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𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑓𝑜𝑢𝑟𝑡𝑒𝑒𝑛



𝐷𝑟𝑜𝑚𝑜𝑙𝑎𝑛𝑑 𝐶𝑎𝑠𝑡𝑙𝑒, 𝑊𝑎𝑡𝑒𝑟𝑓𝑜𝑟𝑑 𝐶𝑜𝑢𝑛𝑡𝑦


Abigail Crawford iba a casarse.

La niña con la que había compartido grandes momentos de su infancia y con la que había correteado por los jardines de Aubrey Hall pasaría de ser una joven dama a ser una mujer casada. Tendría su propio hogar y lo compartiría con un hombre bueno y repleto de virtudes, que sin duda alguna le llenaría de felicidad todos los días por el resto de su vida.

A Diana le llenaba de dicha que una persona tan bondadosa como Abigail pudiera tener su final feliz, especialmente después de los espantosos sucesos que habían acontecido en su vida. Precisamente, pensó la joven Bridgerton, a causa del amor.

Diana negó con la cabeza mientras deslizaba los guantes sobre sus brazos, negándose así misma la posibilidad de dedicarle a Theodore Spencer un solo pensamiento. Ese "caballero" ya había hecho lo suficiente por intentar arruinar la vida de Abigail —y la suya propia— y no se merecía ser recordado en el día especial de la futura condesa de Waterford. 

«Abigail será condesa», pensó Diana. Y sin poder evitarlo, sus ojos se desplazaron hasta sus dedos, cubiertos por la casi transparente tela de sus guantes. Desnudos, sin presencia alguna de anillo de compromiso o casamiento, como si aguardaran con anhelo el día en el que alguien tuviera el valor de hincar la rodilla y ofrecerle a Diana la promesa de un amor eterno. 

A ella nunca le habían importado esas cosas; había pasado tantas tardes de su niñez con los dedos manchados de pintura junto a Benedict mientras Daphne y Francesca jugaban a interpretar a princesas, reinas y duquesas casadas felizmente... Y su rechazo hacia la vida en sociedad, hacia el papel que esperaban que ella interpretara como futura joven debutante, incrementó día en el que Edmund Bridgerton dejó este mundo para transitar el siguiente, dejando atrás el gran vacío que consumió el pequeño corazón de Diana hasta los cimientos. 

Pero ahora... Ahora esos cimientos estaban siendo recolocados en su lugar, uno a uno. Esa mirada furtiva a su dedo anular, casi instintiva, se había manifestado al mismo tiempo que una suposición aparecía en la mente de Diana, sin invitación.

«Si el duque pidiera mi mano...» 

Diana negó con la cabeza, alisando la falda de su vestido azul claro. No quería pensar en eso. No ahora; no ese día.

La rubia no se refería al título nobiliario que obtendría en el caso hipotético de que Peter Fitzgerald se decidiera por fin a pedir su mano. No, a Diana no le interesaba en lo más mínimo el rango que ostentaría en la sociedad. Sino más bien al escenario ficticio de pasar el resto de su vida junto al duque de Brighton, arropada eternamente entre sus fuertes brazos mientras veían crecer juntos a los hijos con los que fueran bendecidos; a la posibilidad de pasar el resto de sus días con los dedos manchados de pintura, sabiendo que el hombre al que tenía la fortuna de llamar esposo compartía la misma pasión por el arte que ella y que la animaría a expresarse a través del óleo; sin el miedo al qué dirán, sabiendo que en su hogar, en su propia familia, contaría con todo el amor, tranquilidad y felicidad que todo ser humano pudiera desear.

Que ella estaba comenzando a desear.

La sola imagen provocó que un escalofrío recorriera la columna de la joven Bridgerton, que negó con la cabeza una vez más. Había pasado más tiempo pensando en Peter en estos últimos meses que en arte durante su corta vida. Tenía la sensación de que si no alejaba el olor del duque y la calidez de sus manos y labios sobre su piel... Terminaría por perder la poca cordura que le quedaba.

Aunque, por otro lado... Estaba comenzando a habituarse a esa sensación. A las cosquillas en el estómago. A las pequeñas sonrisas que brotaban de sus labios como por arte de magia ante el mínimo recuerdo de Peter; de sus labios recorriendo la columna de su cuello... 

—Dios —susurró para sí misma.

Diana se miró en el espejo del tocador frente a ella y se percató de lo rosadas que se habían vuelto sus mejillas. Definitivamente, necesitaba encontrar un entretenimiento para dejar a un lado sus constantes pensamientos sobre el duque de Brighton. Por fortuna, unos tres toques en la puerta y el sonido de la madera al deslizarse contra el suelo llamaron su atención.

—Mírate. ¡Qué preciosa estás! —Lady Crawford exclamó, juntando las manos bajo su barbilla con emoción.

Diana sonrió mientras la mujer avanzaba hacia ella, cogiéndole una mano con cariño cuando estuvo frente a ella.

—Gracias, Lady Crawford. Usted está radiante, como de costumbre.

Lady Crawford hizo un gesto con la mano, restándole importancia al halago de la joven Bridgerton. La mujer tomó una bocanada de aire, aún sosteniendo la mano de Diana, y dibujó una gran sonrisa en sus labios antes de preguntar:

—¿Te gustaría ver a Abigail antes de la boda?


❀⊱ ────────────── ⊰❀


Peter jamás se había considerado una persona ansiosa. Ni siquiera en los momentos más oscuros de su vida, cuando tuvo que tomar las responsabilidades de un adulto cuando aún era un niño; ni siquiera cuando tuvo que despedirse de su madre y convertirse en la figura paterna de sus hermanos. 

Pero ahora, con la antigua caja de terciopelo azul cobalto entre sus dedos temblorosos, el duque de Brighton sentía cómo la inquietud oprimía su pecho con cada roce de sus dedos sobre la aterciopelada superficie. Había abierto y cerrado la pequeña caja unas siete veces en los últimos cinco minutos. Concretamente, desde que se había decidido a sacarla del fondo de su equipaje, donde la guardó con sumo cuidado antes de abandonar la residencia familiar y partir hacia Irlanda. Esa noche antes de dejar el castillo de los duques de Brighton, Peter se dirigió al estudio que una vez había pertenecido a su madre. En aquella sala, antes llena de color y acuarelas, donde la difunta duquesa le inculcó al mayor de sus hijos el amor por el arte, Peter tomó la que podía ser la decisión más importante de su vida. 

El duque se había armado de valor para entrar en aquella habitación después de tantos años. Cinco, para ser exactos. La última vez que estuvo allí, recordó, fue la tarde antes de que su madre se pusiera de parto. Horas antes de que el dar a luz a George acabara con ella y pusiera fin a su vida. 

Se había permitido pasar allí unos minutos, girando sobre sí mismo al reconocer cada mueble, cada pintura. Todo había permanecido en el mismo lugar donde lo había dejado ella. Todo en la misma posición, los jarrones en la misma orientación. Cualquier persona ajena a la situación de su familia ni siquiera se plantearía que la duquesa de Brighton hubiera fallecido en el parto hace cinco años. 

Peter tomó una respiración profunda antes de dirigirse al escritorio de madera clara que miraba al gran ventanal, desde donde se podía ver el majestuoso jardín y el lago de la propiedad. El duque apoyó una mano en la silla, decidido a tomar asiento, pero se arrepintió en el último momento. En lugar de sentarse frente al escritorio, Peter alargó la mano y abrió el cajón de la derecha, donde sabía que su madre había guardado su anillo de compromiso después de la muerte de su primer marido, el difunto duque de Brighton. 

Peter sabía que estaba allí porque, cuando cumplió los dieciocho años, antes de irse a Oxford, su madre le recordó las responsabilidades que le correspondían como duque y como cabeza de familia —a pesar de que ella ya hubiera tomado como esposo a Lord Wentworth por aquel entonces—. Alexandra, su madre, le había reconocido a su hijo que tenía todo el derecho del mundo a divertirse, hacer amigos y conocer mundo durante su estancia en la universidad. Sin embargo, la difunta duquesa le había insistido en que no debía olvidar jamás quién era, y que todas sus acciones tendrían repercusiones en toda su familia, especialmente en las vidas de sus hermanos pequeños. Y es que en aquel momento, Alexandra estaba embarazada de seis meses. Por desgracia, el niño al que dio a luz la duquesa murió a los pocos días de nacer. Después de aquel parto tan complicado, los médicos le habían recomendado a Lord Wentworth y a su esposa que no volvieran a intentar tener descendencia, ya que otro parto como el que había experimentado Alexandra podría costarle la vida. Sin embargo, después de haber tenido dos embarazos estupendos con Victoria y Ophelia, la difunta duquesa hizo caso omiso a las crecientes advertencias de los doctores. A fin de cuentas, el sueño de aquella risueña y amorosa mujer era tener una gran familia.

Lo que no sabía Alexandra es que, a pesar de haber traído al mundo a su último vástago, jamás cumpliría su voluntad de ver crecer a sus hijos, y a los hijos de sus hijos.

Peter no fue consciente de que estaba cerrando los puños con fuerza. No hasta que el crujir de la caja lo alarmó y lo hizo escapar de su nube de dolor. El duque se apresuró a comprobar el estado de la caja que guardaba el anillo de su madre, y su corazón volvió a latir cuando verificó que la caja estaba en perfecto estado. Una señal del más allá, pensó el duque. Como si algo o alguien le estuviera apresurando a dar ese paso adelante.

Peter estaba tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera escuchó los toques en la puerta de su habitación que anunciaban la llegada de alguien. Y mucho menos escuchó el sonido de la puerta al abrir y cerrarse de nuevo. 

—Me alegra ver que por fin te has decidido.

Peter giró rápidamente la cabeza hacia el primo de su madre, el Conde de Waterford, antes de devolver su mirada a la caja azul cobalto.

—Decidido no sería la palabra que yo escogería —habló el duque, que se apoyó en el escritorio de cedro. Sentía que sus piernas podían fallarle en cualquier momento.

—Entonces, ¿me vas a decir que has traído el anillo de tu madre hasta Irlanda solo porque estabas nostálgico? —Peter abrió los ojos con sorpresa— Yo ayudé a tu padre a escoger el anillo, por si no lo sabías. Reconocería esa cajita de terciopelo en cualquier parte.

El duque de Brighton echó un vistazo a la caja que descansaba en sus manos y suspiró. Peter se llevó una mano al puente de la nariz, esperando que eso aliviara algo de la tensión que estaba sintiendo en ese momento. Lord Wilberforce avanzó hacia Peter y se colocó a su lado, apoyándose en el escritorio junto a él. Cuando extendió la mano para coger la caja, Peter se la entregó.

—Tu padre pasó dos semanas con el anillo en el bolsillo antes de pedirle a tu madre que se casara con él —rió el conde, acariciando el terciopelo de la superficie—. Yo llevaba un tiempo en Londres por un viaje de negocios y no quería volver a Waterford sin asegurarme de que tu padre había encontrado el valor que necesitaba para declararse a tu madre —suspiró, devolviéndole de nuevo la caja a Peter—. Dos semanas no parecen mucho tiempo. Pero estoy seguro de que si les ofrecieran a tus padres dos semanas para estar juntos, estén donde estén, no tardarían en pensarse la respuesta. 

Peter sintió un escalofrío ante la mención de sus padres a la vez que una sensación incómoda encontraba refugio en su pecho. Esa sensación de vacío, de soledad, de pérdida...

No podía permitirse perder a Diana. No a ella. 

—Un amor así es un privilegio, muchacho. No pierdas el tiempo. Y no hagas que ella lo pierda también. Solo hay que ver cómo os miráis para averiguar que hay algo entre vosotros. Algo grande —Lord Wilberforce palmeó el hombro de Peter con familiaridad—. Por no hablar de que te ha llenado de vida de nuevo. Todos lo hemos notado.

Peter sonrió antes de negar con la cabeza, intentando que su tío no notara el rubor que había comenzado a aparecer en sus mejillas. Hablar de Diana le hacía sentir como cuando era niño y corría por los jardines del castillo Weavington tras su padre, con el que saltaba al lago para refrescarse en los calurosos días de verano. 

Esa felicidad tan extrema, esas ganas de vivir un día más para volver a sentir, experimentar, amar... Solo Diana Bridgerton había conseguido reavivar esa llama que se había apagado hacía tantos años. 

—Esperaré a que termine la boda —murmuró Peter—. Si me dice que sí... Esperaré a volver a Londres para pedirle su mano a Anthony. No puedo hacer nada oficial sin su consentimiento. Y esa es la parte más complicada.

—Pero el vizconde y tú sois grandes amigos, ¿no es así? ¿Por qué se opondría a que te casaras con su hermana?

Peter bufó, negando con la cabeza por instinto antes de maldecir mentalmente a su queridísimo amigo Simon.

—Es una larga historia.


❀⊱ ────────────── ⊰❀


Diana deseaba profundamente poder parar el tiempo y sentarse a pintar la estampa que se dibujó ante sus ojos. 

Los ojos de la joven Bridgerton brillaron con luz propia al atravesar las puertas de cristal, fruto de la emoción que sentía al ser partícipe de un momento tan especial y tan bello como aquel. 

Los árboles que aportaban sombra al inmenso jardín del castillo Dromoland estaban decorados con guirnaldas de flores blancas que colgaban de las ramas y daban a los invitados la sensación de que se encontraban en un bosque nevado. Las flores que inundaban el lugar de la ceremonia eran rosadas y blancas, y había tantos ramos que Diana había sido incapaz de contarlos. Y el altar, ante un arco de flores silvestres, brillaba con la luz del sol y estaba custodiado por dos grandes centros de flores. Diana pensó que podía perderse ante tanta belleza.

Los invitados ya habían ocupado sus respectivos sitios frente al altar y esperaban con emoción a que diera comienzo la ceremonia. Entre ellos, la vizcondesa y Benedict Bridgerton, sentados en la segunda fila en la excelente compañía de Lady Danbury. 

—No veo a tu hermana —le dijo la vizcondesa a su hijo, analizando a la multitud en busca de Diana—. ¿Dónde se habrá metido? La boda empezará pronto.

Benedict simplemente se encogió de hombros como respuesta, visiblemente aburrido.

—Disculpe mi atrevimiento, Lady Bridgerton —intervino Lady Danbury en voz baja—. Pero no he podido evitar notar la ausencia de cierto caballero entre los invitados del novio —agregó con un gesto de cabeza y una de sus miradas llenas de sabiduría y experiencia—. Me atrevería a decir que tal vez a la señorita Bridgerton la ha retenido un... contratiempo de última hora.

Violet jadeó, recibiendo una sonrisa sabionda por parte de Lady Danbury. La vizcondesa Bridgerton era consciente de que su hija y el duque de Brighton habían estado a solas con anterioridad y cuáles habían sido las actividades a las que se habían dedicado. Si ambos estaban a solas en ese momento, pensó Violet, tal vez el duque podría haberse decidido a realizar esa propuesta de matrimonio que tanto deseaba la vizcondesa que llegara.

Benedict pareció recuperar su ánimo cuando divisó algo en la lejanía.

—Oh, ahí está.

Tanto la vizcondesa como Lady Danbury se giraron con rapidez en la dirección en la que miraba el segundo de los Bridgerton. Diana se acercaba tranquilamente hacia donde aguardaban los invitados, disfrutando de la exquisita decoración y del aroma que desprendían las flores que inundaban el jardín. La dicha podía leerse en su rostro desde la distancia y eso era precisamente lo que había notado su madre en cuanto posó sus ojos sobre ella: felicidad plena. 

Diana tomó asiento junto a su hermano mayor, saludando a Lady Danbury con una sonrisa. La joven había llegado al lugar con los ojos llenos de lágrimas y una expresión extasiada. Violet, que desconocía de dónde venía su hija, se había llevado una mano al vientre y la otra a los labios. Sin duda, pensando que la próxima en caminar hacia el altar sería su hija.

—Querida...

—He visto a Abbigail —le había interrumpido Diana, quien no notó como la sonrisa de su madre decaía—. Está preciosa, mamá.

Ninguno de los hermanos Bridgerton fue consciente de las miradas que intercambiaron la vizcondesa y Lady Danbury. Diana porque estaba abrumada tras haber visto a su amiga de la infancia vestida de novia y radiante de pura felicidad, y Benedict porque estaba demasiado aburrido y necesitaba molestar a su hermana para encontrar la diversión.

—Vaya, Di. Se te ve emocionada. Cualquiera diría que estás contemplando la idea del matrimonio con otros ojos. 

—Mi amiga va a casarse, Ben —respondió Diana en el mismo tono—. Solo lloro porque se va a privar de su libertad de manera voluntaria. Me sorprende que pienses que yo accedería a lo mismo —la joven entrecerró los ojos antes de burlarse—. Pensaba que me conocías mejor.

—Hermanita —replicó Benedict con una sonrisa traviesa, pasando un brazo por los hombros de su hermana—... Los dos sabemos que el motivo por el que no quieres casarte es porque sabes que no podrías vivir un solo día sin mi preciada, deleitante e instructiva compañía.

—Oh, desde luego. Qué largos y tediosos serán mis días de mujer casada lejos de mi queridísimo hermano mayor. 

Benedict arqueó una ceja y analizó detenidamente a Diana, divirtiéndose con la forma en la que la rubia y él se demostraban su amor fraternal. Definitivamente, Benedict extrañaría terriblemente a su hermana el día que abandonara el hogar de los Bridgerton.

—Eso ha sonado como si estuvieras rotundamente segura de que serás una mujer casada —bromeó—... En un futuro cercano, me atrevería a decir.

Diana bufó y empujó el brazo de su hermano, dejándolo caer de sus hombros. Benedict rió y, tras recibir un codazo por parte de su hermana, se quejó en voz baja. La joven miró de reojo a su madre y Lady Danbury, asegurándose de que estaban sumidas en una conversación antes de responder a su hermano.

—Tal vez estoy replanteándome mis intereses.

Benedict juró que su alma abandonó su cuerpo en ese preciso instante. El segundo de los Bridgerton recordaba escasas ocasiones en las que le hubieran dejado tan atónito que ni siquiera encontrara las palabras. Pero sin duda alguna, la declaración de que su hermana estaba considerando el casamiento como una opción... Eso no lo esperaba.

—Vaya —murmuró Benedict, desviando la mirada de los ojos de Diana. Incapaz de aceptar que su pequeña e indefensa hermana se había convertido en toda una mujer—... Debes amarlo de verdad para haber tomado esa decisión.

Diana entreabrió los labios, sin saber realmente qué decir ante aquello. Pero Ben, que ante el silencio de su hermana se giró a mirarla, simplemente sonrió. Una sonrisa genuina pero apenada, como aquellas que le daba su padre cuando quería animarla. Y Diana sintió que el corazón se le partía en mil pedazos.

Los invitados se levantaron de sus asientos cuando Lord Wliberforce y el prometido de Abigail salieron al jardín, caminando alegremente hacia el altar. Padre e hijo iban charlando animadamente, saludando con gesto cortés a invitados y familiares. Declan parecía estar a punto de subir al mismísimo Olimpo por la forma en la que sus manos se movían enérgicamente y sus labios se estiraban en la mayor de las sonrisas. Sin duda, sintiéndose el hombre más afortunado de la tierra por tomar como esposa a una joven tan extraordinaria y gentil como Abigail. 

Diana comprendía su dicha y le alegraba profundamente que Declan valorara a su amiga de esa forma tan natural, abrazando su pasado y aceptando sus defectos. Decidido a amarla por la persona que era.

A Diana se le encogió el corazón cuando divisó al pequeño William atravesar las puertas que daban al exterior. El hermano del duque de Brighton parecía estar jugando con alguien, una risa brotando de sus labios mientras correteaba para que no le atraparan. Y si Diana pensaba que esa imagen la había enternecido, lo que ocurrió a continuación provocó que una sensación abrumadora se instalara en su pecho.

Peter Fitzgerald alcanzó a su hermano y lo alzó en sus brazos, dejando escapar una carcajada tan profunda que a Diana se le erizó la piel. Ni siquiera se había percatado de que había comenzado a sonreír ante la bella estampa. Había sido un gesto involuntario, como si su corazón hubiera dado un brinco y hubiera recuperar vida con escuchar la risa del duque. 

Lady Danbury, a quien nunca se le escapaba un detalle, examinó la expresión en el rostro de la joven Bridgerton y sonrió con satisfacción. La mujer se inclinó hacia Diana mientras se apoyaba en su bastón con ambas manos, fijando sus ojos en Peter y William.

—Conozco a ese muchacho desde antes que aprendiera a andar —comentó en voz baja—. Y me apena reconocer que no recordaba cómo sonaba su risa. Después de todos estos años plagados de desgracias... Resulta conmovedor que haya encontrado una razón para volver a ser feliz.

«Estoy de acuerdo», quería contestar Diana. Pero las palabras se atascaron en su boca cuando el duque llegó al altar junto a su hermano pequeño y se colocó junto a Declan, pasando sus ojos oscuros entre las filas de invitados, como si estuviera buscando a alguien. Sus ojos se detuvieron cuando encontraron los verdes de Diana y el duque pareció respirar con dificultad, escaneando el rostro de la joven Bridgerton mientras en sus labios se dibujaba la más cálida de las sonrisas. 

Diana luchó contra el calor en sus mejillas, pero estaba segura de que estas debían estar ruborizadas con un oscuro tono de carmín. 

Un murmullo se extendió por el jardín en el mismo momento en el que la orquesta comenzó a tocar. Diana miró sobre su hombro y jadeó, llevándose una mano a los labios en un intento de contener la emoción al ver a Abigail caminar hacia el altar del brazo de su padre. Y cuando sus ojos divisaron a Victoria y Ophelia Fitzgerald caminando frente a ella, lanzando pétalos de rosas blancas en el camino hacia el altar... La joven Bridgerton podría morir de ternura ahí mismo.

—Está radiante —susurró Lady Bridgerton, entrelazando su brazo con el de Diana.

La rubia asintió, de acuerdo con el comentario de su madre. Abigail estaba preciosa, brillando como nunca con su vestido de novia y rebosante de júbilo. Y no era para menos. Estaba cumpliendo el sueño de su vida: casarse con el amor de su vida y formar una familia. Declan era un joven excelente, noble y profundamente enamorado. Diana tenía la certeza de que ambos serían extremadamente dichosos juntos.

Cuando Abigail llegó al altar y tomó la mano de su prometido, riendo ante algo que Declan le había susurrado al oído, Diana notó que se le habían humedecido los ojos. Ella quería algo así. Lo deseaba, de hecho. Había estado privándose a sí misma de una felicidad tan arrolladora como la que desprendía su querida amiga, convenciéndose a sí misma de que ella no estaba hecha para esa clase de amor. Pero estaba tremendamente equivocada.

Oh, qué ciega había estado todo este tiempo.

Sus ojos buscaron los del duque de Brighton y la respiración se le entrecortó cuando vio que Peter ya la estaba mirando; que los orbes oscuros del hombre que la había vuelto loca durante meses brillaron aún más cuando se encontraron con los verdes de ella, como si hubiera necesitado un solo gesto por parte de Diana para aumentar su felicidad aquella tarde. Diana no opuso resistencia a las lágrimas que corrieron por sus mejillas, no esta vez. Porque no se trataban de lágrimas originadas en la desgracia, sino en la más pura y natural devoción que sentía por Peter Fitzgerald. 

Por el amor que se profesaban.

Diana sintió cómo se relajaban sus hombros, al mismo tiempo que sus pulmones se expandían dentro de su pecho con plenitud. Se sentía liberada, como si la sombra que caía sobre ella desde hacía años se hubiera terminado de desvanecer y le permitiera ver la totalidad del mundo que la rodeaba bajo una luz resplandeciente. 

Una sonrisa aún mayor se instaló en su rostro mientras se secaba las lágrimas con sutileza. Un gesto que no pasó desapercibido para Benedict.

—¿Estás bien, Di?

La rubia asintió y entrelazó brazo con el de su hermano, dándole un cariñoso apretón en el antebrazo.

—Mejor que nunca.


❀⊱ ────────────── ⊰❀


La boda había sido preciosa. Una ceremonia íntima, elegante y sencilla en la que todos los presentes pudieron celebrar el amor que se profesaban Abigail y Declan Wilberforce. La tarde estaba transcurriendo con rapidez y Diana no se había percatado hasta ese momento de que el sol ya se estaba poniendo en el horizonte. Estaba tan distraída y... en paz, que no había sido consciente del paso del tiempo. 

Había pasado la mayor parte del tiempo de aquí para allá, charlando con los familiares irlandeses de los Wilberforce, escuchando las historias de los lugares de donde eran originarios y riendo ante los comentarios del conde de Waterford. En un lugar así cualquiera se sentiría como en casa.

Diana dio un salto cuando dos pares de brazos rodearon su cintura desde los costados. Un par de risas inocentes timbraron en sus oídos y la hicieron agrandar su sonrisa antes de girarse. Ante ella, brazos aún al rededor de su cuerpo, Victoria y Ophelia hablaban animadamente.

—¡Diana! ¡Ven con nosotras!

—¡Venga, Diana! ¡El cuarteto va a tocar una canción campestre!

—¡Baila con nosotras!

—De acuerdo, de acuerdo —rió la joven antes de tomar la mano extendida de la pequeña Ophelia.

—Ustedes también —declaró Victoria, caminando con paso decidido hacia Benedict y la vizcondesa Bridgerton—. Y usted, Lady Danbury. No podemos permitir que nadie se quede sin bailar hoy.

—Ahora entiendo por qué se llevó de maravilla con Hyacinth —bromeó Ben, haciendo referencia al carácter tan parecido de las niñas.

—Oh, puede estar seguro que Miss Victoria podría doblegar a la mismísima reina de Inglaterra —aseguró Lady Danbury, cambiándose el bastón de mano antes de aceptar el brazo de Benedict.

Todos caminaron hacia el centro del salón de baile mientras escuchaban la animada charla de Victoria, quien relataba cómo había vivido la emocionante ceremonia de la boda. Diana sostenía a la menor de las hermanas por la mano, haciéndola girar de vez en cuando al ritmo de la canción que estaba finalizando. La rubia rió enternecida cuando Ophelia intentó hacerla girar, cediendo a la petición de la niña antes de hacerle una reverencia como final de baile. 

—¡Hermano! ¡Ven, vamos a bailar!

Diana se giró, buscando a Victoria con sus piernas temblorosas. No había interactuado con Peter en todo el día, a excepción de las miradas furtivas y las sonrisas que se habían dedicado desde la distancia. Él había estado ocupado atendiendo a su familia y cuidando a sus hermanos pequeños, y ella había estado siguiendo a su madre y a Lady Danbury, pasando de conversación en conversación y sonriéndole a los invitados. Lo que se esperaba de ella, en síntesis. 

Pero ahora que el duque caminaba hacia ella —o más bien, era arrastrado por su hermana menor hacia su grupo—... Comprendía por qué su cuerpo había comenzado a temblar de repente. Tan solo le hacía falta una mirada a esos ojos oscuros para que Diana sintiera la necesidad de sentarse.

—¿Victoria les ha obligado a todos a bailar con ella? —preguntó Peter al llegar junto a ellos. El duque bufó con diversión ante el asentimiento de cabeza de Benedict— Entonces, lo lamento. No hay nada que pueda hacer para salvarles. Es imposible decirle que no.

—Al contrario, excelencia —dijo Lady Danbury con efusividad—. Ya comenzábamos a oxidarnos al fondo de la sala. Creo que su hermana ha venido a rescatarnos justo a tiempo. O nos habríamos visto envueltos en una tediosa charla de nuevo.

Violet asintió animadamente. No solo daba a entender su conformidad a las palabras de su amiga, sino que además demostraba lo complacida que estaba de que Victoria Fitzgerald hubiera sacado a bailar no solo a Diana, sino también al duque de Brighton. 

—Lamento que considere tediosa Irlanda, Lady Danbury —bromeó el duque, alzando a Ophelia en sus brazos cuando la niña corrió hacia él—. Me temo que no puedo compartir con usted su entusiasmo por volver a Londres.

—No me malinterprete. Este es un lugar magnífico con gente verdaderamente extraordinaria. Pero no puedo esperar a volver a mi tablero de ajedrez personal —dijo la mujer en referencia a la sociedad londinense—. Aunque con los eventos de esta temporada, me temo que se asemeja más a una piscina de pirañas. 

—Estoy de acuerdo —rió Violet. La vizcondesa viuda se giró hacia el duque con una sonrisa—. ¿Está disfrutando de la boda, excelencia?

—Demasiado —respondió Peter—. Va a resultarme muy complicado volver a mis deberes y dejar el aire puro irlandés atrás.

—Razón de más para que programe pronto su próxima visita.

Victoria no tardó en mostrar su acuerdo con Lady Danbury, dando saltos de alegría al rededor de su hermano mientras juntaba sus manos en señal de súplica.

—¡Sí, por favor! ¡Volvamos pronto! —la niña se volvió hacia Diana y tomó su mano— ¡Invitemos a Miss Bridgerton también! Así podrá visitar a Miss Abigail y no se pondrá triste.

El grupo rió, conmovidos por la consideración de la hermana del duque. Diana trató de encontrar las palabras, pero solo logró soltar una bocanada de aire y una risa nerviosa. Peter, que no había apartado su mirada de la joven Bridgerton y había captado su reacción, le dio una mirada de reproche a su hermana.

—Victoria...

—Sería un honor —intervino Diana, tomando por sorpresa tanto a su familia como al duque de Brighton—. La tranquilidad de este lugar es reparadora. Y Miss Victoria tiene razón. Me encantaría volver ver a Abigail pronto —Diana se giró para mirar a Peter, una sonrisa apaciguadora en sus labios—. Si a su excelencia le parece oportuno, por supuesto.

Peter suprimió la sonrisa divertida que luchaba por aparecer en su rostro y consiguió mantener la compostura, asintiendo de forma elegante a la joven.

—El honor sería nuestro, Miss Bridgerton.

No hubo ocasión para que se generara el silencio en el grupo, porque el cuarteto parecía a punto de tocar la siguiente canción. Victoria saltó con entusiasmo y cogió a su hermano de la mano, alentando al resto de los presentes a que la siguieran al centro de la pista. La vizcondesa Bridgerton entrelazó su brazo con el de Diana, sonriéndole a su hija de forma insinuante. Diana no tenía duda de que su adorada madre estaba disfrutando plenamente de esa velada.

Varios círculos multitudinarios llenaron el salón de baile del castillo cuando se escucharon los primeros acordes de la canción campestre. Diana hizo una reverencia a su madre, que estaba a su derecha, y otra a la izquierda, donde esperaba Lady Danbury. Agatha tomó las manos de Diana y el grupo comenzó a girar al ritmo de la música mientras reían animadamente. Incluso Benedict parecía estar disfrutando del baile. 

Tras bailar con Lady Danbury, Victoria y Benedict, Diana aterrizó en los brazos del duque, quien rodeó la cintura de la rubia con sus brazos. Diana colocó las manos en los antebrazos de Peter y rodó los ojos con diversión cuando el duque de Brighton frunció el ceño en fingida molestia. 

—Disimule su entusiasmo, excelencia —bromeó Diana, girando entre los brazos del duque de nuevo—. O me veré obligada a cambiar de pareja de baile.

El duque de Brighton se mordió el labio inferior, tratando de ocultar su diversión. 

—No seré yo quien se lo impida, Miss Bridgerton. Me ofrezco, incluso, a buscársela yo mismo.

—¿Me dejaría en manos de un desconocido? —preguntó ella mientras ladeaba la cabeza, notando como el agarre que Peter ejercía sobre ella se intensificaba— Y yo que le tenía por un caballero...

—Ni siquiera bromees con eso —dijo Peter en voz baja, acercando su boca al oído de la chica—. El imaginarte en brazos de cualquier otro hombre me mata por dentro y es una posibilidad con la que vivo todos los días de mi vida —Diana alzó la mirada para encontrarse con los ojos oscuros que la volvían loca—. Diana...

Los instrumentos del cuarteto dejaron de sonar, indicando el final de la canción. Diana dio un paso hacia atrás sin dejar de mirar al duque, intentando descifrar lo que significaba esa mirada tan profunda. Las manos de Peter reposaban a los lados de su cuerpo y sus manos se flexionaron brevemente en puños, como si tratara de contener sus impulsos. Como si, movido por sus deseos, fuera a tomar a Diana del brazo y a llevársela de aquel lugar. Diana comprendió entonces el brillo en su mirada, el ceño en su frente y la respiración agitada del hombre frente a ella. 

Ella sentía el mismo deseo de estar junto a él. De permanecer a su lado por el resto de sus días. 

Diana notó sobre ella la mirada de su madre. La vizcondesa permanecía junto a Lady Danbury, ambas mujeres escuchando a Victoria hablar de los bien que se lo había pasado. Pero aunque la vizcondesa viuda oyó todo lo que la niña le decía, su atención estaba puesta en su hija.

Violet se limitó a observar mientras mantenía una sonrisa complaciente en los labios, dando a entender que estaba escuchando la conversación de la que formaba parte. Pero sus ojos seguían cada movimiento del duque, que en dos ocasiones hizo el intento de llevarse la mano al bolsillo de su chaqueta azul. Sin embargo, la presencia del duque fue requerida por el conde de Waterford, por lo que Peter optó por dedicarle una reverencia a Diana antes de disculparse y desvanecerse entre la multitud. 

—La partida está casi ganada —dijo Lady Danbury a su lado, sin duda alguna atenta a la interacción entre el duque y la joven Bridgerton.

Pero Violet no respondió. En lugar de eso, volvió a mirar a su hija. Diana permaneció inmóvil en el mismo lugar, mirando el camino por el que el duque de Brighton se había marchado hasta que Benedict colocó una mano en su hombro, reclamando su atención. La quinta de los Bridgerton rió ante algo que su hermano había murmurado en su oído y tomó su brazo para acompañarlo a la mesa de los refrigerios. 

¿Estaba la partida realmente ganada?


Al otro lado del salón, Diana escuchaba las quejas de su hermano. La rubia reía ante las muecas de dolor de Benedict, cuyos pies estaba "destrozados", según el segundo de los Bridgerton. Pero la expresión de Benedict cambió radicalmente cuando alguien apareció tras su hermana, llevando a Diana a darse la vuelta con rapidez. Ante ella estaba la condesa de Waterford, acompañada de una copa y una gran sonrisa. 

—Disculpe, señor Bridgerton —habló la condesa—. Espero que no le suponga demasiada molestia prestarme a su bella hermana —la mujer se giró hacia Diana, posando una mano sobre el brazo de la rubia—. Si no le importa, querida.

—Desde luego que no, Lady Wilberforce.

—Le llevaré estas bebidas a madre y Lady Danbury —dijo Benedict antes de marcharse.

Diana se giró de nuevo hacia la condesa, regalándole una sonrisa nerviosa. No sabía a qué se debía el interés de Lady Wilberforce. Pero por el brillo en su mirada y la sonrisa en sus labios, podía averiguar cuál sería el rumbo de la conversación.

—Disculpe por la intromisión, Miss Bridgerton —la mujer tomó la mano de Diana con su mano libre—. Pero he estado tan ocupada que no he tenido un solo momento para hablar con usted. Algo que llevo queriendo hacer desde antes de que usted y su familia llegaran a Waterford.

—No debe disculparse —respondió Diana con voz aparentemente tranquila—. Además, mi hermano hubiera buscado cualquier excusa para ausentarse de nuestra conversación. Puedo asegurarle que le ha hecho un favor.

La condesa rió enérgicamente y entrelazó su brazo con el de Diana, haciendo que las dos quedaran de espaldas a la mesa y de cara a la pista de baile. Allí, entre las parejas, el duque de Brighton era arrastrado de nuevo por su hermana Victoria para que bailara con ella. Peter no había puesto mucha resistencia a la petición de su hermana y fue rápido en subirla sobre sus pies, danzando con ella entre risas.

—Nunca he conocido a alguien tan bondadoso y noble como él —murmuró la condesa, la mirada fija en el duque de Brighton—. Ha sacrificado toda felicidad por el bienestar de sus hermanos. Siempre tan dispuesto a dejarlo todo por ellos... Esos niños son muy afortunados de tenerle. 

—Es una de las razones por las que le admiro —respondió Diana, sonriendo ante la escena—. Comparto la predilección de su excelencia por la familia. La labor que ha llevado a cabo para criar de una forma tan extraordinaria a sus hermanos... No tengo palabras para describirla.

Lady Wilberforce asintió. Sus ojos viajaron desde los Fitzgerald hasta Diana, que le devolvió el gesto. La condesa sonrió con tanta amabilidad que Diana sintió como sus músculos tensos se relajaban.

—Él también os admira. De una forma que no conoce límites, me atrevería a decir. La devoción que os profesa, la manera en la que habla de usted... Y cielos, cómo os mira —la condesa suspiró—. Hacía tanto tiempo que no veía la alegría brillar en los ojos de Peter. Mi familia y yo le estaremos eternamente agradecidos por haber traído a nuestro muchacho de vuelta.

Diana tragó el nudo en la garganta y asintió, de nuevo sin palabras. La sensación que sentía en el pecho era inexplicable. Jamás podría llegar a describir cómo le había afectado escuchar esas palabras de alguien que conocía a Peter Fitzgerald tan bien.

—Le agradezco sus palabras, Lady Wilberforce —dijo la joven en un hilo de voz—. Pero no merezco mérito alguno. 

—Créame. Es merecedora de todas las alabanzas del mundo —insistió la condesa—. Desde que sus padres murieron no dejaron de ocurrirle desgracias. La ruptura de su compromiso, la muerte de Lord Wentworth...

—Disculpe —interrumpió Diana, el corazón en un puño—. ¿Ha dicho que el duque rompió su compromiso? ¿Qué compromiso?

Lady Wilberforce pareció darse cuenta de que esa era información desconocida para Diana y que, probablemente, acababa de meter la pata. Pero no había escapatoria. Los ojos de Diana eran firmes e insistentes, prácticamente suplicándole a la mujer que continuara con la historia. 

—No me corresponde a mí contárselo, pero —la condesa miró hacia ambos lados—... Peter estuvo comprometido hace años. La joven, Anne Ellington, era familia lejana de Lord Wentworth, su padrastro. Había sido pactado como un matrimonio de conveniencia cuando Peter estudiaba en Oxford y la joven... Bueno, su corazón ya pertenecía a otro. Un joven muchacho que heredaría de su tío un condado en Inglaterra. James, creo recordar que se llamaba.

—James Spencer —dijo Diana. La mujer asintió.

La sangre se le había helado por completo en las venas. Los oídos comenzaron a pitarle y sus manos sudaban. Juraba que las piernas iban a cederle en cualquier momento.

—No sé muy bien qué pasó, pero el compromiso no llegó a buen puerto —continuó Lady Wilberforce—. La joven acabó casándose con James Spencer, pero parece ser que el joven no llegó a heredar el condado. Su hermano menor —a Diana le recorrió un escalofrío por la columna— se convirtió en conde, desconozco el motivo. No volvimos a saber nada de Anne hasta que Lord Wentworth, ya enfermo, nos dijo que había fallecido dando a luz a su primer hijo. La criatura también falleció. Toda una tragedia...

Diana no se movió. No asintió, no respondió. Ni siquiera estaba segura de estar respirando.

Peter había estado comprometido con Anne Ellington. Anne Ellington, que acabó casándose con el hermano de Theodore Spencer. Theo, que acabó convirtiéndose en conde por encima de su hermano. 

Theo, que había estado a punto de casarse con ella.

Nada tenía sentido. Nada encajaba. Necesitaba respuestas a preguntas que ni siquiera sabía cómo formular. No tenía forma alguna de hacer hincapié en la historia sin desvelarle a la condesa detalles que jamás deberían salir a la luz. No sólo por su reputación, sino por la de Abigail. 

¿Había intervenido en su relación con Theodore Spencer por venganza?

¿Sabía quién era Theodore desde el principio?

¿Por qué no le había hablado de Anne Ellington?

¿Sus sospechas sobre el conde de Beverly eran justificadas? ¿O simplemente tuvo suerte?

¿Ha sido todo mentira?

¿Realmente me ha amado alguna vez?

¿Me ama?

—No debería haber dicho nada —dijo Lady Wilberforce al ver el rostro pálido de Diana—. Lo lamento, Miss Bridgerton. No pretendía importunarla con fantasmas del pasado...

—Está bien —interrumpió la joven con una sonrisa forzada—. Si me disculpa, me gustaría retirarme. Ha sido un día muy largo.

La condesa asintió, apesadumbrada. 

Diana marchó rápidamente hacia el grupo en el que conversaban su madre y su hermano. La rubia parpadeaba constantemente en un intento de reprimir las lágrimas que se acumulaban en sus ojos, evitando llamar la atención de ojos curiosos. 

Estaba a pocos metros de alcanzar a la vizcondesa Bridgerton cuando una mano firme y conocida se aferró a su brazo, deteniendo su paso apresurado. Diana no necesitaba girarse para saber de quién se trataba. Reconocería la calidez y el tacto de su piel entre cientos de personas. Era como si hubiera dejado una marca sobre ella que no se podía borrar. Y en ese momento, Diana aborrecía esa sensación.

—¿Estás bien?

—Suéltame —trató de zafarse de su agarre, sin éxito.

—Diana —llamó él, pero la rubia se negaba a mirarle—. Diana, ¿qué pasa? ¿Alguien te ha hecho algo?

Diana bufó, una risa sin gracia y tremendamente amarga. El duque solo pudo fruncir el ceño ante el cambio de actitud de la joven Bridgerton.

—¿Por qué no me lo dices tú? —masculló.

—Si no me dices lo que pasa, es imposible que...

—Me has mentido —interrumpió Diana, la rabia envenenando su voz—. Desde el principio. 

—¿Qué? —preguntó, aún más confundido que antes— Pero, ¿qué...?

—Anne Ellington —espetó, viendo como la expresión del duque cambiaba por completo—. Vuestro compromiso, su relación con el sobrino del difunto conde de Beverly... Me lo has ocultado todo. 

Peter negó repetidamente antes de dar un paso hacia la joven. Diana, sin embargo, renegó de su tacto.

—Diana, sé que todo es muy confuso ahora mismo. Pero debes escucharme...

—¿Por qué escucharía a alguien que no ha hecho más que mentirme a la cara? —Diana bufó de nuevo y negó con la cabeza— Todas esas veces que me pregunté por qué habías interrumpido la pedida de mano de Theodore Spencer en Vauxhall; el empeño que habías puesto en interponerte entre nosotros...

—No, no —interrumpió apresuradamente el duque—. Estás sacando las conclusiones equivocadas, Diana. Permíteme que te lo explique. Sé cómo suena todo esto, pero te prometo que lo entenderás una vez haya terminado. Y si no lo haces, responderé a todas las preguntas que tengas.

Hazlo, escúchale.

—Si me disculpa, me gustaría retirarme. Mi familia y yo volvemos a Londres mañana y debo prepararme para el viaje —dijo Diana con un nudo en la garganta, desviando la mirada de los ojos oscuros Peter—. Adiós, excelencia.

Diana le dedicó una rápida reverencia antes de dar media vuelta y marcharse, negándose a mirar atrás.

No le dio explicaciones a su madre cuando, tras llegar a su lado, la vizcondesa preguntó preocupada por su estado. La rubia se limitó a pedir permiso para retirarse y, cuando lo obtuvo, se encaminó a toda prisa hacia las habitaciones de los invitados.

Una vez en la tranquilidad de la habitación, Diana se permitió derramar las primeras lágrimas. La joven se sentó a los pies de la cama, tapándose la cara con ambas manos antes de romper en un llanto inconsolable. Y esa sensación oscura y desgarradora en su pecho volvió después de tanto tiempo.

«Algún día te romperán el corazón», le había dicho su padre cuando era pequeña. «Y yo estaré ahí para darle su merecido a ese supuesto caballero.»

Y Diana sollozó aún más fuerte cuando esas palabras resonaron en su cabeza.

Habían roto su corazón en mil pedazos, y su padre no estaba ahí para arreglarlo.


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