hermanas.
—Diana, querida —llamó la vizcondesa viuda, provocando que Eloise riera por lo bajo—. Mira, este es para ti. Mary Edgecombe llevó uno parecido la temporada pasada.
—Y le salieron tres pretendientes al día siguiente, entre ellos un conde —comentó Daphne mientras sujetaba a su melliza por los hombros—. Esta noche estarás deslumbrante, hermana.
—Mary Edgecombe, la ahora condesa de Fulton —intervino Eloise, que no se separaba ni un segundo del artículo que se encontraba leyendo anteriormente—, vive en una casa de campo a cientos de kilómetros del conde. Es desgraciada, lo dice aquí.
—No me digas que eso es otra columna de chismorreos —dijo Violet, adoptando un semblante más serio—. Eloise...
—No, esta es distinta. En esta dan nombres.
Mientras Hyacinth y Francesca se peleaban por ver quién cogía el artículo en papel, Diana se giró hacia su madre, quien aun sostenía el vestido que la rubia llevaría esa noche.
—Lo siento, mamá —se disculpó la joven, aunque sin abandonar el tono de diversión, a la vez que ambas miraban a Eloise—. He creado un monstruo.
La vizcondesa rió por lo bajo antes de acariciar la mejilla de su hija, quien le sonrió con sinceridad. Siendo consciente de lo mal que lo había pasado la menor de las mellizas tras la muerte de su difunto esposo, Violet nunca quiso presionar a su hija con el matrimonio ni hacerla sentir inferior a los demás. Sabía que Diana era una joven especial, única, que irradiaba luz allá donde iba y conseguía levantar los ánimos de los que hubieran sido agraciados con su presencia.
—"Lady Whistledown"
—¿"Whistledown"? —repitió Daphne con confusión, arrebatándole el artículo a su hermana menor y caminando a paso ligero por la habitación. El resto se le unió inmediatamente, incluida Diana, quien se colocó junto a su melliza cuando escuchó que el nombre de su familia era mencionado.
—¿Qué dice, querida?
—Critica que nuestros nombres sigan un orden alfabético, del más mayor al más joven.
—A vuestro padre y a mí nos pareció adecuado —contestó Violet, intercambiando una mirada con las mellizas antes de que Daphne volviera a leer en voz alta.
—Lady Whistledown lo califica de "banal".
—Se ha repartido gratis por toda la ciudad —añadió Eloise.
—¿Gratis? ¿Qué clase de autora...? ¡Oh!
—¿Qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Diana cuando tanto su madre como su melliza exclamaron con asombro ante las palabras escritas sobre el papel.
—Bueno, en esto tiene razón —habló la vizcondesa, alcanzando el antebrazo de la rubia y acercándola hacia ella, enseñándole el contenido del artículo con gran emoción—. Dice que Daphne y Diana son la sensación de la temporada. Dice que sois "diamantes de primera". ¡Qué maravilla!
—Son solo chismorreos, mamá —dijo Diana, intentando calmar las agitadas aguas en las que se habían convertido su madre y su hermana—. Tan solo es una escritora anónima de la que nadie ha oído hablar.
—Si tu hermana tiene razón, todo Londres estará leyendo esto. Dejemos que todo el mundo sepa que Daphne y Diana Bridgerton son los diamantes de la temporada.
La susodicha suspiró, observando como todas sus hermanas perseguían a su madre y se dirigían hacia el salón de la planta inferior. Mientras escuchaba cómo seguían leyendo los cotilleos con los que Lady Whistledown se hacía un hueco en todas las casas de la clase alta londinense, Diana se encogió de hombros y alcanzó un par de pinceles que había dejado la tarde anterior sobre su mesilla.
Si todo el mundo iba a hablar de ella y de su familia, no importaba lo que hiciese. Así que pasaría el resto de su tiempo libre haciendo lo que más le gustaba.
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—¿No deberías estar preparándote para el baile en casa de los Danbury?
El pulso de Diana tembló ligeramente cuando la voz de uno de sus hermanos mayores la sacó de su pequeño gran mundo. El pequeño pincel con el que delineaba los detalles del paisaje ficticio que se encontraba pintando se tambaleó entre sus dedos, provocando que el rastro de pintura se esparciera por el lienzo.
—¡Benedict! —protestó la joven, llevándose la mano con la que no sostenía el pincel al rostro— Acabas de estropear mi árbol.
—Yo creo que es un árbol muy bonito —dijo con voz risueña el moreno, riendo cuando escuchó a su hermana maldecir por lo bajo—. ¿Sabe mamá que estás aquí?
—Su mayor preocupación ahora mismo es averiguar donde está Anthony —respondió con calma, volviendo a centrar su atención mientras su hermano avanzaba en su dirección a la vez que canturreaba—. Así que yo... he decidido borrarme del mapa de la sociedad por unos minutos.
—Unas horas, querrás decir. Son casi las cinco.
—¡¿Las cinco?! —gritó Diana. La rubia soltó el pincel con rapidez y se subió la falda del vestido, intentando no pisárselo mientras echaba a correr hacia el interior de la mansión. Benedict, a su espalda, no pudo reprimir la risa que escapó de sus labios. Cuánto adoraba a su pequeña hermana artista.
Por su parte, Diana no podía odiar más en ese momento a su hermano por haberla engatusado con el mundo tan maravilloso de las artes. Desde que tenía uso de razón, la joven Bridgerton usaba la pintura como medio de refugio de la realidad, y en más de una ocasión le había llevado a acaloradas discusiones con Anthony en el pasado.
Atravesando la gran puerta de cristal que conectaba la sala de recreo con el jardín, la rubia no se percató de que otro de sus hermanos, ya con la indumentaria requerida por el protocolo de la temporada, se encontraba atravesando ese mismo espacio en aquel momento. Solo se percató de ello cuando los brazos de Collin la detuvieron antes de que colisionaran entre ellos.
—¡Diana! ¿Qué...? —dijo Collin, confundido con las prisas de la chica. Sin embargo, no pudo evitar sonreír con diversión cuando se dio cuenta del motivo— Dios mío, hermanita. ¿Sabe mamá que—
—¡No! ¡No lo sabe! —interrumpió, evitando escuchar las palabras de Benedict en boca de otro de sus hermanos mayores. Diana rodeó a su hermano para salir lo más deprisa del salón como sus pies le permitieran— ¡No digas nada, Collin!
Levantando las manos en son de paz, el tercero de los hermanos Bridgerton observó cómo Diana corría de nuevo, esta vez saliendo de la sala y, prácticamente, saltando los escalones de la gran escalera principal de dos en dos. De camino a su habitación, Gregory y Hyacinth jugaban al pilla pilla y casi la dejaron caer en el proceso.
—¡Diana! ¿Y tu vestido nuevo?
La rubia gruñó ante el comentario del pequeño, pero no detuvo su paso rápido. Cuando por fin llegó a su dormitorio, encontró a Daphne sentada frente al tocador a la vez que Rose le recogía el pelo. Su melliza dio un salto y se giró hacia ella, analizando su indumentaria con cara de espanto.
—Tenía la esperanza de que estuvieras preparándote con mamá o Francesca —dijo con horror—. Diana, ¿es que quieres llegar tarde? ¡Debemos causar buena impresión!
—Tú quieres causar buena impresión —corrigió la rubia mientras avanzaba hacia su lado de la habitación, viendo como Jane, su doncella, cogía el vestido que la joven llevaría esa noche y lo colocaba sobre su cama—. No ha sido a propósito, simplemente me he distraído.
—Otra vez —dijo Daphne, viendo como su melliza rodaba los ojos mientras las doncellas le desataban el corsé. Dando un suspiro, la pelirroja avanzó hacia su hermana—. Sé que no quieres hacer esto, de verdad que lo entiendo. Pero por favor, intenta disfrutar esta noche. Por mí. Es lo único que te pido, hermana.
Esta vez le tocó a Diana suspirar. Decepcionar a su familia le partiría el alma, y mucho más si la dañada era su otra mitad. Jamas se perdonaría ver sufrir a Daphne por su culpa.
—De acuerdo —cedió la rubia, ganándose una sonrisa agradecida de su melliza—. Pero no voy a darles el gusto a Collin y Benedict de que se rían a mi costa. No pienso bailar con ningún caballero mayor de cuarenta años, ni por todo el dinero del mundo.
Daphne rió ante la cara de asco de la chica y se acercó a ella, ambas mirándose en el espejo de pie mientras Diana se colocaba el vestido blanco con pedrería que le habían confeccionado a medida. A menudo, el segundo y el tercero de los hijos de la vizcondesa bromeaban con Diana que, ante su falta de interés por el matrimonio y su poco afecto por el género masculino, acabaría casada con un Lord de sesenta años en una casa de campo, viviendo alejada de la civilización en un condado de treinta habitantes.
—Mi mayor anhelo es que, el día que me case, sea con alguien que me ame como papá a mamá —susurró Daphne. Apoyando la cabeza en el hombro de su melliza, la pelirroja notó como el semblante de su Diana cambió ante la mención de su difunto padre—. ¿Lo recuerdas? Siempre quisimos que nuestros futuros esposos nos miraran de la manera en la que papá miraba a mamá.
—Lo recuerdo —dijo Diana tras inspirar con fuerza, recobrando su postura antes de mirar a su hermana a través del espejo—. Pero hemos crecido. Ya que no tengo otra alternativa más allá del matrimonio y estoy segura de que no me casaré por amor, solo pediré una cosa: respeto.
—No digas eso...
—Daphne —interrumpió la rubia, girándose para tener a la pelirroja de frente. Odiaba tener que decirle las palabras que resonaban una y otra vez en su cabeza. Pero si ella yo se lo decía, ¿quién lo haría?—. El amor que mamá y papá se tenían solo pasa una vez en la vida. Estamos obligadas a casarnos por dogma de la sociedad en la que vivimos; no tenemos otra elección. Por ello te digo, querida hermana, que si una vez acepté renunciar al amor, jamás me doblegaré al respeto.
La mayor de las mellizas abrió y cerró la boca repetidas veces, intentando encontrar las palabras mientras procesaba lo que Diana había dicho. Por supuesto, Diana comprendía lo que su hermana le había dicho; ella jamás olvidaría cómo los ojos de su padre se iluminaban cada vez que Violet entraba en la habitación, cuando su mujer hablaba de sus hijas o cuando él, ante una reunión de amigos, admitía lo afortunado que era al tener a una esposa como ella. Pero eso no significaba que fuera reacia a la realidad. Si de algo se había cerciorado a medida que crecía, sería que ningún hombre sería capaz de igualar a Edmund Bridgerton.
Ninguna de las hermanas habló hasta que llegaron a casa de los Danbury. En el carruaje reinó el silencio de principio a fin y tanto Anthony como la vizcondesa pudieron notar que algo había sucedido entre las mellizas. En primer lugar, por las miradas de compasión que Daphne le daba a la rubia; y segundo, por el silencio de Diana. Ninguno recordaba la última vez que la joven había guardado silencio por tanto tiempo. Diana encontraba palabras para todo —y para todos, lo que en más de una ocasión le había traído problemas—, pero eso la caracterizaba y la hacía aún más especial.
—Estás radiante, hermana —alagó Anthony mientras los cuatro caminaban hacia el interior de la mansión—. Como de costumbre
Ofreciéndole una sonrisa sincera como respuesta, Diana aceptó el brazo del mayor de los hermanos Bridgerton antes de girarse hacia su melliza. Sin desdibujar la sonrisa de sus labios, encontró los azules ojos de Daphne y estiró su mano, dándole a esta un apretón afectuoso.
—¿Qué hombre posaría sus ojos en mí esta noche cuando mi hermana está justo a mi lado?
—Oh, por dios —respondió Violet—. Ningún hombre sería lo suficientemente estúpido como para no notar la belleza de mis hijas. Sois la sensación de la temporada, querida. Cualquier joven querría estar en vuestro lugar.
«Cualquiera menos yo», pensó Diana. Aún así, sus pensamientos no rebajaron la sonrisa que iluminaba su rostro. Le había prometido a Daphne que se comportaría como cualquier debutante londinense y que trataría de disfrutar de la fiesta —por mucho que quisiera escapar de aquella sala llena de desesperadas madres en busca de presas con un gigantesco patrimonio—. Se lo había prometido, y así lo cumpliría.
—Lo digo en serio —susurró Anthony, inclinándose hacia Diana para que solo ella le escuchara—. Tendré que enfrentarme a todos los hombres del salón de baile en cuanto atravesemos esa puerta.
—Por favor, hazlo —respondió la joven en un suspiró—. Pero solo a los que pretendan hablar conmigo. Dios libre a Daphne de tener que soportarnos a los dos toda la velada.
Anthony rió por lo bajo, ganándose la mirada de su madre. Si algo era más peligroso que ver a Diana y Eloise juntas, era ver a Diana y al mayor de sus hermanos tramando algo a escondidas de los demás.
Diana Bridgerton tenía que admitir que Lady Danbury tenía un gusto exquisito. Su grandiosa mansión no podría haber sido ornamentada de una manera más distinguida; las flores, las velas, la comida... Todo elegido al detalle, como era de esperar para el gran baile de apertura de la temporada.
Caminando del brazo de Anthony y de su hermana, Diana se percató de que todos los ojos del salón de baile se encontraban posados sobre ellos. Los Bridgerton, debido a su permanente riqueza y elegancia, era una familia de gran reputación en Londres. Pero desde que dos de sus integrantes se convirtieron en "impecables diamantes de primera", era sabido que toda la atención recaería sobre las hermanas mellizas.
—Todos nos miran, madre.
—Dejad que se os acerquen, queridas —dijo la vizcondesa, ignorando el comentario de Anthony.
Diana tomó una profunda respiración por la nariz y se limitó a hacer lo que desde pequeña le habían enseñado: a sonreír. Imitando el comportamiento de su melliza, la rubia se limitó a dejar clara su presencia en la sala junto a sus tres familiares, hasta que un caballero que reconocía —pero del cual no recordaba el nombre— caminó hasta ellos.
—Lady Bridgerton, señorita Bridgerton —saludó, centrando su mirada ahora en Diana—, señorita Bridgerton. Lord Bridgerton.
—Creo que ya conoce a mis hijas, Daphne y Diana, Lord Ambrose.
—Sí, nos conocimos en la recepción de su hermano.
—Si bien recuerdo, milord, acababa de ganar su primera carrera en Newmarket —habló Daphne. Su melliza dio gracias de que su hermana estuviera allí, de lo contrario se vería obligada a entablar una conversación con el hombre frente a ellas.
—La primera y la última, creo recordar.
Diana no pudo evitar la risa ahogada que brotó de sus labios, incapaz de contener la reacción que le provocó la descarada respuesta de su hermano mayor. Cuando sintió la mirada de los tres sobre ella, especialmente la de su madre, fingió toser con delicadeza y se llevó una mano a la garganta.
—Discúlpeme, milord —dijo Diana con su mejor compostura—. Parece ser que el viaje me ha resecado la garganta.
—En ese caso, permítame que la acompañe a por un vaso de —
—No será necesario —interrumpió Anthony, quien no tardó en darle una dura mirada al hombre—. No lo he visto por el club últimamente, Ambrose. ¿Será por las deudas de apuestas que dejó el invierno pasado?
Ante la insinuación del mayor de los Bridgerton, Ambrose tornó su semblante por uno de pudor. Encogiéndose ligeramente sobre sus pies, el señor se limitó a hacerle una reverencia a las mellizas, despidiéndose a toda prisa para evitar una mayor deshonra de la que ya había sufrido.
—Cuando dijiste que te enfrentarías a todos los hombres del salón —murmuró Diana, incapaz de esconder por un segundo más la mueca de diversión que se formó en sus labios—... pensé que lo decías metafóricamente, hermano.
—Ambrose es un embaucador —explicó Anthony—. Un hombre de honor salda sus deudas.
—No sabía... —musitó Daphne, observando con vergüenza a la multitud que bailaba al son de la orquesta.
—¿Cómo ibas a saberlo? Esa es la razón por la que estoy aquí —respondió el moreno, intercambiando una mirada con sus dos hermanas. Posteriormente, relajó su rostro y les regaló una pequeña sonrisa—. Demos un paseo por el salón.
Rodeando la pista de baile, los tres hermanos Bridgerton se dedicaron a exhibirse y a intercambiar miradas y sonrisas con los asistentes a la fiesta. Mientras caminaban con elegancia entre la clase alta londinense, las mellizas escuchaban como Anthony desprestigiaba a todo caballero que Daphne se atreviera a elogiar. El sombrío escenario en el que Diana se vio atrapada pareció ver un foco de luz ante la presencia de Benedict.
—¡Anthony! ¡Di, Daph!
Diana se desligó del brazo del hermano mayor de los Bridgerton y avanzó con —tal vez demasiada— rapidez hacia Benedict, quien le regaló la mejor de sus sonrisas y le tendió la mano.
—Veo que mamá no te ha desheredado aún por llegar tarde. Es encantador saber que no seré el único raro en la familia.
—Querido hermano —canturreó la rubia antes de tomar las dos manos de Benedict entre las suyas—, lamento decirte que solo hay un puesto para la excéntricamente incomprendida de la familia y lo seguiré ocupando yo por mucho tiempo.
A la vez que Daphne y Anthony llegaron hasta ellos, Collin se unió a sus hermanos.
—¿Os ha contado mamá lo de mi viaje? Empezaré en Grecia.
—¡¿Grecia?! —exclamaron las mellizas. Diana soltó una de las manos de Benedict para acariciar cariñosamente el brazo del tercero de sus hermanos.
—Collin, ¡qué maravilla! No puedo esperar a que nos cuentes tus aventuras por Europa...
—¡En guardia!
Aunque la intervención de Anthony fue rápida y los otros dos hermanos parecieron captarla al instante, tanto Daphne como Diana se miraron con confusión. Sin embargo, toda duda se dispersó cuando, a la vez que los tres varones mayores de los Bridgerton se dispersaban, las dos jóvenes vieron como Lady Danbury caminaba en dirección a ellos.
—Demasiado tarde. Ya los he visto.
Entre exclamaciones de «¡Lady Danbury!» y «¡Buenas noches!», los tres hermanos intentaron disimular su intento de fuga. Mientras tanto, las mellizas recibieron a la anfitriona del baile con una reverencia y unas carismáticas sonrisas.
—Señoritas, están arrebatadoras esta noche. ¿Hay alguna razón por la que no las he visto en la pista de baile?
—Todo a su tiempo, Lady Danbury —respondió Anthony. Alzando una ceja, la anfitriona se inclinó sobre su bastón y sonrió con diversión a las dos hermanas.
—Las compadezco.
Mientras veían a Lady Danbury marcharse entre las parejas de baile, los Bridgerton se quedaron perplejos ante la estelar aparición de la despampanante mujer. Suspirando, Diana sabía que tendría que someterse de nuevo a las furtivas miradas de los hombres deseosos de su dote, al igual que de las madres envidiosas de que sus hijas no hubieran sido calificadas como "impecable" por la mismísima reina de Inglaterra.
Benedict notó el brillo funerario que se estableció en los ojos de su hermana y sintió la necesidad de liberarla del espectáculo por el que Anthony la estaba haciendo pasar. Así que, extendiéndole su brazo derecho, le ofreció una encantadora sonrisa e ignoró la mirada confusa que le dio su hermano mayor.
—Vayamos a por una limonada, hermana. Pareces bastante sedienta.
—Desde luego —respondió Diana con rapidez, tomando el brazo de Benedict lo más rápido que pudo antes de escuchar la voz del mayor de los Bridgerton a su izquierda.
—Diana, no creo que —
—Creo que mi número de pretendientes descendería ligeramente si me desmayara a causa de una lipotimia, hermano —dijo Diana, interrumpiendo a su hermano mayor con la mejor de sus sonrisas—. Además, ¿no sería conveniente que Daphne y yo nos separemos por unos minutos? . Estoy segura de que Benedict puede asesorarme tan bien como tú sobre los caballeros de ese salón.
Sin esperar respuesta, Benedict giró sobre sus talones y fijó rumbo indefinido. Del brazo del segundo mayor de sus hermanos, Diana sintió que la presión y responsabilidad que generaba Anthony sobre ella se esfumaba por segundos. Ya no era una debutante en busca de prometido, sino una joven común con un vestido bonito en la compañía de su hermano.
—A veces pienso que Anthony me tiene por una mala influencia —comentó Benedict, bajando su voz para que solo la rubia fuera capaz de escucharle. Diana rió irónicamente y alzó una ceja en dirección a su hermano.
—Hay una mala influencia entre nosotros, desde luego. Pero todos sabemos que tú eres demasiado bondadoso como para serlo, Ben.
Ambos continuaron con su lento paseo por la sala, admirando la elegante decoración y exquisitas pinturas que robaban sus respiraciones. Parándose frente una de ellas, Benedict desvió su mirada hacia su hermana por unos breves segundos.
—¿Hay algún caballero que haya llamado tu atención, hermanita? —pronunció el moreno con delicadeza, pero sin abandonar su peculiar tono divertido. Cuando Diana lo fulminó con la mirada, Benedict soltó una carcajada— Vamos, Di. No estás hablando con Anthony, puedes confiar en mí.
—Teniendo en cuenta que el par de jóvenes que me parecían atractivos han sido fulminantemente desprestigiados por nuestro adorado hermano mayor, dudo que ningún hombre de esta sala pueda llamar mi atención.
Benedict se sintió mal cuando, en el fondo, su corazón dio un brinco de alegría. Aunque le costaba ver a sus hermanas pequeñas debutar en sociedad, sabía que el pensamiento de Diana era completamente distinto al de Daphne. Poder disfrutar de la estimulante compañía de su hermana un año más le haría inmensamente feliz.
El segundo de los hermanos Bridgerton se dispuso a responder a su hermana cuando sus orbes captaron una cara conocida. Alzando la mano para que lo divisara, Benedict cantó el nombre del susodicho.
—¡Brighton!
Diana se giró en la dirección que miraba su hermano, buscando al desconocido al que saludaba con entusiasmo. Sin embargo, una voz grave a la vez que cálida la sorprendió antes de pudiera divisar al individuo al que se dirigía su hermano.
—¿Bridgerton?
Aquel hombre era apuesto, alto, moreno; de ojos arrebatadamente atractivos y con una elegancia que congelaría a cualquier mujer que se atreviera a posar sus ojos sobre él; Diana sospechó que el hombre que se encontraba estrechando la mano de su hermano rondaría la edad de Anthony.
—Qué sorpresa, no le esperábamos en Londres. ¿Sabe mi hermano que está usted aquí?
—No —respondió Brighton—. Me temo que ha sido una decisión de última hora. Hastings me pidió que viniera y no pude resistirme.
Asintiendo, Benedict le dio una nueva sonrisa al apuesto caballero antes de girarse hacia su hermana. El segundo de los Bridgerton le tendió la mano a Diana, animándola a que se colocara a su lado para que pudiera hacer una correcta presentación.
—Esta es mi hermana, Diana. Di, te presento al duque de Brighton.
La rubia, siguiendo el protocolo, hizo una breve reverencia antes de encontrarse con aquellos ojos oscuros. Peter Fitzgerald, el duque de Brighton. Había oído su nombre en alguna ocasión, al igual que el de Hastings, en una de las conversaciones de su hermano mayor sobre sus días en Oxford. Claro, que Diana no conocía ni la mitad de la diversión que esos días habían generado. Por no hablar de lo que "Lady Whistledown" escribía sobre ciertos caballeros. Desde luego, Diana estaba al día de sus reputaciones, al igual que el resto de Londres.
—Señorita Bridgerton —saludó el duque con una corta reverencia. Por unos segundos, la joven se permitió analizarle, admirando su bello rostro y lo aparentemente esculpido que se encontraba su cuerpo bajo los finos y elegantes ropajes.
—Permítame que vaya a buscar a mi hermano. Estará encantado de ver que está usted aquí.
Sin desperdiciar un solo segundo y olvidando la compañía de su hermana, Benedict dio media vuelta y se hizo un hueco entre la multitud, buscando a su hermano mayor. Diana, por su parte, notó como una presión desagradable se abría paso en su pecho cuando se percató de que se había quedado a solas con aquel desconocido de deshonorable reputación. Además, el ceño fruncido y la cara de pocos amigos del duque no ayudaban en la incómoda situación en la que Benedict le había envuelto.
—Disculpe a mi hermano —dijo Diana, esbozando las mejores de sus sonrisas mientras se recordaba la promesa que le había hecho a Daphne—. Jamás vi a nadie capaz de igualar su entusiasmo en estos bailes.
En lugar de responder, Fitzgerald se limitó a darle una pequeña sonrisa, para nada sincera, antes de desviar su mirada al cuadro que los hermanos Bridgerton habían estado admirando con anterioridad. Intentando distraer su mente ante el agrio silencio del duque, Diana volvió a fijarse en la aterciopelada chaqueta azul marina que resaltaba la belleza del atractivo señor.
«Cómportate como una debutante, disfruta de la velada. Hazlo por mí».
Diana se maldijo internamente por haber prometido tal cosa a su melliza. ¿Por qué tendría ella que entablar conversación con un hombre que, aparentemente, tenía las mismas ganas que ella de estar en aquel baile? No quería parecer una de esas debutantes desesperadas por casarse, ni mucho menos suplicarle a ningún individuo del sexo opuesto por cuatro segundos de charla. Sin embargo, siguiendo la dirección de los oscuros orbes del duque, quien se encontraba analizando cuidadosamente la pintura ante ellos, Diana se dispuso a hacer lo que se le daba mejor.
—¿Conoce usted a Hogarth? Este lienzo es solo una de las seis partes de su obra, Matrimonio a la moda. Las otras cinco se encuentran repartidas por la sala —relató mientras daba un paso al frente, colocándose junto a Fitzgerald. «Qué conveniente», pensó la chica al pronunciar el título—. Hogarth quiso desmoralizar los —
—Los matrimonios por conveniencia y los incasables intentos de madres desesperadas por casar a sus hijas por dinero, sin importar cuan insufribles serían sus vidas —interrumpió el duque, sin molestarse en mirarla.
Diana apartó la mirada del cuadro y giró la cabeza hacia Brighton con asombro, no solo por su conocimiento sobre la pintura, sino por el dardo envenenado que había lanzado en su dirección. La rubia pensó que había provocado en él justo la sensación que quería evitar originar. Ignorando el calor en sus mejillas y la vergüenza que había helado el resto de su cuerpo, Diana se giró por completo hacia el duque.
—Excelencia, le ruego me disculpe si —
—No tiene por qué disculparse. Comprendo lo que ha venido a hacer aquí —interrumpió de nuevo Fitzgerald, esta vez dándole el placer de mirarla a los ojos. Pero eso solo provocó que Diana se sintiera más pequeña ante su fría mirada—. Una cara bonita no es suficiente para tentarme, señorita Bridgerton. Puede marcharse con su entusiasmo a otra parte.
Por un momento, la parte racional del cerebro de la rubia se congeló. Se quedó pasmada ante aquel hombre que la desafiaba con la mirada, como si en un abrir y cerrar de ojos se hubiera propuesto desprestigiarla y borrar la brillante sonrisa que había adornado sus labios hasta hacía unos segundos.
Claro, que la parálisis solo le duró a la chica unos segundos.
—Es usted un impresentable —espetó Diana, atravesando los oscuros orbes del duque con una punzante mirada. Brighton, sorprendido ante las palabras cargadas de veneno de la joven Bridgerton, frunció el ceño con molestia—. Oh, mis disculpas. Es usted un impresentable... excelencia.
Mientras Diana hacía la reverencia que culminaba su conversación con Fitzgerald, notó como los ojos del hombre quemaban sobre su piel. Sin molestarse en darle una sola mirada más a aquel indeseable, la rubia giró sobre sus talones. Pero su plan de fuga se echó a perder cuando el feliz rostro de Anthony se cruzó en su camino.
—¡Brighton! Veo que has conocido a mi hermana.
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